Autor: 1 noviembre 2007

José Luis Atienza Merino

Cuando hace meses acabé la lectura de Les Bienveillantes, la célebre novela de Jonathan Littell, que en el otoño de 2006 recibió los dos galardones más importantes de la literatura francesa, el Gran Premio de la Academia y el Goncourt, y cuya traducción al castellano RBA había prometido para comienzos de 2008 pero ahora anuncia —¡hagamos caja cuanto antes señores y mejor en Navidad! (en Francia Gallimard parece haber vendido en un año no lejos de un millón de ejemplares)— para el 7 de noviembre de 2007, la primera de mis urgencias fue darme un largo baño purificador, que hubiese aderezado con sales minerales y aromas florales de haber tenido esos productos en las repisas de mi cuarto de aseo. Tenía necesidad de limpiarme de los olores a cuerpos putrefactos, carne incinerada, sangre, mierda, orines y vómitos, de los que me había impregnado durante las repetidas, interminables, terribles y crudas escenas a las que había asistido en primerísimo plano y de las adherencias sobre mi piel de esquirlas de huesos craneanos y restos de masa cerebral que me habían alcanzado durante las frecuentes ejecuciones masivas que había contemplado allí donde el autor me había colocado, al borde mismo de las inmensas fosas colectivas excavadas poco antes por las manos de los mismos judíos que, bajo el efecto de las balas, descerrajadas frecuentemente a bocajarro en la frente o en la nuca, caían inánimes en ellas sobre el fango enrojecido y los cuerpos aún tibios de los que les habían precedido, y también de las salpicaduras de semen y otros fluidos corporales efecto de la impuesta asistencia a los violentos, fríos y deshumanizados encuentros sexuales de Max Aue, el oficial de las ss protagonista de la novela, o del paso, en su compañía, bajo los cadáveres calientes y desnudos de ahorcados «cuyas vergas hinchadas todavía eyaculaban».

Un catálogo prolijo y documentadísimo de las copulaciones del protagonista con sus parejas y de los horrores cometidos por el régimen nazi entre 1941 y 1945 en Alemania, en los campos de concentración y, en su avance hasta Estalingrado, en media Europa, eso me parece ante todo el grueso y compacto —un volumen en octavo de 900 páginas en caracteres medianos y sin apenas puntos y aparte— libro del escritor de origen estadounidense recientemente nacionalizado francés. Un relato de crudeza inigualable, presentado con una distancia e indiferencia, una ausencia de emoción y de juicios de valor que multiplican el impacto de su potencia casi insoportable, ni siquiera igualada por las imágenes documentales o de ficción que conocemos sobre los mismos acontecimientos. ¿Basta esto —esta eficacia en hacer presente el horror— para hacer de él, la obra imprescindible y eterna que algunos proclaman?

Por doquier (por ejemplo en la crónica de Octaví Martí para El País del 7 de noviembre de 2006) se han repetido las palabras de Jorge Semprún, a la salida de la sesión del Goncourt que la premió:

No solo es la mejor del año sino del decenio y una de las grandes novelas de los últimos 50 años… Littell reelabora noveladamente un material histórico de calidad. Tiene un gran personaje, ese Max Aue que es plausible y horrendo… Dentro de una, dos o tres generaciones los jóvenes sabrán qué ocurrió a mediados del siglo xx gracias a una novela como esta… No es una novela francesa, sino una novela escrita en francés, cuyo modelo es la gran novela rusa del xix como Tolstoi o Dostoievski. Para la cultura francesa, lo importante es que haya elegido el francés como idioma. Eso prueba que sigue siendo una gran lengua de expresión cultural… Hay quienes critican a Littell porque aseguran que se identifica con su protagonista y retrata a Aue haciéndolo atractivo. No es cierto o, si lo es, entonces hay que decir que Dostoievski también se identifica con Raskalnikov en Crimen y castigo.

