Autor: 3 enero 2008

Esteban Cortijo

En El tesoro de los lagos de Somiedo Mario Roso de Luna narra las aventuras y los itinerarios de un viaje mágico por Asturias en busca de tesoros herméticos:

Apareció enseguida en la puerta la más venerable figura que en mi vida he visto. Alto, apenas encorvado por el peso de sus dieciocho lustros, apoyándose en su bastoncillo de siete nudos y vestido con el tosco sayal de San Benito…

Nos sentamos en viejos sillones abaciales que a las claras pregonaban su abolengo cauriense, mientras alguien traía una luz.

—Vengo, padre, a saber de vos algo que ignoro y que vos no podéis ignorar, sin duda. ¿Conocisteis a don Roberto Frassinelli y Burnitz, por otro nombre el Alemán de Corao? ¿Podéis darnos de él noticias?

—Todas cuantas quieras, hijo.

—Decidme, pues, cuanto del señor Frassinelli sepáis y yo sea digno de conocer.

Mario Roso de Luna, corresponsal de El Liberal

La aventura que llevó a Roso de Luna y a su anfitrión por tierras asturianas al retiro del padre Álvaro en busca del enigmático y ya mítico Frassinelli había comenzado unos días antes en tierras leonesas. Fue exactamente el 17 de abril de 1912, con ocasión del eclipse de sol, y en Cacabelos del Bierzo.

Roso había sido enviado por el diario madrileño El Liberal en calidad de corresponsal científico, junto a Dicenta como corresponsal literario, al campo de observación montado en Cacabelos por científicos españoles y europeos.

Entre la curiosidad de los lugareños, que se disponían a contemplar el eclipse con cristales ahumados, tubos de cartón y otros artilugios, entusiasmado Roso por la variedad y modernidad de los aparatos que allí se instalaron (espectógrafos, anteojos de Repsold y de Mertz, el de Grubb-Steinhail, cintas cinematográficas, etcétera), y rodeado por la camaradería de los científicos y por la hospitalidad de los notables, es decir, el cura, el médico y el farmacéutico, pasaron los primeros días no sin que Roso se sintiera atraído especialmente por un señor del lugar que parecía saber más de lo corriente sobre astronomía y que tenía un hijo, adolescente casi, que ganó al párroco en una memorable partida de ajedrez que no olvidarían fácilmente los que tuvieron la suerte de estar presentes.

Cinco de oros contra cuatro de copas

La jugada del jaque mate con que el joven dio por concluida la partida hizo exclamar algo contrariado al señor cura:

—¡Tarde memorable será ésta en mi vida de jugador! Por supuesto, esta jugada merecía entallarse en bronce, como tallada en madera acabamos de encontrar en el desván de la ermita de la Quinta Angustia, bendita patrona de la villa de Cacabelos del Bierzo, otra jugada de naipes entre un santo abad y el Niño-Dios en persona.

—¿Cómo, páter, puede ser eso que se sale de los cánones, no ya de la Iglesia, sino del mismo sentido común?

—Pues podéis verlo, si gustáis acompañarme a la ermita. Allí advertiréis cómo el Niño Jesús alarga con la mano derecha el cinco de oros al monje, al par que le retira con la izquierda otra carta que no recuerdo bien cuál sea.

—El cuatro de copas, sin duda, aunque yo jamás he sabido de semejante tabla que acabáis de mencionar —añadió el señor Miranda, proféticamente y con el mayor aplomo.

La inmediata comprobación in situ de la veracidad de la predicción atrajo poderosamente la atención hacia el desconocido adivino quien, un tanto molesto por el revuelo, se despidió como mejor pudo marchándose, no sin antes invitarle a Roso a una más exacta explicación —entre templaria y cabalista— en su misma casa, ya que ambos se consideraban discípulos de H. P. Blavatsky y pensaban, con palabras de Hamlet, que «hay mucho más en torno a nosotros de lo que presume saber nuestra filosofía».

Al caer la noche, y en la soledad de la habitación, Roso escribió lo que sigue: «… presentía que estaba en uno de esos momentos críticos de mi existencia, y que el eclipse de sol de 1912 iba a señalárseme cual piedra milenaria entre un ayer de ilustrada ignorancia y un mañana luminoso para mi vida ocultista».

