Autor: 7 septiembre 2007

Bruno Mesa

Si no te conociera diría que eres una buena persona.

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Si tú, lector, te consideras un intelectual, un persona muy seria, un hombre de orden, un representante de la masa encefálica de tu comunidad, por favor, perdóname por todos lo elogios que nunca podré dedicarte.

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A nadie le gusta reírse de los poetas. Yo, en consideración a su esfuerzo, me limito a reírme de su obra.

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Después de un siglo de fabulosos avances en los campos del arte y la música creo que es el momento de tomarse un descanso. Como los artistas y compositores no querían comunicarse, porque como sabe todo el mundo la comunicación es una cosa chabacana, decimonónica y además es imposible, nadie les ha entendido. Como los artistas y compositores eran elitistas y sus obras se dirigían a la masa encefálica de unos pocos, la plebe ha desertado de sus exposiciones y de los conciertos donde se interpretan sus obras. Su público es refinado, mínimo y propenso a quedarse dormido. Los grandes genios del arte están exentos de tener que pintar o esculpir, basta con renunciar a unos zapatos viejos o con pegar algunas latas de cerveza. Del resto ya se encarga la crítica y los galeristas. En cuanto a los compositores de música culta de vanguardia, viven en un sin vivir por causa de los pocos encargos y las mínimas subvenciones; a pesar de tanta escasez y sufrimiento, ellos siguen aporreando pianos, maltratando timbales y apaleando cacharros con intenciones ontológicas y subversivas. Repito, creo que lo mejor es tomarse un descanso. Parafraseando a un crítico modernísimo, las fórmulas de renovación se están agotando. Propongo que los artistas, pero solo me refiero a los auténticos genios, no hagan nada: ni pintar, ni exponer zapatos, ni pegar desperdicios con intenciones espirituales; en un último acto de genialidad deben renunciar a toda acción, dormitar en cómodos palacetes y esperar a que lleguen los cheques por correo certificado. En cuanto a los compositores de vanguardia, propongo que sigan definitivamente el camino del silencio y renuncien a todo ejercicio sonoro. Los hombres presentes y futuros recordarán esos gestos con amor y misericordia.

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Me encantan todas esas palabras que señalan el discernimiento, la inteligencia o la cabeza: el caletre, las entendederas, la mollera, el quinqué, el casco, la chola, el cacumen, el ingenio, el tiesto, la sesera… Hay algo en todas esas palabras que nos disminuye y fatiga.

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El periodismo está hecho en buena parte de rumores, mientras que la historia esta levantada sobre rumores y opiniones muy documentadas sobre rumores. La única diferencia es que pasadas las décadas y los siglos a esos rumores que predica la historia se les llama hechos demostrados.

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Me encantan las banderas, sobre todo cuando arden, justo en ese momento en que descubrimos que están ­hechas de humo.

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Se me acercan de dos en dos, se presentan con falsa ­humildad y con urgencia de novato practican el elogio. Les dejo hacer, porque se están iniciando en las artes de la mentira y la adulación. Son discípulos sin maestro, y eso les disgusta, quieren pertenecer a algo, defender una estética, formar parte de algún grupo poético, pelotón de fusilamiento crítico o parroquia filosófica. Nadie les acoge, pero necesitan un guía espiritual y se conforman conmigo. Será que están tocando fondo. Sonrío, aunque no me hacen gracia sus mimos ensayados. Ellos insisten en la admiración, en el lametón descarado y hueco. No lo soporto más. Les pido que paren, que todo eso son idioteces. Detienen sus requiebros, se miran entre ellos estupefactos, luego me miran a mí con odio, por una vez son sinceros. Les suelto una frase que me gusta repetir: «El noventa por ciento de las opiniones que regalan los escritores a sus colegas son mentira, y el diez por ciento restante no son verdad». Los falsos discípulos se marchan, no sin antes regalarme una mirada que significa, más o menos, «de este desprecio te acordarás», «en el fondo eres un escritorzuelo» y «en lugar de un seguidor te has ganado un enemigo». En estos casos la frontera que separa el ser considerado un genio o un fracasado es finísima.

