Autor: 25 septiembre 2008

Javier Almuzara

RESURRECCIONES

El 24 de febrero de 1607 la corte ducal de Mantua y un grupo de embajadores extranjeros asistió en el palacio de Vincenzo Gonzaga a una representación única que cambiaría la historia de la música. Se trataba de una tragedia inspirada en la mitología griega, compuesta por Claudio Monteverdi, sobre un libreto de Alessandro Striggio. No era la primera vez que se utilizaba el nuevo arte de recitar cantando, pero sería la primera obra maestra del género.

Coleccionista de arte y amantes, obsesionado con la hechicería y la alquimia y con reeditar las gestas de los antiguos cruzados, Vincenzo Gonzaga logró reunir en Mantua una verdadera corte de las maravillas, con Rubens, Wert, Monteverdi, Torquato Tasso y Galileo Galilei, entre otros.

La fábula que asombró a aquella corte asombrosa, la del poeta cantor que armado de su lira desciende a los infiernos para rescatar a su amada Eurídice de la muerte, es una clara alegoría del poder del arte, y un tema perfecto para el renacimiento de la tragedia clásica de mano de la música. A mediados del siglo xviii Orfeo hará resucitar de nuevo en la célebre página de Gluck el arte mortecino de la ópera seria, abrumado por los excesos de su epítome vocal: los castrados.

La voz irrepetible de uno de ellos (como dice un amigo mío, faltan vocaciones) encarnaba a la Música misma en el prólogo del Orfeo de Monteverdi describiendo sus efectos milagrosos sobre el hombre: «Yo soy la música, que con dulces acentos / sé apaciguar el corazón turbado, / y de noble ira o de amor / puedo inflamar las mentes más heladas».

Ópera y mitología formarán una pareja perfecta desde el principio. Habrá que esperar a mediados del siglo xvii, con La coronación de Poppea del propio Monteverdi, para que aparezca en los libretos la Historia, y aún más tiempo para que suba a escena la realidad contemporánea. La infancia de la ópera, como la del hombre, sólo se alimenta de relatos fantásticos. Con clara predilección por el tema de Orfeo desde el principio, desde la Euridice de Jacopo Peri y Giulio Caccini, «tragedia en homenaje al ideal antiguo» estrenada en el palacio Pitti de Florencia el 6 de octubre de 1600 para celebrar la boda de María de Medicis y Enrique IV de Francia.

Rescatar el modelo antiguo del drama musicado era el propósito de la Camerata Bardi, un grupo de plurales saberes renacentistas guiado por Giovanni Bardi, patriarca de una noble familia florentina, matemático, filólogo y helenista neoplatónico. El convencimiento de que la tragedia griega se representaba con música les llevó a crear paradójicamente un género del todo inédito.

Para lo que era necesaria una nueva forma de entender el arte sonoro. En su Diálogo de la música antigua y moderna, Vincenzo Galilei (padre de Galileo) considera superada la concepción vertical de la polifonía, pensada para cantar a Dios, pero que dificultaba a los mortales el entendimiento del texto. La superposición de voces creaba armonías divinas que no hubieran permitido desarrollar un drama humano inteligible. El estilo monódico horizontal de la música moderna devolvía al texto su claridad sin que el canto perdiera su expresividad.

La historia de la escena musical es la historia de un difícil equilibrio entre letra y música. Mozart dijo que la poesía ha de ser hija obediente de la música. Prima la musica e poi le parole se titula una ópera de Salieri que a finales del siglo xviii dejaba bien a las claras quién llevaba entonces la parte del león. Lo cierto es que un buen libreto nunca redimió a una mala partitura, pero cuántas obras maestras de la lírica resultan dramáticamente inconsistentes.

Vincenzo Nolfi, libretista del siglo xvii, ya advierte que nadie debe buscar en sus textos respeto a la poética de Aristóteles. Dice literalmente: «No he observado otros preceptos que las intenciones del inventor de los aparatos y el Gusto de este público». La maquinaria escénica y la ingeniería teatral sustituyen poco a poco a las maquinaciones del ingenio dramático. En El teatro a la moda, el célebre libelo contra los excesos de la ópera seria, Benedetto Marcello presenta al libretista pensando cómo introducir la escena del oso y la del ruiseñor, la del terremoto y la del rayo. De hecho ironiza sobre su ignorancia de los preceptos clásicos y los autores griegos reconociendo que ni los griegos ni los latinos habían leído nunca a los modernos.

En el último tercio del siglo xvii, en plena estética barroca, Aurelio Aureli distorsiona tanto la historia de Orfeo para la ópera de Antonio Sartorio que resulta casi irreconocible. Un sinfín de tramas y subtramas eróticas hacen que el héroe se plantee incluso el asesinato por celos de Eurídice, mientras en su descenso a los infiernos irrumpe en una clase de filosofía que están recibiendo Aquiles y Hércules.