Hay aquí, en positivo, gran parte de todo lo bueno que se ha dicho de esta discutida creación desde su aparición y, en negativo, en el haz y en el envés de lo expresado, mucho de lo malo que de ella se ha afirmado y que personalmente me inclino a compartir. Vayamos por partes.

¿La mejor novela del decenio y una de las más importantes de los últimos cincuenta años? Me atreveré, intentado evitar tanto la fatuidad como la falsa modestia, a disentir del gran escritor hispano-francés. Creo poder comprender la impresión —teñida de una mezcla de agradecimiento y admiración, imagino— que sobre Semprún, antiguo deportado y escritor en lengua francesa por destino tanto o más que por elección, haya podido producir el libro, por las razones que en la cita anterior él mismo desgrana, en especial la ingente información que sobre el holocausto reúne y la apuesta, a primera vista exitosa, de escribirlo en la lengua de Molière. Pero, sin discutir, de momento, la justeza de estas dos cualidades, la novela no me parece ejemplar más que en la voluntad ejemplarizante del autor. No niego que, tras resistirme a la tentación de abandonar el libro en las primeras sesenta páginas, llegué a interesarme en su lectura (en buena parte, digámoslo, porque al consagrarme a ella había aceptado hacer un ejercicio de militancia, precisamente a favor de la doble causa del holocausto, que siempre mantiene recovecos que nuevas lecturas permiten visitar, y de la lengua francesa, que a mí también tanto me ha dado), pero la novela me parece desigual, excesiva, farragosa en ocasiones, con una voluntad enciclopédica que, aunque no deje de tener interés, pocas veces viene a cuento —«ahora vais a ver cuánto sé sobre esto o lo otro», parecería decirnos el autor, desplegando densos tratados sobre el lenguaje, la sexualidad, la música…—, hipertrofia muy llamativa en un admirador de Flaubert, cuyo estilo consigue imitar en algunos momentos (leo en mis notas de los márgenes de las páginas: «párrafo flaubertiano» o «decididamente hay algo de Flaubert en esta escritura», antes de descubrir en la página 803 y siguientes la pasión del protagonista por el autor normando cuando, primero, frente a una escogida biblioteca con volúmenes en varias lenguas que domina, termina «por decidir[se], con una llamarada de placer, por La educación sentimental, que encontr[ó] en francés» y, después, se esfuerza por conservar y leer el ejemplar sustraído durante una larga y dramática huída) pero cuya maestría para enmascarar en su escritura —a veces una solo frase, incluso una palabra, esconde laboriosas pesquisas— su minucioso trabajo de información preparatoria ni siquiera intenta emular.

Littell ha dicho, no sé si con orgullo, con sorpresa o a modo de excusa, que, tras cinco años de preparación, escribió el libro en 16 semanas. ¡Una verdadera hazaña! ¡Pero qué lejos está también aquí de su admirado Flaubert, que pasaba semanas para cerrar con insatisfacción un párrafo! En cualquier caso, esa confesión permite entender, que no justificar ni perdonar, algunas de las debilidades de la obra. En primer lugar, su evidente aspecto de trabajo escolar, de ejercicio de alumno aplicado que pega, una tras otra, con desenvoltura, pero no pocas veces sin elegancia, todas las fichas que ha ido reuniendo, incapaz por otra parte, se diría, de prescindir de ninguna. En los mentideros literarios se rumoreó en su momento que el manuscrito, presentado a varias editoriales y negociado finalmente con Gallimard, contaba 600 páginas más que fueron enérgicamente podadas. También se dijo que los correctores de la editorial tuvieron mucho trabajo para asearlo. Hay que pensar que, además, lo hicieron con precipitación pues la presencia de errores aún llama la atención, y esta es otra de las críticas que, con razón, se hacen a la obra. Semprún cree que lo importante es que el autor haya elegido el francés como lengua de expresión literaria y añade que eso prueba que se trata de un gran idioma cultural. Me cuesta mucho aceptar que Littell haya hecho un favor a la lengua francesa. Hay en el libro páginas excelentes, frases precisas y preciosas, pero cohabitan con otras torpes, en las que la lengua es forzada, torturada, en las que se lee por debajo si no la escritura material (alguno ha afirmado que en realidad estaríamos ante la traducción al francés de un original en inglés) sí la mental en otra lengua o, al contrario, se trasluce una fascinación no controlada por determinados giros o expresiones de la lengua francesa que conduce a su autor a proponer usos desplazados, incluso ridículos. Paul Eric Blanrue, autor de uno de los libros que la novela ha generado, Les malveillantes. Enquête sur le cas Jonathan Little (Scali, 2006), denuncia que está «trufada de anglicismos», a pesar de que, según pretende poder demostrar, fue escrita con la ayuda del editor Richard Millet, y se interroga sobre el proceder de los jurados y de los críticos profesionales «que no se han dado cuenta —o no ha querido dársela— de que Les Bienveillantes era una novela que había que traducir en lugar de premiar». Y para abundar en sus posiciones cuelga en su página web un extenso trabajo de Bruno Janin en el que este da cuenta, a lo largo de 140 páginas, de las «rarezas de estilo […] cuyo abanico va desde la falta de concordancia al solecismo evidente, pasando por el neologismo y el barbarismo», hasta el punto de «hacer la frase ininteligible o de llevarla al contrasentido».

