Autor: 12 julio 2008

Ana Rodríguez Fischer

El viajero camina «entre sus propias alergias y descompensaciones», según sostiene y nos muestra Claudio Magris en su periplo por el Danubio. Por eso a los Ulises modernos los vemos hurgando en el fondo propio para pescar una razón o un deseo a menudo relacionados con la autobiografía y el pasado familiar, muy especialmente si por sus venas corre sangre de exilio, destierro o emigración. Por eso algunos parten hacia un lugar desconocido, impulsados por un sentimiento atávico, según nos muestra, por ejemplo, Paul Theroux en la Patagonia, lugar que además de entrañar la promesa de un paisaje desconocido y la ocasión de una experiencia de libertad, o de ser «la parte más austral de mi propio país, el punto de destino perfecto», era también un modo de completar el viaje que había querido hacer su bisabuelo, un italiano emigrado a la Argentina en 1901.

Justamente desde allí —y como colofón de un viaje a ninguna parte que había iniciado de niño, en los paseos con su abuelo— llega Luis Sepúlveda a Martos (Jaén) deseando hablar con aquellas gentes y «decirles que venía de muy lejos buscando una huella, una sombra, el minúsculo vestigio de mis raíces andaluzas». Un vestigio que también motiva el viaje de Norman Lewis Una tumba en Sevilla, cuando en el verano de 1934 acompaña a un amigo para buscar «los restos del llamado Palacio Corvaja, presentar nuestros respetos a la tumba de la familia en la catedral y descubrir si aún quedaba algún recuerdo de los Corvaja, por débil que fuera, en la antigua capital de Andalucía». Al Rincón de Ademuz —una especie de enclave situado al sur de la provincia de Teruel y al norte de la de Cuenca— viaja Francisco Candel en 1964 para conocer el lugar donde nació, del que había partido con dos años y del que tan sólo recordaba un par de anécdotas de cuando a la edad de siete había regresado por única vez. Y a Baltanás va también Manuel de Lope para recordar las historias familiares, «a sabiendas de que cuando se entra en el territorio de los orígenes, lo mismo que cuando se entra en un desván, la recuperación del espacio segrega un derivado sutil, que es la recuperación del tiempo».

De modo que en ocasiones el viaje es un firme retorno. Aunque, paradójicamente, conocen muy bien los viajeros una de las delicias del viaje: su irrepetibilidad. «Si en vez de doce viajes aéreos fuesen cien o mil los que tuviese que relatar, tengo la persuasión de que no habría dos idénticos —escribe Flammarión—. Siempre habrá en ellos impresiones nuevas; siempre ofrecerán a la imaginación aspectos inesperados». Cuando en 1889 Rudyard Kipling va a Japón, inicia su relato alabando el máximo placer que encuentra en este mundo, «la alegría de entrar en contacto con un nuevo país, una raza completamente extraña y costumbres contrarias», porque «tanto da que se hayan escrito bibliotecas enteras: cada nuevo espectador es, para sí mismo, un nuevo Cortés». Y no sólo por las mudanzas que el tiempo introduce en los lugares o por las que acontecen en los propios Ulises, ni debido a otros factores aleatorios y fortuitos como la meteorología y demás condiciones materiales en que se realizan, sino ante todo por la naturaleza subjetiva de esta experiencia, ya que tan cierto como que todo viaje es exploración lo es el hecho de que nunca dos personas ven el mismo paisaje ni el mismo lugar de la misma manera, en el mismo día y a la misma hora, decía la nómada apasionada Isabelle Eberhardt: «El universo se refleja en el espejo móvil de nuestras almas y, como ellas, su imagen cambia constantemente». De ahí la profunda melancolía que tan a menudo rezuman estas páginas y el inútil gesto de los viajeros que en las fotografías tomadas, los objetos adquiridos o las páginas escritas creen algún día poder reproducir las emociones vividas y atesorarlas, aun sabiendo que son irrepetibles. Porque el viaje en sí mismo, incluidas todas sus mentiras, es un hecho histórico y como tal único: «Aunque se repita el trayecto, ¿cómo reproducir las lluvias y los días de sol, o los colores de un crepúsculo o la picadura de un mosquito?», se pregunta César Aira. También Steinbeck subraya la unicidad y singularidad de todo viaje, que para él es una entidad con personalidad, temperamento, individualidad y carácter: «Un viaje es un persona en sí; no hay dos iguales. […] Descubrimos tras años de lucha que no hacemos un viaje: es el viaje el que nos hace a nosotros».

