Autor: 3 noviembre 2007

Fernando Sánchez Alonso

A Giovanna, secretamente

Todavía no has visto la carta. Todavía te faltan tres horas para darte de bruces con la locura y el horror, como consignarás más tarde, sin exagerar un punto, en tu grabadora Sony. Ahora solo cabe esperar, pero cuando el plazo se cumpla, cuando inicies el gesto de introducir la llave en la cerradura y entres en casa, empezará todo. Primeramente, dejarás la mochila en el pasillo y casi a tientas avanzarás hasta el salón oyendo bajo tus pasos el refunfuño estropeado de la vieja tarima flotante que nunca nos decidimos a cambiar, ¿te acuerdas? (Pero ya no nos quedará tiempo, amor, ya no nos quedará tiempo para eso ni para nada.) Luego te detendrás en el umbral del salón y apretarás el interruptor que enciende los halógenos del techo. Está a punto de comenzar tu noche oscura.

Pero hay demasiada luz. Te hace daño la luz, sí, y bajo los cristales de las gafas te frotas durante unos segundos los ojos y los oprimes suavemente tanto para defenderte de esa claridad que aturde como para aliviar la fatiga que te enerva. Has tenido mucho trabajo en Madrid. Además, el viaje y las horas de espera en el aeropuerto han terminado de postrarte. De modo que te acercas al rincón donde se yergue la lámpara de pie color caoba, gradúas la intensidad de la luz hasta conferirle a la estancia una cálida tonalidad de melocotón maduro y apagas los halógenos. Por encima del revistero asoma el soporte con el teléfono. Lo miras. Te felicitas por acertar a contener, de momento, las ganas de llamar a Anna Zinato. En la mesa de cristal que separa el sofá del televisor hay un ejemplar de la editorial Mursia del Secretum de Petrarca abierto boca abajo, un paquete de cigarrillos y el retrato, enmarcado en plata, que me hiciste dos meses después de conocernos.

Acabas de ducharte y te has sentado en el borde del sofá mirando el libro y eligiendo mientras tanto recuerdos amables de tu estancia en Madrid para ofrecérmelos en cuanto yo asome por la puerta, pero acaso ya intuyes que eso no sucederá, que la casa está vacía para siempre. Van creciendo poco a poco, gota a gota, los minutos en el reloj y el charquito de agua entre los dedos de tus pies. Me quedo abstraída mirándolo, hundida en una calma triste de siglos, profunda y vacía, y no advierto que te has levantado.

Has cogido el retrato y lo contemplas con interés. «¿Qué te pasa, Giovanna? ¿Dónde te has metido esta vez?», preguntas a nadie apocando la voz hasta encogerla en un murmullo donde se confunden temor y rabia, esperanza y ruina, porque vas comprendiendo, ya no tan oscuramente, Alfonso, ya no tan oscuramente, que esta vez va a ser distinto, que algo irremediable está a punto de ocurrir o que ya ha ocurrido, que no habrá palabras nuevas amparándote en el cielo.

De manera que para retrasar tu propensión a ver desgracias en todo (esta vez no te equivocarás, sin embargo), colocas la fotografía sobre las franjas que no ha cubierto el polvo, y hojeas unas páginas del Secretum considerando las ventajas de la quietud, de no pensar en nada, de permitir que las manecillas sigan y sigan moviéndose dentro de la esfera del reloj y basten para traerme de vuelta a casa. Pero la paciencia no te llega para terminar el párrafo sobre la acedía en que te has detenido (¿significará algo?) y del que no has entendido nada porque te resulta imposible concentrarte. Sei in preda di una tremenda malattia dello spirito, che i moderni chiamano accidia e gli antichi aegritudo, has leído. Y vas a la cocina y regresas con una lata de cerveza y tiras de la anilla e inclinas el vaso mientras el líquido cae al fondo formando remolinos de burbujas que suben a la superficie como recuerdos y te hacen evocar aquella lejana botella de champán.

Al cabo de unos minutos, incapaz ya de cegar el nerviosismo, notando en el paladar el sabor tibio y enfermo de cerveza, apuras el vaso y sujetas el teléfono a la vez que marcas un número y enseguida, pronto, pronto, te contesta una voz de mujer.

—Hola, Anna.

—Me alegra oírte, Alfonso. ¿Cuándo has llegado?

—Hace un rato. La verdad es que tenía ganas de volver.

—Bueno, ¿qué tal por Madrid?

