Autor: 8 septiembre 2007

Julio José Ordovás

Sentado en la terraza del Zurich, en una esquina de la barcelonesa plaza de Catalunya, Joan de Sagarra es inconfundible. Encima de la mesa tiene la prensa (el Corriere, La Vanguardia y Le Monde), un vaso de whisky y un cenicero en el que ha dejado el puro al tenderme la mano cuando me he presentado. Propone que vayamos al Ateneo. Estupendo. Apura de un trago el whisky, coge el puro y el bastón y me invita a seguirle. Bajamos por la Rambla, atestada de guiris y de paseantes ociosos (es domingo). Mientras caminamos, me va explicando el paisaje urbano y el humano (no recuerdo cómo me ha dicho que se llamaba el freak vestido de futbolista que hacía cabriolas con una pelota y que por lo que me ha contado es toda una atracción local). Torcemos al llegar a la calle Canuda. Entramos en el Ateneo y atravesamos su sombría solemnidad en dirección al jardín, donde nos sentamos al sol. El camarero no tarda en llegar con una botella de Jameson y un vaso con hielo. Le pregunto si aquí se puede fumar. Sagarra me dice que afuera, en el jardín, sí se puede fumar, pero adentro no, aunque él fuma donde le da la gana.

—¿Viene de antiguo tu afición por el whisky irlandés?

—Yo cuando escribía las rumbas en el Tele/Express bebía Johnnie Walker. Luego me pasé al Rhum Saint James, que es un ron de la Martinica muy bueno con el que se emborrachaba el almirantazgo británico. Y ahora, desde ­hace un tiempo, los whiskys irlandeses. Jameson, que es el más fácil de encontrar. Y el Padyy, que es fuerte y barato, lo tomo cuando voy a ver los partidos de rugby. Me cae muy bien Irlanda, y además me he aficionado a esto.

—Muchos escritores beben y fuman literariamente.

—Hay cantidad de escritores que dicen yo fumo esto y tal… Y Conan Doyle fumaba tabaco malo de pipas gastadas y el otro si no le ponían la copa… A mí me trae sin cuidado lo que hagan los escritores. Yo lo pongo porque me gustaba cómo lo contaba Bernard Frank, este hermano mayor que se me murió, y ya lo dije: yo lo copio de este tío porque me cae muy bien y yo lo leía fielmente en distintos periódicos y al final en el Nouvel Observateur desde ­hace treinta años. Y este tío decía: he descubierto un restaurante que me gusta, mi hija me ha dicho que… Y esto al menos tiene gracia. A mí me hace gracia y a los lectores también. Muchos bares de mi barrio tienen Jameson porque saben que va el señor Sagarra. Y en estos bares un día me puedo encontrar una caja de puros que me manda un tío o unos poemas inéditos o un libro… Está muy bien. Es lo que tiene que ser.

—¿Por qué el Ateneo?

—Mi abuelo, Ferran de Sa­garra, fue presidente de esta casa. Cuando mi padre tuvo 16 años su padre lo hizo socio del Ateneo. Y a mí cuando tuve 16 años mi padre me hizo socio del Ateneo. Esto siempre lo considero mi otra casa. Vengo aquí por las Ramblas y esto es paz y tranquilidad en un palacio noble y rodeado de fantasmas y alguna tortuga simpática. Para mí el Ateneo es ideal. Aquí, en el jardín romántico, están los fantasmas de verdad. Aquí está Dalí y aquí, donde estás sentado tú, está García Lorca. Y aquí está Unamuno y aquí está Baroja. Todos venían aquí. El jardín, míralo, es igual, no ha cambiado.

—Pero tú eres muy de tu barrio.

