Autor: 25 septiembre 2009

Antonio Moreno
El laberinto y el Sueño
Renacimiento, Sevilla, 2009

Como lector, una de las cualidades que más aprecio en la obra de Antonio Moreno es su virtud de cercanía; su don de ser siempre fiel a sí mismo; esa capacidad tan característica de su arte que nos permite de inmediato confiar en su palabra, y que nos mueve a aceptar sin prevención la veracidad y honestidad de lo que nos cuenta. Como escritor, Antonio Moreno está siempre, entero, en cada uno de sus libros; en cada párrafo o estrofa; en cada verso o frase, sin velo ni disfraces ni traición. Y la distancia imaginaria que parece existir siempre entre el escritor y el ser humano; entre quien escribe como personaje y la persona que sustenta esa escritura, se diluye en él con tal naturalidad que al lector, muchas veces, le resulta desarmante; y acaba teniendo la sensación de no hallarse ante un libro abierto, sino ante un hombre que nos habla y acompaña con las armas y las formas de un maestro o un amigo.

Esto es tan cierto para sus libros de poemas (siete hasta hoy, recogidos en un solo volumen bajo el título unitario de Intervalo en La Veleta de Comares) como lo es para los de prosas, tanto los que se aproximan al diario y a cierta inmediatez como los más deliberadamente estilizados. Y si abundan en Intervalo los poemas que se acercan a la estética del in promptu y a las observaciones del diario, a nadie extrañará que muchos de los capitulillos de este libro emparentado con el relato diarístico se acerquen con calma y confianza a las fuentes de las que bebe también su poesía. Porque nos encontramos ante un libro que, ya desde la solapa de portada, se quiere fronterizo: narrativo, reflexivo, lírico y celebrativo, nada de todo ello lo es en exclusiva, y de todo participa. A partir de un suceso administrativo de difícil comprensión, el escritor hubo de trasladarse a vivir a un pequeño pueblo de la montaña alicantina; y él, que ha vivido casi siempre junto al mar, fue transformando ese exilio en descubrimiento gracias a esta escritura reposada. La prosa es diáfana, precisa y detallista. Una prosa viva y vibrante que culebrea por la página mostrándonos las cosas y los seres desde unos ojos nuevos; punteando a veces con sorna lo narrado, o extrayendo conclusiones sorprendentes por lo oportunas y por lo inesperadas. Los temas, como no podía ser de otro modo, son los familiares del autor. El poeta se detiene morosa y amorosamente en la muestra y observación del pueblo, su paisaje, las vidas de sus gentes y la propia peripecia personal de su héroe sin heroísmo y de «la mujer que lo acompaña». Asistimos así a dos años de estancia en un pueblo del interior —frío y nieve en invierno, sol y nubes el resto del año— en el que el paso de las estaciones se comprende gracias a la llegada y la huida de las golondrinas, el ciclo de las cosechas, la aparición del hielo o los insectos. Los motivos que desencadenan la escritura de Antonio Moreno van desde sus lecturas o las conversaciones cotidianas con los vecinos a la observación solitaria y cuidadosa de los fenómenos naturales (hay aquí toda una poética de la luz, que prolonga la contenida en los poemas coetáneos de La Tierra Alta), de la fauna pequeña y la vegetación de los contornos. Retrato de una comarca «condenada a desaparecer» tanto como del hombre que la habita, El Laberinto y el Sueño se lee como la novela que no ha querido ser del todo, el relato cotidiano de un viaje interior siempre al acecho de discretas maravillas, la crónica de un deslumbramiento. Hay pocos libros en nuestra tradición que puedan evocarse como precedentes del que nos ocupa. Este lector recordaba, en la lectura, unas veces a Cunqueiro; otras a Sánchez Mazas, a Pla o al más paisano Gabriel Miró. Pero me es más fácil recordar nombres ingleses: el Brenan de Al Sur de Granada; el Graves de algunos pasajes de Adiós a todo eso. Algo de esa mirada extranjera, sorprendida y deslumbrada pero siempre reflexiva es fácil de rastrear en estas páginas limpias y felices. Algo también de la estética del haiku japonés, tan atento a lo mínimo, a las casualidades, a los breves e intrascendentes milagros de lo cotidiano, a lo que suele pasarnos desapercibido. En casi todos los pasajes del libro es fácil encontrar el mu-kigo: la palabra que, en la preceptiva japonesa, ha de indicar forzosamente la estación del año en que suceden la escena y el poema. Y, también igual que en el haiku, la mirada de Antonio Moreno suele ir de lo particular a lo general: un detalle, un acontecimiento diminuto desencadena la prosa; una reflexión de alcance mucho más amplio, en el tiempo y en el espacio, la concluye. En lenguaje cinematográfico, creo que a esto se llama «abrir el campo». No se me ocurre mejor manera de explicarlo.

