Autor: 21 julio 2009

Lino González Veiguela

Una tras otra las cartas se iban sucediendo con la misma respuesta. Los relatos tenían calidad pero resultaban impublicables. La censura soviética aún operaba a pleno rendimiento a finales de los años sesenta. El escritor ruso Seguei Dovlátov (Ufa, 1941-New York, 1990) contó hasta cien cartas de revistas y editoriales conteniendo negativas similares acompañadas, eso sí, con informes de lectura positivos en los que se alababa el indudable talento del autor. Tras las primeras cartas, el escritor, cansado ya de los elogios —que, en teoría, un escritor puede escuchar hasta el infinito— dejó de leer estos informes buscando directamente el último párrafo, en el que con distintas fórmulas de cortesía se rechazaba la publicación.

Al escritor no le quedó otro remedio que aprender a asumir las negativas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tiempos difíciles los que tuvo que sufrir Dovlátov, entregado completamente a su obra, mientras todo a su alrededor, los trabajos, la familia, la resistencia, la esperanza de ser publicado en su país, iba desapareciendo o, peor, se iba marchitando poco a poco sin solución aparente. Cuanto más empeño ponía en remar, más naufragaba. Su vida no se enderezaría hasta que tomó la decisión de abandonar Rusia camino de los Estados Unidos. Eso le salvó. Le concedió al menos unos años de relativa calma. Si no en lo material, siempre vivió pendiente del dinero, sí en el plano literario. En EE. UU. logró ser publicado. Y obtuvo el reconocimiento que durante tantos años no había podido recibir en su propio país.

Dovlátov titularía años más tarde sus memorias de aquella época El libro invisible, refiriéndose a La zona, el libro de relatos que había escrito sobre su experiencia en un campo de trabajo para prisioneros comunes en la región siberiana de Komi. Solo unos pocos lectores, amigos del escritor, habían podido leerlo. Para el resto de los lectores era un libro invisible. Algo similar ocurre con sus obras hoy en día.

Estamos a finales de los años sesenta. Unión Soviética. En Leningrado, una joven generación de prosistas y poetas —formaban parte de ella, entre otros, Iosif Brodsky, Evgeni Rein o Dovlátov— trataba de abrise camino en el difícil ambiente literario soviético. Había decenas de revistas literarias y no menos editoriales. Pero estaban dispuestas a publicar, casi exclusivamente, poemas de empalagosa liricidad o con encendidas soflamas patrióticas. Lo mismo ocurría con la prosa. Los relatos y las novelas que no sucediesen en koljoses o en fábricas eran descartados en el primer corte editorial, sin dejar siquiera que llegaran al escritorio de alguno de los aplicados funcionarios del KGB (conviene recordar que las editoriales eran todas entes públicos, es decir, por naturaleza entes censores). Dovlátov se relacionó con aquellos artistas semiclandestinos, era uno de ellos: «Obviamente hice amistad con autores torturados y hambrientos como yo. Eran personas vanidosas y atormentadas. La falta de éxito oficial se veía compensada con una morbosa vanidad. Años de miserable existencia habían dejado huella en su psique. El alto porcentaje de enfermedades mentales lo confirma. Por lo demás, ya no deseaban, en aquel mundo de fantasmas, adecuarse a la norma».

En 1964, Serguei Dovlátov —nacido en 1941— regresaba a Leningrado tras haber completado el servicio militar en el campo de prisioneros de la República de Komi, en Siberia. En teoría, a un universitario como él, que estudiaba lenguas en la Universidad de Leningrado, tendrían que haberle eximido de cumplir con el servicio militar. Dovlátov en sus memorias resume lacónicamente su vida antes de cumplir con el servicio militar: «Un breve período como boxeador… El divorcio, celebrado con tres días de borrachera… El ocio… La llamada del ejército».