Todos los hombres, como el protagonista y autor de esta novela, tenemos una noche en nuestra vida después de la cual sale un sol diferente, y aquella, anterior al eclipse, fue testigo de otro acontecimiento que no solo afectará a Roso, sino a todo el siglo xx: el mejor trasatlántico fabricado hasta entonces por el hombre se hundió en el océano. Era el Titanic, «moderna, nueva y flotante torre de Babel que había sido una vez más aniquilada, entre escenas desgarradoras, por los altos poderes que a nuestro mundo rigen», sentenciaría nuestro personaje al saber la noticia.

Día del eclipse: todo comienza

La Luna, poco a poco, va ocultando el Sol. El paisaje, los hombres, las cosas todas de la Tierra toman un aspecto cadavérico rodeados por una sombra fría y astral. Roso analiza introspectivamente la experiencia de estar a la sombra de la Luna antes de que la luz de nuevo y el ¡ah! contenido de los espectadores le lleve a los compases del «Canto de la primavera» de Wagner en su Walkyria: «Volvía el Sol, volvía la vida».

Esa misma noche, cenando en casa del señor Miranda, y mientras anochecía, en la biblioteca, el anfitrión planteó una serie de problemas entresacados del segundo volumen de la obra Asturias de Octavio Bellmunt y Fermín Canella. Estas cuestiones y otras que viejos documentos sugerían hicieron que ambos llegasen a la sugestiva idea de la posible relación entre el anticuario alemán Frassinelli y un cierto tesoro escondido en algún lugar de Asturias.

La investigación recién iniciada se continuaría la mañana siguiente con textos y citas de H. P. Blavatsky, Paracelso, San Pablo y otros autores que estudiaron la doctrina sobre los espíritus naturales y sus huellas en las tradiciones de todo el mundo y, por supuesto, en la mitología astur, cuya figuras más conocidas enumera Roso: xanas, hilanderas y lavanderas, trasgu, somiciu, ñuberos, busgosos, ventolines, diañu, pedrete, atalayas, espumerus, guaxa, etcétera. A lo largo de la novela se explica el significado de estos términos según van apareciendo, ya en la conversación ya en el mundo real.

Finalmente, en una hoja suelta, ennegrecida, rota y vieja encontramos lo que sin duda fue la más nítida y segura indicación del tesoro, pues de él habla aportando, incluso, las señales que a lo largo de su búsqueda indiquen al iniciado que va por el sendero correcto mediante objetos o acontecimientos más o menos casuales. Estos puntos de referencia se situaban en la Ría del Nalón, Peña Aullán, Salas, Soto de los Infantes, Almurfe, Riera del Castro, Pola de Somiedo y Cueto de la Buena Madre.

La claridad con que al menos aparentemente las ocho frases latinas de la hoja señalaban un lugar geográfico desa- pareció en la novena y última. Una posible traducción de la misma podría ser esta: «No yo, sino Yo; no Yo, sino el Lago». Para solucionar este enigma deberían interpretar extraños signos que acompañan a cada una de las frases, pero careciendo de medios suficientes y para llevar a feliz término las investigaciones pertinentes Roso tuvo que ir a Madrid.

Madrid: viaje de ida y vuelta

Buscando un libro que explicase las claves del documento, que habían de ser ógmicas o rúnicas, según creen Roso y Miranda, veremos al primero visitar bibliotecas y «librerías de nuevo y de viejo», librerías que le sugieren este comentario: «Quiero yo escribir un libro acerca de estas últimas covachuelas, que son, a un tiempo, basureros dignificados, criptas iniciáticas y centro de sórdidas codicias».

No coronó con el éxito sus primeras pesquisas, pero la solución vendría unos días más tarde cuando al llevar al padre Fidel Fita, director de la Academia de la Historia, unas inscripciones que había traído del Bierzo encontró en su despacho un libro sobre los códices mayas que, por ser inminente su envío a México solo conseguirá que se lo preste una semana: «The ogam inscribed monuments in the British Island» de R. Rolt Brash. Con la ayuda de Miranda, que había venido a Madrid, y el trabajo de copistas y traductores quedó listo en una semana un ejemplar para su posterior uso en Asturias.

