Autor: 25 septiembre 2008

[Nota y versión de Antonio Rivero Taravillo]

LA POESÍA DE LA MORBIDEZ

Algernon Charles Swinburne (1837-1909) bien ilustra ciertos aspectos de la poesía victoriana inglesa, de esa su vertiente más subterránea, que muchas veces constituye el anverso de esa otra cara «amable» de la literatura oficial que personifica Tennyson, el Poeta Laureado. Como él, aborda los poemas de recreación artúrica, pero en ellos deja la impronta de su psique retorcida y transgresora. Los suyos son, a los Idilios del Rey, como los grabados decadentes y voluptuosos de Beardsley a la sosegada y armoniosa obra de Millais.

En su creación, por no bucear en su muchas veces sórdida existencia, se aprecia su gusto por el Marqués de Sade y Masoch, la blasfemia y también un paganismo de corte grecolatino, tan patente en su drama más conocido (Atalanta in Calydon) y sus dos célebres poemas a Proserpina, así como en el titulado «Laus Veneris», que enlaza con la leyenda de Tannhäuser.

Un episodio de su relación con Dante Gabriel Rossetti, que se remonta a sus años universitarios en el Balliol College de Oxford, parece forjado con el hierro de sus pesadillas y arroja no poca luz, sesgada y fúnebre, sobre el ambiente y los avatares en los que se desarrolló no solo su vida sino, en parecido grado, la de buena parte de los artistas del prerrafaelismo. Habiendo cenado con él Rossetti y la mujer de este, Lizzy Siddall, una noche de 1862, al despedirse, el autor de La casa de la vida se dirigió al Working Men’s College, y cuando horas después regresó a su casa halló a su esposa y modelo de tantos cuadros muerta junto a un vacío frasco de láudano. El dictamen de muerte accidental apenas pudo encubrir el suicidio. En años posteriores, ambos amigos siguieron frecuentándose: no era raro ver dirigirse a la casa de Rossetti en Cheyne Walk a un tipo «menudo, gesticulador y lascivo, siempre borracho». Por otra parte, un retrato de William Bell Scott lo pinta con rasgos incisivos, achaparrado, y con una melena tan desordenada como su vida.

En «La leprosa», poema que parte de un suceso recogido en las Grandes Croniques de France (1505), Swinburne ahonda tanto en la pasión amorosa, bizarra y mórbida, como en la teología rebelde del ángel caído que él creía ser. Como Hölderlin (que pasó más de tres décadas loco, recluido en casa de un carpintero de Tubinga), como Coleridge (depresivo crónico y adicto al opio, que fue acogido en el hogar de un médico londinense durante los tres lustros que precedieron a su muerte), Swinburne vivió retirado del mundo los últimos treinta años de su vida, bajo el atento cuidado de un oscuro literato. El retrato de la leprosa y el clérigo que la cuidó hasta más allá de la muerte, que conocemos por el poema, ¿acaso no está próximo a esta situación del alcohólico recluido que fue él mismo?

THE LEPER

Nothing is better, I well think, Than love; the hidden well-water Is not so delicate to drink: This was well seen of me and her.

