Autor: 25 septiembre 2008

Julio José Ordovás

A ciertas horas, el Coso zaragozano parece la Quinta Avenida. Hilario J. Rodríguez —gorra de los Yankees, camisa ceñida, americana y mochila escolar a la espalda— también parece un escritor neoyorquino. Caminamos hasta el Levante, un café tan europeo como castizo. Hilario ha recalado en Zaragoza por un plazo indefinido, y la ciudad le gusta sobre todo en lo que tiene de puzle de ciudades. Me cuenta que el otro día fue al cine a ver Wanted. «Una mierda. Pero es que yo no me pierdo ninguna peli en la que salga Angelina Jolie».

—Tus dos novelas, Construyendo Babel y Últimos cigarrillos (todavía inédita), arrancan en Londres. ¿Por qué en Londres?

—Londres fue una ciudad que adquirió para mí un halo mítico como el que adquiere Estados Unidos para otra gente. Los que fuimos allí a principios de los ochenta teníamos la sensación de que éramos los primeros jóvenes españoles que iban a conquistar Europa de verdad, y que iban a ampliar una cultura que había estado prisionera de sí misma durante casi cuarenta años. Londres es una de esas ciudades a las que regreso con frecuencia. Y no cambia.

—En ambas novelas no solo saltas de ciudad en ciudad, sino que estableces azarosos paralelismos entre ciudades que aparentemente no tienen nada en común.

—En Construyendo Babel quise hacer una geografía de la biblioteca que fuera muy abierta. Y en Últimos cigarrillos la idea es la de una ciudad que tiene un carácter simbólico dentro de un país de tiene un carácter simbólico, sobre todo para los que vivimos fuera de él, bueno o malo, da igual, y el funcionamiento absurdo que puede tener esa ciudad, y cómo no obedece a ninguna expectativa posible: crees que en ella vas a enriquecerte y te conviertes en un paria; crees que en ella vas recuperar el amor y se precipita el hundimiento; crees que en ella encontrarás a personas felices porque creen vivir en el centro del mundo y es donde más desgraciados encuentras… Las ciudades siempre marcan una geografía menos cultural que emocional.

—¿Qué tienen que ver Vigo con Londres y Mérida con Nueva York?

—Mucha gente da por hecho que cuando vives en una gran ciudad ya no puedes ir después a vivir a un pueblo. Eso es falso. Lo que aprendes en cualquier lugar te predispone a encontrar más sitio para ti mismo en cualquier otro lugar. La energía y la amplitud de miras que te dan los sitios te permite encontrar más fácilmente tu lugar en otros sitios nuevos, haciéndote más receptivo a la diversidad y a la diferencia. Yo siempre he ido en sentido inverso, es decir, de una gran ciudad a un pueblo, y además he vivido mucho en pueblos de Extremadura, y siempre me he encontrado en esos pueblos como en Nueva York. Bueno, miento. No exactamente.

—¿Y tus pesquisas en las librerías de Vigo, de Londres, de Mérida o de Nueva York?

—Hoy es una catástrofe, uno ya no tiene que hacer una investigación física y metafísica para encontrar libros. Pero para mí antes era una aventura entrar en aquellos lugares donde ni siquiera el librero sabía lo que tenía. Y lo hacía sin brújula, dejándome guiar por el título o por una ilustración del interior. Algunos libros me los compraba simplemente porque dentro había una huella del anterior lector, y eso me parecía como una herencia, de modo que yo absorbía parte de una personalidad misteriosa. Me lo planteaba todo como cine negro, como una investigación policiaca. A mí me gusta el género negro porque siempre se va en búsqueda de la verdad, aunque no se encuentre y aunque no se sepa bien qué es esa verdad, aparte de una metáfora de algo. Me gusta, sí, la idea de ir en búsqueda de la verdad.

—¿En qué librerías te has llevado mayores sorpresas y en cuáles has sido más feliz?