Naturalmente, esta dura andanada está lejos de ser compartida por todos. Pero el autor se ha sentido obligado a justificarse, por ejemplo —¡y con qué alegre (superficial) desenvoltura— desde las páginas de Le Monde (16 de noviembre de 2006): «¡Se dice que hay anglicismos en mi novela! ¡Ya lo creo! Soy un locutor de dos lenguas y, necesariamente, las lenguas se contaminan entre ellas… Cada uno tiene sus particularidades lingüísticas. Alain Mabanckou tiene hermosos hallazgos cuyo origen están en la manera que tienen los africanos de hablar el francés. Sus fórmulas pueden parece extrañas, en desuso, pero son magníficas… Como en mi caso, la lengua materna de Mabanckou no es el francés. En Gran Bretaña hace muchos años que los más grandes escritores son indios, pakistaníes, japoneses. Y, gracias a ellos, la lengua se enriquece». El citado Mabanckou, escritor de origen congoleño, premiado ese mismo otoño de 2006 con el Renaudot, acude en su auxilio desde su blog con el mismo frívolo oportunismo: «¿Qué hay de extraño [en los anglicismos de Littell] para alguien que es también de cultura anglófona? ¿Hay que reprochar a la cebra que tenga rayas? ¿El escritor es acaso un esclavo de la Academia francesa, un criado de las normas de la lengua?». Sin embargo —¿hace faltar decirlo?— una cosa es que al escritor se le escapen las desviaciones de la lengua (es el caso de Little), aun cuando en algún caso la carambola haga que se produzca un hallazgo, otra que sean el fruto de un trabajo, de una voluntad creativa o simplemente de transgresión (es lo que sucede en el caso de Mabanckou).

Me pregunto cómo se las habrá arreglado María Teresa Gallego Urrutia, premio nacional de traducción, contratada por RBA para verter la obra al español, para intentar escapar a todas las trampas a las que ha tenido que enfrentarse. Y si lo habrá logrado. ¿Qué habrá hecho, por ejemplo, con los más de cien términos y siglas en alemán (solo los utilizados para designar los grados en las ss, el ejército y la policía suman más de cincuenta) que, mil veces repetidos, revolotean por el texto hasta aturdirnos (valga este breve ejemplo: «Agarré a un Scharfürhrer por la maga. “¿Qué sucede?” “No sé, Her Obersturmführer. Creo que hay un problema con el Standartenführer») y para cuya comprensión el editor francés se contentó con enviar al lector a un escueto glosario al final del libro. Se suele decir que los franceses son capaces de mejorar en sus traducciones las obras escritas en otras lenguas, especialmente si son oscuras. Esperemos que la laureada traductora haya sido capaz de estar a su altura en este caso. ¡Aunque hay quien ha dicho que solo podremos hacernos una idea justa del auténtico valor del libro de Littell cuando aparezca la versión en inglés!