Entre las razones que había dado a sus conocidos para explicar que lo enviasen nada menos que a la fría y remota Komi —¡y como guardián!— estaban unas vagas acusaciones políticas que según Dovlátov le habían interpuesto las autoridades por su disidencia. Invenciones. Lo cierto es que, como el propio escritor reconocería años más tarde en su obra El libro invisible, se había presentado hasta cuatro veces a un examen de alemán sin lograr aprobarlo. En la URSS solo tenían derecho a proseguir los estudios los que asistían regularmente a clase y cumplían con un cierto nivel académico. De la experiencia en aquel campo de detención para delincuentes comunes, saldría el primer libro escrito por Dovlátov, La zona, publicado sólo cuando llegó a los Estados Unidos.

El libro, que traspasó el telón de acero microfilmado y escondido en maletas —algunos fragmentos se perderían en el viaje—, recoge algunas de las experiencias de Dovlátov durante aquel año como vigilante de unos presos comunes de los que aprendería importantes lecciones. Adoptó su uso del lenguaje, sino literalmente, sí en lo que se refiere a su estructura. Frases breves, directas, en un lenguaje simple, no exento de coloquialismos: «La leyes de la lingüística no se pueden aplicar a la realidad de los campos de prisioneros. La lengua del campo, de hecho, casi nunca se usa como un instrumento de comunicación. Lejos de ser un instrumento, es un fin en sí misma […] La lengua del preso veterano es para él el sustituto de los habituales complementos que se usan en la vida civil. Es decir, es su peinado, un traje de importación, un par de zapatos, una corbata, unas gafas bonitas. Y es incluso más: es su dinero, es su posición social, es la gratificación y es el premio». También aprendió de aquella experiencia una lección que le supuso una gran revelación sobre su país: los carceleros no se distinguían demasiado de los presos. Ni el mundo exterior se distinguía tanto del mundo carcelario, ambos absurdos, ambos poblados por habitantes mezquinos y humanos, serviles y orgullosos. En resumen, en la URSS la libertad estaba tan mutilada dentro cómo fuera de las alambradas: «Los guardianes y los ladrones son extraordinariamente similares. Los prisioneros de los campos de régimen especial y sus vigilantes se parecen terriblemente. La lengua, la mentalidad, el folclore, los cánones estéticos, los planteamientos morales. Y esto es el resultado de su influencia recíproca. A ambos lados del alambre espinado hay un mundo único y cruel. Es lo que he tratado de expresar».

Ser disidente, en aquella república de repúblicas soviéticas, era un destino inevitable para cualquier con una mínima dosis de lucidez y dignidad. Aunque, como en el caso de Dovlátov o Brodsky, la disidencia no naciese de un voluntario enfrentamiento con las autoridades y la sociedad. Se limitaban a realizar su trabajo, crear, la función social para la que estaban dotados y la que querían dedicarse. Solo a la hora de tratar de difundir su trabajo percibían el tacto cortante y la altura real de las alambradas. Vivir al margen de todo, sin embargo, no resultaba sencillo, y muchos bebían en grandes cantidades, en parte para sentirse mejor, en parte porque como a todos los jóvenes les gustaba divertirse. El alcohol en Rusia es el único pasatiempo que siempre ha estado disponible y no se ha considerado un delito: «Bien, y obviamente se imponía a todo el eterno compañero de los escritores rusos, el alcohol. Bebíamos de todo, sin andarnos con miramientos, hasta el aturdimiento, hasta las alucinaciones». El alcohol sería una presencia constante en la vida de Dovlátov. Podía pasarse largas temporadas sin probar una gota. Pero también podía entrar en crisis y encerrarse durante varios días en un apartamento con la única compañía de botellas de vodka y latas de cerveza. Caídas en un vórtice de caos que alteraban el ya precario equilibrio en el que vivía. «Basta una semana sin vodka y el aturdimiento se desvanece. La vida se perfila en un modo relativamente nítido. Incluso los incovenientes más desagradables parecen ineludibles».