—En Dublín hay unas librerías de segunda mano fantásticas. Yo no descubrí a Faulkner de la manera en que lo descubrió Benet, pero sí descubrí a Beckett, a Flann O’Brien… Leyendo a Beckett uno sentía que le estaba enseñando a moldear de una manera diferente el barro que hasta entonces solo había sabido moldear como un alfarero. Yo no entendía nada de lo que leía. De hecho creo que nunca he entendido a Beckett, pero fue un encuentro vital, como el de Benet, sobre todo por la musicalidad de la prosa. Yo salía de noche con los libros de Benet. Sin embargo, el escritor que más influencia tuvo sobre mí, no desde un punto de vista literario sino emocional e ideológico, fue Thomas Bernhard. Lo leí cuando tenía 25 o 26 años y por entonces yo era una persona muy airada, había regresado a España y me daba la sensación de que las aventuras se habían acabado y lo que me quedaba por delante era una vida de funcionario y me parecía una mierda. Cuando leí a Bernhard pensé: así quiero hablar yo.

—¿Y cómo han sido las relecturas de Beckett o de Bernhard?

—La de Beckett traumática. Volví a leer Compañía, sesenta páginas, y no pude. Hace poco retomé Cómo es, que es una de sus novelas más difíciles. Imposible. He intentando penetrar en él por la vía más fácil, con otras novelas, y solo soy capaz de quedarme en él unas cuantas páginas. Tú crees que cuanto mayor te haces vas a ser capaz de leer con más amplitud, pero hay autores que si no los lees cuando tienes la energía de un joven luego olvídate. Es gente que te vence. Con ellos tienes que ser veloz, y yo ahora soy una persona con fondo, con resistencia, pero ya no soy veloz.

—¿Qué es lo que ha quedado de aquella lucha titánica y tiránica por el estilo?

—Los popes culturales creen que la novela presenta síntomas de cansancio porque el gran estilo presenta síntomas de cansancio. Pero si hoy esa escritura ha llegado a su fin es porque la gente ya no busca en la literatura lo que se buscaba antes. Antes se buscaban mundos y ahora el mundo ya lo tienes en la televisión. Lo que antes nos hacía adentrarnos y permanecer en un libro, aunque este fuera muy difícil, como La muerte de Virgilio o La montaña mágica, era que nos llevaba a un mundo que estaba fuera de nuestro mundo. Hoy en día la gente cree que el mundo ya lo conoce. Se ha agotado la posibilidad de encontrar cosas en la literatura. Susan Sontag y Eduardo Mendoza han dictaminado la muerte de la novela coincidiendo con el declive del gran estilo, pero para mí eso es una tontería, porque lo dice precisamente alguien como Mendoza, que tiene un estilo bastante elaborado, y cuando además tienes un ejemplo de escritor cultivador del gran estilo como Javier Marías pero que no es capaz de crear en torno a él una cohorte de discípulos como supo hacer Benet.

—¿La voz ha suplantado al estilo?

—Hoy vivimos más un mundo de voces. Se ha impuesto otro tipo de perspectiva. Y la gente cree que la literatura es más fácil que nunca, pero de eso nada. Precisamente es más difícil porque no habíamos prestado atención a las voces que ahora cobran protagonismo y que nos cuentan cosas cuyo sentido e importancia no somos capaces de descodificar.

—Tú, que has vivido en tantas partes, habrás tenido tantas bibliotecas como sitios en los que hayas vivido.

—La biblioteca siempre es mutante. La biblioteca que antes tenía desplegada como un ejército perfecto que podía luchar contra cualquier enemigo porque toda estrategia estaba estudiada, la tengo ahora metida en un trastero, en doble y triple fila. Pero bueno, tienes que pensar que de la misma manera que antes inventaste esa estrategia ahora has de inventar otra nueva. El querer que nada se mueva es malo. Hace unos días, cuando estaba colocando los libros, tuve que desprenderme de un montón de cosas que tres años atrás no podía ni soñar que algún día pudiera tirarlas. Lo que hice fue meter en una caja de cartón los muñequitos que yo antes ponía en las baldas y ofrecérselos a unos niños rumanos que estaban jugando en una plaza. Cada uno cogió algo. Luego los vi perderse, cada uno por una calle, y pensé: qué biblioteca más viajera, no sé qué camino tomarán mis cosas en manos de esos chicos. Mi historia ya está en otras manos. Yo no soy nostálgico. Creo que lo mejor siempre está por venir.