Pero intentemos dar un paso más y centrarnos en el valor de la dimensión de Les Bienveillantes como testimonio de una época y como denuncia de las atrocidades que unos perpetraron y otros sufrieron. «Littell reelabora noveladamente un material histórico de calidad», sostiene Jorge Semprún. Es cierto que las fuentes de Littell son buenas (los historiadores que se han inclinado sobre su obra lo confirman en general, y ¿quién puede dudar de la calidad del ingente estudio La destrucción de los judíos de Europa, del recientemente fallecido Raoul Hilberg, del que bebe sin tasa) pero la «reelaboración novelada» es más cuestionable y no solo porque, como ya dijimos, el ejercicio manual de pegado de fichas es con frecuencia evidente, hasta el punto de que alguno de los lectores historiadores, por ejemplo Edouard Husson («Les Bienveillantes, un canular déplacé», en Le Figaro del 8/11/2006), ha podido identificar las fuentes en cada caso. Ciertamente hay una trama novelesca en Les Bienveillantes, incluso de novela negra: una pareja de policías persigue incansablemente al protagonista, hasta el acorralamiento, pero sin llegar nunca a demostrar su relación con el crimen del que le acusan; ciertamente hay acción y mucha: el autor desplaza a su personaje por todos los escenarios de la guerra y le hace actuar con responsabilidades y funciones variadas en ellos (la matanza de Kiev, la batalla de Estalingrado, París ocupado, los últimos momentos de Auschwitz, Berlín sucumbiendo bajo las bombas); ciertamente, como observa Christophe Kantcheff en Politis, «el casting no sería indigno de una superproducción»: Max trata con Eichmann, Himmler, Speer, Reinhard Heydrich, Hans Frank, Walter Bierkamp, Otto Ohlendorf, Globocnik, Blodel, el escritor Ernest Jünger y hasta con el propio Hitler, y además con los protagonistas del fascismo francés, Robert Brasillach, Lucien Rebatet, Pierre-Antoine Cousteau, o belga, Léon Dedrelle. Pero verdaderamente no reelabora noveladamente la historia. Lo señalaba Vargas Llosa (en un artículo de El País, del 3 de diciembre de 2006): «Les Bienveillantes es un libro extraordinario por lo que hay en él de cierto y verdadero y no por la muy precaria estructura ficticia y truculenta que envuelve a la historia real». ¡Qué enorme distancia, en lo que a reelaboración novelada se refiere, entre Les Bienveillantes y L’éducation sentimentale, donde Flaubert —¿el lector sabrá perdonarme mi fijación?— novela, y de qué manera, la revolución de 1848 y la generación que la protagonizó! Pero no pongamos el listón tan alto. Convengamos en que, como otros muchos autores, Littell se inscribe meritoriamente en esa tradición de la literatura que, utilizando los resultados del trabajo de los historiadores o tratando la realidad histórica de otra manera o desde un ángulo descuidado por aquellos, aborda las cuestiones que interrogan a sus contemporáneos con la convicción de que, presentadas de forma sensible y estética, podrán abrirse paso de manera más eficaz. Ya decía Camus que escribía novelas para que sus ideas filosóficas pudiesen tener una mayor y mejor audiencia. Pero, en literatura, esa mayor eficacia y ese mayor alcance han de ser efecto del invisible trabajo literario y no del exhibido trabajo histórico, filosófico o lingüístico.