El camino iniciático empieza en Sequeiros.La noche oscura

Una vez hecho esto y devuelto el libro puntualmente, Roso sube de nuevo, quince días más tarde, a tierras leonesas donde, en Ponferrada, le aguarda su amigo que le llevará a «almorzar con los templarios».

Llegados al monasterio de Hermo se disponen a explorar la gruta de Sequeiros, más templo que cualquier otro de los alrededores, comentan, y cuyos misterios se disponen a desvelar.

Levantan un pequeño campamento en la entrada, pero no aguardan a la mañana sino que, provistos de lámparas, se internan en aquella pura resonancia blanca que les responde con el eco de sus «tácitas pisadas huecas». Cuanto más avanzan se capta un religioso silencio. Calma. Lucidez mental en todo momento. Frente a la progresiva brillantez de las cuarcitas, nuestro hombre tararea la música de «El anillo de los nibelungos».

Al bajar unas escaleras sienten un frío repentino, intenso, y al llegar a una amplia estancia les deslumbra una blancura purísima. Miranda comenta que al conde de Toreno, «desvelador de la geología astur», no le fue posible avanzar más allá de donde se encontraban ellos; sin embargo, por un pasadizo que se abría a la derecha alcanzarían otra cripta circular, rodeada por seis más pequeñas y con un ara en el centro.

En una cavidad del fondo descubren una pequeña luz que lentamente se extiende con gran intensidad por toda la sala, haciendo inútiles sus lámparas de acetileno. Con mucho asombro por parte de Roso —no así de Miranda—, encuentran un papiro egipcio y un cadáver que no era otro que el de Frassinelli, iluminado por lo que Roso llamó pabulum alchimicum.

Considerándose ambos indignos de continuar investigando en lo que denominan Santa Santorum de los adeptos astures, deciden volver atrás, no sin antes explicar Miranda algo sobre la «última envoltura humana» que llevara en este mundo el alemán de Corao y totalmente convencidos ante aquel papiro, que sin duda era el original dejado allí por Frassinelli, de la existencia real del tesoro de los lagos de Somiedo, allá en el Cueto de la Buena Madre.

Un amigo de Frassinelli: el padre Álvaro

Las escenas de la noche anterior y los sueños que las siguieron encontraron el terreno abonado para que tanto uno como otro se convencieran de que la realidad ofrece más niveles de comprensión e, incluso, de visión, que los comúnmente aceptados y que ellos habían tenido la oportunidad de vivir una experiencia muy distinta de aquellas propias de la cotidianidad.

«Teosóficamente —comentó Miranda— no hay una, ni dos, ni n dimensiones, sino modos de percibir, según el grado de evolución de la Realidad Unica que nos rodea y de la que somos parte integradora».

A la mañana siguiente continúan el viaje por bosques y montes abruptos, hasta llegar al valle del Narcea, donde toman el coche de Miranda que esperaba. Mientras tanto Roso va coleccionando muestras minerales —lleva ya 213— y descansando en el lago de Los Nogales o de Noceda, «sin nogales ahora y sin saber si alguna vez los tuvo». Sacan algunas placas fotográficas y en la placidez del entorno Miranda habla de la xana astur,

cuyas características son idénticas a las de la ondina grecorromana. Esta entidad etérea, casi física, es siempre una dama joven, escultórica en su flexible cuerpo de hada rubia con ojos verdemar… las fuentes son su residencia predilecta… esta ninfa de la fontina es, además, tentadora de los hombres incautos.

Pasan por Villategil y ya en Cangas de Tineo van a ver al padre Álvaro. Con él sentado al calor de «la mesa camilla, con falda gruesa de estameña», se enteran ambos de la vida de Frassinelli y de cómo en su jardín se podían ver las 36 especies distintas de manzanos que en su día hubo en Asturias. Aunque Miranda ya le conocía en calidad de discípulo, ambos quedaron por igual gratísimamente impresionados por la bondad y la sabiduría almacenadas en los noventa y un años de aquel santo varón.

De Timeo elogia Roso, en el plano social y político, a Compomanes y a Riego que, según él, «con su inteligencia el uno y el otro con su corazón, habrían cambiado, si se les hubiese sabido apreciar, la faz entera de la España de su época, ignorante y mojigata cuando no perversa, porque no hay ingratitud semejante a la que la España reaccionaria ulterior a Carlos III ha tenido con sus hijos en más de un siglo de luchas del pensamiento (…) y de la acción libertadora fracasada en pronunciamientos y guerras civiles».