Por lo general, todos los Ulises que retornan a un lugar donde antes habían estado, se encuentran con la permanencia inmutable de la Naturaleza pero, a la vez, con la transformación y mutación de la materia. Y suelen entonces lamentar ese desvanecerse de las cosas. Cuando Alexander Pushkin, durante su viaje por el Cáucaso en 1829 regresa a Stávropol al cabo de nueve años, divisa en el horizonte unas nubes que sorprenden su mirada exactamente como antes porque «seguían siendo las mismas, seguían estando en el mismo lugar», sobre las cimas nevadas de la cadena del Cáucaso. Todo lo demás —el complejo termal de los baños— había cambiado para modernizarse y así ofrecer más comodidades, pero él no puede dejar de lamentar la pérdida de su estado salvaje, «que ya no hubiera empinados senderos de piedra, ni matorrales, ni precipicios sin cercar por los cuales había trepado. Con tristeza abandoné las aguas y me dirigí de vuelta a Georgievsk». En la Gomera, Nooteboom medita: «No sé cuánto tiempo hace desde la última vez que estuve aquí pero el hecho de que yo reconozca los árboles como si fueran personas, de que las palmeras no hayan interrumpido su conversación con el cielo y con el viento, da una falsa sensación de infinitud». Entonces, al girar la mirada hacia sí mismo y medir su pasar, ante esa aparente permanencia de lo circundante, siente que el viaje es fugacidad: la más pura y enloquecedora experiencia del tiempo, que encierra otra negación: la del paso del tiempo.

La melancolía flota como una aureola alrededor de estos viajeros que retornan; más intensa si lo hacen a un lugar de la infancia o de la juventud que fue escenario de venturas y dichas, como el Madrid del joven Clarín, al que éste vuelve tan sólo al cabo de tres años, en 1866, cuando de la anterior «patria de su espíritu» tan sólo pervive ya el general bullicio de los parroquianos del Suizo, de las Cervecerías o del Café de Levante, mientras que los pequeños oasis de inteligencia se hallan en silencio y están desparramados:

… todo progresa menos el hombre, menos el español, menos el madrileño que ayer se envenenaba noche tras noche con las emanaciones del quinqué apestoso, y ahora palidece y toma aires de cómico bajo la acción del gas, y ya empieza a quedarse ciego gracias a la luz eléctrica… El mundo marcha, es indudable; pero en los cafés hay más ociosos cada día; más ociosos y más candidatos.

El desencanto del retorno clariniano se explica por la decadencia de la España finisecular, pero en otros viajeros obedece a causas distintas. Somerset Maughan reflexiona en estos términos sobre la experiencia de regresar al lugar al que durante largo tiempo se deseó volver: «El tiempo pasa y el deseo es olvidado, y cuando por último regresa descubre que, o bien ha variado su forma de pensar, o bien han ocurrido cambios en los antiguos lugares que él conocía, y todo parece diferente. Contempla con cierta frialdad aquello que le había producido la emoción más intensa, y aunque pueda ver nuevas cosas, las otras apenas lo conmueven; no es así como las imaginó en los años que hubo de aguardar para volver».

E incluso si el lugar revisitado no es crucial sino un punto más en la memoria, el retorno a él también genera nostalgia. Siendo un niño de cinco o seis años, Manuel de Lope había pasado unos días alojado en el Hotel don Pelayo, de Covadonga, en cuyo vestíbulo, «junto al mostrador de la recepción, había un oso de madera de tamaño natural, muy realista, amarrado con una cadena a una argolla anclada en el muro». El viajero se alegra de aquel reencuentro con lo que para el niño había sido «el tótem del oso»: pese al leve deterioro de la pieza, a la que le faltaba alguna uña en las garras, tenía rota la punta de la mandíbula inferior, más algunas hendiduras en la mejilla izquierda, y la nariz desgastada por el manoseo de los huéspedes, el viajero tuvo «un sentimiento de gratitud. El temor mágico había desaparecido del hombre adulto y le palpé la cabeza». Ya a punto de marcharse, la decepción: al lado del oso, donde antes había una maceta de helechos, estaba instalada una máquina expendedora de tabaco. «Era un detalle atroz. Vivimos tiempos prosaicos», concluye. Los mismos que percibe el Rafael Chirbes que en 1999, veinte años después, regresaba a una ciudad, Coimbra, cuyo perfil había guardado vivamente en la memoria y comprueba que «la apretada piña de la Almedina […] ya no se levanta limpiamente sobre el ameno paisaje de huertas y arboledas que componen la vega del río, sino que está rodeada por otras construcciones…», de modo que la histórica ciudad es ya tan sólo «una fragmentada estampa romántica». En 1988 Guillermo Cabrera Infante regresa a Río para ver todas las cosas que había visto en su primer viaje de 1959; de aquel retorno, con la juguetona y elegante gracia verbal que le caracteriza, anota escuetamente: «Grave error: la nostalgia se hizo neuralgia».