—Más de lo mismo. Oye, Anna, perdona que te llame a estas horas. Es por Giovanna. Te burlarás de mí, pero tengo una sensación muy rara. Creo que se ha ido, no que ha salido a dar un paseo o algo así, no, lo que quiero decir es que creo que se ha ido de Pisa.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Una corazonada, un presentimiento. La verdad es que estoy preocupado. ¿Pensarás que estoy loco si te digo que hay algo…?

—¿Algo?

—Sí, algo, no sé, algo… No sé explicártelo mejor, así que prefiero dejarlo.

—Tranquilízate, Alfonso, y no te preocupes. Solo estás cansado. Distráete, ponte una película, música, cualquier cosa. Además, Giovanna ya es mayorcita y sabe cuidarse. No tardará en llegar.

—¿No se habrá ido esta vez a Lucca sin avisar, a casa de sus padres? No me hace ninguna gracia llamarles, ya sabes por qué.

—Tranquilo, lo sé. Pero no está allí.

—¿Y cómo lo sabes?

—Me llamaron unos días después que tú para darme la enhorabuena por la plaza, y su madre, que te cuenta todo, no me dijo que Giovanna estuviera allí.

—Gracias, Anna, llamaré a Isola Verde.

—¿Isola Verde?

—Sí, ese bloque de apartamentos a las afueras, en Via Bargagna, cerca del cementerio. Giovanna alquiló uno la otra vez que se marchó y estuvo sin salir una semana. No comía. Tenía las persianas echadas. El personal y los huéspedes solo la oían llorar. Llorar a todas horas. ¿No te acuerdas ya de lo que le hizo a la camarera cuando aquella mañana subió a arreglar la habitación y abrió sin permiso? ¿Y tú quieres que no me preocupe?

—Te entiendo, pero déjala, volverá. Estoy segura. A veces le apetece estar sola. Lo necesita.

—De acuerdo, pero podría decir al menos dónde está, ¿no? Es lo mínimo. Además, imagínate que no se ha llevado las pastillas o, peor aún, que las tira al váter como le dio por hacer últimamente.

—No pienses eso, Alfonso. Ha cambiado.

Mentiste. Desgraciadamente, nunca entendiste que tuviera que estar sola ni que te obligase a prometer que no me llamarías mientras estuvieses en Madrid, que necesitase la paz y el silencio, sobre todo después de que comenzaran a menudear las pesadillas y aquella voz pidiéndome socorro. Nunca te lo expliqué al detalle, pero todo empezó a los pocos días de regresar a Pisa tras contemplar, en la National Galery de Londres, el Matrimonio Arnolfini. Luego, cuando ya no pude disimular más, tú sólo me llevabas a psiquiatras; siempre descubrías uno mejor, primero en Arezzo, después en Florencia, más tarde en Roma. Pastillas y los mismos cuestionarios. Solo pastillas que me atontaban, que me enturbiaban de negrura y lodo la cabeza, que me impedían reír, pastillas, y disfrutar de la vida, concentrarme en mi trabajo de investigación que tú examinabas no solo fingiendo un cortés interés, pastillas, sino forzándote a convertir tu tedio en bobas y convencionales expresiones de ánimo que yo odiaba, pastillas, como te odié aquella vez, mientras celebrábamos tu trigésimo quinto cumpleaños, en que escondí las lágrimas detrás de las manos y tú trataste de despejar mi cara a la fuerza. Pastillas. Te rechacé con una energía que jamás se te habría ocurrido atribuir a mi cuerpo quebradizo, a ese mismo cuerpo que cruzó el umbral a toda prisa, corriendo casi, pastillas y más pastillas, mientras lo seguías con la mirada estupefacta desde el borde del sofá, aún desnudo y con una copa de champán en la mano.

Pastillas.

Por eso, porque lo único que te preocupa son las pastillas, aún no has visto la carta. Pero no tardarás en reparar en ella. Te has levantado a dejar el bote de cerveza y el vaso en la mesa de cristal, y al disponerte a encender el televisor, siguiendo el consejo de Anna, distráete, encuentras el sobre. En el anverso figura tu nombre y en el reverso, y esto es lo que más te extraña, hay un lacre rojo. Lo separas y empiezas a extraer despacito el papel, rugoso y grueso. Notas húmedas las palmas de las manos, como cuando dos horas antes el avión giró bruscamente y dejaste de mirar el río Arno, una mancha más oscura entre el hervor de luces de la ciudad, y ya solo te quedaron fuerzas para sobreponerte a la inquietud emprendiendo un monólogo absurdo sobre heráldica provenzal que no te reportaría ningún beneficio, ni por la ocasión ni por tus saberes, inoportuna aquella y estos pobres, pero que sin embargo intuías suficiente para hacerte olvidar el vértigo que te oprimía el estómago y que dudaste entre asignar al sándwich que te había ofrecido tiempo atrás la azafata, cuya voz explicaba en ese instante que aterrizaríais en diez minutos en el aeropuerto Galileo Galilei, mantenete la cintura allacciata, o adjudicar esa náusea a la impaciencia de saberte cada vez más próximo a la ciudad a la que una noche, cuando aceptes y comprendas, juzgarás extraña como la carta que ahora terminas de deslizar fuera del sobre y que te cambiará la vida.

