Autor: 13 enero 2008

Gottfied Benn: Obras completas (3 vols.)

Calima, Madrid, 2007

Como autor, Benn (Mansfeld 1886-Berlín 1956) es deudor de ese tiempo trágico e inmisericorde de la guerra (sea ella cual fuere; la guerra es la definición de la contracultura por antonomasia). Tal circunstancia le supuso el ser adscrito por algunos, bajo dudoso fundamento —y la polémica continúa— a un bando interesado. No obstante, y casos solemnes hay que corroboran la inconveniencia de extender los juicios acerca de un escritor más allá del estricto contenido de su obra, considero que debemos contemplar su aportación, ética y estética, a través del prisma de la literatura. Él mismo se hizo eco, en una entrevista, del mal que la trágica contienda engendra en el hombre: «¿Qué es eso que vemos más allá de la tierra? Observemos un momento los últimos cien años, el siglo de Nietzsche, los laboratorios y las cárceles entre Liberia y Marruecos; así se presenta desde Dostoievski hasta Celine el espíritu en una posición de pura desesperación, sus gritos son más terribles, más atormentados y penosos que los gritos de un condenado a muerte. Son de tipo moral…».

La razón literaria, pues, el conocimiento del hombre en su extensión interior y exterior, así hemos de ver el sentido de esta publicación —bien cuidada, por cierto— de sus obras completas y que la editorial Calima nos presentan distribuidas en tres volúmenes, a saber: volumen i, la poesía, diferenciando dos períodos concretos según la edición de Stuttgart (la que el traductor ha seguido genéricamente, como referente canónico, para la preparación de estos textos): los que van de 1901 a 1956, y de 1912 a 1955. El volumen ii comprende la prosa y se subdivide en tres períodos: 1910-32; 1933-45 y 1945-50. Por último, el volumen iii recoge, además de los poemas del último período vital del autor, escritos varios divididos en Escenas, Diálogos, Lo Incesante, Entrevistas, Suplementos, Escritos Médicos, Preliminares, Proyectos y anotaciones, toda una «cocina» de escritor que nos permite conocer a fondo no solo sus opiniones sino sus proyectos e ilusiones.

Mi intención aquí es atender, prioritariamente, a su faceta poética. Cabe decir, en tal sentido, que, aludiendo asu formación, no habrá de ser en vano el hecho de que, siendo hijo de un pastor protestante, iniciase sus estudios en Teología luterana, si bien pronto accedió a una escuela médico-militar donde obtendría la titulación en Medicina, especializándose en enfermedades de la piel y de transmisión sexual. Como médico militar había de transcurrir la mayor parte de su vida profesional y, si bien su fe en el régimen nazi era muy baja dada su actitud crítico-moral como ciudadano e intelectual, llegó a justificar su ubicación profesional allí como «una forma aristocrática de emigración».

Tal dedicación al cuerpo humano habría de quedar reflejado en sus versos de un modo tácito, ya sea con alusiones más o menos explícitas con el uso de términos propios de la jerga (sangre, vísceras, pus…) como también por la comprensión, in extenso de sus significados intrínsecos; digamos del valor de la vida y del tiempo desde el interior del hombre: «Una palabra, un yo, un vello, un fuego, / un azul de antorcha, un estelar fulgor / —de dónde, a dónde— en lo inmenso / del vacío espacio sobre palabra y yo». De ahí que, aún considerando su obra bajo la influencia —por otro lado inexcusable, en sentido ontológico— de la obra de Niezstche, su escritura rebasa el concepto lírico (en el porqué y para qué) para adentrarse en el mundo de la reflexión y el destino humanos, razón por la cual su legado es el de un hombre de pensamiento: ahora sí, cumpliendo esa última actividad metafísica que le es atribuible no solo por su condición racionalista y solidaria con el tiempo que le tocó vivir, sino como herencia de su formación originaria, deudora de su padre: «Trazamos un gran arco / —¿cómo es el final, así?… El que envejece es sin fe, / si se va, todo es desierto, / paloma sagrada no ve / sobre el Mar Muerto // Fuimos a ejercitarnos / en lemas y tierna acción, / y aprendimos a turbarnos/ y traicionar de corazón».

Esta exposición contenida y a la vez de una gran hondura dramática había de ejercer una manifiesta influencia en la poesía europea de su tiempo, y pienso ahora en los poemas de Milosz, por ejemplo, o Celan, como una obra también cuajada de contenido reflexivo respecto de una paisaje de derrota humanística que el escritor ha de recoger necesariamente como testimonio de su época.

Corrían tiempos exigentes en lo personal, en la actitud del alma: «Si te siembra el sueño en la lejanía, / de la mirada te levanta el lino / de esa inmensidad que no termina / de tu destino: / en camboyanas piedras, / por una frontera apartada / hay una escritura, que asemeja / a la tuya, clavada». Quizás uno solo podía ser el canto. No obstante, en el ser del poeta siempre está presente, creo, un destino anhelante, primario, afecto al contenido frágil de lo humano: «Días primeros, otoño, sobre qué soles, / por qué mar azulada, por el mar refresca, / ha comenzado esa luz que no se pone, / que alcanza atrás y siente cosas viejas, / lejanías se mezclan…» En todo poeta se guarda una rara filosofía que alude (quizá como melancolía) a la belleza, al devenir sencillo de los días: «Tal vez un tránsito, tal vez el fin llegado, / tal vez los dioses y tal vez la mar ahora, / rosas y uvas lleva sobre su costado: / cambio primigenio, retorno de las sombras. / Primos días, otoño, llanuras reposan / en una luz que ama cosas antiguas…»

Al fin, el poeta terminará por rebasar el peso anodino y seco del tormento y la tristeza, más propio de su primera etapa que, a decir de Reina Palazón —responsable de un muy documentado prologo y de la traducción, bastante fiel a la literalidad del texto—«atraviesa la queja del peso de la conciencia y de la tormentosa cuestión de la relación entre yo y mundo, razón y realidad, intelecto y Dios». Luego vendrá el remanso del corazón sentiente. Así, en los últimos años de su vida, invoca y evoca: «Si flores blancas vi frecuente y las conozco / ellas son de la nieve de lo infinito». O bien, a modo, tal vez, de conclusión vital: «Consuélate: siempre / tras tus faltas y pecados / la purificación por la palabra y alta lírica, / excelso poder / de dios-sabe-dónde».

Hay quien ha dicho de Benn que es el autor más nietzscheano del siglo xx, pues lleva hasta sus últimas consecuencias el postulado de aquel: la justificación estética de la existencia a través de una entrega ejemplar al trabajo con la palabra. Más, ¿cuál ha de ser si no el destino ético y estético de un escritor?; bien a sabiendas de que «las leyes de arte sirven solo para el arte».

Si en el principio es el Logos, en el final habrán de ser «la palabra y alta lírica», lejos de los brutales resortes de la guerra, de la muerte.

Ricardo Martínez-Conde


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