Autor: 14 enero 2008

Francisca Aguirre: Nanas para dormir desperdicios

Hiperión, Madrid, 2007

Nadie que conozca un poco los entresijos de la vida literaria (¡curiosa expresión esta, la de vida literaria!) puede ignorar que la correlación calidad-dimensión pública es, con mucha frecuencia, puramente circunstancial, artificiosa. Y que en algunos (bastantes) casos, el silencio tampoco es un indicador fiable. Por otra parte, yo, particularmente, descreo de ese poder inmanente del tiempo como antólogo infalible. Me ha parecido siempre una idea sospechosa de raigambre metafísica. La inercia, además, tiene un poder que establece valores con carácter poco menos que hereditario: se sigue diciendo pues se ha dicho… En fin, pensando en el cacareo mediático y reduciendo la cuestión a términos coloquiales, convendría recordar una vez más aquello de que «ni son todos los que están ni están todos los que son». Francisca Aguirre, nacida en 1930, y a la que por cronología se podría integrar en la Generación del 50, ha sido durante muchos años una presencia silenciosa en la poesía española. No es ahora el momento de analizar las causas de esa invisibilidad, solo de celebrar que al fin, tras una labor discreta pero fértil, su nombre empieza a sonar, por derecho propio, como un valor firme en nuestras letras.

La cita inicial de Quevedo («Yace la vida envuelta en alto olvido») con la que se abre su nuevo poemario, Nanas para dormir desperdicios, ilustra muy bien el sentido (y el sentir) general del conjunto. Tantas cosas humildes, ignoradas, despreciadas incluso, que fluyen sin apenas voz con el transcurso de la vida, que la configuran también en cierto modo. Rescate del anonimato, de un espeso olvido, de la grisura monótona de los días, de aquello que con entrañable lealtad de animal doméstico nos acompaña sin reclamar nuestra atención, o esos primeros planos, banales tantas veces, magnificados erróneamente, de la existencia.

Rafael Morales con Canción sobre el asfalto (pienso, sobre todo, en Cántico doloroso al cubo de la basura) y Pablo Neruda con sus célebres Odas elementales serían, posiblemente, dos de los precedentes más notables si se piensa en el arranque o intención primera del libro. También, porque el guiño en cuanto al título parece evidente, habría que citar las Nanas de la cebolla de Miguel Hernández. Con todo, la forma de poetizar de Francisca Aguirre es muy diferente a la de los autores señalados.

Parece obvio que aquello que se pudiera considerar la prosa de la vida (o quizá menos, excedente, «desperdicio», para utilizar el nombre aquí elegido) no requiere un tono elevado, una retórica brillante como la que reclama la oda o una visión hímnica del mundo. Asordinado, prosaico, eficazmente poético, con intensidad que corrige sin embargo cualquier desvío hacia el énfasis, así me parece el estilo de Francisca Aguirre. Un estilo, además, en el que la música se despereza amablemente, sin ninguna estridencia, en secuencias más bien largas, sostenidas, quebradas oportunamente cuando la expresividad lo exige: «Aquel aquello canta, / tiene la melodía de las cosas mínimas, / la canción de los restos». La cacofonía, como puede observarse (algo similar ocurre en ciertos versos de uno de los maestros reconocibles, César Vallejo), se aprecia más como llamada de atención de lo opaco que como disonancia. Dentro de esta voluntad de estilo que, finalmente, se impone como otra forma más de naturalidad, que hace que el lector olvide ese delicado trabajo de carpintería oculto tras el poema logrado o bien hecho, sorprende, por lo original y por lo bien dosificada, la presencia de la imagen: «El envés suele ser caprichoso y taciturno. / Por eso es tan difícil de acunar. / El forro que recubre aquella tarde / es parecido al ala de una mariposa». Uno, que es tan alérgico a los estandartes que juegan con el victimismo de género, a las antologías de género, siente, sin embargo, que un libro como este sólo lo podía haber escrito una mujer. Y ello es reconocible por el tono, por la melodía, por un especial sentido de la observación, por la elección, dentro de la marginalidad, de muchos referentes. Literatura femenina, pues, dicho con todo tipo de excusas y reservas, en el mismo sentido en que tal etiqueta pudiera aplicarse, por poner un solo ejemplo, a la prosa de Natalia Ginzburg. Poner música a lo preconcebido como bello, a lo que ya tiene, consagrado por la tradición, un halo de prestigio, es una tarea fácil; pero, ¿quién sabe ponerle poesía, visibilidad, a los «deshechos»…?