La vida bohemia, desde luego, no implicaba sólo inconvenientes. Se disponía de muchísimo tiempo libre que permitía leer mucho, tanto lo no publicado en la URSS y escritor por rusos —samizdat— como los libros extranjeros de contrabando —tamizdat— que pasaban de mano en los círculos de la intelligentsia. Se celebraban continuas reuniones entre amigos en las que se establecían grandes complicidades… En definitiva, si uno mantenía su bohemia dentro de los límites tolerados por las autoridades y no se convertía en un disidente político, podía vivir relativamente bien.

Aquellos jóvenes literatos que compartían veladas en San Petesburgo no eran antisoviéticos. Sus obras no se enfrentaban frontalmente contra las imposiciones ideológicas. No cumplían con los cánones y eso les impedía respirar.

A esto, se añadía además una cierta desorientación sobre qué escritores de la tradición adoptar como modelos inspiradores. O para ser más precisos, qué elementos de los escritores de la tradición rusa hacer suyos para contar lo que querían contar y expresar lo que sentían. Las obras de los escritores de las generaciones anteriores que podrían haberles ayudado a contemplar la nueva realidad ni siquiera habían llegado a escribirse. Las circunstancias históricas y la represión impidieron que se escribieran. Primero el fervor revolucionario —había que servir a la causa— y luego las grandes purgas estalinistas habían eliminado a muchos de los creadores de la Edad de Plata de la Literatura Rusa en la cima de su talento —Babel, Bulgakov, Tsvietaiva, Mandelshtam…—, solo unos pocos habían sobrevivido al desastre: un erosionado física y anímicamente Platonov, Pasternak, Ajamátova, el superviviente Ehrenburg…

Los problemas reales para aquella generación de jóvenes encabezada por Brodsky —brillante protegido de Ajmátova— comenzaron cuando algunos adquirieron un cierta fama en círculos literarios y fueron investigados por sus actividades «asociales», siendo incluso llevados a juicio, como en el caso del tan citado proceso que padeció por el propio Brodsky en 1964 acusado de parasitismo social. Se habían colocado ya en el punto de mira de los servicios de seguridad del Estado.

Juez Savelieva —¿Cuál es su profesión?

Brodsky —Escribo poemas. Hago traducciones. Yo supongo…

Juez —¡No está aquí para hacer suposiciones! ¡Mire al tribunal! ¡Responda como es debido a la corte! ¿Tiene usted un trabajo regular?

Brodsky —Yo pensaba que se trataba de un trabajo regular.

Juez —¡Responda a la pregunta!

Brodsky —Escribo poemas. Yo pensé que serían publicados. Yo supongo…

Juez —¡No nos interesan sus suposiciones! ¡Responda a la pregunta! ¿Por qué no trabaja usted?

Brodsky —Yo trabajaba. Escribía poemas.

El poeta fue condenado a cinco años de exilio en la región de Arcángel, en la Siberia Occidental. Su exilio terminaría menos de dos años después, según se dice, tras la intercesión de Sartre ante las autoridades soviéticas.

Dovlátov camina con un amigo por uno de esos horribles barrios de edificios nuevos alas afueras de Leningrado. En un cierto punto, Dovlátov interrumpe la charla para decir: «Creo que Tolstoi no habría aceptado vivir en este barrio tan mísero». A lo que su amigo responde: «¡Tolstoi no habría aceptado vivir en este… año!…». Este diálogo —que nos remite a lo que comentábamos anteriormente sobre cómo ciertos modelos literarios del pasado ya no resultaban útiles— expresa muy bien los problemas que enfrentaban los escritores soviéticos a la hora de ponerse a escribir sobre el mundo que les había tocado. Un mundo gris, tanto nivel de estética urbanística como en su tejido social. Con una tremenda escasez de individuos con la capacidad de pensar libremente —consecuencia del trabajo combinado de la propaganda y el terror—, la sociedad estaba compuesta por millones de funcionarios mentales que se movían en los estrechos márgenes de acción que les estaban permitidos. Dovlátov definiría muy bien la condición de funcionario: «Funcionario es una palabra muy amplia. Si ocupas un puesto oficial, te conviertes en un hombre «con una función». Sustraerse a los vínculos que te impone dicha función, sin fracasar clamorosamente, es im­posible. La función te aplasta. Sin que te des cuenta, al servicio de esa función tus concepciones se deforman. Y terminas por no pertenecer ya a ti mismo». En definitiva, hombres que se han perdido a sí mismos, por mucho que no se den cuenta (en la sociedad capitalista, los riesgos estarían en la alianza entre la función social productiva que desempeñamos y nuestra voluntaria / involuntaria función social de consumidores… pero este sería otro discurso).