En el mito, Orfeo muere a manos de las bacantes, que esparcen sus restos por toda la tierra. Así la música existe en todas las culturas. Su cabeza, montada sobre la lira, se mantendrá a flote y recalará en Lesbos, simbolizando en el propio Orfeo la salvación por el arte. La isla de Safo verá nacer un culto a su figura y una tradición lírica que se remonta hasta él.

Hace cuatrocientos años, Orfeo resucitó a Eurídice y la tragedia clásica. La prodigiosa música de Claudio Monteverdi sigue obrando milagros renacentistas.

Dicen que la música y el verbo nacieron juntos y que compartieron el Paraíso hasta que la palabra cometió el pecado original de la mentira. Entonces la música, incapaz de soportar la falsedad, se alejó de su hermana. Con mejor o peor fortuna, ¿qué es la ópera sino el más alto intento de restituir la Armonía originaria?

PINTAR EL CIELO

Hay dos fechas sonoras en el calendario cristiano: el nacimiento y la muerte de Cristo. Una de ellas está plenamente asentada en nuestros hábitos musicales. El Mesías de Handel siempre vuelve por Navidad. La Pasión según San Mateo de Bach es más infrecuente en el calendario católico de la Semana Santa. Al ver uno de esos grafitis deicidas donde se afirma que Dios ha muerto, Cioran, para quien el Cantor de Leipzig era su embajador en la tierra, afirmó rotundo: «Mientras Bach viva, no».

Curiosamente es a la pasión y muerte de Jesús a la que Bach dio vida inmortal en su gran oratorio; pese a la dependencia del texto evangélico, que es todo un modelo de encorsetamiento creativo. Los comentarios al drama de Cristo, en la musa pietista de Picander, dejan volar la imaginación musical de Bach, mientras la servidumbre a la palabra sagrada le obliga a ir a pie de recitativo en las tediosas intervenciones del evangelista. El sentido creador del verbo es consustancial a la Biblia, pero no justifica las incontables y monótonas introducciones del estilo directo, que obedecen exclusivamente a la reproducción literal de la palabra divina (diciéndole, dijo, replicó, gritaban…). El esforzado, omnipresente y poco lucido papel de San Mateo se compensa con la prodigiosa densidad del doble coro, la elegante línea melódica de los austeros corales y la descarnada emoción de las arias que glosan el texto sagrado, expresando afectos barrocos típicamente operísticos. Resulta conmovedor el lamento de Pedro (Erbarme dich), tras haber negado tres veces a Jesús, como símbolo de la vergüenza colectiva que consentirá aquel crimen. Y, sin embargo, Bach pasa de puntillas por la muerte del propio redentor. La austeridad luterana de ese trance contrasta con el desgarrador lamento de los Responsorios de tinieblas de Tomás Luis de Victoria, donde el maestro de la polifonía renacentista proclama el desamparo divino con todos sus efectivos sonoros. Aún recuerdo otra versión del drama sacro a la que asistí en la catedral de Cuenca. En un tiempo tan lejano que es ya como de cuento escuché el clamor del hombre y el silencio de Dios. «¿Quién, si yo gritara ahora me oiría entre las jerarquías celestiales?».

Tal vez el momento más hermoso en la obra de Bach sea el que sucede a la crucifixión. Firmemente clavado a la cruz, el poeta ve en el gesto del martirio la bienvenida de un abrazo universal. Quien no ha podido salvarse a sí mismo es la salvación de todos, entregándose al dios que se ha negado a salvarle. Con fe o sin ella es imposible obviar la belleza de ese espinoso trance. Y qué fácil resulta identificarse con el supremo abandono. ¿Quién no se ha visto como el Otro, que es nuestra eternidad y nuestra historia, clavado en el madero irrevocable?

No, no es cuestión de fe, pero la música tiene su mística, y mi devoción prefiere la Misa en si menor, belleza afirmativa, paradigma del barroco ascendente y luminoso. Nunca me canso de escuchar el Gloria de la Gran Misa. Todo en el aire es vuelo, altura, cúspide. ¡Qué alegría vivir en Bach conmigo mismo! ¿Y qué palabras podrían expresar lo que envuelve con música todos los sentidos?

Es la música quien crea el Paraíso al que canta. Recuerdo un concierto de Navidad y su inusitado preludio. «De todas maneras, tendríamos que pintar el techo». Se oyó muy claro al fondo de la Catedral en el solemne silencio previo a la obertura de El Mesías. La salida de tono (nunca mejor dicho) era tan absurda que apenas hubo capacidad de reacción. Algunos se volvían buscando con mirada reprobatoria al profanador, otros susurraban su desconcierto a la vecindad, incluso hubo quien alzó la vista para comprobar el desnudo entorno a la nervadura allá arriba. Nada en apariencia tan disonante como esa frase fuera de contexto. Y sin embargo, al empezar la música, tuve la sensación de que alguien se había puesto manos a la obra. Me explicaré.