Dejan Cangas y se dirigen al monasterio de Corias y a los de Carceda y Tobongo. Más allá está «Obona la dulce, Obona la pleiteadora, Obona la triste». Regresan por la carretera de la Pola de Allande y entonces un ciclista hace entrega de una nota a Miranda en la que el padre Álvaro reclama su presencia.

—Sin duda, el padre Álvaro quiere decirme a solas lo que no se atreviera a decirme delante de usted ayer, o acaso darme alguna orden antes de morir…

—¡Pobre padre Álvaro! —pensé. Sin duda va a morir y quiere legar antes, según uso ocultista, la palabra sagrada de la Fraternidad Astur a Miranda, su discípulo.

La pepita de oro

Queda Roso alegre interiormente, aunque solitario en aquel imponente enclave natural y se encamina hacia Lagos llegándose a perder de tal manera que en una subida abrupta pierde pie y cae al vacío. Cuando se da cuenta de su situación se encuentra extrañamente sentado y al borde del precipicio. Pasado el susto, le va a resultar más sorprendente si cabe descubrir entre la tierra por él removida una pepita de oro de unas tres libras al menos. Con su importe, ya en Madrid, se compraría una pianola, pianola que no ha llegado a ver quien esto escribe porque su esposa, ya viuda, hizo entrega de ella a una joven cacereña profesora de música.

En el camino alcanza a dos jóvenes que resultarán ser conocidos de Miranda y que le llevan a donde se alojaban,

… o sea, a una de esas chabolas, tabernas, tiendas, estancos, administración de Correos, agencias, casas de huéspedes y otros excesos del país, donde nos aguardaba una cena frugal a base de borona, pote asturiano en vez del guecho del gurupo y las farrapas vaqueiras, lacón de braco ahumado con arbejos, leche agria y truchas pescadas con meruca o con ata- rraya en los cáceres y caraxes del río.

La cena transcurre animada por el pandeiro, poesías populares de todo tipo y vino. Roso se retira pronto a su cuarto, pero la fiestecilla continúa.

Por la mañana temprano deja un aviso y coge el camino hacia Barducedo. Antes de llegar le alcanza el coche de Miranda con los jóvenes del día anterior. Por el camino Roso aprende bable obligado por la conversación y las composiciones poéticas que constantemente recitaban aquellos jóvenes amigos.

Non toques el ñeriquín

Dondes’tan los paxarinos;

mira que sos padres viven

tan solo de su cariñu.

Cuando canta en el árbol

la paxarina

ye que llora sos penes

la probitina

ya que llora cantando

las sos peninas

que también tienen penes

las probitinas.

La Santa Compaña o la Huestia

En la posada del puerto, ya en la sierra de la Bovia, se quedan solos Miranda y Roso. Salen a la puerta antes de la cena y hablan de las leyendas del país poniendo el autor en boca de Miranda, que cita a Rogelio Jove, una reflexión que repite en otros lugares con insistencia: «Allí donde los mitos han desaparecido, la fe religiosa ha padecido notable quebranto; desde que no se cree en las xanas, ni en el trasgu, apenas si se cree en nada».

Entre otros temas Roso demanda al buen conocedor de la mitología astur para que le explique qué es la Santa Compaña o Huestia, dando este para el caso una notable definición de la misma:

Como dice acertadamente Jove, la Huestia es un grupo de fantasmas vestidos con sudarios blancos, sosteniendo en sus manos cárdenas antorchas. Cuando en la aldea hay una persona en trance de muerte, los fantasmas salen del cementerio o de las sombras de la cañada más próxima y se acercan lentamente en procesión a la casa del agonizante. En medio de las dos largas filas que forman, cuatro espectros llevan un ataúd vacío y la lúgubre procesión rodea la morada del moribundo, dando tres vueltas en torno a ella. Al terminar la muestra tercera, el enfermo ha expirado; una reproducción de su cadáver —el doble etéreo— aparece dentro del ataúd y la huestia, o cohorte funeraria, lanzando ahogados gemidos o cantando con una extraña música, apaga las antorchas y desaparece como viniera, mientras la familia, atribulada, llora, y los perros de la vecindad, que ven la huestia con su vista etérea, aúllan tristemente.

