Autor: 21 septiembre 2009

Ricardo H. Herrera

A Javier Adúriz, porque desde hace años
me habla con fervor de la vieja voz del idioma

Que el ensayo crítico, al proponer un modelo de conciencia estética, puede llegar a contribuir de modo decisivo en la configuración de una personalidad poética de primer orden, es un hecho que alcanza a ejemplificarse cabalmente poniendo de relieve el vínculo literario que se generó entre Poe y Baudelaire a mediados del siglo xix. Me refiero, con exactitud, a la lectura que del ensayo de Poe titulado El principio poético hizo Baudelaire. «Todo Baudelaire está impregnado por él, inspirado, ahondado», dice Valéry; «lo ilumina, lo fecunda, determina sus opiniones sobre una buena cantidad de asuntos: filosofía de la composición, teoría de lo artificial, comprensión y condenación de lo moderno, importancia de lo excepcional y de una cierta excentricidad, actitud aristocrática, misticismo, gusto por la elegancia y la precisión. […] A cambio de estos bienes, Baudelaire le procura al pensamiento de Poe una extensión infinita. Lo propone al futuro». La ecuación valeryana es perfecta: la periferia y el centro de la cultura confluyen en dos figuras marginales extremadamente exigentes consigo mismas, al tiempo que el ensayo crítico y la poesía se sitúan en un mismo plano de acción y contemplación, generando un ensanchamiento del horizonte estético que tendrá repercusiones en toda la poesía posterior, dando lugar a lo que habitualmente se denomina advenimiento de la lírica moderna.

Aunque sea con un par de trazos rápidos, es preciso esbozar el ambiente literario en el cual se llevó a cabo la simbiosis entre las ideas propuestas en el ensayo del norteamericano y la consumada pericia técnica del francés, ya que hay cierto paralelismo entre las circunstancias de Baudelaire y las nuestras que interesa explorar. Dicho brevemente: fue la suya la época en que los románticos no acertaban a ponerle freno a la inflación de su retórica, adulterando tanto la naturaleza de la sensibilidad como los instrumentos de la expresión artística, ya sea que procedieran a la invención de sentimientos inverosímiles, ya sea que hicieran caso omiso de la organización meditada de los medios de expresión. Baudelaire reacciona contra la vulgaridad del peor romanticismo sustituyendo el imperio arbitrario de la improvisación por la voluntaria adherencia a la acción crítica. Como es sabido, el ímpetu de esa acción crítica excedió el marco de la vida y la obra de Baudelaire, extremando su poder de transformación en las obras de Rimbaud y de Mallarmé, para finalmente autodestruirse en la teoría poética de Valéry, quien —a fuerza de acentuar el rigor reflexivo— acabó por desbordar las fronteras de la literatura, poniendo en crisis los conceptos de obra literaria y de lenguaje. El hecho de que varias generaciones de poetas hayan trabajado en la misma línea, respetando las mismas convenciones, admirándose mutuamente y conduciendo hasta un límite de extraordinario refinamiento el gusto por la forma perfecta y la precisión verbal, convierte al simbolismo en el último gran florecimiento de la poesía occidental. El juicio de Edmund Wilson es definitivo al respecto: «quizá nunca ha habido un poeta que gozase del mundo sensual con más entusiasmo que Valéry o que con más solidez lo encarnara».

El fin del simbolismo —diagnostica Machado— da comienzo a la desintegración de la lírica. No se trata de un derrumbe repentino, sino de una descomposición progresiva que se entremezcla con las recurrentes resurrecciones cada vez más efímeras de las estéticas de vanguardia. Los restos del lento naufragio simbolista, de esa idea que hizo de la palabra poética una cifra absoluta de la atención sensual e intelectual, posibilitan la aparición de los últimos poetas de consideración durante las primeras décadas del siglo xx. Varados en la eliotana tierra estéril, sitiados por la progresiva inanidad de la palabra poética, casi todos ellos dejan constancia en sus obras del desierto que avanza. A esa sensación de extenuación la acompaña un antagonismo cada vez más acentuado entre poesía y público. Actualmente, la incomunicación entre ambos es total: el público de la poesía está constituido por los poetas mismos. El sendero que va de la improvisación a la construcción de la conciencia estética se pierde hoy en un tupido sotobosque de infinitas publicaciones, que responden a poéticas igualmente precarias. Si algún ensayista intentara corregir esta situación inflacionaria atreviéndose a hacer suyo el título del viejo trabajo de Poe —El principio poético— difícilmente encontraría a su Baudelaire en esta multitud; con muchas más probabilidades, no merecería consideración alguna. Nadie quiere oír hablar de principios, sean poéticos o de cualquier otra índole. Ninguna intervención reflexiva puede alterar la tendencia de la ola incontenible de la desintegración de la lírica; sólo puede secundarla, legitimarla, expandirla.