Siguiendo una tradición romántica, Stefan Zweig afirma en sus Momentos estelares de la Humanidad que Handel recibió la felicitación divina por su trabajo al atisbar la cara sonriente de Dios mientras culminaba el Aleluya. Es imposible no sentir una suerte de plenitud cósmica ante ese coro; la gratificación de alguna fe. Si no en Dios, al menos se cree en Handel. Ángel González lo dijo con la precisión de la belleza: «Dios existe en la música. / En el centro / de la polifonía / se abre su reino inmenso y deslumbrante. / Incesante, infinita, / la creación extiende sus fronteras».

Cuántas veces habré oído esa partitura, que vuelve siempre a resonar, como diría Jorge Guillén, «a un sol en cenit sujeta». A mediados del siglo xviii la abundancia de oratorios promovió ironías como las de Horace Walpole: «Hay tantos que me dan una idea del Cielo, donde todos cantan, tengan voz o no».

En el caso de Handel, nada pudo la repetición, ni la batuta desafecta de Max Valdés, ni las apresuradas sustituciones de las voces solistas. Todo fue luz cuando se hizo la música. Y la luz es color. Así que la casa de Dios recibía al fin y al cabo su mano de pintura. Mientras la armonía iba colmando el recinto todo cobraba sentido y vida. Sobre los hombros de Handel era posible elevarse y casi alcanzar el Cielo recién pintado por la música. Aún resonantes los últimos acordes, recordé el final del poema de Ángel González: «Es la verdad: / ¡Dios existe / en la música! / (Cuatro compases más, y otra vez solos)».

MILLE TRE

«En el mundo hay solo tres cosas que son objeto de mi veneración: El mar, Hamlet y Don Giovanni». Esta cita de Flaubert siempre me ha fascinado, sobre todo por la lectura humanista. De esas tres inmensidades, únicamente el mar pertenece a la obra divina. Uno de aquellos dioses que obraron milagros entre los hombres era Mozart. Su música es la vibración de las cosas contagiada al aire. Es el anima mundi. Aún hoy puede escucharse aquella conmoción en su epicentro, en el lugar exacto donde Mozart, dirigiendo su propia obra, trasladó por primera vez al aire ese temblor que estremece todavía. Mientras vivió su autor, Don Giovanni solo triunfó en Praga. «No es manjar para los dientes de mis vieneses», dictaminó José II. «Démosles tiempo para masticarlo», pronosticó Mozart. La lenta digestión de ese paciente antólogo ha permitido asimilar a todos los públicos el banquete de aquel dramma giocoso.

Lorenzo Da Ponte puso la música verbal. Sobre la conocida amistad del libretista y Giacomo Casanova tramó Michel Tournier un hipotético encuentro en Praga el 26 de enero de 1786. En el personaje del borrador de la ópera que lee Casanova ante su colega solo reconoce uno de los dos talentos que ambos compartían; el de la literatura, pero no el de la seducción: «Su Don Juan es un puritano poseído por el diablo. Odia la carne y las mujeres. Peca contra sí mismo. Cree mancillarse al violentar a esas infelices. Es un cura exclaustrado que no sale del infierno. No hace más que burlarse de todo, pero no sabe sonreír». El rechazo de esa tradición ligada al mito del burlador de Sevilla le lleva a proponer un Don Juan a la italiana; mejor aún, a la veneciana: «Un Don Juan sonriente, que ame a las mujeres. Para él, poseerlas no vale de nada, si no las hace felices. Es preciso que las mujeres gocen entre sus manos, entre sus muslos. Es el goce de ellas lo que él ama. Don Juan se mueve en el elemento femenino como pez en el agua. El odor di femina que hace vomitar al español, para él es oxígeno». La fiesta de los sentidos es el sentido de la fiesta en esa luminosa especulación. Danza, perfumes, vino y chocolate embriagan al gozador que llama a todos al convite.

El trabajo de Da Ponte se realizó contra reloj y en un período muy productivo. Es curioso el reparto de tareas y la advocación bajo la que se realizan: «Escribiré de noche para Mozart y me figuraré leer el Infierno de Dante. Escribiré por la mañana para Martini (Martín y Soler) y me parecerá estudiar a Petrarca. La tarde para Salieri, que será mi Tasso». En los dos meses que duró la extenuante redacción de Don Juan, El árbol de Diana y Axur, añadió la gozosa tarea del amor con una joven musa de dieciséis años. Genio y figura.