El régimen totalitario máximo, el que condiciona hasta las relaciones personales que se ven lastradas por las consignas y la moral oficial.

Si uno disponía de una lucidez como la de Dovlátov, se enfrentaba también a una desazón más honda, que nacía de la imposibilidad de explicar aquel mundo únicamente culpando a los dirigentes soviéticos, por abyectos que estos hubiesen sido. En una carta a uno de sus editores americanos Dovlátov lo explica con bastante claridad: «El mal viene determinado por la coyuntura, por las exigencias y del papel de quien lo comente. También por el factor casualidad. Por una desafortunada concurrencia de circunstancias. Incluso influye el pésimo gusto estético. Nosotros maldecimos sin descanso al camarada Stalin, sin duda con muchos motivos. Pero me pregunto quién ha escrito cuatro millones de denuncias (es la cifra que figura en los documentos secretos del partido). ¿Dzerzhinski? ¿Yezhov? ¿Abakúmov y Yagoda? Nada de eso. Las han escrito los ciudadanos soviéticos. ¿Significa esto que los rusos son una nación de delatores y espías? Absolutamente no. Simplemente se manifestaban las tendencias del momento histórico».

¿Cómo se escribe sobre una sociedad tan poco estimulante —cuatro millones de denuncias, no todas bajo tortura o coacción…—, contra la que únicamente se puede sentir rechazo? Una de las posibilidades —por la que optó Dovlatov— es usar la escritura como un espejo que ofrezca una imagen de la realidad tal y como es, centrándose en los aspectos más cómicos… corrijo: ridículos, lo que permite al escritor hablar de sus contemporáneos sin contaminarse con su sumisión y su vacío. Con una realidad como la soviética, el simple acto artístico de reflejarla ya obtenía como resultado un esperpento. Esto no quiere decir que Dovlátov escogiese las situaciones más ridículas, brutales o esperpénticas. Por lo general escribía sobre situaciones cotidianas, recogía los diálogos en apariencia menos grandilocuentes, como menos efecto dramático. Explica muy bien su preferencia por evitar las situaciones extremas en otra carta a uno de sus editores americanos refiriéndose a su libro La zona: «Por eso he omitido, como suele decirse, los detalles más desgarradores de la vida en el campo. No seduje a mis lectores con promesas de emociones y visiones extravagantes. Preferiría haberlos conducido hasta un espejo.

Hay también otro extremo: sumergirse en la estética hasta el punto del olvido, perdiendo de vista el hecho de que un campo de prisioneros es algo repugnante, pintándolo en la tradición ornamental de la Escuela del Suroeste. Así pues, había dos extremos que evitar. Podía haber contado la historia del hombre que se cosió un ojo; o la del que curó y crió un polluelo de jilguero en el sector forestal; o la de un malversador llamado Yákovlev que se clavó el escroto a la litera; o la de Búrkov, un carterista que sollozó en el entierro de un escarabajo de mayo». Su escritura se sitúa entre esos dos extremos.

No debía ser fácil, de todos modos, fajarse contra aquella realidad burocratizada —simulacro de realidad— y crear algo humano a partir de ese combate desigual. Dovlatov lo consiguió con especial acierto —además de en La zona— en uno de sus pocos libros traducidos al castellano, El compromiso. En ese libro nos habla de su etapa como redactor en un diario estonio, con sede en Tallin: «¿Por qué me trasladé precisamente a Tallin? ¿Por qué no a Moscú? ¿Por qué no a Kiev, donde tengo amigos influyentes? No tenía motivos razonables. Me habían ofrecido un pasaje. Me encontraba en un callejón sin salida. Deudas, problemas familiares, una cierta desesperación. Partimos sobre la una. En el bolsillo tenía 27 rublos, la tarjeta de periodista, bolígrafo. En la bolsa de viaje, una muda interior».