—Normalmente, sí, vivo en mi barrio, que es el Exaimple. En la parte de la derecha iba desde la Diagonal, esquina la calle Lauria, hasta un poquito más allá de la Sagrada Familia, hasta la fábrica ­Damm. En este recorrido, que es relativamente corto, hay unos cambios muy sustanciales. Están las señoras que van los domingos a misa, al lado del Bauma, que se quedan a comer y se saludan entre ellas. Luego cuando vas un poquito más allá de la Sagrada Familia y llegas a la calle Gerona te encuentras un bar que se llama Morrisson, y luego te vas para allá y ya te encuentras el Ullé que es otro mundo con la gente típica del barrio, cuando todavía estaba el cine que luego se ha destruido. Y la Sagrada Familia que ya es como si estuvieras en Toledo: la espada, las camisetas con el toro, todas las españoladas… Pero allí hay un sitio que se llama Michael Collins que es un sitio muy respetable al que yo voy a ver los partidos de rugby. Ahí fue donde mi amigo Juan Marsé, que vivió allí una temporada, se inventó el cuento del vampiro de la Sagrada Familia. Y más allá, como ya te he dicho, hay un monumento que para mí es mucho más importante que la Sagrada Familia, que es la fábrica de la Damm.

—Tu barrio está lleno de fantasmas.

—Yo no entiendo una ciudad sin fantasmas. Todavía oigo de noche los bombardeos que caían en la guerra civil sobre Elizalde, la fábrica de material de guerra.

—Y fuera de Barcelona, ¿tienes tus barrios?

—Siempre sigo la misma teoría del barrio. Yo en Roma vivo al lado del Panteón. Y en París tengo dos barrios. He vivido en muchos sitios. Ahora estoy en Montparnasse, y cuando bajo a Saint Germain, que son quince minutos a pie, estoy en el Select, que es una buena terraza en la que hay un gato que se llama Mizi, mucho mayor que el mío, Mauricio.

—Los veranos, ¿los pasas también en tu barrio?

—No, en agosto voy al Pirineo, a Espot, a un hotel donde he puesto la biblioteca de mi padre y otros muchos libros. A mí me encantan las bibliotecas de hoteles. Esto lo he visto mucho en Inglaterra, en Italia. La gente deja un libro, otro lo coge… Ahí he puesto todo Simenon, libros franceses y alemanes. Le pedí a Marsé que me diera sus novelas en húngaro, y luego Vila-Matas me las ha dado en ruso, y mi hijo que está en Budapest me ha traído toda Agatha Christie en húngaro y está todo ahí.

—¿Siempre has escrito en español?

—Sí, siempre. También escribo en catalán cuando toca, a mí me es igual, aunque la lengua que yo mejor domino es el francés.

—Tú naciste en París.

—Sí, nací en París pero volví aquí.

—Y eres un completo afrancesado.