—«He sido tantas personas como libros diferentes he conseguido leer», escribiste en Construyendo Babel.

—A mí me gusta esa idea de la osmosis, del contagio, de la transformación, lo que sucedía en una película de Woody Allen que se titula Zelig. Yo antes sufría ese proceso de transformación al contacto con los libros, los libros quería transformarlos en experiencias vividas de verdad, más que lecturas eran vivencias. Como he vivido en muchas partes y he tenido una relación muy conflictiva con mi identidad eso me ha perjudicado en muchas cosas pero me ha permitido adaptarme con facilidad a las personalidades de otros y muchas veces fingir otras personalidades.

—Tanto en tus libros de cine como en tus novelas parece que el objetivo que te planteas con ellos es contar tu vida a través de las películas y de los libros que has vivido.

—Se dice que para que la literatura sea antes tiene que ser la vida, pero eso es otorgarle un segundo rango a la literatura. Muchas veces te preguntas qué lugar ocupan en nuestras vidas la realidad y la ficción. ¿La ficción solo la debemos utilizar de forma íntima y no sacarla a la calle? Yo creo que no. Es más, vivimos en un mundo que es en un noventa por ciento fingido y a mí me gusta la idea de que también la literatura transforma a la gente y la vida. Como yo mezclo cosas reales y ficticias, la gente no sabe a qué atenerse. Lo cojonudo es que a lo mejor hablo sobre mi madre y cuento un detalle que me lo he inventado por completo, y me encuentro con mi madre que me dice: yo aquello lo recuerdo perfectamente.

—En Últimos cigarrillos aparece un personaje de Construyendo Babel para reprocharte lo que hiciste con ella.

—Es la rebelión de la ficción. A mí me parecía oportuno hacerla aparecer en este libro porque este último libro va a crear más confusión si cabe con respecto a la realidad, pues en él aparecen mi ex mujer y mi hijo con sus nombres, Eva y Samuel, y mucha gente va a dar por hecho que lo que cuento es verdadero. Y metiendo a ese personaje de Construyendo Babel quejándose ante el autor lo que hago es introducir una duda razonable.

—¿Cómo encajan los personajes reales lo de aparecer como personaje ficticios?

—Utilizar un reflejo indirecto de la realidad en la ficción hace que recuerdes que cuando estás leyendo todavía estás dentro del mundo y que la lectura es un acto que tiene una importancia y unos compromisos. La literatura no es un entretenimiento, sino que contribuye a forjarnos como personas y a que entendamos el mundo mejor. Una persona que no entiende el mundo no puede entender la literatura. Para entender el mundo es preciso ser un buen lector. Un gran lector será un gran conocedor del mundo. La vida y la literatura se nutren continuamente.

—La autoficción también la cultivas en tus críticas cine.

—A mí no me interesa que un crítico me diga que le gusta o no le gusta una película. El crítico es la persona que se hace preguntas sobre por qué algo le interesa. Lo que otras personas no se ponen a pensar, el crítico lo piensa. Todo el mundo tiene gusto, todo el mundo puede decir bonito o feo, mejor o peor. Para que un crítico tenga elementos de peso para que su crítica sea valiosa no vale de nada recordarle a los lectores que te has leído a Kant o a Heidegger, eso es una tontería. Lo que yo he hecho es sustituir a Kant y a Heidegger por experiencias reales mías para decir: quizá lo que yo te diga no te importe o no te guste, pero lo que te estoy diciendo es sincero y con los argumentos de más peso que puedo encontrar. Es una forma de autentificar tu discurso. Yo siempre he procurado encontrar argumentos que vayan más allá de lo intelectual, buscando argumentos expansivos. Esa crítica basada en niveles intertextuales que nunca salen de la filosofía o de los libros me parece un coñazo.