I served her in a royal house; I served her wine and curious meat. For will to kiss between her brows, I had no heart to sleep or eat. Mere scorn God knows she had of me, A poor scribe, nowise great or fair, Who plucked his clerk’s hood back to see Her curled-up lips and amorous hair. I vex my head with thinking this. Yea, though God always hated me, And hates me now that I can kiss Her eyes, plait up her hair to see How she then wore it on the brows, Yet am I glad to have her dead Here in this wretched wattled house Where I can kiss her eyes and head. Nothing is better, I well know, Than love; no amber in cold sea Or gathered berries under snow: That is well seen of her and me. Three thoughts I make my pleasure of: First I take heart and think of this: That knight’s gold hair she chose to love, His mouth she had such will to kiss. Then I remember that sundawn I brought him by a privy way Out at her lattice, and thereon What gracious words she found to say. (Cold rushes for such little feet— Both feet could lie into my hand: A marvel was it of my sweet Her upright body could so stand). ‘Sweet friend, God give you thank and grace; Now am I clean and whole of shame, Nor shall men burn me in the face For my sweet fault that scandals them.’ I tell you over word by word. She, sitting edgewise on her bed, Holding her feet, said thus. The third, A sweeter thing than these, I said. God, that makes time and ruins it And alters not, abiding God, Changed with disease her body sweet, The body of love wherein she abode. Love is more sweet and comelier Than a dove’s throat strained out to sing. All they spat out and cursed at her And cast her forth for a base thing. They cursed her, seeing how God had wrought This curse to plague her, a curse of his. Fools were they surely, seeing not How sweeter than all sweet she is. He that had held her by the hair, With kissing lips blinding her eyes, Felt her bright bosom, strained and bare, Sigh under him, with short mad cries. Out of her throat and sobbing mouth And body broken up with love, With sweet hot tears his lips were loth Her own should taste the savour of, Yea, he inside whose grasp all night Her fervent body leapt or lay, Stained with sharp kisses red and white, Found her a plague to spurn away. I hid her in this wattled house, I served her water and poor bread. For joy to kiss between her brows Time upon time I was nigh dead. Bread failed; we got but well-water And gathered grass with dropping seed. I had such joy of kissing her, I had small care to sleep or feed. Sometimes when service made me glad The sharp tears leapt between my lids, Falling on her, such joy I had To do the service God forbids. ‘I pray you let me be at peace, Get hence, make room for me to die.’ She said that: her poor lip would cease, Put up to mine, and turn to cry. I said, ‘Bethink yourself how love Fared in us twain, what either did; Shall I unclothe my soul thereof? That I should do this, God forbid.’ Yea, though God hateth us, he know That hardly in a little thing Love faileth of the work it does Till it grow ripe for gathering. Six months, and now my sweet is dead. A trouble takes me; I know not If all were done well, all well said, No word or tender deed forgot. Too sweet, for the least part in her, To have shed life out by fragments; yet, Could the close mouth catch breath and stir, I might see something I forget. Six months, and I still sit and hold In two cold palms her two cold feet. Her hair, half grey half ruined gold, Thrills me and burns me in kissing it. Love bites and stings me through, to see Her keen face made of sunken bones. Her worn-off eyelids madden me, That were shot through with purple once. She said, ‘Be good with me, I grow So tired for shame’s sake, I shall die If you say nothing:’ even so. And she is dead now, and shame put by. Yea, and the scorn she had of me In the old time, doubtless vexed her then. I never should have kissed her. See What fools God’s anger makes of men! She might have loved me a little too, Had I been humbler for her sake. But that new shame could make love new She saw not—yet her shame did make. I took too much upon my love, Having for such mean service done Her beauty and all the ways thereof, Her face and all the sweet thereon. Yea, all this while I tended her, I know the old love held fast his part: I know the old scorn waxed heavier, Mixed with sad wonder, in her heart. It may be all my love went wrong— A scribe’s work writ awry and blurred, Scrawled after the blind evensong— Spoilt music with no perfect word. But surely I would fain have done All things the best I could. Perchance Because I failed, came short of one, She kept at heart that other man’s. I am grown blind with all these things: It may be now she hath in sight Some better knowledge; still there clings The old question. Will not God do right?

LA LEPROSA

Mejor sabe el amor que el agua fresca, a fe mía que no hay nada mejor; nada es tan exquisito a quien lo prueba: bien conocíamos esto ella y yo.

En un palacio real le servía licores y manjares opulentos. Por besarla en la frente me moría, no comía ni conciliaba el sueño.

Sabe Dios que no me quiso jamás, yo un pobre escribiente feo y modesto que apartó su capucha clerical por ver sus labios y amoroso pelo.

Me saca de quicio pensar en esto. Sí, por más que Dios siempre me ha odiado y lo hace ahora que besar puedo sus ojos mientras trenzo su peinado

igual que antes caía por su frente, estoy contento de tenerla muerta en esta choza mísera y agreste en que hoy beso sus ojos y cabeza.

Mejor sabe el amor que tiernos frutos bajo nieve; nada hay como el amor, ni ámbar en mar helado —estoy seguro—, bien que conocemos esto ella y yo.

En tres ideas fijas me complazco, primero me complazco y pienso en esto: el dorado cabello de su amado, su boca que incitaba en ella al beso.

Luego recuerdo aquel amanecer que lo llevé por un paso escondido hasta su reja, y cómo allí después ella mimosas palabras le dijo.