—No, no soy afrancesado. Yo quería, yo podía ser francés, entonces tenía que hacer el servicio militar en Francia y me tocaba luchar en la guerra de Argelia y eso no me hizo ninguna gracia. Y cuando se murió mi padre en el 61 me fui a París, me matriculé en La Sorbona, me doctoré en el Instituto de Estudios Teatrales y cuando llegué aquí como crítico teatral era el tío que sabía más de todo. Los franceses me adoraban, los italianos también, mis amigos eran Strehler, Bergman, gente de este tipo. Y lo que yo quería era quedarme en Francia y ya no volver aquí, y a la larga casarme con una francesa. En fin, hacerme francés. No con la ilusión del niño que a los 9 años se va a París en el año 47 y vive en la Rue du Bac y se va al Café de Flore y le dan una naranjada y tiene a su lado a Sartre, a Giacometti, a Prevert… Y el niño va al cine con su madre y ve Roma, città aperta y luego vuelve a Barcelona y su padre lo mete en un colegio de los jesuitas. No, yo cuando era pequeño iba a los Inválidos y veía la tumba de Napoleón y lloraba. Cuando se acababa la Marsellesa, mi madre me decía: ahora has de decir vive la France éternelle. Y yo lo decía encantado de la vida. Y vivíamos en Saint Germain, año 47, y veía a una señora con un ramito de violetas que se ponía de rodillas en la calle, se santiguaba y lloraba, y allí había una placa que decía Fulano de Tal muerto por la Francia… Yo me lo creía absolutamente todo aquello. Pero cuando se murió mi padre ya era todo distinto. Yo no quería quedarme aquí, con Franco esto era una mierda, como decía Gimferrer Barcelona era una subprefectura, a la altura de Perpignan. Entonces me fui y mi madre vino a pasar conmigo las Navidades a casa de Tarradellas. Tarradellas me hacía de padrino, me protegía. Y yo dije: muy bien, pasaremos las Navidades con mamá. Y luego mamá se quedó allí y ya me jodió y tuve que volver con ella. Mi madre era una madre muy posesiva pero al mismo tiempo era una mujer extraordinaria. Hubo una temporada en la que intenté librarme de mamá. Un buen día le llevo el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, en francés. Y se lo lee y me dice: ¿y este tío quién es? Y poco a poco le di todo lo que tenía de Durrell y por mediación de amigos le conseguí todas las obras de Durrell en distintas ediciones, que ella se las hizo encuadernar. Y entonces descubrió que vivía en Sommières y no sé cómo consiguió el teléfono. Y mi madre, que hacía como yo, a las ocho de la noche se tomaba un par de whiskys y cuando estaba ya un poco colocadita cogía el teléfono y llamaba al que yo le llamo el tío Larry. Y tuvieron conversaciones larguísimas y hay una correspondencia entre ellos. Yo le propuse llevarla a Sommières pero ella no quiso. Y en casa tengo todos los libros de mi madre encuadernados y tengo puesta la foto de Larry que le dedicó a Mercedes de Sagarra y al otro lado la foto de mi madre poco después de tenerme a mí en París, una de estas fotos románticas. Y entre los dos 
—yo los llamo los novios— he puesto un pájaro. Y a Larry lo encontré en un bar de Taormina y estaba él con un par de señoras inglesas de esas viejas y por lo que vi se había tomado ya dos o tres dry martinis. Entonces lo miré a los ojos y levanté mi copa y él me miró y levantó la suya y bebimos y luego cuando salí le di un golpecito en la espalda y le dije soy el hijo de Mercedes. Y luego el tío Larry se me murió, como se me mueren todos.

—¿Nunca te has planteado escribir tus memorias?

—Noooo, hombre, yo las memorias no, si hago los artículos y ya lo cuento todo allí. Dios me libre.

—Fuiste el cronista de la movida barcelonesa.

—Tú no te puedes imaginar lo que fue esto del 76 al 79. La gente de París y de Londres venía loca porque lo que había aquí no estaba ni en París ni en Londres. Pero duró poco. En el 79 llegaron los políticos y se fue todo al carajo.

—Y las memorias de Pepe Ribas, ¿qué te han parecido?

—Si quisiera ser cruel, podría decir: no basta con haber estado en Auschwitz, tienes que ser Primo Levi. Y luego hay una cosa que me obsesiona: el sitio este donde Pepe Ribas se esconde, que es una especie de cueva que hay en el Castillo de Montjuic. A mí me hubiera gustado más que hablara de la cueva donde se esconde que de lo demás.

—A Mauricio Wiesenthal, ¿lo has leído?

—He leído su libro y me parece que es un excelente divulgador. Un hombre que ha leído muchas cosas y que tiene una gracia especial para escribir el libro que la señora a las siete de la tarde necesita para convencer al marido de que hay que ir a Mayerling a ver el lugar en el que mataron a aquella pareja de desgraciados. Le reconozco este mérito.

—¿Sigues yendo al teatro, después de tantos años como crítico teatral?

—Estoy jubilado como crítico teatral pero yo viví aquí una época muy interesante que fue el nacimiento del Teatre Lliure en el 76. Aquello era una pequeña joya. Luego llegaron los políticos y la pasta y las subvenciones y los consellers… Y todo se jodió.

