Autor: 21 abril 2008

Adolfo García Ortega El comprador de aniversarios

Seix Barral, Barcelona, 2008

Existen muy buenos libros que por una u otra razón cuesta leer. Entre ellos, como entre casi todo en este mundo, también hay categorías. Están los que nos producen un rechazo moral porque diseccionan con la eficacia e impiedad propia del filo del bisturí las miserias de ser hombre, uno de cuyos ejemplos sublimes es, me parece, La conjura de los necios; y también están los que resultan difíciles de leer no por cómo cuentan, sino por lo que cuentan. El comprador de aniversarios, recién reeditado —fue premio Dulce Chacón en 2003—, es de los segundos. Novela escrita con un tono de piedad poética, describe la vida ficticia de Hurbinek, un niño muerto en Auschwitz con apenas tres años al que Primo Levi menciona en su trilogía sobre el Holocausto, concretamente en la segunda entrega, La tregua.

Tomando como pretexto las palabras de Levi la historia la cuenta, o más bien la evoca, un hombre desde la cama de un hospital en Frankfurt, donde se encuentra postrado tras sufrir un accidente al ir a visitar el famoso campo de concentración polaco en busca de ese fantasma del pasado. Pocas veces, muy pocas veces, sentirá el lector la necesidad de seguir leyendo contra su voluntad como lo hace al enfrentarse a esta novela en la que hay una pizca de erudición muy bien digerida e integrada —todo ese conocimiento de las ciudades polacas, húngaras y alemanas, la vida de Primo Levi, los sueños de Walter Benjamin, etcétera—, toneladas de ternura y dolor y cierta poesía que exhala la ceniza del horror. El narrador, situándose en un plano de condena al nazismo –no solo a los responsables políticos y militares, sino también a gran parte del pueblo alemán que participó muy activamente en todo aquello y que fue reciclado sin consecuencias por aquel invento antisoviético que se llamó «milagro alemán»- desmenuza en detalle el martirio al que Hurbinek es sometido durante los tres años de su corta vida, que transcurren por entero en esa sucursal del infierno llamada Auswitchz. Su intención queda bastante clara: «Yo —nos dice en algún momento— he iniciado este viaje sencillamente porque quiero que Hurbinek viva una vida no vivida, arrebatada. Quiero regalarle, comprarle años, celebraciones de cumpleaños», y por eso se inventa un montón de vidas para él: la de un inspector de tranvías, la de un escritor vasco, la de un óptico francés y otras muchas que podía haber vivido de haber salido de Auswitchz. Este narrador sabe que solo lo nombrado existe, y por eso nombra cada objeto que estuvo en contacto con Hurbinek —las mantas del barracón, el gorro que hereda de otro niño muerto, los zapatos que le proporciona una de sus varias y breves cuidadoras— para insuflarle vida, para describir el dolor de ese ser que simboliza en sí mismo el sufrimiento de millones de seres humanos despojados de esa condición, animalizados, apaleados, maltratados de las más crueles maneras, desposeídos de todo, hasta de su cuerpo, que sus verdugos vampirizan y dejan en los huesos.

Cómo conmueve esta novela de Adolfo García Ortega, cómo enerva al exponer la realidad de un exterminio que tuvo mucho de locura colectiva, cómo nos apasiona, qué dura es, qué amarga y dolorosa; y a la vez qué lúcida, qué transparente, qué tierna y hermosa. Qué bien escrita está. Es ese tipo de libros que hay que leer porque son imprescindibles para aprender a convivir con todo el dolor del mundo.

Alfonso López Alfonso


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