—Entonces, ¿la figura del crítico sigue siendo necesaria?

—Yo creo que sí. El crítico es alguien que hace una criba previa de la multioferta que tenemos hoy en día y que además sintetiza las cosas. El crítico es como ese oteador que se adelanta al ejército para decirle si llega o no llega el enemigo. Un buen crítico tiene además metodologías que luego a la gente le pueden servir para analizar los libros y las películas. Hay quienes creen que el hecho de ver una película en un cine comercial y en una filmoteca es lo mismo. Pues no. No es lo mismo. Hace poco vi una película rumana, Cuatro meses, tres semanas y dos días. La vi en la Filmoteca Española y me quedé sobrecogido. Entonces tenía en casa a una rumana que venía a limpiar y le dije: mira, he visto esta película que es demoledora, los rumanos tenéis un sentido trágico de la vida. Y ella me dijo: pero si esa película es una comedia, vuelve a verla. Y la fui a ver en un cine comercial y, efectivamente, toda la peña muriéndose de risa. Así es como me di cuenta de que se trata de una crítica social pero con humor. Y para descubrir eso tuve que entrar en contacto con un público normal, que no está limitado por ningún tipo de constreñimiento ni intelectual ni ideológico, un público más libre.

—¿Con las críticas de cine te has propuesto hacer literatura?

—En la crítica digamos que hay también un ejercicio como de contagio. Tú analizas la obra de otro y al mismo tiempo que estimulas tu mente para hacer el análisis te ves contagiado por la obra creativa en sí y te ves invitado a participar ampliándola o haciendo tu propia aportación. Yo de hecho todos, todos los días antes de sentarme a escribir leo durante una hora. Y en cuanto a la crítica siempre procuro que sea creativa, que tenga como una cadencia anómala para el ensayo. Decía George Steiner en Gramáticas de la creación que cuando él leía crítica académica sentía como que se adentraba en una mina de carbón, pero a pesar de eso en mitad de la mina de carbón encuentras una pepita de oro. ¿A qué se refería con la pepita de oro? A la cita textual de un autor que aparecía entre todo el carbón académico. A mí en los libros no me gusta citar mucho, pero intento meter pepitas de oro que sean momentos narrativos, fricciones, divergencias o cambios de ritmo. Así la lectura se hace menos rocosa.

—¿Y la censura? O lo que es peor: ¿y la autocensura?

—Hay una cosa que se llama mercado que ha absorbido directa o indirectamente a muchos medios de comunicación y que ha impuesto como una ley: la transformación de lo que es crítica en ejercicio de promoción. Ser independiente en un oficio como la crítica es muy difícil, pero sí se puede llegar a tener un mínimo margen de independencia, sobre todo cuando eres un freelance, como es mi caso. Y es que de la misma manera que ellos te hacen ver que tú eres sustituible por cualquier otro, tú también les puedes demostrar a ellos que también ellos son sustituibles por cualquier otro.

—¿Tenemos mucho que aprenderde la crítica americana o de la crítica inglesa?