Ahora ya es otra generación. Los que yo trataba se han muerto. En Varsovia yo iba con Kantor, que me llevaba al cementerio a limpiar la tumba de su madre. La última vez fui con su sobrino a limpiar la suya, que está al lado de la de su madre. Ya me dirás. Cuando voy a Trieste con mi mujer vamos a llevar una rosa roja a la tumba de Paul Morand, que está en el cementerio ortodoxo, y luego voy al cementerio normal a llevarle una rosa blanca a la tumba en la que está enterrado, también junto a su madre, Strehler, el fundador del Teatro Piccolo de Milán. El Piccolo es del 47, el mismo año en que se inauguró el festival de Avignon. Un buen año para el teatro. Pero todo esto ya no existe.

—Con El Joglars tuviste una buena polémica.

—He tenido polémicas con Boadella, Flotats me dijo que no podía ir a su teatro, he tenido problemas con la gente de Dagoll Dagom, he tenido problemas con todos. Pero es normal. Cuando yo fui a Francia y vi cómo funcionaba esto adopté la fórmula de Baudelaire: yo soy un crítico de teatro, no soy objetivo, soy totalmente subjetivo, soy un crítico político y apasionado y si les gusta bien y si no también, y lo demás son puñetas.

—Te has jubilado como crítico teatral pero sigues escribiendo.

—Si tuviera dinero suficiente no escribiría ni una línea. Es terrible tener que escribir para pagar el piso. Entiendo que uno sea capaz de no comer para escribir lo suyo, pero no es mi caso. A mí me encanta leer, ir a buenos restaurantes, hablar con un buen amigo, pasármelo bien y sobre todo lo que me enseñó mi padre: sentarme en una terraza y saber mirar y disfrutar.

—¿Lees mucho?

—La ventaja de no trabajar es que puedes leer y yo leo un libro cada día. Yo puedo leer de cinco a seis horas cada día y lo hago desde hace muchos años. Y cuando me toca escribir es un coñazo porque a mí lo que gusta es leer.

—Alguna vez has dicho que los dos grandes escritores franceses del siglo xx han sido Proust y Simenon.

—Qué quieres que te diga. Yo cojo de Simenon cinco o seis novelas que las considero muy buenas y luego me trago Maigret como me trago Sherlock Holmes en la edición de Cátedra. ¿Y qué ­hago con Voyage au bout de la nuit de Céline? A mí Céline cuando lo leí me gustó mucho. Con quien tengo una relación muy especial es con un escritor que tiene noventa y pico años y que para mí es el último clásico de la literatura francesa: Julien ­Gracq. Y no me gustan especialmente sus novelas pero el tío me atrae poderosamente por la manera como juega con el lenguaje, por la imaginación que tiene. Yo cuando vi que estaba muy colgado con este tío fui a ver a un amigo a Nantes. En Nantes tenemos un grupo de amigos con el que hemos formado el Club de los pulpos, en el que hay pintores, músicos, y que es un homenaje, evidentemente, a Julio Verne. Bueno, pues yo le dije a mi amigo que quería conocer a Gracq. Gracq vive en un pueblo que se llama St. Florent le Viel y que está a hora y media de Nantes en coche. Mi amigo me advirtió de que si le decía que era periodista me mandaría a la mierda. Y yo me dije, bueno, voy a fabricarme una identidad, voy en plan de señor de Barcelona, de cultura francesa, me voy a instalar en el hotel que hay al lado de su casa y lo voy a pillar en la calle. Entonces la excusa era hablarle de un escritor que a mí me gusta mucho, André Pieyre de Mandiargues y que tiene una novela que pasa en la Barcelona franquista, La marge, traducida como Al margen. Y le iba a contar que yo en los años cincuenta y principios de los sesenta conocí a André en Casa Leopoldo y él me enseñó sus libros y yo supe de usted a través de este señor y ahora que estoy en casa de unos amigos en Nantes he venido aquí a pasar un par de días, a ver el paisaje, y he traído una edición del libro que usted publicó cuando le dieron el Goncourt y ya sé que a usted no le gustan estas cosas pero me daría un placer si me lo firmara en recuerdo de aquella persona que me dio a conocer a usted y que ya está muerto y que tengo entendido que fue un gran amigo suyo, como lo fue mío. Y que recuerdo que usted estuvo una temporada en Venecia con su mujer. Por cierto, su hija, que es amiga mía, le manda recuerdos… La cosa funcionó de coña. Él me dijo: ¿usted está en el hotel este? Sí, le respondí. Y ¿cómo le tratan?, me preguntó. Me tratan bien. Y desde la ventana le veo en su casa. Él no solo me firmo el libro, sino que me dijo: ¿qué le parece esto? Venga usted en primavera y andaremos juntos. Además, me llevó a su casa porque lo llamé por teléfono y me preguntó: ¿le gusta el rugby? Es que están dando el Francia-Italia, venga a casa y lo vemos.