El redactor Dovlatov, encargado de cubrir eventos tales como la coronación de la vaca lechera más productiva del país o las celebraciones del partido el funeral de un director de la televisión pública, tamiza la absurda realidad que le rodea a través de una actitud lúcida y un poco cínica que le permite poner de relieve el doble fondo de aquella sociedad comunista, en la que todo funcionaba —mal— movido por unos principios que nadie se atrevía a cuestionar. Los más listos, los menos, se aprovechaban —la potente mafia rusa surgió en los años del comunismo—. Otros, pocos, creían sinceramente en esos principios. Y los más, callaban, ni hablaban para criticar ni pensaban demasiado. El compromiso es ante todo un libro muy divertido, aunque esa comicidad traiga causa de un esperpento que no es prefabricado, sino, como señalábamos antes, simple descripción de la realidad, y por tanto la comicidad se rebaje con una cierta amargura hasta obtener un cóctel en el que, según el relato o la escena, predomina el sabor más dulce de la comicidad y el más áspero de la tristeza. No en vano, Dovlátov admiraba a Chéjov, por encima de otros muchos escritores rusos.

El talento de Dovlatov está en que por muy soviéticos que sean sus personajes, por mucho que pertenezcan a un tiempo y a un lugar determinado, son modelos muy útiles para entender nuestro mundo. Lo que siente el periodista Dovlatov lo sienten, seguro, muchos periodistas actuales que tienen que trabajar en medios que dedican gran parte de su tiempo a los deportes, o que se convierten en simples y obscenos voceros del partido o del gobierno de turno.

Los seis primeros meses de su estancia en un barrio de New York los pasó Dovlátov viviendo en el sofá de segunda mano de su apartamento. La familia —completada por su mujer y sus dos hijos— vivía de la red de caridad que ayudaba a los nuevos inmigrantes rusos y de lo que ganaba Lena, la mujer de Dovlátov. En su sofá, Seriozha —diminutivo de Serguei— pensaba en su literatura, bebía y conversaba con otros inmigrantes sobre qué significaba ser inmigrante, qué significaba ser soviético y qué antisoviético —en realidad, concluyeron entre cerveza y vodka, nada tan parecido a un soviético como un antisoviético…—. Si hacemos caso de las anotaciones de Dovlátov en sus cuadernos, hay una que explica a qué se dedicó durante aquellos meses. Además de ejercer el papel de ruso —la mujer saca adelante a la familia y trae a casa el dinero para pagar el vodka—, Serioszha se dedicó al lento y complicado proceso de ponerse en perspectiva, de analizarse para saber en qué momento se encontraba. Escribió sobre ello: «Un punto de vista liberal: La patria es la libertad. Hay una variante: La patria es aquella donde el hombre se encuentra a sí mismo».

Su libro La maleta ofrece un mirada de su pasado en su recién abandonada patria física a través de historias en las que nos cuenta cómo llegaron hasta él las pocas pertenencias que le llevaba en su maleta cuando salió de Rusia.

Puede parecer un tanto estúpido afirmar que un tipo deba perder seis meses de su vida reencontrándose a sí mismo. Tal vez lo sea. Pero la desubicación que supuso para Dovlátov como escritor el exilio no era fácil de resolver para él. ¿Qué iba a hacer él si solo sabía escribir? ¿Buscarse un trabajo más prosaico? No es que tuviera escrúpulos a la hora de trabajar. En Rusia se había visto a desempeñar trabajos de todo tipo, incluido el de guía del Parque Pushkin, experiencia a la que dedicaría uno de sus libros.