El farmacéutico de Cudillero

Al día siguiente se acercan a la vega de Ribadeo y, en un coche de línea, llegan a la histórica villa de Castropol donde buscan a Narcés, otro amigo y paisano de Miranda, pero les aguarda en Navia haciendo gestiones acerca de Frassinelli. Estas diligencias les irán acercando a otro de los puntos clave de su itinerario, al farmacéutico de Cudillero.

Narcés, entre escéptico y divertido, pero impresionado por la fe de sus amigos, irá también a buscar el tesoro, aunque solo sea para poder reírse de ellos con el fracaso de la empresa que considera utópica y sin sentido.

Hacen una parada en el puerto de Luarca, donde un timonel le cuenta a Roso el secreto del cabo Vindio. En el puerto de Cudillero buscan al farmacéutico, que resulta ser un hombre pequeñísimo, menudo y vivaracho, con fama de alquimista; su aspecto bondadoso resultaba más elocuente al reparar en «las infinitas arrugas de su rostro, cada una de las cuales reflejaba un dolor, una idea o un sacrificio». Don Augusto era su nombre: había conocido también a Frassinelli.

Pasan en el pueblo la noche de San Juan. Todo es una fiesta entre cohetes, indumentarias típicas, poesías y bailes como el perlindango, especialidad de las más ancianas del lugar, y la danza prima que, según Miranda, apenas conservaba nada de su primitivo esplendor y significado.

Tú que me diste las zapatillas,

ayudámelas a calzar.

Váyase al diañu el gran sarnoso,

que conmigo quería casar.

El día siguiente, no muy tarde, se encaminan con el coche hacia San Esteban de Pravia, vía del Nalón arriba. Se mencionan el ábaco pitagórico de la iglesia, los blasones nobiliarios e historias locales. En un palacio de estructura geométrica, ante el silencio que su dueño reclama, el Roso amante de la música recuerda los tres silencios del tercer tiempo de la Novena Sinfonía de Beethoven.

Ya fuera, en los acantilados, hablan de la naturaleza bajo el murmullo del bosque cercano con el inocente temor que provoca la oscuridad cuando llega a la montaña. Por la noche llueve. Cambia la temperatura con rapidez y allí, entonces, lo misterioso se palpa.

La naturaleza —dice Roso— tiene lugares escondidos para sus favoritos, los que saben amarla por encima de la vulgaridad de las gentes y muy lejos, al par que muy cerca, a veces de la humanidad, es donde pueden presentarla homenaje y convivir con ella, como nuestros padres lo hacían.

Covadonga

Desde aquí Miranda envía a Roso y a Narcés a hacer un encargo a Oviedo mientras él va a su casona de Soto de los Infantes a hacer los preparativos para la decidida búsqueda del tesoro en su punto final.

En Oviedo Narcés se entretiene con amigos políticos y mientras tanto Roso hace breves excursiones a Santa María del Naranço y a San Miguel de Lillo. Desde la capital se dirigen, luego, a Sama en tren, pero no encuentran al sabio latinista, bibliófilo y arqueólogo que buscaban. Ya en Tiraña, asisten a la fiesta de San Pedro y San Pablo. En esta ocasión la ejecución de la danza prima es mucho más pura. Hablan de lo divino y de lo humano sobre la raza astur y sus más famosos personajes con un joven antropólogo llamado Juan Uría y Ríu. Mientras tanto, fuera, se celebraba una boda y todo el ambiente estaba lleno de folclore y alegría.

Cruzan Siero, Vega, Nava y Piloña, y en tranvía a vapor llegarán al corazón palpitante y vivo de Asturias: Covadonga. Continúan el trayecto en coche llegando a Corao donde, en las afueras, visitan la casa que fuera de Frassinelli y, subiendo a la otra parte del río, su templo particular.