Una de las singularidades del libro de Littell, y una de las razones por las que ha sido mal recibido por algunos, es que cuenta la historia desde el punto de vista del verdugo. Sin embargo no es la primera vez que eso sucede. Y muchos han recordado durante estos últimos meses obras como la reciente (2003) Une saison de manchettes, de Jean Hatzfield, sobre el genocidio ruanés, Le roi des Aulnes, de Michel Tournier —por cierto, premio Goncourt en 1970— y, en especial, la muy clásica La mort est mon métier, que Robert Merle publicó en 1952, que se inspiraba en las memorias de Rudolph Höss y que muchos colocan muy por encima de la creación de Littell. Dominique Viart, que designa a estas tres obras de recreación histórica como «ficciones críticas», señala, en una interesante entrevista (Libération del 9 de noviembre de 2006), algo que me parece explicar el fondo del desasosiego (¡porque uno quisiera aplaudir a Littell sin reservas, uno desearía poder decir que sirve realmente a la causa de la que se proclama instrumento!) que a muchos nos produce Les Bienveillantes:

Esta novela comparte con esas «ficciones críticas» una cierta necesidad de saber, una práctica de la investigación, un recurso a los archivos, un uso de los principales logros de las ciencias humanas, de la historia o del psicoanálisis y, como ellas, se nutre de las grandes obras del pasado —Flaubert, Esquilo, Genet…—, incluso de las cinematográficas: Shoah [el monumental trabajo de Claude Lazzman sobre la masacre de judíos], naturalmente, pero también El imperio de los sentidos. Pero Les Bienveillantes funden todo esto en el crisol de una misma materia narrativa, más o menos uniforme, con frecuencia con cierto talento, a veces con más dificultades o artificios, mientras que las «ficciones críticas», al contrario, oponen esos elementos, los confrontan los unos a los otros, los hacen dialogar preservando espacios de duda que implican al lector. Aquí [en la obra de Littell] la obra narrativa es uniforme, regular. Este principio de unicidad reduce considerablemente las posibilidades de hacer percibir la complejidad o el caos de los acontecimientos históricos y de las trayectorias individuales.

Complejidad, esa es la palabra clave: de ausencia de complejidad es de lo que el libro cojea. «Dentro de una, dos o tres generaciones los jóvenes sabrán qué es lo que sucedió a mediados del siglo veinte gracias a una novela como esta», exultaba Semprún. Quizá, pero no entenderán por qué ocurrió. Como Spielberg en la celebrada pero, para mí, fallida cinta La lista de Schindler, Littell da cuenta de los acontecimientos pero no de los resortes —variados, profundos, contradictorios— que los mueven, por más que, seguramente con tal ánimo, prodigue esos tratados a los que más arriba me he referido, entre ellos uno, destilado a lo largo de varios capítulos, sobre la concepción de pueblo-nación del régimen hitleriano. Porque no es de la acumulación de hechos o de reflexiones de donde puede nacer el sentido en una obra literaria. Y menos aún de la amalgama simplificadora, como sucede, por ejemplo, en esa muy poco creíble escena en la que el protagonista dialoga entre las ruinas de Estalingrado sobre los puntos de contacto entre la ideología soviética y la nazi —es decir, entre dos sistemas de pensamiento y de acción basados el uno sobre la lucha de clases y el otro sobre la raza— con un combatiente ruso, un comisario político, al que acaban de torturar atrozmente. De modo que el que esto escribe ha avanzado a través de las páginas del libro con la misma sensación que Max Aue en su trayecto vital: «Me parecía estar perpetuamente a punto de comprender algo, pero esta comprensión se quedaba en la punta de mis dedos lacerados, burlándose de mí, retrocediendo imperceptiblemente a medida que yo avanzaba» (p. 475), y ello porque, a pesar de la enorme ambición que se evidencia en esta obra, o quizá como efecto perverso de un exceso de ambición, Jonathan Littell, como señala el crítico de Politis arriba citado, «se ha mantenido en la superficie de las cosas. Les Bienveillantes no penetra en el tejido del horror. Hace surf sobre su espectáculo».

Lo que cuestionamos en relación con el modo de abordar los hechos colectivos vale para los comportamientos individuales. «Tiene [la novela de Littell] un gran personaje, ese Max Aue que es plausible y horrendo», aplaude Jorge Semprún. Horrendo, sin duda; plausible, mucho menos, incluso en modo alguno.