—De la crítica americana más. El modelo académico utiliza el pasado y la tradición para incrustar una obra concreta. A mí esto no me interesa nada. En cambio, en Estados Unidos se practica un modelo de contextualización, pero contemporáneo. Del Quijote, por ejemplo, importa menos la época en la que fue escrito y quién lo escribió que el momento en el que se lee, y en qué país se lee. Si te pones a pensar en Bush, que en lugar de molinos convertidos en gigantes ha visto armas de destrucción masiva, y lo comparas con los efectos que tienen las lecturas quijotescas, y los quijotismos que tienen algunos personajes en la vida real, te darás cuenta de que el Quijote es un libro que ha seguido vivo y que se sigue vendiendo porque a cada nueva época que surja le dirá algo nuevo y tendrá sobre ella un impacto nuevo. ¿Por qué a la gente no le interesa la literatura cuando te la venden en los institutos? Porque cuando te hablan de ella son soporíferos. No dicen ni una sola cosa interesante. Además, en el mundo de la literatura hay dos tipos de lectores. Uno es el que sale de la biblioteca a conquistar el mundo, que es el Quijote, y que es el que me interesa a mí. Y otro es el que entra en la biblioteca a conquistar el mundo, que es Borges, y que es el que a mí no me interesa.

—Dos preguntas inevitables. ¿Está hecho el cine de literatura? ¿Y hasta qué punto, desde Lumière, la literatura está hecha de cine?

—El cine es la culminación del proyecto hegeliano de integrar todas las experiencias de todas las artes en una sola. El cine se ha convertido en el mayor vehículo de conocimiento de todo el siglo xx. Y ha transformado nuestra forma de ser como la literatura nunca lo ha hecho en toda su historia. Ha cambiado nuestra visión del cuerpo, nuestra ideología, nuestra manera de observar el futuro, nuestra manera de observar y sopesar el pasado… Lo ha cambiado todo.

—¿Qué directores dirías que han sido los grandes motores de esa transformación?

—Desde un punto de vista lingüístico, puramente estilístico, Griffith es el creador de la gramática, por así decirlo. Pero en lo que sería la exploración de las relaciones que el cine puede llegar a establecer con la realidad, el director que más lejos ha ido quizás haya sido Orson Welles.

—¿Los dos se nutrieron, como cineastas, de la literatura?

—Griffith era ante todo lector. Aunque él experimentó con la forma y la estructura en películas como Intolerancia, era un director muy literario. Le gustaba muchísimo Dickens y la literatura decimonónica en general porque era una literatura muy física, muy material. Griffit, que hizo casi toda su obra durante el periodo mudo, siempre se quejaba de que no se oyese el viento meciendo las hojas de los árboles que él mostraba en sus películas. Y decía que eso era lo que le faltaba al cine para ser tan poderoso como la literatura. De Orson Welles todos conocemos su leyenda, que si a los seis años ya recitaba de memoria El rey Lear, etcétera. Con Orson Welles siempre se exagera, pero era un director con un bagaje cultural y literario asombroso. Lo que pasa es que él sabía que la literatura, igual que el teatro, necesita un nuevo intermediario para tomar una dirección inopinada, para llegar a alcanzar las verdaderas posibilidades que tiene. Y él eso lo demostró con el serial radiofónico de La guerra de los mundos. Pero aquella era una época diferente. A mí siempre me ha llamado la atención una confesión de Stefan Zweig sobre la tragedia de su generación, que fue la de tener acceso a más información que todas las generaciones previas, por lo que se enteraban de una manera vívida de las atrocidades que estaban sucediendo en otras partes del mundo, y ya no pudieron ser como las generaciones sanas que les habían precedido y que creían en el futuro. Y yo pienso: joder, si vivieses ahora flipabas. El sentimiento trágico de Stefan Zweig que hoy deberíamos tenerlo todos masivamente, ha cambiado, nos hemos hechos más fuertes. Y esa fortaleza que hemos adquirido me pregunto si no será también una fortaleza intelectual.

—¿Ha habido escritores que han cambiado la manera de hacer cine?

—Ha habido escritores que han ayudado a cimentar Hollywood, entre los años treinta y cuarenta. Se me ocurren Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Chandler… Hubo muchísimos escritores que contribuyeron a darle una cualidad más sólida a la construcción de personajes y de situaciones, pero es aventurado decir que hubo un escritor concreto que ha tenido un peso específico mayor que los demás. No sé si se puede hablar de una influencia real. Sí se puede ver que el minimalismo que trajo consigo el realismo sucio, desde Raymond Carver en adelante, ha marcado el cine que se puede ver últimamente. Y yo me pregunto si la revitalización de Chéjov y el prestigio del propio Carver no habrán tenido su efecto en el mundo del cine. De hecho, muchas de las películas más aplaudidas hoy en día entre la crítica son películas minimalistas.