Y es que son pocos los casos en que esos retornos no generen nostalgia, incluso cuando regresan a lugares que habían sido escenario de vivencias dramáticas, como la guerra de los bóers para Conan Doyle, y sea admirable la transformación del antiguo infierno bélico. Pues bien, pese a la nota luminosa —«Me resulta difícil creer que esta ciudad limpia, lozana y saludable es el infierno de entonces»— y aunque el regreso abrigue esperanzas o contenga las promesas de antes —el arrebato y el asombro de todo primer viaje—, las palabras de Conan Doyle están teñidas de un suave acento elegiaco: «¡Cuántos se quedaron allí!»… me volvieron recuerdos muy vivos de mi última visita, cuando los caballos muertos aún marcaban la posición de los cañones».

El tiempo gobierna estos retornos odiseicos, como tantos otros aspectos del viaje, y son muy pocos los regresos libres de nostalgia o melancolía. Un ejemplo de tesón y perseverancia es Joseph Brodsky, que salvo en dos o tres ocasiones, debidas a la enfermedad u otros graves asuntos, «cada Navidad, o poco antes, emergía de un tren/avión/barco/autobús y arrastraba mis maletas, cargadas de libros y máquinas de escribir, hasta el umbral de este o aquel hotel, este o aquel apartamento» venecianos. También Sebald, tan excepcional en tantas cosas, nos ofrece una peculiar modalidad de retorno cuando regresa a Verona en el verano de 1987, siete años después de abandonar la ciudad huyendo espantado por una serie de presagios y peligros, y vuelve allí «para examinar con mayor detenimiento los vagos recuerdos» que le quedaban de aquella época. No hay, pues, nostalgia, pero sí vida y literatura.

El contrapunto temporal es una perspectiva ineludible: «Después de seis años —decía Julio Camba al llegar a Berlín en 1920— yo estoy un poco más gordo y Alemania está un poco más flaca…». De igual modo, al retornar a Londres, evocará y contrastará la anterior y primera llegada a la ciudad (en invierno, en un día de tupida niebla) con la presente, atendiendo a la variación estacional: «Últimamente llegué a Londres en pleno verano. No había niebla. No había lluvia. El campo estaba tan limpio y tan cuidado como si acabasen de darle una fricción de agua de quina y de peinarlo con cosmético. Se bebía menos whisky y menos gin. Se consumía menos literatura romántica. Se leía menos la Biblia…» En su segunda visita a la zona pakistaní donde se ubicaban los campamentos de refugiados afganos, Doris Lessing comprueba que apenas repara ya en cosas que en la primera visita le habían llamado la atención, diciéndose, algo escandalizada de sí misma: «Cuánto habían cambiado mis criterios de valoración en tan sólo un par de días». Y es que los Ulises deben ser la antítesis del sociólogo, esa «casta de hombres —dijo Alfonso Reyes— para quienes la ciudad en que viven no tiene existencia real, ni la calle donde está su casa, ni aun su casa misma. Han perdido los ojos. Se ocupan constantemente en devolver al caos todos los objetos que la energía espontánea de las retinas había logrado discernir». Por el contrario que los sociólogos, no deben permitir los viajeros que el mundo se les disuelva en leyes generales.