Porque más que fronterizo, creo que el libro tiene algo de sumativo: el diario, la narración autobiográfica, el ensayo, la prosa poética se suman más que se cruzan o deslindan en este laberinto y este sueño. Entre una moneda hallada en la página 15 y una piedra con dos caras tropezada en la 143; entre un laberinto cifrado en torno al número 5 que actúa como zaguán y otro, encarnado y real, que se nos muestra en la visita a las últimas páginas del libro, un único sueño ha hecho que el autor limpiase la mirada, se abriese a un espacio nuevo y fuese capaz de verlo con ojos también nuevos, extranjeros de todo salvo de sí mismos. Y la contingencia, la inmanencia del propio autor testigo se confrontan una y otra vez con los vestigios de un tiempo que le —que nos— atraviesa y nos explica: viene de la edad fósil, de cuando las monedas en desuso, y acaba en esta incógnita que llamamos futuro y no lo es. Hablaba hace un momento del haiku y recuerdo ahora uno de Bashô Matsuo, admirablemente traducido y comentado por Antonio Cabezas, que me viene al pelo: «Una primavera / que nadie ve: ciruelos / al dorso del espejo.». Explica Cabezas así el tema del poema: «hay una primavera que nadie ve, excepto, por supuesto, el propio Bashô, y son los ciruelos esculpidos al dorso del espejo de bronce. ¡Ver el reverso de las cosas! ¡No limitarse a ver la propia cara!». También Lorca se definía a sí mismo en el Poema doble del lago Eden como «un pulso herido que sonda las cosas del otro lado»; y Cortázar, a propósito de ese verso lorquiano, afirmaba en una famosa entrevista que esa actitud encierra el ser del poeta verdadero. Forzado a frecuentar ese otro lado, Antonio Moreno se dio cuenta de que el verdadero conocimiento de uno mismo radica en nuestro estar en el mundo; y su valentía consiste precisamente en abrirse: un hombre vuelto al exterior, girado hacia fuera, sin las conchas del galápago ni la tinta del calamar. Un hombre en la luz. Al sol. Consciente de ello y de este devenir inexplicado que nos sostiene y engulle por igual.

Claro está que el viaje al que se nos invita tiene mucho de sedentario: la contemplación de una pintura, la evocación de un personaje histórico, la lectura de un libro o un paseo por el campo; quedarse absorto ante un fuego, o inmerso en la luz del sol que atraviesa la ventana… Pasajero de su casa, en un tiempo sin tiempo pautado sólo por el paso sereno de las estaciones, el héroe reflejado en El Laberinto y el Sueño tiene una vida corriente y un nombre corriente que «se aviene más» con su temperamento escéptico y «con mi preferencia por el orden de lo sencillo» (pág. 93). Hay en el libro humor y amor; paciencia y belleza: la sorna acerca de las políticas lingüísticas y el juego vivo de la lluvia al sol. Y una minuciosa atención por lo pequeño, por lo humilde y lo callado. Un cuco es aquí «el mensajero de los días crecientes» (pág. 65); la cigarra «algo tiene (…) de derviche» (75); la luz (71) es «el dios visible» (75); las golondrinas, «como sutiles sastrecillos» (80). Se puede incluso bromear con el budismo hasta que una alpargata convierte a Júpiter tonante en el ejecutor de una intrusa indeseada… «Un pueblo junto a un barranco. Y alguien para contarlo.» (58). ¿Pero es posible contar un pueblo, algo que no sucede, sino que está? Quizás el pueblo sea una más entre las mil representaciones posibles del laberinto. Quizás quien nos lo cuenta es un sueño llamado Antonio Moreno. O puede que todo ello sea precisamente al revés: espacio el sueño y tiempo el laberinto.

En el hermoso y divertido capítulo titulado «Los movimientos planetarios», dedicado a glosar las figuras superpuestas de Kepler y una profesora de Filosofía que habla de Kepler, el escritor, que nos cuenta estas reflexiones mientras piensa en voz alta su relato, concluye: «Los otoños y los inviernos son aquí las épocas de cielos más claros. Apenas hay farolas ni luces que se interpongan entre los ojos y el cielo. Uno mira las estrellas y concreta en su lejano brillo un amor que quiere para su vida más sólido, más firme y duradero que todos los males que le esperan». (45). Entre la fina divagación y el relato elusivo, al paso de los días y las noches, el remanso de paz y de sereno escepticismo que es este hermoso libro acompañará sin duda a sus lectores como lo hace un amigo lúcido en los momentos difíciles del desconcierto y la desilusión.

Agustín Pérez Leal


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