En primer lugar, el «personaje» creado por Littell es contradictorio, lo que podría ser una virtud, si esa elección no arrumbase lo que parece una de las tesis de la obra, a saber que, como el autor confiesa (en una entrevista a La libre belgique del 28 de septiembre de 2006):

La categoría del mal es un resultado, no una causa. No existe gente mala en sí, ni siquiera vuestro [criminal pedófilo] Dutroux. Claro que sus actos son malos, pero no es un Satán que hace las cosas por placer. Lo que es verdad para el mal individual lo es todavía más para el mal colectivo, cuando el verdugo está rodeado de gente que le devuelve la imagen de que lo que hace está bien. Todo colectivo tiene el poder de hacer el mal. La célebre experiencia de Milgram, en la que se pedía a personas que apretasen un interruptor cuyo efecto podía producir sufrimiento en otras personas, muestra con claridad que cualquiera puede hacer el mal en determinado contexto. […] Creo que, potencialmente, cualquiera es capaz de hacer el mal.

Y es que si, en efecto, por un lado, Max se presenta a sí mismo como un sujeto como los demás que, con la fuerza que le da el haber aprendido «a hacer el sacrificio de sus dudas», viene a decirnos que cualquier otra persona, cualquiera de sus lectores, habría hecho lo mismo en sus circunstancias y que no se siente culpable de los crímenes que ha cometido, y que relata en primera persona, pues al fin y al cabo los actos de cualquier humano, por terribles que sean, son un atributo de la naturaleza humana (de ahí el «Hermanos humanos, dejadme contaros cómo sucedió», que abre, con tonos transparentemente baudelerianos, el primer capítulo del libro, una Tocata—todos los demás capítulos llevan igualmente como título el nombre de un movimiento sinfónico— que funciona a manera de prólogo, y el «Vivo, hago lo que es posible, así es para todo el mundo, soy un hombre como los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, os digo que soy como vosotros!», que lo cierra), por otro lado, sin embargo, es evidente que reúne una serie de características y comportamientos que, juntos, hacende él un sujeto poco corriente que además de homosexual, tiene como único objeto de amor, al que le une una irreprimible pasión, a su hermana, de la que posiblemente tiene dos hijos, y añade a sus «obligados» crímenes contra los judíos los asesinatos de su madre, de su padrastro, de una de sus parejas sexuales y de su mejor amigo. No estamos, pues, ante un sujeto cualquiera, sino ante un sujeto excepcional, muy poco «plausible», un asesino en serie, un incestuoso y un homosexual, modo de elección sexual este último que, por cierto —y no se entiende qué es lo que el autor pretende con ello— no puede no salir enturbiado con su promiscuidad con el crimen y el incesto. En estas circunstancias, la tesis que Littell dice pretender defender —en último término la de la «banalidad del mal»— no solo queda muy mal servida sino que Les Bienveillantes vendrían a probar lo contrario: que solo personalidades degeneradas podrían haberse prestado a secundar la locura de Hitler.

Tampoco es creíble la presencia, casi ubicua, del personaje en todos los escenarios, situaciones críticas, conflictos y desmanes del III Reich. Incluso los defensores de la novela, como Jean Solchany (en Le Monde del 4 de noviembre de 2006), lo admiten:

Reconozcámoslo, Les Bienveillantes […] se presta a la crítica. En esta autobiografía de Maximilam Aue, ficticio oficial de las SS que ejerce su represión en un mundo real, algunas figuras o situaciones pueden parecer poco verosímiles. El libro sufre de un efecto de acumulación. Enviando a su protagonista a Estalingrado, el autor se pasa sin duda. En cuanto a las últimas páginas, avalancha de peripecias improbables, son muy decepcionantes.