Con el paso de los meses, comenzó a despertar y realizó algunas colaboraciones con Svoboda (Radio Liberty), y otros trabajos y ocupaciones temporales, incluidos algunos cursos de joyero… Hasta que se sumó a un proyecto que le daría, según él, algunos de los años más felices de su vida: una revista en ruso, El Nuevo Americano, financiado por un judío y dirigido a un público judío —Dovlátov tenía orígenes judíos—. Por descontado, ni Dovlátov ni sus otros compañeros de redacción tenían el menor interés en el judaísmo. Pero dado que el mecenas que financiaba el proyecto era un prominente miembro de la comunidad judía tenían que hacer auténticos equilibrismos para escribir acerca de temas que se saliesen del ámbito judío. Lo principal es que podían escribir con absoluta libertad —a pesar de los límites impuestos por el propietario empeñado en que se tratasen temas tan sustanciales como el reglamento Kosher…—. Esta experiencia le sirvió a Dovlátov para escribir dos libros. Uno, El periódico invisible, contando con bastante humor marca de la casa la aventura de poner en marcha y de trabajar en aquel periódico, y otro, La marcha de los solitarios, que recoge las editoriales que Dovlátov publicaba cada semana en la revista.

Fueron buenos años para Dovlátov. El proyecto del Nuevo Americano terminó desapareciendo. Pero su prestigio como escritor ya se había consolidado. Ayudado por su buen amigo Brodsky consiguió publicar varios relatos en The New Yorker, le hacían entrevistas, los editores le pedían más manuscritos… Su vida familiar se estabilizó, y los Estados Unidos se fueron convirtiendo cada vez en su casa, donde vivía con estrecheces materiales pero a gusto, tranquilo.

Mientras trabajaba en el periódico de Tallin, Dovlatov tuvo la fortuna de poder asistir a un concierto que el pianista de jazz Oscar Peterson ofreció en la capital estona. Las giras de jazzistas norteamericanos por Rusia y de los ballets rusos por América eran tímidos intercambios culturales destinados a romper tímidamente el hielo de las relaciones entre ambos países. A Dovlatov le encantaba el jazz. El artículo, que él reproduce en su obra El libro invisible, es un tributo a la libertad de improvisación que ofrece el jazz a sus intérpretes. La melodía es solo un pretexto para articular un discurso.

Es comprensible que Dovlátov indentificara el jazz con la libertad (en la URSS el jazz estuvo prohibido). El jazz es libertad para el intérprete, que sobre las mínimas pautas de la armonía, la melodía y el ritmo se puede desenvolver libremente al dictado de su humor y su talento. En su artículo, Dovlátov escribe un párrafo que, creo, se puede usar para terminar esta reseña sobre tu trabajo. Una gran parte de las obras del escritor ruso son algo parecido a improvisaciones, medios que usó el autor para sentirse libre mientras creaba, mientras trabajaba en sus páginas. Porque de eso se trataba su escritura: «Es difícil escribir sobre jazz. Podría decir que Peterson usa secuencias diatónicas y cromáticas. Que usa procedimientos politonales. Que obtiene un equilibrio armónico de tónicas y dominantes. Podría entrar en el territorio de la matemática superior del jazz… ¿Pero es necesario? Ahí lo tenéis acercándose al piano. Se sienta, toca las teclas. ¿Y qué sucede? ¿Gotas que caen sobre el cristal, perlas diseminadas, el rumor de las hojas movidas por el viento?… Después un eco lejano cada vez más inquietante. Y por fin el laud, la avalancha. Y después de nuevo una nota solitaria, temblorosa, desgarradora en el silencio…». Algo parecido se puede decir sobre la literatura de Dovlátov —en realidad, sobre toda literatura—. No tiene mucho sentido escribir sobre ella si no es para presentarla a sus futuros lectores.

Dovlátov murió tras un ataque al corazón en Nueva York en 1990, mientras era trasladado en ambulancia hasta el hospital más cercano. No llegó a cumplir los cincuenta años. ■ ■


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