La atención de la mirada, la sensibilidad para el reclamo de lo mínimo, el arte de la sugerencia, nos recuerdan también, en alguna ocasión, la poética del haiku, la miniatura oriental, el esbozo en dos trazos de algunos dibujos japoneses: «Al que deshecha, le parece inservible. / En cambio, para el que recoge / es un diamante, una gota de lluvia / en una hoja». El libro, por otra parte, tan peculiarmente lírico, tan aparentemente alejado de lo narrativo, de lo expresamente biográfico, puede leerse asimismo como un territorio (¿un mapa?) lleno de señalizaciones, de indicios. Indicios de un pasado, de una biografía, de una educación sentimental. Así, las lecturas de la adolescencia, el precioso botín, como de piratas, de los cajones secretos, la sorpresa de algunas esquinas tan poetizables ¿y por qué no? como las flores silvestres: «En una esquina de esas yo encontré el amor». Diseminados por aquí y allá aparecen también fogonazos, retazos de un pasado histórico, colectivo; de un tiempo de miseria física y moral. Tiempo que, por esa misma razón de pobreza aludida, hace resplandecer aún más lo que en él hubo de pureza, de memoria rescatable: «Porque la voz de mi abuela / nos cantaba la canción de las sobras. / Y nosotras, que no conocíamos el pan, / cantábamos con ella que / las sobras de pan eran sagradas, / las sobras de pan nunca se tiran». En los versos de Francisca Aguirre incluso lo que pertenece a la codificación más ortodoxa, lo más tópico, adquiere un sesgo nuevo, se revitaliza por la savia de una mirada distinta, se vincula a una imagen (ya lo he dicho) sorprendente. Hojas caídas que no se sabe muy bien a qué carta poética juegan. Símbolo de desamparo o de libertad: «Cantan mientras los árboles las llaman / como llaman las madres a sus hijos / sabiendo que es inútil, que han crecido / y que se han ido a recorrer el mundo». Las cartas viejas, con su olor desvalido de abandono, son desperdicios de la memoria, residuos de dolor: «Y al rozarlas oímos el tristísimo andar / de los presos en los penales». Otra vez ese tiempo marchito y recurrente, vivo como los muertos implacables que no acaban de morir del todo. La melancolía, de nuevo, con el sabor agridulce de las connotaciones vallejianas.

Existe también la belleza como espectro amable y triste de lo que fue convencionalmente hermoso. A las flores mustias «las envuelve el recuerdo de lo que fueron / y la nostalgia del aroma que alguna vez cantaron». Y porque su reducción a desperdicio es más difícil, más trágica, es preciso acunarlas de un modo especial: «Mientras yo les canto / siento que mansamente se duermen en mis manos». Quizá la desposesión, la pobreza en sentido estricto, sea una escuela de poesía inaccesible como don en el reino de la abundancia: ¿puede reparar alguien en la maravilla de unos «zapatos con cordones», casi tan útiles, en su disponibilidad para la aventura de ser libre, como la alfombra mágica de los cuentos, cuando son una simple moda, un capricho de temporada? ¡Vas hecha un pingo! era una expresión, reprobatoria, que sonaba bastante (bastante mal) en otra época. Francisca Aguirre la redime con esa gracia indulgente con que mira, sin que la aceche el peligro de las estatuas de sal, hacia el pasado, ese pasado insobornable: «en cambio un pingo, / un desperdicio cosido con retales, / hecho a la escasa luz de una bombilla de cuarenta watios / no podéis sospechar lo que calienta», «entonces, aquel pingo me gustaba a mí más que Las Meninas».

Si antes hablé de educación sentimental, un poema como «Nana de los libros viejos» es un directo homenaje a ese mundo iniciático e irrecuperable de las primeras lecturas. El escondrijo al que unas niñas llamaban «la tienda verde» era la cueva del tesoro. Libros apilados democráticamente, tan viejos algunos que se les caían las hojas como a los árboles, «otros, más afortunados, habían sido remendados, / como los calcetines o los zapatos. / Porque un libro, señores, es una prenda de abrigo». Tolstoi, Marck Twain, Dostoiewsky, Knut Hamsun, Julio Verne, toda una deslumbrante Biblioteca de Alejandría, todo un lujo asiático, o europeo, en tiempos de miseria y racionamiento. Al pasado, tan mezquino y duro, lo indulta sólo la mirada benévola, sin acidez, musical, de algunos poetas. Quizá por eso, porque «hay pocos desperdicios tan oscuros como el odio». Y tan inservibles. La constancia de una obra sigilosa y viva «lo apaga, lo enmudece, lo reduce a silencio». Puede ser, sí, una terapia en varios sentidos (contra el hartazgo, por ejemplo, de tanta letra muerta, de tanta pira verbal) la lectura de un libro tan distinto como hermoso.

Eugenio GarcíaFernández


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