Más que ante un sujeto banal, estamos ante un ser extraordinario, una suerte de dios del mal. Como tal deidad, su memoria es extraordinaria (sin archivos personales, es capaz de reconstruir con extremada fidelidad los acontecimientos que relata, sin que se le escape nombre alguno de lugares o personas), tiene el don de lenguas (además de las que utiliza en las situaciones de la aventura vital que nos cuenta, el francés que utiliza para narrarla es perfecto, elegante, exquisito incluso —¡salvo cuando los anglicismos lo corroen!—, posee una cultura enciclopédica (doctor en derecho, sus conocimientos alcanzan todos los ámbitos del saber), es casi inmortal (corre los mayores peligros sin que nada le afecte y cuando, en una situación sin riesgo, una bala perdida le atraviesa el cráneo, escapa milagrosamente a la muerte) y, naturalmente, no tiene sentido de culpa por la simple razón de que hace justicia.

Abordemos finalmente el último de los temas que suscita Semprún en la cita cuyos contenidos han conducido la estructura de estas páginas: ¿el modo como Littell presenta a su personaje es indicativo de que simpatiza con él? Muchos lo creen, y este ha sido uno de los flancos de ataque preferidos por la crítica. Jorge Semprún comienza negándolo para inmediatamente aceptarlo como posible pero librando a Littell de pagar peaje alguno por ello para circular por la autopista de las grandes autores de la historia: «No es cierto o, si lo es, entonces hay que decir que Dostoievski también se identifica con Raskalnikov en Crimen y castigo». ¿Tocados? Más bien no. Por un lado, porque el argumento es demasiado fácil; por otro, porque no deja de ser cierta esa identificación, al menos en lo que respecta a la tesis que, como acabamos de ver, protagonista y autor comparten: «cualquiera puede cometer los mismos crímenes»; finalmente, porque nada indica que Dostoievski no se identificase con Raskalnikov (o Gide con Lafcadio, para poner otro ejemplo aún más evidente de la banalidad del crimen), pues los autores de las grandes obras de arte no están más libres que los demás mortales de las más oscuras maniobras del psiquismo. Cada uno de nosotros debería meditar esta frase de Anne-Lise Stern: «Toda pedagogía del horror reproduce su goce». (Le savoir déporté. —Camps, historie, psychanalyse, La librairie du xxi siècle, Seuil, 2004).

Pero la cuestión que ha movilizado más los ánimos es la del riesgo de convocar, entre otras cosas por intermedio de este punto de coincidencia entre el autor y el actor de la obra aceptado por Littell, una identificación del lector con el protagonista, o, al menos, una empatía con él, o, no menos turbador, un goce voyeurista. La durísima crítica de Philippe Lançon en Libération (10 de noviembre de 2006) apunta decididamente en esta última dirección, al intentar comprender el éxito comercial de la novela: «¿Cuáles son los lugares comunes del vulgo halagados por este libro? ¿En qué medida esta plebe carece de cultura sobre el tema tratado? ¿Qué apetito popular es saciado con la historia de ese SS que chapotea en un barro de cadáveres? […] El pueblo tiene hambre. Por 25 euros, le dan entrada libre al buffet del horror. Como en el Club Mediteránée, se puede consumir sin límite. A partir de ahora, comprender es comer». Sin necesidad de compartir un juicio tan severo, lo menos que cabe decir es que al lector le ha de costar necesariamente sustraerse a una identificación a la que ha sido invitado desde las primeras páginas, en el prólogo-tocata al que nos hemos referido, llamamiento artero, pues con ese «¡Venga, os digo que soy como vosotros!» el protagonista saca ventaja de ese sentimiento de culpa que todo sujeto honesto tiene al sentirse en ocasiones —y esta es claramente una de ellas— mejor que los demás. Sin contar que juega en esa misma dirección el efecto de identificación que posee todo relato en primera persona, sobre todo cuando a lo largo de la obra no hay otras voces —ni siquiera la del autor— que vengan a cuestionar lo que el personaje dice o hace y las justificaciones que se da para ello. Como denuncia Peter Schötler en un texto titulado «Tom Ripley au pays de la Shoah» (Le Monde, 14 de octubre de 2006):