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En este país nos ha dado a todos por fomentar la lectura, nadie parece darse cuenta de lo contraproducente que puede ser esa costumbre. Ahora los padres recomiendan a sus hijos que lean y los hijos recomiendan a sus padres lo mismo; los políticos ruegan a los ciudadanos que lean y los ciudadanos ruegan a los políticos que den ejemplo leyendo; los sindicalistas exigen a los patronos que lean a Marx y los patronos exigen a los sindicalistas que lean a Milton Friedman; los escritores reclaman que haya alguien al otro lado del papel, los editores buscan lectores incluso debajo de las piedras, en nichos de mercado y en nichos en general; los bibliotecarios no paran de comprar obras maestras y de organizar saraos para fomentar la asistencia a sus templos; los periódicos con cada ejemplar regalan toda clase de cachivaches inverosímiles con tal de cazar algún lector despistado o sobornable; las madres rezan por que sus hijos salgan leídos; las autoridades educativas, siguiendo calculadas estrategias, han decidido no suspender nunca a los estudiantes que saben leer; los jueces más concienciados sentencian a varias horas de lectura a los criminales y las autoridades sanitarias advierten que leer no mata.

Al español le gusta aconsejar pero no le gusta nada que le aconsejen lo que tiene que hacer. ¡Faltaría más! Si queremos nuevos lectores en este país lo que tenemos que hacer es invertir el sistema promocional y convertirlo en un sistema coercitivo. Podemos empezar por satanizar los libros, desprestigiar a los novelistas, censurar a los pensadores, cerrar las puertas de las bibliotecas a piedra y lodo, prohibir la lectura en lugares públicos, detener por exhibicionismo a los que abran un libro delante de señoras mayores y lactantes, perseguir a conferenciantes, charlistas y congresistas en general, amordazar a los críticos, subir el precio del papel, amenazar a encuadernadores, clausurar periódicos, sobornar a libreros para que cambien de negocio, secuestrar revistas, torturar editores, y fusilar a dos o tres poetas. Si actuamos así, con decisión y sin miedo, pronto verán ustedes cómo las nuevas generaciones le cogen una afición diabólica y adictiva a eso de leer.

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—A ese no le saludes, ese novelista tiene lectores.

—¡Lectores! ¡Qué asco!

Y es que tener lectores en ciertos círculos o sectas literarias es una carga más pesada que una conciencia limpia. El escritor que tiene lectores no es un escritor, piensan ellos. El poeta que puede ser entendido por cualquiera es un ser deforme y vicioso, una prostituta del lenguaje, y su descrédito como ser humano en estos círculos es absoluto.

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—Si no le importa, señorita, y con el debido respeto, uno prefiere desear su cuerpo, porque el alma es como los dioses, todo el mundo cree en ella, la siente, la padece, pero nadie sabe muy bien qué demonios es y dónde está. El alma es algo con lo que uno puede componer versos, es una palabra hermosa y un poco hueca, pero hacer el amor con ella es complicadísimo.

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Observada a través de una persiana la realidad siempre parece una novela negra.

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El dolor nos unió en un mismo lugar y nos hizo amigos. Pasados los años, estrujado y reseco el limón de la compañía, nuestra amistad ha resultado ser un dolor en sí.

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Un flan: un niño tembloroso que sabe que va a ser fagocitado por otro niño tembloroso de felicidad.

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Un artista es alguien que no te escucha a menos que ­hables de él.

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Los amigos no entienden por qué no paro de hacer bromas, la familia se indigna cuando insisto en la ironía, los enemigos no aprecian mi sarcasmo, y cuando me despido de todos ellos siempre tengo que explicarles que soy una persona trágica, necesito el humor para sobrevivirme.

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Según Walter Marchetti y John Cage la música es una reclusa de lo sonoro y los compositores deben liberarla. Observados los resultados tras esa liberación, ya que es complicado o imposible escucharlos, sería recomendable para la música la reclusión perpetua dentro de lo estrictamente sonoro.

Si consideran que soy injusto o arbitrario les propongo que interpreten y disfruten de la inolvidable Sonata coprofágica, y de la zumbante y alada obra maestra de la música sin música titulada La mosca, que consiste en «la observación de los movimientos de una mosca sobre el cristal de una ventana desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde de un día de mayo de 1967».