Mille tre es el célebre número de amantes que, solo en España, atesora el Don Juan mozartiano. Kierkegaard observó que esa precisión sugiere un listado en marcha, abierto a nuevas conquistas. Su magnitud da una idea de la insatisfacción del disoluto. Don Juan no cree en la felicidad del amor sino en el placer de su constante renovación. Para Don Juan el amor no es un lugar acogedor sino una fortaleza saqueable, una cárcel de la que es preciso huir antes de verse atrapado sin remedio. Don Juan no cree en los ideales que usa, sino en la práctica del abuso. Es un maquiavélico devoto de los fines y un fiel practicante de los medios más hipócritas. Con cínico desparpajo afirma que es su gran corazón quien le impide ser fiel a una mujer, por no ser infiel a todas las demás.

En la tradición de la ópera bufa abundan las arias de catálogo. Tal vez la más sorprendente sea la de Las astucias femeninas, de Cimarosa, donde la heroína proyecta su vida como una sucesión de matrimonios ventajosos. Para el final se reserva un joven que endulce su penúltima viudez. Don Juan tiene amantes, «Doña Juana» maridos. En este caso no hay delito. Como el plagio, solo es crimen si no le acompaña el asesinato.

Don Juan es un cazador que atesora trofeos. Su vida es una sucesión de éxtasis insuficientes cuyo auténtico clímax se produce en el paso extremo, cuando al negarse al arrepentimiento acepta el sumo sacrificio de su alma como última defensa de la libertad de su cuerpo.

Jacobo Cortines ha señalado que Beethoven amaba tanto la música de Mozart como repudiaba su sensualidad. La respuesta al escandaloso acopio erótico del Don Giovanni fue su rocoso Fidelio, que enmascara a la heroína Leonora en alegoría de la Constancia. Esa enfática idealización, que se afirma a golpes de pecho, cifra mi íntimo desdén por el romanticismo. Que me perdonen Beethoven o Wagner, pero a mí me gusta el amor bastante más sutil (y el sexo mucho más crudo).

El plural amante dieciochesco, que se exhibe en obras como Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos tenía un público receptivo, pese a las reticencias ilustradas. A Goldoni le ofendían las inverosimilitudes donjuanescas. Con su obra El castigo del disoluto, intentó racionalizar el mito. La idea de que una estatua cobrase vida para cobrarse una deuda de honor le parecía casi tan absurda como que fuese erigida de la noche a la mañana, o que Don Juan cambiase de escenario haciendo gala de unos poderes que excedían su natural facilidad para saltar de un lecho a otro. Goldoni recupera la unidad de espacio y tiempo. En su comedia el ejecutor de la ira divina no es una improbable estatua se moviente (alzada ahora en vida del Comendador) sino un rayo que envía el Cielo, rector inescrutable de las fuerzas naturales. De ese modo un gesto infrecuente, aunque verosímil, de la fatalidad permite que los designios divinos se cumplan sin atentar contra la lógica más elemental.

Los románticos se empeñaron en salvar el alma torturada del trágico antihéroe. Al amante compulsivo le redime el amor novicio de Doña Inés en el Tenorio. Mérimée y Zorrilla libraron a Don Juan de las calderas de Pepe Botero, pero lo condenaron al ridículo del ripio y el arrepentimiento. Incluso en el Don Giovanni de Mozart nos resultan mezquinas las razones de sus perseguidores tras el descenso del héroe a los infiernos. Solo una música que iguala la tensión dramática previa sostiene la débil verdad de esa coda moral. Solo Mozart redime una escena en que Doña Elvira anuncia su retiro a un convento, y Doña Ana le pide un año más de tiempo al discreto prometido para aliviar su corazón.

Está claro que Don Juan no fue siempre el mismo. Molière desnaturalizó el mito convirtiendo al sacrílego en ateo y, en los enmarañados argumentos del doctor Marañón, el garañón hispánico cae en la hipótesis de una virilidad indemostrada. Pero todo es posible, teniendo en cuenta que el primer Don Juan de la historia de la ópera, allá por 1669, fue un castrado.

La muerte es la última frontera de la libertad. El burlador cruza la línea de la transgresión final en Don Juan en los infiernos. Gonzalo Suárez filmó a un caduco amante que se despide de su criado mientras se aleja en la barca sin retorno. «¿Cómo un hombre que ha vivido sin fe puede morir sin ella?», le pregunta Sganarelle. Don Juan reafirma su idea del Paraíso: «Te equivocas, tengo fe en que la muerte sea mujer». Mientras la imagen del seductor recalcitrante se pierde en la distancia convertida en sombra ya, Sganarelle grita desde la orilla la verdad irreductible: «¡Ay, señor, que ese matrimonio es para toda la vida!». ■ ■


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