Coger 900 páginas para describir los más horribles crímenes de la historia de la humanidad y hacernos visitar, con diversos pretextos, la mayor parte de los lugares en los que «eso sucedió» es un auténtico desafío. Pero dialogar en ese marco, del modo más natural del mundo, con los criminales, darles sus nombres reales y describir su vida cotidiana —y no la de las víctimas— es ir aún más lejos. Porque el lector se siente así forzado a meterse en la piel de los asesinos, a ver el mundo con los ojos de un ss, a acompañarlo, día tras día, a hacer su «trabajo» y, para acabar, a apiadarse de él, tratando de huir de toda responsabilidad.

Vargas Llosa, en el artículo citado (que, por cierto, encabeza con una errónea traducción del título de la novela, Los benévolos), plantea otra perspectiva crítica, al lamentar que el autor sea incapaz de ofrecer salida alguna al horror, de proponer al menos un personaje no despreciable y, que, al contrario, tras hundirnos en lo más abyecto de la condición humana, nos deje abandonados sin el menor atisbo de esperanza. ¿Pero por qué habría de buscar un escape al lector, por qué habría de ofrecerle una alternativa posible, un autor que parece pensar que todo está jugado de antemano, que, si convenimos en que el título ha de guardar alguna de las claves de la obra, considera que el destino manda? En efecto, Les Bienveillantes parece hacer referencia a la obra de Esquilo Las Euménides, la tercera parte de La Orestiada, que pone en escena a esos personajes mitológicos que proceden de la transformación de las Erínias, diosas vengadoras que perseguían a los hombres culpables de parricidio o matricidio, los peores de los crímenes. Recordará el lector que, según el mito, Orestes era perseguido por las Erínias por haber matado a su madre, Clitemnestra, para vengar la muerte de su padre, Agamenón, pero acude en su defensa la diosa Atenea convirtiendo a sus perseguidoras en Euménides, es decir en Benévolas. La primera consecuencia de la luz que este despliegue del título arroja sobre la novela de Jonathan Littell es permitirnos comprender que Max Aue es presentado como un superviviente gracias a la protección de los dioses, es decir del destino. La segunda, más preocupante, es que este recurso al mito, exonera a nuestro protagonista no solo de culpa sino también de responsabilidad porque desde la perspectiva del mito el hombre no puede escapar a su destino. En fin, la tercera, aún más grave, es que, como subraya Dominique Viart en la entrevista mencionada, «el mito deshistoriza la Historia, la descontextualiza, la hace intemporal. Impide que se pueda reflexionar en los elementos sociales, económicos, políticos, culturales, intelectuales, individuales y colectivos que hicieron posible el horror», esto es, expresándolo en términos que he utilizado precedentemente, da la espalda a la complejidad.

El eco de la aparición en Francia, hace algo más de un año, de Les Bienveillantes ha sido ensordecedor y ha resonado en todo el mundo. En los distintos países se aguarda la publicación de su traducción a las respectivas lenguas con la expectación propia de un gran acontecimiento cultural. En el hexágono ultrapirenaico, las reacciones críticas han sido encontradas, desde el aplauso fervoroso a la desaprobación radical. La lectura que en su momento hice del libro me había hecho abrazar esta segunda opción que es la que he tratado de justificar en las páginas que preceden. Pero no puedo dejar de admirar el esfuerzo titánico que ha debido hacer su autor para reunir la ingente información de la que hace gala, la rica paleta de conocimientos que exhibe y, a pesar de todo, su indudable dominio del francés. Ahora bien, en vísperas de su aparición en español, he querido poner una sordina a las trompetas mediáticas que en breve sonarán. Quizás esta modesta colaboración sirva para equilibrar un poco las cosas y para ofrecer al lector elementos que le permitan responder por sí mismo a esta pregunta: ¿está ante una de las grandes obras de los últimos tiempos o ante un exitoso ejercicio de marketing cuyos ruidosos efectos no tardarán en apagarse?■


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