Pisa, ya te previne cuando porfiaste en venir a vivir conmigo aquí y cerrar tu ático madrileño (solo habitado una semana o dos cada trimestre, cuando la empresa te envía a esas reuniones de las que tanto te quejas), Pisa, te precaví, es destemplada y gris, y alienta por doquier una vocación de muerte que exteriorizan tanto las numerosas iglesias y estatuas como las sombras de humedad de los edificios, muy altos y distanciados entre sí por unos pocos metros, los suficientes al menos para permitir el paso de las bicicletas en los callejones en los que el aire rastrea un olor empedernido a basura y a orines medievales. No sé si te gustará la ciudad, te dije, aquí los muertos solo viven para enterrar a sus muertos. Pero tú optaste por responderme que exageraba, sospechando tal vez una broma debajo de mis palabras, y uniste a tu incredulidad una carcajada que no te imaginas cómo me dolió cuando agregué muy seria, mirándote a los ojos, que tú estabas viviendo, hablando, fornicando con una muerta. Pero como habrás de averiguar muy pronto, los días y las noches en que has estado en Madrid se han ido acumulando para enseñarte que no te mentí.

Sin embargo, aún no has llegado a casa, aún estás relativamente a salvo en el taxi que tomaste a la salida del aeropuerto. Te defiende tanto la ignorancia del porvenir como el que nombres para tus adentros palabras que se vinculan a ciertas excursiones por la campiña toscana, a crepúsculos vistos desde lo alto de la torre inclinada, a esas risas con que agradecíamos los milagros del mundo. Guiado por esa felicidad, hundes la yema del pulgar en los botones del teléfono móvil, y, después de una espera que se te antoja interminable, carraspeas contrariando nuestro pacto de que no habría llamadas mientras estuvieras fuera y deje su mensaje después de oír la señal. Soy yo, Giovanna, acabo de llegar, estoy en un taxi, te echo de menos. Cuelgas y enseguida te sobrecoge la idea de que algo va mal. No estás equivocado. Y cuánto lamento haberte arruinado el humor y el que hagas el trayecto en silencio, sin aceptar ninguno de los temas que el conductor —el tráfico, la subida de los carburantes— propone con un entusiasmo que se arrepiente enseguida, hasta que en el Škoda solo queda el recurso de encender la radio para distraerse. Sabes que no puedes fumar allí, pero así y todo te aventuras a pedirle permiso al taxista. Insólitamente, te lo concede. También es fumador, explica, y la única ley que rige en su coche es él mismo. Faltaría más.

Sonríes.

Y mientras en la radio suena otra canción en inglés y va alargándose entre tus dedos la ceniza del cigarrillo, te afanas en buscar posibles razones que te sirvan para explicar mi ausencia de casa, como podría ser la de estar con mi amiga Anna Zinato, especialista en arte y pintura flamencas, la directora de mi tesis doctoral. Pero esa tampoco te convence. Es demasiado tarde. Chasqueas la lengua y sacudes la cabeza repitiendo la misma tristeza y preocupación que tan bien te conozco.

—¿Viene a quedarse mucho tiempo? —pregunta el taxista, los ojos sostenidos a duras penas por el borde del espejo retrovisor.

—Vivo aquí.

Y miras la mochila acomodada entre las piernas y te entregas a perfeccionar la alegría de imaginar la cara de sorpresa y gratitud que pondré mientras desato el lazo de la cinta roja que protege el regalo que me has traído; separaré la tapa y extenderé por encima de mi cuerpo un jersey de cachemir. Sin embargo, no voy a poder infundirle a la voz el murmullo apetecible para darte las gracias al oído al tiempo que preparo los labios para un beso, porque nada de esto sucederá, Alfonso, como descubrirás cuando leas la carta, cuando te asombres y comprendas.