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Las flores de plástico son como la sonrisa petrificada en una calavera, y además huelen igual: a nada.

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Cuando alguien dice que no le gusta que le juzguen, lo que realmente está diciendo es que no lo gusta nada que le critiquen, que su fachenda no soporta el menor contratiempo. Sin embargo el elogio es también un juicio, pero ante una opinión favorable nadie se muestra contrario.

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El escritor venenoso no puede ser innovador, eso iría en contra de su primer objetivo. La botella debe tener un aspecto racional, aceptable, inocuo. Así es como se esconde mejor el veneno.

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Me encanta cuando me hablas de amor, porque enseguida me entra sueño.

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Sentada a la puerta de su casa, los brazos cruzados sobre el pecho, esperando desde hace lustros el Juicio Final, dijo una beata señora malhumorada: «¡Lo que tarda ese hombre en llegar!»

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Un refrán sostiene: «Arrímate a los buenos y serás uno de ellos». Es un error evidente. Debemos corregir ese optimismo: «Arrímate a los buenos y descubrirás lo malo que eres». En literatura esta versión corregida tiene rango de ley.

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La poesía es una labor bien pagada, a cambio de una vida de miserias y fracasos se obtiene una maravillosa eternidad de olvido.

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Escribir es un error, una vanidad. Pero no escribir lo que uno siente que debe escribir es aún peor: es una cobardía.

Calino exhortaba a los jóvenes griegos a luchar, no a escribir; les incitaba a enfrentar al enemigo, no a contar sílabas ni a encadenar yambos. ¿Qué podemos hacer entonces los cobardes? Lo mismo que hizo Calino: suplicar que nadie escriba mientras escribimos.

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Los grandes sabios (ese vaporoso gremio de señores propensos a ser retratados con barba rabínica, largas greñas astrosas, rotundas facciones romanas, ojos de mirada inquisitiva y luminosa frente panorámica) no se ponen de acuerdo entre sí. Si entre ellos mismos se contradicen y acusan, si Orígenes fabula, si San Agustín tergiversa, si Duns Escoto es más aristotélico de lo que él quisiera, 
si Atanasio se hace el sueco, cómo van a pedirles ustedes a un poeta africano que no vaya y venga, que no sea ­humano, que no diga hoy un sí y mañana un no. Ya lo escribió Rabí Nachman de Breslau, otro del gremio de los sabios barbudos: «La victoria y la verdad no siempre pueden ir juntas. Por lo tanto, si quieres ganar, no siempre podrás tener la verdad».

Eso es lo que nos disminuye a todos, lo que nos iguala en el lodo, sabios o no, el ridículo deseo de vencer, cuando lo que deberíamos perseguir es el deseo de acariciar una verdad, incluso a riesgo de perder.

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De alguna forma yo soy real, pero eso sin duda desacredita a la realidad.

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Muy convencido y alegre estaba el político y escritor Sir John Bowring (1792-1872) cuando concluyó que «una familia feliz no es sino un paraíso anticipado». Tal vez la suya lo fuera, seamos optimistas o extravagantes, pero ¿quién no ha conocido una familia feliz que no parece otra cosa que una antesala del infierno?

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Me confiesa un amigo: «Antes de despertar esta mañana creí que estaba vivo; soñé con mi mujer, con la infinita hipoteca de mi casa, con mis dos hijos caníbales, con mi detestable contrato de trabajo, y comprendí que no, que todo era una pesadilla. ¿Qué hacer ahora? ¿Despertar y descubrir que todo eso es cierto, o no despertar nunca, sufriendo en silencio esa pesadilla? Creo que da igual, lo importante es encontrar una cuerda bonita y una viga firme».

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Nos conocimos huyendo. Ahora el único que huye soy yo.

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Paul Theroux escribió en su juventud un libro titulado V. S. Naipaul: introducción a su obra, estudio y homenaje a su maestro. Treinta años después Theroux publicó Sir Vidia`s Shadow (La sombra de Naipaul, se tituló en España), un intento de enterrar los elogios del pasado con la tierra del resentimiento.

