Autor: Rafael Suárez Plácido 6 julio 2010

En el café de la juventud perdida
Patrick Modiano
Anagrama, Barcelona, 2008

Todos somos Modiano

Ya nos había presentado Modiano las tres vidas de mujeres anónimas, y plenamente conscientes de serlo, que poblaron su libro Las Desconocidas, que publicó en castellano Debate, en 2001. Su lectura dejó en este lector la sensación de que había más, de que el autor tenía mucho más que contarnos de cada una de esas jovencitas, casi adolescentes, a las que el destino o el azar, siempre aliados contra ellas, había llevado a vidas difíciles, inseguras, aunque dignas en sus modestas soledades.

En 2006 Anagrama editó Un Pedigrí, magnifica novela, o nouvelle, en la que el autor se exponía sin red ante todos sus lectores. Sin perder en ningún momento su pudor, narraba en primera persona las circunstancias de sus padres, y las suyas propias, durante los años de la infancia y primera juventud, concretamente hasta que, de la mano de Raymond Queneau, publicó su primera novela, El Lugar De La Estrella. Uno enseguida comprende que Modiano escribe para tratar de salvarse, y para tratar de salvar también a sus padres y a los personajes que pueblan su infancia. Puede que lo consiga. Todos estos personajes atraviesan la novela, con ese estilo enumerativo tan característico del autor: son decenas de personajes, de los que recuerda o casi recuerda algo; y entre todos ellos nos fijamos en las mujeres, algunas amigas de su madre o de su padre, que le marcaron desde los primeros años, en los que reconocemos gestos, recuerdos y obsesiones, de algunas de las tres protagonistas de Las Desconocidas.

Entre todas ellas, Modiano reconoce que con catorce años se enamoró de una chica, Kiki Daragane, a la que vuelve a ver a mitad de los sesenta, cuando él tenía algo más de veinte años, casada con un industrial de Bruselas, y rodeados de un grupo de autores de Ciencia Ficción y de algunos de los componentes del grupo Pánico. Muchos de sus
encuentros fueron en el célebre café Flore, pero muy bien pudieron ser en Le Condé, el café parisino que da título al libro.

La protagonista del libro es Louki, una chica asidua del café, al que iba a pasar muchas de sus tardes, con un grupo de asiduos a los que nadie preguntaba quiénes eran ni de dónde venían, ni a qué se dedicaban. Algunos eran escritores con obra publicada. A ellos sí los conocía. Pero de los más ni siquiera se podía saber si los nombres eran
auténticos. (Modiano, ya lo sabemos, está obsesionado con los nombres). A quien sí es fácil reconocer es al propio Modiano en el primer narrador: “Y además, si toda aquella época sigue aún muy viva en mi recuerdo se debe a las preguntas que se quedaron sin respuesta.” Era un joven estudiante de la Escuela de Minas que constantemente se
pone en duda si debe seguir o no en dicha escuela, o si debe poner todo su empeño en escribir, y que, como algunos de los demás personajes, cae bajo el hechizo nostálgico y misterioso de Louki. Son cinco narradores que afrontan, desde sus puntos de vista, aquellos años y muy directamente a la chica a la que a medida que avanza el libro vamos conociendo y comprendiendo algo más. Cada personaje nos apunta algo nuevo de ella y algo más sobre ellos mismos, sobre el Paris de los sesenta, sobre “la rive gauche”, sobre tantas dudas que había entonces y que todavía no se han resuelto: el amor, el arte, la culpa. Louki desde muy pequeña, como algunas de las chicas de Las Desconocidas, va al cine sola, a que le cuenten historias que le muestren que el mundo es diferente y que, por ello, merece la pena vivirlo. Una constante en los personajes de Modiano es la soledad: la soledad y la necesidad de afecto. Por eso todos nos resultan tan cercanos y a todos deseamos abrazarlos. Al propio Modiano. La literatura y la vida se entremezclan de una manera diferente a la que últimamente estamos acostumbrados: el autor nos pide nuestra ayuda. Para él y para todos los suyos. Si toda la obra narrativa de Patrick Modiano transcurre entre el deseo de comprender la segunda mitad del siglo XX europeo y el no menos trascendente interés por encontrar su propio hueco en el espacio y en el tiempo, esta obra pertenecería más al segundo grupo. No es difícil entender así lo que dice Félix Romeo: que en Francia no han terminado de acoger como suyo el Nobel de Le Clezio, que lo hubieran preferido para Modiano. Es una afirmación osada, pero muy fácil de compartir. Modiano bucea en su propia historia personal para tratar de explicarnos la historia de Francia, o incluso la historia de Europa, nuestra historia.

En El Café De La Juventud Perdida apuesta. desde las primeras líneas, por un lirismo de una intensidad muy poco frecuente. Ya desde el título, que toma prestado de Guy Debord, que también quiso describir estos ambientes y lo intentó hasta que se agotó y se quedó sin más ganas de escribir, ni de vivir. Es algo que cuesta comprender. Pienso ahora en tantos, el último David Foster Wallace, pero son tantos. Un personaje del libro, en idéntico trance, nos ofrece una respuesta: “No hay nada que entender… Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella… Porque por eso es por lo que la queremos, ¿verdad, Roland?” O quizá sí haya algo que entender: escribimos para salvarnos. Pero no todos somos Modiano.


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