Oprimes el cigarrillo contra el fondo sucio y canoso del cenicero de la puerta del coche, tanteas los bolsillos, golpeas varias veces un extremo del paquete hasta que se levanta otro filtro de ms. Le ofreces uno al taxista (no logras prescindir de ese hábito español de invitar a tabaco cuando te dispones a fumar), pero él alza dos dedos en un gesto de rechazo y vuelve a doblarlos en torno al volante. Lo tiré un momento antes de cogerle a usted, gracias. Te remejes en el asiento y decides curiosear por la ventanilla. Sobre tu cara se suceden relámpagos de luces y sombras, el brillo de los rótulos luminosos de los negozii cuyas letras forman nombres y anagramas que manchan de azul, de amarillo, de púrpura las aceras. Apoyada la espalda en la puerta de una heladería, una muchacha de ojos grandes y oscuros, vestida con una cazadora vaquera bajo la que se estira un vestido ajustado y gris, cruza su mirada con la tuya mientras abandona un lametazo travieso en el helado rosa.

Al verla te acuerdas de aquella noche en que estábamos en el sofá del salón de casa celebrando tu trigésimo quinto cumpleaños, tomando la tercera botella de champán. Ya habíamos bebido lo suficiente para hablar con descuido y sabiduría, agotando las risas y empezando a construir el paraíso de locura que habíamos estado proyectando y en el que, al menos durante aquella noche, viviríamos para siempre. Murmuras algo y me río. Apuro la copa, la dejo en la mesita baja y luego, infundiéndole a la voz un tono de gata mimosa, te pido que hagas lo que quieras con mi cuerpo, y alargo la frase en un gemido con el que me anticipo a la noche que intuyes que no ibas a olvidar jamás. (Esta vez también acertarás, Alfonso.) Deslizas sobre mis hombros un brazo, me atraes hacia ti y mueves dentro de mi oreja unas palabras sucias que me hacen respirar ávidamente. Sacudo la cabeza y el pelo me cubre la mirada al tiempo que me aflojo el último botón de la blusa y mis pechos redondos y blancos, los pezones duros, quedan libres. Te echas encima de mí y yo te rodeo y aprieto la parte baja de la espalda con las piernas. En el salón sólo están mis gritos y tus jadeos. No sé dónde termina mi sudor y empieza el tuyo. Al cabo de unos minutos te aquietas sobre mí, resoplando. Aún estoy mareada, sintiendo un sordo y grato hormigueo por todo el cuerpo, pero aun así alcanzo a desprenderme de ti, a retirarme el mechón pelirrojo que me ensombrece los ojos y a agradecerte con un hilo de voz: «Te quiero, Alfonso». Pero luego dijiste algo que no deseo recordar y te odié y salí corriendo y la voz, aquella voz de siempre me pedía socorro y ni tú ni los médicos podíais entenderlo. Después, cuando salí del baño y me apoyé en el marco de la puerta del salón, advertiste que había llorado, y eso contuvo tus ansias de preguntar. Con una sonrisa, te invitaba al olvido; con caricias y susurros al oído, te imponía silencio. «Deja que los muertos entierren a sus muertos», murmuraba. «El pasado debe cumplir solo con el pasado». Tú ibas a protestar, pero te lo prohibió una frase y te quiero, Alfonso, nunca lo olvides, ocurra lo que ocurra. ¿Qué quieres decir? No te contesté. Solo apreté mi cuerpo contra el tuyo, y tú pensaste que aquella forma de abrazarte era la de alguien que tenía miedo o la de alguien que fuera a despedirse para siempre. Lo último que pronuncié —las pastillas ya empezaban a hacer efecto— fue un verso al que puso música Duparc: «En la calma tierna de tus brazos».

En la calma tierna de tus brazos, te repite la memoria. En la calma tierna de tus brazos. Sigues pensando en mí y en aquella noche cuando de pronto rompe a llover.

—Llevamos así toda la semana, protesta el taxista. Ya cansa tanta lluvia.

El automóvil sigue avanzando, tuerce a la izquierda, enfila una calle, vuelve a girar. Y mientras las varillas del limpiaparabrisas retiran la lluvia y te permiten distinguir detrás de las gotas el trajín borroso de las luces rojas y blancas de los coches, vas sintiendo una desazón, un principio de vértigo, un extraño deseo de defenderte de algo que prospera incontenible dentro de ti hasta obligarte a dirigir la voz hacia el taxista y ordenarle que pare. ¿De qué tienes miedo? ¿Tal vez adivinas lo que te aguarda? Siempre he elogiado tu intuición, pero no creo que hayas averiguado nada, tal vez lo que tú consideras inquietud o angustia sólo sea el despecho renovado de saber que no estoy —otra vez— esperándote en casa. De todos modos encajas un billete entre los dedos del conductor y, mientras él hurga en el rumor de una caja metálica para darte la vuelta, balbuceas un quédese con el cambio, recoges la mochila, abres la puerta y sales a la noche.