Por eso los retornos o las segundas visitas a un lugar tienen los peligros y extravíos que ya han asomado a estas páginas. Y por supuesto, refuerzan el enfoque comparatista, según comprobamos en Merimeé, ejemplo excepcional, por sus variados y repetidos viajes a España, de modo que en sus cartas no puede eludir las referencias a sus anteriores visitas, comparando los cambios que observa entre el pasado y el presente. Así, el Madrid de 1845 le disgusta sobremanera, sin encontrarse tan bien en él como lo había estado en el de 1840: «La gente que yo había dejado amiga es enemiga mortal. Varios de mis viejos conocidos se han convertido en grandes señores y muy insolentes». En 1853, vuelve a comparar la situación con la de la anterior visita: «Muchos progresos materiales; pero, por otro lado, la poesía toma el portante a todo tren. Comienzan a ocuparse menos de las mujeres y un poco más del dinero, es decir, que se civilizan». Seis años después, en 1859, insiste en las muchas novedades que está encontrando: «La civilización ha hecho progresos muy considerables, demasiado considerables para nosotros, aficionados al color local. […] Todo está cambiado en España, convertido en prosaico y francés. No se habla más que de ferrocarriles y de industria. Las mujeres llevan todavía más sombreros y más miriñaques que en París». Y de nuevo, en 1864: «No he hecho más que atravesar Madrid, pero me ha parecido notablemente embellecido. Las tiendas son muy bellas, muchas casas nuevas, árboles y agua por todas partes. Con agua y sol se puede hacer todo en este país».

Pese a ello, justo es reconocer que esos retornos tienen también sus aspectos positivos y sus beneficios. Sólo durante su tercera marcha por la selva virgen centroafricana, Stanley cree tenerla por primera vez de verdad ante sus ojos y, liberado ya del terror y las torturas de las expediciones previas, es capaz de captar por entero toda su magnificencia y su esplendor, dejándonos descripciones de extraordinaria fuerza y delicada sensualidad, que tienen el encanto de la inimitable veracidad de lo vivido y revelan un conmovedor amor hacia las cosas, como defendió Jacob Wassermann, quien lamenta el poco relieve que se les dio (ocultadas bajo una mezcolanza de hechos intrascendentes) porque «con todas ellas podría recopilarse una concha en imágenes de paisajes típicas de Stanley, sin parangón con ninguna otra». Sólo entonces se detiene a escuchar el latir de la vida de los más íntimos seres —«échate sobre la tierra, siéntate sobre una rama caída y comprenderás cuánta inquieta actividad, voracidad y venenosa ira respira a tu alrededor», escribe—, y le presenta al lector, con extraordinario poderío y claridad, el nuevo escenario del que también él se siente partícipe:

Imagínese toda Francia y España espesamente pobladas de árboles de seis hasta sesenta metros de altura, cuyas frondosas copas están tan próximas entre sí, que se entremezclan en una confusa maraña, hasta ocultar el cielo y el sol. De un árbol a otro se extienden las lianas de cinco hasta cuarenta centímetros de grueso, que tienen la forma de lazos o festones, o se enrollan cual interminables anacondas en torno a los troncos hasta alcanzar lo más alto de su copa. Dejadlas florecer con sin par exuberancia y echar sus flores, unirse al follaje de los árboles; dejad que las lianas caigan a cientos desde las ramas sobre la hierba, unidlo todo entre sí convenientemente hasta formar un tejido indescifrable; pensad en cada árbol dividido, manchas gigantescas en las ramas imitando cavidades, plantas parecidas a jabalinas, orquídeas y el rico adorno de los suaves helechos. Y ahora, envolved árboles, ramas, ramitas y lianas en un espeso musgo como con una verde piel, el suelo con un frondoso tapiz de phrynium, amonium y arbustos enanos, y si, como ocurre con frecuencia, el rayo ha abatido la copa de un árbol, abriendo así paso a la luz del sol, si ha hendido al coloso hasta sus mismas raíces, o si un ciclón ha arrancado varios de ellos de cuajo de la tierra, entonces veréis erguirse a los jóvenes troncos en su lucha por el aire y por la luz de las alturas, cómo se ahogan mutuamente, se desgarran, se oprimen, hasta no formar más que un solo cuerpo confuso en la espesura.

Y si cambiamos de escenario, en las crónicas que relatan la segunda estancia del humorista Camba en Inglaterra (recogidas en la segunda parte de Aventuras de una peseta) comprobamos cómo prácticamente desaparecen por completo las caricaturas y las estampas grotescas —tanto del viajero como de los ingleses— para centrarse en análisis muy finos de hábitos y tendencias que revelan la psicología de una nación. Apenas entra ya en ella el paisaje exterior y el viajero se concentra en una aguda vivisección de los gustos, ritos o costumbres en tanto que signos reveladores de la condición moral de un pueblo. Así, en las frecuentes actividades benéfico-caritativas de las esposas de la clase media apreciará el predominio del aburrimiento sobre la bondad; en la afición a los deportes, egoísmo y energía o el síntoma de la eterna infancia del pueblo inglés; en la teoría inglesa de la conversación, la manera más elegante de no decir nada; en el sistema educativo, la tendencia a frenar el desarrollo de la inteligencia… Salvo en el barrio londinense del Soho, donde todo le parece que tiene expresión y carácter, la vida inglesa en general le parece una vida de barco. Y este símil de Inglaterra como un barco enorme que funciona con carbón —aguda variante de las sobadas derivaciones de lo insular—, arroja a su vez esta imagen del viajero trasplantado allí:

