Autor: 9 septiembre 2007

Marco Antonio Iglesias

Es bastante conocido que Ramón se trasladó a Ovie­do en el otoño de 1908, poco después de la aparición de Morbideces en abril del mismo año, para realizar los dos últimos cursos de la carrera de Derecho que había iniciado en la Universidad Central de Madrid. No lo es tanto, en cambio, que como buen hijo de burgués madrileño —y tan saludable costumbre ha llegado hasta nuestros días— ya desde niño había veraneado junto a su familia en la villa asturiana y marinera de Salinas. Sin embargo, no fue hasta 1975 cuando gracias a la decisión del escritor José Manuel Castañón vieron la luz unas cartas en las que este rendía honores a la que fuera sin duda una hermosa amistad: la de su padre, Guillermo Castañón —futuro abogado de prestigio en Pola de Lena (Asturias)— y un Ramón Gómez de la Serna lanzado entonces a lo que él llamaría más tarde «la depuración tremebunda para llegar a otras concepciones, a otras palabras, a otros personajes, a otros vagidos» (Automoribundia, p. 207). Sabemos por dicho epistolario que el autor de las greguerías echó novia en Oviedo —la misteriosa María Jove— y se relacionó en la capital asturiana (1908-09) con un grupo de bohemios y jóvenes intelectuales, compañeros de aula en la mayor parte de los casos: Juan Uría Riu, futuro historiador de renombre; Eduardo Martínez Torner, folclorista y musicólogo; el escultor Víctor Hevia; el poeta Fernando Señas Encina; el periodista José Antonio Cepeda y Álvarez, el propio Guillermo Castañón y otros que formarían la tertulia La Claraboya en el céntrico Café Español de Vetusta; Ramón Pérez de Ayala, por cierto, no se encontraba ya en Oviedo sino en Londres, huido de la conservadora Vetusta desde 1907 a raíz del escándalo provinciano que había provocado la publicación de su novela Tinieblas en las cumbres.

Estrechos amigos de Ramón fueron también los tres hermanos asturianos apellidados González-Blanco, dos de los cuales —Andrés y Edmundo— colaboraron asiduamente en Prometeo. Luis. S. Granjel, en su Retrato de Ramón. Vida y obra de Ramón Gómez de la Serna (1963, pp. 67-70), testimonia la fuerte amistad que existía hacia 1910 entre Gómez de la Serna y los tres hermanos. Edmundo, Pedro y Andrés eran entonces asistentes habituales a las reuniones de escritores convocadas por Ramón en su despacho de la calle de la Puebla, a las tertulias en la redacción de Prometeo y a los actos organizados por el director de la misma, como el «Banquete a la primavera» en abril de 1912 o las sesiones denominadas «Diálogos triviales». En diciembre de 1908 la revista ofreció un banquete-homenaje a Andrés González-Blanco. Edmundo y Pedro, por su parte, gozaban desde antes de un prestigio en el ambiente literario de Madrid y el último había sido además director de la revista modernista Helios de abril de 1903 a 1904. Andrés, nacido en 1886 y trasladado a Madrid en 1904, regresó a Oviedo por unos meses —precisamente entre 1908 y 1909— llamado por su antiguo profesor de Teología en el seminario, Maximiliano Arboleya, para trabajar en el diario El Carbayón. Así, lo más probable es que durante este tiempo fuera otro de los contertulios de Ramón en Vetusta. Pero la amistad venía de más atrás, seguramente forjada en el Ateneo de Madrid, que ambos escritores frecuentaban con anterioridad a 1908 y donde Ramón, según confesión propia, redactó buena parte de Morbideces. Así se sugiere en Automoribundia:

Andrés González Blanco fue un joven heroico y polifacético, al que encabezaban dos hermanos mayores: Pedro y Edmundo; era pequeñito, despierto y lleno de vocación, dando ánimo crítico a la precaria vida literaria. Él vive en una modesta casa de huéspedes muy barata, pero estudia y escribe en el Ateneo y saca del ágora el sentido de la españolidad con esa fecha novecentista. Andrés González Blanco no exige nada y sabe comer con alegría en los paradores baratos, llenándose de esperanza en los destinos literarios y adornando de esperanza el mal morir literario. Maneja fácilmente los libros y con su letra rápida y redonda endilga artículos de estímulo crítico.

De tales palabras se deducen fácilmente las cualidades del asturiano que más influyeron no solo en Prometeo sino también en la propia persona y obra de Gómez de la Serna: la fecundidad portentosa, la «democratización» del estro artístico, la insobornable e incontaminada pasión por la literatura y esa «efusión de­sor­-
denadora» que Rafael Cansinos-Assens observó en el autor de El libro mudo. Es significativo que uno de los textos programáticos más importantes de la revista 
—el Llamamiento a los intelectuales, incluido en el primer número de noviembre de 1908— vaya firmado por Andrés González Blanco y contenga premoniciones ramonianas como esta:

El literato no debe ser un hombre al margen de la vida. En nuestros tiempos menos que nunca. Tenemos que ir, queramos o no, a la plaza pública para predicar al pueblo. Algunos arguyen que en la plaza no hay más que verduleras de lenguaje soez y gentes de intelecto torpe y rudimentario. Precisamente nuestro triunfo estará en apagar las voces tumultuosas y sucias de las vendedoras del mercado con nuestra palabra persuasiva y encender en las inteligencias dormidas y obtusas la luz que en nosotros se ha hecho llama interior, que nos devora.