No afirmo que haya desaparecido la posibilidad de la poesía, género en el cual hoy se reciclan las veleidades subculturales de los sucesivos vanguardismos; digo, más bien, que en una encrucijada tan compleja como la presente, la crítica no puede sugerirle tareas estéticamente constructivas a la poesía, mucho menos proporcionarle nuevas energías a un medio expresivo tan vapuleado como el verso. El formato mismo de poema se le ha hecho casi intolerable a la sensibilidad contemporánea: produce perplejidad o aversión, incluso entre sus mismos cultores. Por libre que sea el verso, por desinhibida que sea la expresión, siempre queda en la página un residuo ridículamente anacrónico: tal vez un contrahecho reflejo de la perdida cohesión de la forma antigua. Lo sugiero porque la forma nació para ser conservada en la mente, no en la página. En la mente, un poema riguroso es arquitectura del más nítido sonido en el más puro silencio: palabra absoluta, así lo entendieron los simbolistas. La posibilidad de tal experiencia de la forma no la puede generar el verso al uso; tampoco lo pretende, es cierto; por el momento, este nuevo verso que favorece vertiginosas mutaciones de la noción de poesía, afirmando y negando al mismo tiempo, está condenado a hostigar los residuos de una plenitud que rechaza por vocación, pero que también le está vedada por definición, ya que no hay nada libre en un organismo vivo. Sin embargo, sería absurdo cerrarse a lo inesperado; la improvisación tiene sus recursos, y quizás en algún momento se produzca la articulación espontánea entre las presentes búsquedas (o extravíos) con materiales previamente dados.

Volviendo a la circunstancia histórica que dio origen a la reacción estética de Baudelaire, y haciendo nuevamente hincapié en la obra crítica de Valéry, quiero detenerme ahora en una observación que el autor de El cementerio marino hace a propósito del espíritu que organiza la escritura de Stendhal, predecesor inmediato de Baudelaire en el terreno de la prosa, también él asfixiado por la impostura romántica circundante. El espíritu stendhaliano es el cinismo. Por cinismo entiende Valéry la «decisión de ser uno mismo, o de ser verdadero», o de ir a fondo, como se diría actualmente en Argentina. De esa definición se desprenden las siguientes consecuencias: «El cinismo en una obra significa por lo general un punto de ambición desesperada. Cuando ya no se sabe qué hacer para asombrar y seguir estando vivo, queda prostituirse, entregar las pudenda, darlas a la mirada general. […] Lo verdadero que se refuerza con la pluma se convierte insensiblemente en lo verdadero que está hecho para parecer verdadero. Verdad y voluntad de verdad forman juntas una inestable mezcla en la que fermenta una contradicción y cuyo producto no puede ser más que falso.» No es el de Valéry un juicio de índole moral, sino estrictamente literario (está hablando de Stendhal, a quien admira); un juicio literario que puede hacerse extensivo a mucho de lo que pasa por poesía entre nosotros.

Esa ambición desesperada por hacer pie en algo más o menos verdadero ejerciendo la trasgresión, al tiempo que se exhibe de modo convenientemente eficaz la propia vulnerabilidad, tal vez constituye un fenómeno inevitable: el reverso de la falsificación que con anterioridad a la trasgresión generó la voluntad de embellecimiento. ¿Qué puede hacer por la poesía el ensayo literario, estando la poesía aquejada como lo está por una conmoción que pulveriza en lapsos cada vez más breves cualquier retórica? Imposible, como ya dije, sugerirle orientaciones constructivas; imposible renovar sus instrumentos; imposible también volver atrás. El proceso, al parecer, debe seguir su curso inexorable hasta agotar la fuerza que lo impulsa, seguir avanzando en contra de todo lo que no acompañe sus inclinaciones. Una tendencia de semejante envergadura, que evidentemente responde a motivaciones históricas y sociales profundas, no puede ser modificada desde afuera por la mera reflexión.