Un nuevo erudito, el señor Belda, les narra detenidamente las andanzas del alemán por aquellas tierras. Por la carretera de Onís arriba comentan las costumbres democráticas del pasado y la emoción ante Covadonga y todo el simbolismo que encierra en la historia de España hará exclamar al buen extremeño:

Covadonga la excelsa, Covadonga la solitaria, Covadonga la divina es el noble símbolo religioso astur, tan pagano como cristiano, allá entre sus imponentes riscos y de la Patria ibera de mar a mar, contra romanos, contra godos, contra árabes y berberiscos, contra napoleónicos y también contra los malos españoles que, so pretexto de engrandecerla, la esquilman, la engañan y la mienten…

«Bajo su lánguida caricia invisible, el amor era una necesidad más grande que la de vivir»

Visita después los puertos de Gijón y Avilés, y yendo en el tren hacia la costa tendrá el encuentro más extraño de su vida. ¿Soñaba quizá, nos preguntamos?, ¿es el reflejo de sus propias experiencias entre el amor y la moral?

Todo se inició con un enigmático y sabio enano que le abordó. El diálogo dio lugar a una especie de apología del minero y antiguas galerías que cruzarían, según él, el mismísimo océano Atlántico. Pero todo aquello resultaba demasiado fantástico para creerlo y nuestro buen teósofo pensó, prudente, que había estado profundamente dormido. Cuál no sería su sorpresa cuando al despertar encontró a su lado un objeto que le había regalado el enano: una pipa para fumar que le acompañaría durante el resto de la aventura usurpando en su función las tenacillas de plata y los cigarrillos que le hacían peligrosamente decadente y coqueto. Además de la pipa, el revisor, que apareció entonces, también era real.

Algo más tarde, dibujada con las pinceladas del modernismo de la época, entre la magia y el cuplé, encontramos la aventura que nos relata Roso sobre una mujer de singular belleza a quien él, unilateralmente consideró una xana y en cuyas redes amorosas caerá como un inexperto adolescente cautivado por la sinfonía de aromas con que ella le rodeaba. «Bajo su lánguida caricia invisible —se justificaba— el amor era una necesidad más grande que la de vivir».

Las tentaciones de San Jerónimo y todas las pruebas del ritual masónico contempladas desde la placidez de la meditación caían fulminadas ante aquella presencia plena de seducción y encantamiento, pero apenas creíble por el contraste tan vivo que marcaba respecto a la Asturias rural y arcaica con la que se iban encontrando en el camino.

Embriagado por la escenografía de fuentes, jardines y palacios de cristal, en un momento en el que quedó solo, recordó una frase que de inmediato susurró a su oído la extraña música de Rosamunda de Schubert. Les había advertido el padre Álvaro: «Os encontraréis con lo que no esperáis, pues hay tesoros reales y tesoros imaginarios».

Sin duda la xana era uno de estos últimos. Sintió verdadero pánico y lo que hacía un segundo era apenas una contenida euforia se hizo tentación y peligro, un grito en la oscuridad y una carrera vertiginosa que no paró hasta las afueras del pueblo cercano.

Ya de mañana buscó el escenario de la noche anterior. Nada. Encontró, sí, una fuentecilla vulgar, su maleta y la pipa que le dejara como señal el enano del tren.

Cuando llegó a la casa de Miranda y ya en el fumoir le sirven un té con leche, su amigo advierte asombrado que las inseparables tenacillas con las que fumaba Roso hubieran sido sustituidas por una pipa. Cuenta entonces su aventura con el gnomo-enano y, después de dar un paseo por la casona, ya cenado, le hará saber todo el resto.

Liberado de esta manera de su ansiedad, Roso confiesa que al arrullo de las aguas del Narcea durmió esa noche profundamente.

Hasta el escéptico, cuando busca, encuentra

Era ya el 5 de julio, los preparativos estaban listos y gran parte de las dificultades habían sido sorteadas felizmente. Narcés y los tres jóvenes llegan a Soto para salir al día siguiente en busca del tesoro.

Amaneció nublado, pero iniciarán la marcha por el Narcea abajo pasando en auto de Riera a Pola de Somiedo y por otros pueblos y aldeas. Ven la iglesia de Almurfe y disfrutan al atardecer de una gratísima velada musical ofrecida por un matrimonio joven que tocaba el piano a cuatro manos. La ceguera del marido y la inmensidad del horizonte formaban un diapasón conmovedor y sugerente.