Los extranjeros que se encuentran allí, por mucho que se hayan acostumbrado, tienen siempre la sensación de estar de pasaje, embarcados para una travesía más o menos larga. Y esto no es porque la vida inglesa les parezca distinta de la suya. Es más bien porque ni aún para los mismos ingleses constituye una vida definitiva, sino provisional, a semejanza de la vida a bordo.

De igual modo, muy distinta es también la segunda visión de Berlín de Julio Camba, tras su estancia en Baviera. El narrador continúa aplicando una lente cóncava a la realidad pero, al recortar o delimitar ésta —es decir, el campo abarcado— y presentarle al lector objetos o facetas singulares de ese teatro, incluso momentos o situaciones peculiares, los artículos ganan en finura y agudeza. Soberbios son los dedicados a la calvicie, el bigote o los Kapelmeister, los directores de orquesta de los cafés. ■ ■

OBRAS CITADAS

Alas, L., Clarín, «Un viaje a Madrid» [1886], en Folletos Literarios, O.C.IV. Introducción de Santos Sanz Villanueva, Madrid, Biblioteca Castro, 1998, pp. 5-57.

Brodsky, J., Marca de agua [1992]. Traducción de Menchu Gutiérrez. Madrid, Siruela, 2005.

Cabrera Infante, G., El libro de las ciudades. Madrid, Alfaguara, 1999.

Camba, J., Aventuras de una peseta [1923]. Madrid, Espasa-Calpe (Austral, 295), 1958 (6.ª ed.).

— Londres. Madrid. Espasa-Calpe (Austral, 22), 1986 (10.ª ed.).

— La rana viajera. Madrid, Espasa-Calpe (Austral, 754), 1956 (2.ª ed.).

— Alemania (Impresiones de un español). Madrid, Espasa-Calpe (Austral, 791), 1956 (2.ª ed.).

Candel, F., Viaje al rincón de Ademuz. Barcelona, Editorial Nova Terra, 1968.

Chirbes, R., El viajero sedentario. Barcelona, Anagrama, 2004.

Conan Doyle, A., Nuestro invierno africano [1929]. Traducción de Bernardo Moreno Castillo. A Coruña, Ediciones del Viento, 2004.

Eberhardt, I., Los diarios de una nómada apasionada [1900-1903]. Traducción y edición de Adolfo García Ortega. Madrid, Mondadori, 1988.

Flammarión, C., Viajes en globo [1867-1880]. Precedido de «La conquista del cielo. Un inventario romántico», por Carlos Bidon-Chanal. Reproducción facsimilar de la edición original publicada por el Centro Editorial Presa. F. Granada y C.ª Editores, Barcelona, s/f. Palma de Mallorca, J. J. Olañeta Editor (Viajeros y Filósofos, 72), 1983.

Kipling, R., Viaje al Japón [1889]. Prólogo, traducción y notas de Emilio Olcina. Barcelona, Laertes, 1988.

Lewis, N., Una tumba en Sevilla (Un testamento literario sobre España) [1936]. Traducción de Eduardo Jordá. Barcelona, Península-Altaïr Viajes, 2005.

Lope, M. de, Iberia I. La puerta iluminada. Madrid, Debate, 2003.

— Iberia II. La imagen múltiple. Madrid, Debate, 2005.

Magris, C., El Danubio. Traducción de Joaquín Jordá. Barcelona, Anagrama (Panorama de Narrativas, 142), 1988.

Nooteboom, C., El desvío a Santiago [1979-1992]. Traducción de Julio Grande. Madrid, Siruela, 1993.

Pushkin, A., El viaje a Arzrum durante la campaña de 1829. Traducción y notas de Selma Ancira. Barcelona, Minúscula, 2003.

Sebald, W. G., Los anillos de Saturno. Una peregrinación inglesa [1995]. Traducción de Carmen Gómez y Georg Pichler. Madrid, Debate, 200.

Sepúlveda, L., Patagonia Express [1995]. Barcelona, Tusquets (Fábula, 124), 2001.

Stanley, H., En busca del doctor Livingstone (Viaje al centro del África). Barcelona, Planeta, 2004.


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