Querías estar solo. Y, sin embargo, ya no experimentas la necesidad de descubrir si el desasosiego en que sabes que te hundes para siempre se agotará en cuanto dejes de mirar entre la llovizna la sucesión de fachadas ocres que ves desde el Ponte della Citadella, donde te has acodado, o si por el contrario este sentimiento es un aviso de la tristeza arrasadora que habrá de devolverte a Pisa cuando todo haya terminado y te la evoque algún rincón del Madrid antiguo o la lluvia que meses más tarde, después de haber comprendido y aceptado, brillará dentro de la claridad anaranjada de las farolas tras la ventana de la habitación donde confiarás esta historia a la Sony y en la que reconocerás la misma lluvia que ahora arrecia de nuevo y te obliga a subirte las solapas del abrigo, a alejarte del Ponte della Citadella y a caminar deprisa por el Lungarno Simonelli mirándote la punta de las botas sobre el pavimento húmedo, haciendo sonar las llaves de casa en el bolsillo y pensando en mí tras la llamada telefónica de hace media hora, dócil a la emoción de saber que mi imagen siempre va contigo, sin que deba traértela la memoria, tan inseparable de ti como de Pisa la torre inclinada.

O como tú de mí hasta que tuve que escribirte la carta que acabas de leer y abandonar para ir al baño. Te refrescas una y otra vez la cara, y al mirarte al espejo notas que algo, pese a su familiaridad, te asusta. Has visto en el espejo el reflejo de la reproducción que colgué en la pared opuesta del Matrimonio Arnolfini: dos figuras de espaldas a ti, cogidas de la mano, recortadas sobre un fondo rojo, como el lacre de la carta. Él, un sombrero deplato anchísimo; en el cuerpo, una especie de pellizade color pardo que le cubre casi las piernas; ella, un vestido de paño verde y en la cabeza una cofia blanca, rígida, posiblemente almidonada, de la que escapan algunos mechones pelirrojos.

Aturdido, confuso, agachas la cabeza hasta el grifo y bebes agua de las manos. Sientes un calor oscuro en el estómago y te esfuerzas en juzgar todo aquello producto de la falta de sueño, del cansancio, de la tensión acumulada por mi ausencia. Pero no puedes creer en tus propias mentiras y recuerdas el final de la carta: «He tenido que marcharme a Brujas, Alfonso. Quiero que sepas que ha sido agradable, muy agradable, vivir contigo, vivir en tu siglo. Ahora debo ser quien soy».

En el salón relees de nuevo el mensaje y las ideas se te embarullan aún más. Ahora debo ser quien soy. En la tierna calma de tus brazos. Que los muertos entierren a sus muertos. La carta con el lacre rojo. El Matrimonio Arnolfini en el espejo. Ha sido muy agradable vivir en tu siglo. Y entonces recordarás los últimos días que pasé a tu lado, acechada por oscuras premoniciones durante el día y por pesadillas espantosas durante la noche. Por fin, consentí en revelarte parte de ellas: un puerto antiguo, comerciantes de paños, la compañía financiera de Peruzzi, la voz de una mujer suplicándome socorro, esa mujer me necesita desde el otro lado del tiempo, Alfonso —Dios mío, abrázame fuerte, Alfonso, abrázame, y ese mercader italiano, un matrimonio de conveniencia, lo vi, lo vi en la National Galery, es atroz, y tengo que hacer algo, me llama, ella también es de Lucca, como yo, un pintor flamenco los retratará en una habitación sobre fondo rojo, tengo que ir pero no me dejes, no permitas que vaya, abrázame, Alfonso, las melodías de Duparc, bebe un poco de agua, te limpiaré el sudor, descansa, Giovanna, ella me llama, me llama, y en la tierna calma de tus brazos.

Te sientas en el sofá donde hicimos el amor por última vez y donde ahora está mi carta, que yo, Giovanna Cenami, he escrito pensando en ti, Alfonso, solo en ti.

Temblándote las manos, vuelves a leer de nuevo el papel en que, con pluma de ave, que ya voy aprendiendo a manejar, te informo de que me he visto obligada a casarme con Giovanni Arnolfini, al que desprecio, pese a que Jan van Eyck nos retratase hace unos días como prototipo del matrimonio perfecto. Me apresuro a decirte, ya no habrá más pastillas porque no estoy loca, no lo estoy, me apresuro a decirte, antes de que los recuerdos se diluyan (lo que sé que va ocurrir, lo que está ocurriendo ya), que estoy embarazada, como advertirás en el retrato del pintor flamenco, y que, para mí, el niño se llamará Alfonso, como tú, como su padre.■


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