Prosiguen su ruta, pero de El Castro en adelante ya no hay términos hábiles de descripción. En Pola, último pueblo que domina los pasos a León, les enseñan la presa de agua. Mientras tanto van hablando de vaqueiros, su origen y segregación social, su relación con el cristianismo, etcétera.

En una fonda en la que pernoctarán ven vaqueiros típicos que, espontáneamente, va a relacionar Roso con los pastores de su país natal tantas veces vistos por él en la braña de Cañamero y Logrosán, en el límite casi de las provincias extremeñas con Toledo ya en las estribaciones de Las Villuercas. Miranda, muy interesado, le hará que escriba algo sobre lo que ya llama «vaqueiro extremeño». Después de cenar se deja oír la payecha, sartén que se hiere con una llave grande, acompañada por el pandero y las castañuelas.

Toman un guía y asnos y salen a buena hora. La miseria de la comarca se patentiza más a medida que ascienden. Lo comentan. Alcanzan el primero de los lagos de Somiedo. Siguen adelante. Están a 1800 metros de altura: flora alpina y paisaje lunar. En el Ca-Mayor montan el campamento con tres tiendas, una para la recua, otra para los mozos y la tercera para ellos dos y Narcés que se mantenía aferrado al papel de antagonista en toda aquella epopeya. Ante la fogata intentan dilucidar las dos posibilidades que presenta el documento a la hora de localizar el tesoro.

El día siguiente, después de inspeccionar varias cuevas, vuelven al campamento sin haber encontrado nada especial. Será por la tarde, leyendo un número atrasado de un periódico portugués, La Raçaõ, cuando logren descifrar casualmente la clave principal. Quedan así reconfortados en su búsqueda y a la mañana siguiente se encaminan directamente a la cueva de Tarambico, de la que en ese momento salían en rigurosa fila india no menos de tres mil ovejas. Ya dentro, y tras algunas peripecias será justamente Narcés, el más escéptico, el primero que llame a los demás con el anhelado reclamo de la palabra tesoro. Estaba allí. Él lo vio con sus propios ojos y, como Tomás, pudo tocarlo.

A la vuelta del camino

En efecto, había un tesoro y libros e imaginación. Una imaginación que juega poderosa con los conceptos y las doctrinas para, entre bromas y veras, dar una respuesta, provocar una pregunta o simplemente, sugerir. Roso de Luna no buscó nunca sólo distraer porque cierto tirón ético le llevaba constantemente a otra parte, aunque quizás esta concesión narrativa a su propio ingenio y espíritu lúdico tuviera algo de desquite personal frente a la realidad del amigo muerto meses antes, dedicándole aquella aventura compartida en busca del tesoro de los lagos, haciendo maestro al discípulo, pero con la seguridad de quien habla de un afán común y en un lenguaje conocido.

Con el tesoro recién encontrado se dispondrá en amplia y democrática tertulia celebrada en el Ateneo de Madrid la construcción de un monasterio laico, al estilo de los que también Hermann Hesse y Ernst Jünger esbozan en sus obras, donde retirarse del mundanal ruido todos aquellos que en cualquier recodo del camino de su vida se encuentran vacíos de lo verdaderamente importante.

Roso denomina a esta comunidad «Gran Fraternidad Astur», similar a la homónima del Tíbet o de los Andes, donde englobar a cuantos españoles, antes de abandonar el ajetreo cotidiano de este mundo, tienen su espíritu y su corazón en esa comunidad astral, inencontrable entre hayedos y nieblas, camuflada en los muros, torres y jardines, corporificada con la suma de todos los que alguna vez buscaron «El tesoro de los lagos de Somiedo».

Más allá de los personajes recreados y más allá del paisaje mágico de un itinerario, Roso convierte la realidad en puro símbolo cuya inevitable fragmentación solo alcanza sentido en el espíritu emprendedor y prometeico, gustaba decir él, del hombre.

Cerramos, pues, este viaje mágico con palabras del autor que son homenaje a una tierra acogedora, geografía privilegiada desde la cual encontrar los tesoros más recónditos es una tarea asequible: «Hablo para los pocos que pueden entenderme: de los demás me río compasivo, no menos que se reirán ellos de mis teorías, porque, por su desgracia, no han sido testigos de fenómenos como los que a mí me habían acontecido desde que pisase en Asturias».


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