—Te inventaste una identidad y te inventaste también una familia.

—Yo me inventé una familia al margen de la mía. Enrique Vila-Matas, que es del 48, es mi primo. Marcos Ordóñez es mi sobrino. Mi hermano pequeño es Lluís Permanyer. Luego tenía yo de tío a Víctor Alba, que era un anarquista importante que escribió muchos libros y que conoció a Orwell y fue amigo de Camus. Y de hermano mayor tenía a Josep Maria Carandell, el hermano de Luis, que también se me murió y que era un tío extraordinario. Y luego tengo al amigo que es Marsé.

—Tienes una bien ganada fama como acuñador de neologismos.

—La gauche divine es la versión barcelonesa de la divine gauche. En la Francia de Mitterrand existía la gauche caviar. En la época de Sartre existía la divine gauche, estos tíos que eran de izquierdas pero que se lo pasaban bomba. Colita y yo siempre decimos que nos inventamos la gauche divine para epatar a los de Madrid. Luego me inventé la cultureta que es lo que les jodió más de todo. La cultureta es decir: tenemos a Franco, tenemos el catalán, estamos oprimidos y tenemos a un tío que como escribe en catalán aunque es una mierda, a este tío hay que defenderlo. No me lo perdonaron nunca porque la cultureta ha sobrevivido y sobrevivirá años y años, haya o no haya dictador. Otra de las buenas que me inventé para reírme de los comunistas de aquí era el patufetismo-leninismo. El Patufet era un revista para críos de la época de la Renaixensa. Esto al Arcadi Espada y a estos les hace mucha gracia.

—¿Qué relación mantienes con Ciutadans?

—Ninguna. Al Arcadi Espada por desgracia lo he sufrido en El País y fuera también de El País. No me gusta. No es un tío de fiar.

—Fuiste buen amigo de Gil de Biedma.

—Yo no salgo por la noche, pero si Gil de Biedma estuviera vivo volvería a salir de noche. Gil de Biedma me alegraba mucho las noches. Hasta las dos y las tres, que era cuando él se iba de caza y entonces podía ser terrible. Se iba a buscar un marino y alguna vez volvió a casa con dos o tres de estos y le dieron una paliza y le robaron. Era un problema, sí. Pero hasta las dos o las tres era un caballero, era un gran conversador, era guapo, era todo lo que quieras. El libro de Villena me gusta mucho más que el libro que escribió aquel chico mallorquín.

—También fuiste amigo de Vázquez Montalbán.

—Nos queríamos y nos respetábamos. Yo lo he sufrido como comisario político. Con lo del PSUC a veces era muy pesadito. Pero era buen chaval. A mí la Crónica sentimental de España fue de las cosas que me animaron a escribir como escribía en el Tele/Express.

—Marsé y tú, por lo que has contado en algún artículo, os habéis cachondeado mucho a costa de Juan Goytisolo.

—Juan Goytisolo es muy divertido. Marsé tiene un truco cojonudo, que cada vez que se encuentra a un político le dice: hola, hola, soy Juan Goytisolo. Y el tío le responde: hola, hombre, qué tal. Y al Falcones de la Catedral se lo soltó y el tío se lo tragó. Una vez estábamos con Terenci y con Montalbán en un congreso de intelectuales o yo qué sé en Valencia, y venía Juan Goytisolo con el novio, que era un morito, qué digo morito, un moraco, y el moro iba haciendo fotos y fotos todo ilusionado. Y Juan Goy­tisolo, cuando el moro ya se cansó de hacer fotos, me dijo: pobre chaval, no sabe que no hay carrete. Juan Goytisolo era un bruto. Y me divierto mucho cuando, antes más que ahora, Goytisolo se ponía estupendo. Yo y Marsé nos teníamos que ir al lavabo porque nos cogía un ataque de risa.