No obstante la gran diversidad de poéticas en juego, la característica propiamente genérica de la nueva poesía argentina reside en el hecho de que busca hacerse oír en continuos recitales. Esto parecería indicar que la voz cumple un papel protagónico en ella, como si sólo al escucharla fuese posible captar integralmente su forma. Hago esta afirmación porque las nociones de forma y de voz siempre han estado estrechamente ligadas. De hecho, los instrumentos formales de la poesía han tenido como único objetivo la construcción de la voz. Esto sí que podría ser denominado el principio poético por excelencia. Desbarran quienes creen que los viejos recursos formales de la poesía —medida, acentos, cesuras, consonancias— sólo sirven para que alguien demuestre su pericia de acróbata o de ajedrecista del lenguaje. En realidad, se trata de instrumentos que permiten perfeccionar la modulación de la voz, y, también, hacer la exacta notación de la singularidad de la voz. La poesía sólo vive en la voz, incluso en el silencio de la mente la poesía es únicamente voz. Solía afirmarse en un tiempo que no importaba mucho qué decía el poeta, sino cómo lo decía. Era un modo un tanto simplista de recalcar la importancia del tono y de la modulación. Pero tal vez había algo más que eso en la observación. En una página de sus Cuadernos, Simone Weil anota lo siguiente a propósito de la entonación: «Las mismas palabras (por ej., cuando un hombre le dice a su mujer: te quiero) pueden ser vulgares o extraordinarias según la manera de pronunciarlas. Y esa manera depende de la profundidad que tenga la región del ser de la que proceden, sin que en ello intervenga para nada la voluntad. Merced a un maravillosa sintonía, esas palabras van a llegar, en quien las escucha, a la misma región. De ese modo, en ese caso, cuánto valen esas palabras…»

Asentado esto —vale decir, que es un valor de sentimiento (de un Tú amado) lo que expande el significado hasta generar la resonancia poética de la voz— retomo el tema que nos convoca: de la improvisación a la conciencia estética, pasaje de ida y vuelta. Referido a la voz de la poesía, el paso de la improvisación a la conciencia estética sólo puede entenderse como acrecentamiento de los matices de modulación, por obra y gracia del anclaje de la palabra en la región del ser en la que nace la afectividad. Si leemos cualquier poeta anterior a Garcilaso y luego al mismo Garcilaso, percibimos inmediatamente hasta qué punto el desnudamiento de su sensibilidad (su «dolorido sentir») ha enriquecido la resonancia de la voz y, asimismo, cuánto ha ganado en plasticidad la lengua castellana gracias a su contribución poética. Ese desnudamiento de la sensibilidad, al ligarse a la ascesis del misticismo, incrementa la potencia de síntesis de las formas. Todo lo superfluo del petrarquismo garcilasiano se desvanece, y el idioma alcanza sus cimas más altas en las voces de fray Luis de León y san Juan de la Cruz. Hay versos de este último que pueden leerse como una definición de la voz de la poesía, así cuando dice en una de sus canciones: «¡cuán delicadamente me enamoras!» Aquí vemos en acción la maravillosa sintonía de la que habla Simone Weil a propósito de la entonación. Es en la dilatada demora que se extiende del primer al segundo acento del endecasílabo citado, merced a la suavidad del adverbio, donde se produce el milagro de la encarnación de la delicadeza amorosa. La delicadeza constituye una instancia de la sensibilidad que supone un orden refinado, no exento de espontaneidad, capaz de generar un verso llano y ardiente por su entrega sin reservas y, al mismo tiempo, organizado y lúcido por su poder de seducción.