Además de un contundente ataque al modernismo, ¿no es esta la misma orientación evangélica y vagamente anarquista del Ramón de Mis siete palabras (1910)? ¿Y no está augurando González Blanco la propia disolución «democrática» del Ramón posterior a 1912 en greguerías, casi en los mismos términos empleados por Cansinos? Leamos de nuevo a este último:

Este arte, tan diversamente condimentado, recuerda las cocinas rabiosas de los merenderos. Estas greguerías no profesan ninguna filosofía determinada ni se ajustan a ningún pathos. Tienen la cándida amoralidad de los suburbios.

(La Nueva Literatura. La Evolución de la novela.

En Obra crítica, ii, p. 237)

Ahora bien, la influencia que a mí me gustaría destacar aquí por generacional, insistiendo en la existencia de un núcleo asturiano homogéneo alrededor de Prometeo, es la de los Poemas de provincia de Andrés González Blanco. Adelantados de enero de 1904 a diciembre de 1909 en El Carbayón de Oviedo, en la revista madrileña La República de las Letras y finalmente en Prometeo, se reunieron y publicaron en forma de libro bajo el título Poemas de provincia y otros poemas (1910). Se trata de un cancionero adolescente, farragoso y torpemente versificado, pero que representa como pocas obras el tipo de poesía practicado por la generación astur-prometeica: cotidianismo, familiarismo y humildismo provincianos enfrentados a una realidad y a una sociedad opresoras hasta la asfixia. Basta leer algunas estrofas de Poemas de provincia para comprobarlo:

En la gran catedral tocan a coro

y con paso furtivo

se desliza un canónigo, a lo largo de un callejón sombrío.

A un portalón de estilo plateresco,

con su labrado escudo de granito,

asoma una reumática devota

entregruñendo rezos y suspiros.

[…]

Y cuando el sol se oculte tras el cerro, 
 tras el cerro de Cristo,

y en la alameda se haga un gran silencio,

¡un silencio amarillo

y casi cadavérico!, un silencio

ahogado, como un féretro en el nicho;

un silencio mortal de camposanto;

silencio casi lívido

y fúnebre como un agonizante;

silencio fatigado y mortecino,

como una luz de vela que se apaga;

silencio comparable a ese crujido

que hacen las hojas secas

al caer de los árboles marchitas.

El escenario es, claro está, el Oviedo de la primera década del siglo xx;el mismo que conoció Ramón y el mismo que —repito— marcó tan profundamente su adolescencia y primera obra. El recuerdo de La Regenta clariniana nos asalta desde los primeros versos de González Blanco: las mismas calles estrechas, tortuosas y lúgubres; la misma mole grisácea e impresionante de los viejos edificios —el peso agobiante de la historia— que cumple su función en la caída de Ana Ozores, como sucede desde la acongojante descripción de la catedral por Clarín apenas iniciada la novela; y la misma sociedad beata, opresora e hipócrita, trasunto de los propios edificios vetustos y vetustenses. Tampoco difieren de esta visión —luego lo veremos— las puntuales descripciones que hace Ramón, en su obra o en su epistolario, del Oviedo que le tocó vivir. Ni difiere su enfrentamiento a lo más rancio de la realidad, ni su futura delectación en lo morboso o putrefacto que sustentan prosas como las de Tapices (1912):

Revelación.

La calle era sordida, había en ella una carnicería de caballo, con las tres cabezas hípicas de metal sobredorado en el frontis, que son el distintivo de esas tiendas… Había una delegación de policía con ese letrero usual, en caracteres azules, sobre el cristal iluminado, de: «Socorro a los heridos». Y se veían los heridos, y se miraba con recelo el extremo obscuro de la calle que no era el del boulevard, sino el de no se sabe qué callejas, sin cafés con mucha luz siquiera, y con impasses obscuros en que todo se hacía con tranquilidad y hasta se daba unos pases de un lado y otro a la navaja sobre el canto de la acera para afilarla bien, antes de matar al pasajero…

(Tapices, en O. C., p. 771)