—Con Màrius Carol tuviste una agarrada por los cuernos, o sea, por los toros.

—Este es un imbécil. Un individuo que compara los toros con las SS y cuando yo escribo mi artículo me envía un e-mail diciéndome que «la diversidad es la base de la convivencia»… Cuando yo leí esto dije: ¿es idiota? Porque no se trata de esto. Si a ti no te gustan los toros y a mí me gustan, podemos ser amigos, pero si tú comparas los toros con las SS no puedes ser mi amigo porque eres tonto. Llega un momento en que todo es nazi. Y no. Los nazis son los nazis.

—Las que se que echan en falta son las crónicas taurinas de Joaquín Vidal. Hasta los que somos antitaurinos las echamos en falta.

—Joaquín Vidal era un gran escritor. Yo no cambio una crónica de Vidal ni por cuatro artículos de Vicent.

—Falta por escribir la biografía de tu padre.

—Permanyer hizo una cosa en su momento que luego volvió a publicarse: Sagarra vits pels seus íntims. Mi madre entonces todavía estaba viva. Es un poco reivindicativo, de combate, cuenta cosas. Claro, como el libro queda fuerte fue anulado en su momento, no se habló de él y ya está. Aquí se ha establecido un mundo cultural-literario en el que no queremos problemas ni jaleos de nada y esto va tirando y hay para todos. Cosa que a mí, por mi formación y por lo que vi en Francia y lo que vi aquí en la Transición, me parece como poco vergonzoso. Pero bueno, cada cual está instalado en su sitio y buen provecho.

—¿Cómo se llevaban Sagarra y Pla?

—Mi padre ayuda mucho a Pla. Y luego al final, como dice Luján, cuando salieron las memorias de mi padre a Pla le sentó como un tiro. No las tragó. No pudo con ellas.

—¿Por?

—Coño, porque decía este tío es poeta y hace obras de teatro, pero ahora resulta que… De todas maneras, mi padre cuando tenía 13 años me dijo: si quieres saber lo que es el catalán, lee a Pla. Yo creo que del siglo pasado los dos grandes escritores catalanes son Pla y mi padre, digan lo que digan.

—Tu padre estuvo unido a muchos escritores madrileños.

—Los que eran amigos de mi padre eran Marañón, Ortega… En el libro de conversaciones con Pepín Bello, a la pregunta de qué relaciones mantenían los del 27 con los catalanes, Bello recuerda que Federico le decía que tenía una muy buena relación con uno que era una excelente persona y un buen escritor que se llamaba Josep Maria de Sagarra. Es el único catalán que sale en el libro de Pepín Bello. A través de mi padre yo he sido muy amigo de Vallejo, los Mihu­ra, toda esta gente. Pero esto se ha acabado. Mi padre no iba al Gijón. Mi padre iba a una tertulia a la que iban Alfonso Sastre, Rivelles, Bardem. Toda la gente del Madrid de los cincuenta, el Jai Alai, el Pasapoga, los teatros, las zarzuelas, todo el Callao, las primeras cafeterías americanas, todo eso yo lo conocí por mi padre.

—¿Vivisteis en Madrid?

—Cuando yo estaba en Madrid vivíamos en el Palace. Y allí vivía también Julio Camba. Cuando mi madre, mi padre y yo terminábamos de comer, nos sentábamos en el hall, y allí mi padre se fumaba un puro (entonces se podía fumar en los hoteles) y muy maliciosamente me decía: ves aquel señor que esta allí durmiendo, pues acércate a él y salúdalo, dile: don Julio, soy el hijo de Sagarra. Y cuando lo despertaba, Julio Camba gruñía: gggrrrr. No se me ha olvidado esa imagen de Camba echando la siesta en el Palace.


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