Esta concepción de la voz poética de matriz renacentista se mantuvo viva hasta hace relativamente poco entre nosotros. Entre los poetas argentinos del siglo xx que cultivaron esta línea, sin duda Borges ocupa el primer lugar. Para comprobarlo basta leer una estrofa de su Arte poética: «Cuentan que Ulises, harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su Ítaca / verde y humilde. El arte es esa Ítaca / de verde eternidad, no de prodigios.» El sonido de su verso es tan puro como el de fray Luis o el de san Juan, libre de todo barroquismo. Su encanto expresivo es la natural consecuencia de la poesía entendida como tierra natal reconquistada, de vida que busca y logra encontrar en esa imagen primigenia un resguardo ante la alienación social. En su obra no hay un Dios que sostenga al poeta en el infortunio, como en los casos de fray Luis y san Juan; en ella sólo hay una conciencia estética madura y escéptica que sigue venerando aquello que ya no podría ilusionarla, dándose a la tarea de construir un mundo verbal donde la ilusión que dio origen a la poesía alcance su más alto grado de persuasión. Nada más alejado de la improvisación que la objetividad del verso borgeano ejerciendo su impresionante fuerza de síntesis. Al confrontar su conciencia estética con la improvisación actual, carece de sentido preguntarse por qué no se estudia su poesía en vez de continuar declamando textos que por su escualidez poco ganan con la dicción; carece de sentido hacerlo porque el abismo que se ha abierto entre la voz de Borges y las voces que nos rodean es insalvable. El puente que unía la poesía del remoto pasado a la del siglo xx se ha hecho trizas.

Ante esta situación, importa comprender que la irresolución sonora en que se diluyen los textos de la nueva poesía al ser recitados no es fortuita, sino conscientemente buscada. Habría que estar sordo para no darse cuenta de que lo que se persigue por todos los medios es despojar al verso de su resonancia. La inmediatez no necesita resonancia, y todo es inmediatez, o, para enunciarlo positivamente, todo es acorralada avidez de vida. Como dice Wallace Stevens en Acordes tristes de un vals alegre: «Una inmensa anulación, liberada, / Esas voces gritando sin saber para qué, // Pidiendo la felicidad, sin saber cómo alcanzarla, / Imponiendo formas que no pueden definir…» Oídas desde la orilla de la tradición de la lengua, esas voces están mudas: no tienen pasado, carecen por lo tanto de identidad. Nadie parece percibir este fenómeno como lo que realmente es: una espantosa forma de abandono. «De todas las necesidades del alma humana, no hay ninguna más vital que el pasado», escribe Simone Weil, «el pasado que se destruye no se recupera jamás», diagnóstico apocalíptico escrito en plena Segunda Guerra Mundial, fecha que traza un antes y un después definitivo para el arte de occidente. Hoy, mientras las viejas formas ya son sólo ruinas y los nuevos formatos informales no acaban de encontrar una definición atendible, una multitud aguarda ser convocada al ritual del reconocimiento del recital público. Seguramente no es casual el hecho de que cada vez más recitales de poesía incluyan en su desarrollo intervalos de música. Ese trasfondo sonoro puede tanto anestesiar la sensación de vacío como exasperarla. El vacío exasperado por la música sólo puede ser aplacado con más música. Es un círculo vicioso, sin salida, en el cual la frágil voz de la poesía acaba por convertirse en una insignificancia. No sorprende, por lo tanto, que en estos recitales la peluca, el disfraz, la mímica y la apelación a lo cómico o a lo escandaloso vayan ganando terreno: la performance es la forma que asume la conciencia de la extrañeza ante el cadáver de lo que alguna vez fue la conciencia estética de la palabra.

La tendencia poética con más eficacia de organización y de autopromoción en la literatura argentina de los últimos quince años hizo su presentación pública en Monstruos / Antología de la joven poesía argentina, prologada por Arturo Carrera y editada por el Fondo de Cultura Económica en el año 2001. Ocho años después, a mediados de 2009, tras haberse efectuado una purga interna que deja de lado todos los poetas con algún vestigio de formalismo o lirismo, el minimalismo vuelve a la carga con otra antología, en la cual la palabra joven es reemplazada por la palabra nueva: Nueva Poesía Argentina, selección esta vez presentada por Gustavo López y editada por Perceval Press. Un libro de lujosa edición tricolor —blanco, negro y oro viejo— inmodestamente maximalista en estos tiempos paupérrimos. El cambio en la denominación del grupo se debe no sólo a que los poetas dejaron de ser jóvenes, sino a que aspiran a constituir un movimiento de características similares al de la Nueva Música, signando el fin de la era tonal y el comienzo de la era objetivista, ya que la Nueva Poesía Argentina presenta esas particularidades: busca tanto la atonalidad como la objetividad.