(Frías carreras de pequeños pies —sus dos pies albergaría mi mano—. Prodigio es que pudieran sostener el cuerpo enhiesto de aquella a la que amo)

«Dulce amigo, que Dios os lo agradezca. Soy pura ahora y libre de deshonra, y no me llevarán hasta la hoguera por esta dulce falta escandalosa».

Palabra por palabra lo repito. Ella, recostada sobre la cama y sosteniendo sus pies, así dijo. La tercera de que hablé es la más grata.

El Dios que crea el tiempo y lo devasta sin que Él cambie jamás, Dios sempiterno, el cuerpo todo amor que ella habitaba mudó con grave mal, su dulce cuerpo.

El amor es más dulce y placentero que el canto en el collar de la paloma. La escupieron todos, la maldijeron, la echaron por juzgarla indecorosa.

Y pensaron que Dios le había mandado esa cruel maldición por castigarla. Necios eran si no veían claro que a todas en dulzura aventajaba.

El que había acariciado su pelo cegándola con besos en los ojos sintió que, tenso y desnudo, su pecho suspiraba bajo él entre sollozos

salidos de sus labios y garganta, de su cuerpo roto por el amor. La boca de él sufrió de mala gana esas lágrimas que ella derramó.

Sí, aquel en cuyo abrazo por la noche dormía o saltaba su cuerpo ardiente con besos que dejaban moratones, asqueado la huyó como a la peste.

En esta choza agreste la oculté, agua le servía, y mísero pan. El placer de besar una y otra vez su frente me llegó casi a matar.

Se acabó el pan; quedaba solo el agua y cogíamos hierbas y semillas. Tanto placer tenía con besarla que me era igual el sueño y la comida.

Dichoso de servirla, a veces raudas lágrimas resbalaban de mis párpados mojándola, tanto me deleitaba servirla como Dios tiene vedado.

«Vete, deja que muera en solitario, te suplico que me dejes en paz». Dicho esto, cesaron de hablar sus labios junto a los míos, y rompió a llorar.

Yo le dije: «Piensa cómo el amor hizo a los dos correr la misma suerte. ¿He de abandonarte? No quiera Dios. Mi alma estará ligada a ti por siempre».

Sí, por más que Dios nos aborrezca, Él sabe que muy difícilmente en una cosa afloja el amor en la labor que hace hasta que está granada la mazorca.

Seis meses, mas ahora que no vive me vence el desasosiego: no sé si estaría bien cuanto hice y dije o si es que de un detalle me olvidé.

Era demasiado dulce toda ella para haber abandonado la vida a trozos; si su inmóvil boca se abriera algo que ahora olvido ver podría.

Seis meses; sentado en silencio pongo en dos frías palmas sus fríos pies. Su pelo, mitad gris y oro ruinoso, al besarlo me turba y me hace arder.

Me requema el amor, me aguijonea al ver su rostro enjuto hasta los huesos. Sus párpados consiguen que enloquezca, ellos que purpúreos refulgieron.

«Pórtate bien conmigo, que me cansa ya tanta vergüenza,» decía entonces. «Me moriré si tú no dices nada». Y hoy está muerta, y la vergüenza dónde.

Y por el desdén suyo de otro tiempo seguro que sentía desazones. Jamás debí haberla besado, es cierto: la ira de Dios se burla de los hombres.

A mí también ella me habría amado si sólo hubiese sido más sumiso. No vio que la vergüenza da la mano al amor, aunque su vergüenza lo hizo.

Demasiado recibí de mi amor, ganando por mi humilde servicio su gran belleza sin comparación, su rostro y su dulzura, que es lo mismo.

Todo el tiempo que me ocupé de ella sé que recordaba a su antiguo amor, que creció el viejo desdén que sintiera unido al asombro en su corazón.

Tal vez mi amor estuviera mal —la copia torcida y emborronada, que se hace entre tinieblas, de un misal; música estropeada por palabras.

Pero la verdad, querría haberlo hecho todo de la mejor forma. Tal vez porque fracasé, echando algo de menos, ella retuvo en su corazón a él.

Ya todo esto me está dejando a ciegas: ahora quizás ella pueda ver con mayor conocimiento; aún queda la vieja pregunta. ¿No hará Dios el bien? ■ ■


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