La sombra de Naipaul es un minucioso escarnio de 463 páginas, el voluminoso ataúd donde Theroux quiere encajar a su antiguo amigo y maestro. No lo consigue, pero lo que sí provoca es exactamente lo contrario, que uno desee leer cualquier libro de Naipaul.

Pero además este libro de Theroux es un involuntario compendio de lecciones morales, muy útiles para todo escritor.

1.ª) Nunca escribas un libro para denigrar a otro escritor, porque el lector entenderá que solo alguien memorable puede merecer que un escritor dedique algunos meses de su vida a un laborioso recuento de insultos y sarcasmos. Al final lo único que entenderá el lector es que estás formulando un inconsciente y esforzado home­naje.

2.ª) Las amistades literarias son un subgénero tristísimo de la amistad, y a ellas se podría aplicar la sentencia de Groucho Marx: «Los amigos vienen y van, pero los enemigos se acumulan».

3.ª) Los escritores nos mentimos entre nosotros de una forma constante e interesada, regalamos elogios esperando que vuelvan tarde o temprano convertidos en reseñas de nuestras obras. Es bueno recordar que ese comercio tarde o temprano se acaba, y rara vez acaba bien.

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Postal de un amigo desde Venecia: «No me dejes que vuelva al infierno».

Postal desde el infierno: «Ten cuidado, el paraíso nunca dura demasiado».

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Por mucho que me enfangara nunca conseguía estar a su altura, tan refinado era.

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Postal de Boccaccio sobre su libro más famoso: «Dicen que mi libro es obsceno, perverso, que me río del clero y de la estupidez humana. Supongo que lo que quieren decir es que hice un retrato demasiado fiel a la realidad. Pequé por exactitud».

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«Quiero llevar al verso lo que está en mi mente, no lo que está en la realidad». Esto confiesa un joven escritor a una joven periodista cultural. Sin duda se trata de un deseo noble, de un auténtico proyecto estético. El único problema es que sus versos son tan contrahechos y aparatosos que el lector tiene dudas de si es conveniente trasladar al verso ese tumultuoso sainete mental.

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No sé lo que significa para los demás el hecho de leer, de abstraerse de la realidad para entender mejor la realidad. No creo que el acto posea ningún sentido trascendente. Leer no te hace mejor ni más inteligente, hay grandes lectores que son también grandes idiotas. Pero no lo son gracias a los libros, sino a pesar de ellos.

Leer no sirve para nada, excepto para ser feliz.

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Usted llegará lejos, caballero, pero no será a mi lado.

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Prospecto

Escribir. 100 mg. Comprimidos recubiertos con película.

composición

Cerebro de dimensión razonable, extremidades superiores semejantes a las de cualquier homínido, ordenador o en su defecto papel y tinta.

actividad

Escribir reordena las ideas brumosas, incluso llega a borrarlas, posee acción anestésica sobre síndromes histéricos y fanáticos, y acción antiespasmódica en cuadros de misticismo latente y profetas de cervecería.

indicaciones

Medicina general: vómitos y espasmos del diálogo. Trastornos generales del razonamiento. Trastornos de evacuación de ideas. Ausencia de léxico en sangre. Ataraxia común.

Cirugía digestiva: restablecimiento del tránsito de la inteligencia.

contraindicaciones

Ante la aparición de locura transitoria, ataques de vanidad aguda, pedantería, secreción de retruécanos, pretenciosidad, acumulación de vaguedades, erudición incontrolada, prosa somnífera y citas de Lacan, suspenda el tratamiento y mantenga una estricta vigilancia del paciente.

advertencias

Esta especialidad contiene ideas. Se han descrito casos de intolerancia en niños, adolescentes y adultos. En el caso de que se aprecien diarreas o espasmos verbales consulte a su médico.

posología

Niños: no más de una página al día. Adultos: de una a tres páginas como máximo.

Grafomaniacos: sin restricciones. Peligro de grafoespasmo.

sobredosis

La toxicidad general es muy alta. En caso de sobredosis o ingestión accidental no envíe los resultados a ninguna revista o editorial.

caducidad

Siempre es un buen momento para dejar de escribir.

Manténgase fuera del alcance de los niños que leen


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