La palabra objetividad, también usada por Theodor W. Adorno en su aproximación a la Nueva Música, hace referencia en sus estudios musicales al rigor formal de la composición serial (también al rigor formal de la composición tonal). En Nueva Poesía Argentina, en cambio, apunta a señalar algo bastante más laxo: «una actitud donde la subjetividad esté presente por ausencia, yacente para ser leída en las entrelíneas del texto» (en palabras de Alejandro Rubio, uno de los poetas antologados). Se trataría, en suma, de una subjetividad que se manifiesta tan sólo en el estilo. Apenas un lustro después de publicar Filosofía de la nueva música —celebérrimo libro concebido entre los años 1938-1948— Theodor W. Adorno notaba graves síntomas de anquilosamiento en la tendencia estudiada, fenómeno que pone en evidencia en su ensayo «El envejecimiento de la Nueva Música», de 1954. Algo similar sucede con la Nueva Poesía Argentina seleccionada por López; también ella adolece de vejez prematura, y las causas son de idéntica naturaleza a las apuntadas por el filósofo. Me remito al texto de Adorno:

tocamos un tema extraordinariamente paradójico, a saber, la desaparición de la tradición de la Nueva Música misma. Los innovadores —Schönberg, Bartók, Webern, Berg, incluso Hindemith— crecieron todos ellos dentro de la música tradicional. Su lenguaje, su crítica, su resistencia, cristalizaron en ella. Los seguidores no la poseen ya dentro de sí como algo vivo, y en lugar de ello convierten un ideal musical, en sí mismo crítico, en lo falsamente positivo, sin evidenciar la espontaneidad y el esfuerzo riguroso que ello exige. […] De este desorden se hace una virtud en un lenguaje universal y vulgar, en el cual ocupan el primer puesto los efectos cuasiliterarios, en especial una ironía tan carente de base como barata. Seudo-intelectualismo y pericia político-cultural desplazan la realización artística. La música que adopta la ‘pose’ de una tradición que ha dejado de ser sustancial y no se halla presente ya técnicamente, no tiene ventaja alguna sobre los productos elaborados por los ingenieros seriales. Lo único que ocurre es que esta música busca su propia comodidad y la de sus partidarios.

Se impone ahora citar aunque más no sea un poema de la Nueva Poesía Argentina. Elijo uno breve, sin título, de Alejandro Rubio; da la medida del conjunto, de «una vitalidad inédita» según Gustavo López. Que el lector trate de vislumbrar tras la pátina objetivista y atonal —no es tan difícil— la índole de la ausente subjetividad de su autor en las entrelíneas del texto: «De achuras a cebollas, el paso del hombre a la mujer. La / ensaladera vacía de loza floreada que depositaste sobre el tablón. / Vacía. Llenarla. Con huevos, con semillas, con ojos, con / mierda. Es el resultado de nuestro tráfago. Es la tonalidad / de nuestras ideas, dichas o contenidas u olvidadas. La mixta / verdad que campea sobre las quintas a dos kilómetros de la / ruta más cercana.» Junto al punto final del poema, aparece una elegante y decorativa hojita grisácea: un capricho del diagramador de la edición que se da de patadas con el realismo sucio del texto. Alejandro Rubio nació en Buenos Aires en 1967 y ha publicado tres opúsculos: Personajes hablándole a una pared (1994), Música mala (1997) y Metal pesado (1999). Es un autor emblemático de su generación: un duro que no hace concesiones.

Para moderar el peso de esta prueba y de las anteriores conclusiones, para verificar que ha habido alternativas de renovar la poesía en circunstancias tan difíciles como las nuestras, incluso más oscuras que las que ha vivido nuestro país (por si alguien piensa que esa es la causa que explica nuestra situación poética), viene bien recordar lo que apuntó Oreste Macrí en las líneas finales del estudio preliminar a su edición de la poesía de fray Luis de León: «un año hacía que [fray Luis] había salido de prisión, enteramente formado y templado en la teología y en la poesía, cuando san Juan ingresaba en el horrible calabozo toledano para allí componer, de memoria, sus liras y romances; también él poeta en cárcel, que ésta es extraña costumbre hispánica…» Como lo demuestra la experiencia de aquellos dos hombres excepcionales tan disímiles —el poeta docto y el poeta inspirado— la gran poesía nace cuando la palabra, arrebatada por el milagro de un mundo renacido en el oído, logra templar el ánimo en la adversidad; no cuando da rienda suelta a las frustraciones y sus desquites, sea cual sea su origen. ■ ■


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