—Literatura, cine y… fotografía. Porque tú eres un apasionado de la fotografía, como bien sabemos los lectores de Clarín.

—En Últimos cigarrillos, de hecho, todo comienza con una apreciación sobre el álbum familiar de un amigo: hojeándolo, me doy cuenta de que él no aparece casi nunca, y en las pocas fotografías en las que aparece siempre está en una esquina y se le corta un brazo o algo así. Con esto quiero establecer la ambigüedad que crea en nosotros algo que creemos que es un testimonio de la realidad, cómo a veces la fotografía, más que afianzarnos y darnos una seguridad con respecto a la realidad, nos provoca todo lo contrario. En el comienzo de la novela hablo también de una fotografía que hice de las Torres Gemelas, y cuando mi hijo ve la fotografía y ve las torres tan altas dice: quiero subir allí. Y yo tengo que intentar explicarle que ya no existen. Lo que me pide él entonces es que cuando vayamos a Nueva York no lleve mi cámara. Las fotografías producen efectos muy raros en nosotros.

—En distintos libros y artículos has utilizado las fotografías como desencadenamientos de los relatos.

—Roland Barthes, en La cámara lúcida, que para mí es un libro de cabecera, tiene una teoría sobre nuestra forma de reaccionar ante una fotografía. Él dice que ante una fotografía nos suceden dos cosas. Una se llama el studium, que consiste en describir físicamente esa fotografía: hay un hombre, detrás se ven unas montañas, es la última hora de la tarde y hay tres árboles que ya han empezado a perder las hojas… Bien. La otra cosa que nos producen las fotografías es el punctum, y nos ayuda a analizarlas mucho más profundamente. El punctum quiere decir que entre una imagen y nosotros se produce algo que de repente nos paraliza. Hay una película donde se explica todo esto maravillosamente, y es Smoke. A veces el punctum se produce por una corbata: estás viendo a un tipo del Tirol en una fotografía de los años veinte y la corbata que lleva te recuerda a la que llevaba tu primo el día antes de su muerte. La interconexión que se produce, eso es el punctum.

—Leyendo tus libros, uno no puede evitar acordarse a cada momento del título de aquel libro de relatos de Vila-Matas: Recuerdos inventados.

—Es que el recuerdo es una invención. El pasado es un territorio que hemos de conquistar y cambiar, porque nada de lo que heredamos, nada de lo que nos ha sido impuesto debemos aceptarlo.

—¿Qué es lo que te propones con libros colectivos como Elegías íntimas?

—Cuando haces un libro colectivo te conviertes en un DJ. Lo que yo pretendo hacer con los libros colectivos son ejercicios de sampling. Ya todos sabemos muchísimo sobre cuestiones de ritmo y armonía siguiendo los patrones clásicos. Pero hoy en día se han roto esas nociones porque se ha buscado por otros caminos, en lo que es la intersección. Cuando haces un libro colectivo trabajas como un DJ, que hace combinaciones para ver si en esas combinaciones, en esas intersecciones, se producen sonidos nuevos. Creo que buena parte de lo que le queda a la literatura por explorar no pasa por los trabajos individuales. Esa especie de cohabitación de varias personalidades en un mismo trabajo, que tanto se practica en el cine y en la música, produce cosas extremadamente interesantes. A mí me encantaría que en la literatura se produjeran esos intercambios y apoyos creativos que se producen en otras disciplinas. La música ha pegado un avance en los últimos diez años que no lo ha pegado la literatura en los últimos cincuenta. La música está por delante de todas las demás artes. El cine está intentando cogerle el ritmo pero no es capaz. ■ ■


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