Nos explicamos entonces que Andresito —como se le llamaba entonces en Madrid— fuera uno de los pilares de Prometeo y que sus libros (El veraneo de Luz Fanjul, novela, en el n.º 14 de 1910) fueran reseñados elogiosamente en las páginas de la revista. Antes, fijémonos, había sido ya destinatario de la significativa dedicatoria que puso Juan Ramón Jiménez a sus Baladas de primavera (1907): «A Andrés González-Blanco, en provincias, como Jules Laforgue». Y el propio poeta de Moguer contribuyó en Prometeo con poemas postsimbolistas y campestres de la serie de las Elegías (intermedias y lamentables), publicadas en libro (1909 y 1910) y ensalzadas por el propio Ramón en Prometeo como camino a seguir por la nueva literatura. Otro de los poetas que mandaron textos en la misma línea de ingenuidad provinciana fue el malogrado Fernando Fortún, estrecho amigo de Gómez de la Serna y su compañero en la Facultad de Derecho madrileña durante los años inmediatamente previos al bienio asturiano. Es más, conocemos la admiración de Ramón por su libro La hora romántica (1907) expresada en un revelador un artículo para La Región Extremeña (13 de septiembre de 1907) que nos indica la influencia de esta clase de modernismo en el autor de Entrando en fuego (1905) antes incluso de su llegada a Oviedo. Tengamos en cuenta que Martínez Cachero incluye La hora romántica (1907) en esta subescuela modernista al lado de poemarios como La paz del sendero (1904) de Ramón Pérez de Ayala, Soledades, galerías y otros poemas (1907) de Antonio Machado y Hogares humildes (1909) de José García Vela, hermano del vanguardista y orteguiano Fernando García Vela. El mencionado estudioso ha sido el primero, y de momento el único, en hacer hincapié en la impronta fuertemente asturiana de este modernismo cotidianista, familiarista y humildista enfrentado al menos desde 1908 —ya hemos leído el manifiesto de González Blanco en Prometeo— al modernismo exotista, recargado y típico de Rubén Darío, Villaespesa o el primer Juan Ramón Jiménez. La nómina de autores extranjeros traducidos en Prometeo corrobora igualmente esta preferencia: escritores postsimbolistas, oscuros y de perversa ingenuidad como Rémy de Gourmont, Francis Jammes, Maurice Maeterlinck, Georges Rodenbach y sobre todo Marcel Schwob, raro entre los raros, cuyo Libro de Monelle (1894) —traducido en lo esencial por Ricardo Baeza como «Palabras de Mónera» y auténtico evangelio nihilista de la destrucción— considero que está detrás del Libro mudo, del sesgo anarquista y la voluntad de autodisolución cósmica por parte del primer Ramón Gómez de la Serna. Antes he citado como ejemplo el libro Hogares humildes (1909) del malogrado José García Vela, señalado como pieza clave de esta escuela o subescuela por Martínez Cachero. Pues bien, nos encontramos de nuevo con un autor asturiano, con edad similar a la de Ramón (nacido en 1885 y muerto en 1913 por tuberculosis) y compañero suyo en la Facultad de Leyes ovetense; y cuyo único libro de poesía, editado por Pueyo desde Madrid pero impreso en Oviedo en febrero de 1909, recibió en su momento los merecidos elogios de Enrique Díez Canedo, Federico de Onís y César González-Ruano. La verdad es que nos asombra el misterio y profundidad de este poemario donde algún crítico actual como Álvaro Ruiz de la Peña (Introducción a la literatura asturiana, de 1981) en­cuentra abundantes intuiciones vanguardistas: ajustado como un guante, pues, al espíritu de Prometeo no solo co­mo amigo personal de Ramón sino como forjador de nueva literatura, José García Vela publicó tres de sus mejores poemas en la revista. Para ilustrarlo reproduzco ahora un fragmento de Hogares humildes incluido en la sección «Vetusta», dedicada a Pérez de Ayala y protagonizado otra vez por la catedral de Oviedo. Pero aquí, a través de las mismas tinieblas clarinianas, se vislumbra ya algún rapto precubista, preultraísta y hasta presurrealista que aniquila el modernismo, supera con creces los Poemas de provincia de González Blanco y aproximan literariamente al autor a su amigo Ramón Gómez de la Serna:

Surgió la luna en el azul del cielo.

Hubo luces de lago y de cristal.

Un ave negra dirigió su vuelo

hacia la torre de la catedral.

Era el misterio en la ciudad. Caía

desde la blanca luna, gota a gota,

un hilo blanco de melancolía,

un hilo musical de lira ignota.

Y era un encanto blanco. Era

un encanto de suspiro,

de amor y de embeleso;

y un rumor suave parecía llanto;

y un rumor leve parecía beso.

Era el silencio y la blancura. Era

una inquietud brillante de laguna.

Estaba en una torre una hechicera

haciendo muecas a la blanca luna.

Era la noche. La ciudad dormía;

y de una misteriosa lira ignota

un hilo blanco de melancolía

suavemente caía gota a gota.

Sabemos que, antes de morir, José García Vela tenía preparado un libro inédito de significativo titulo: 
Las huellas de los muertos, que creemos perdido para siempre; y que había publicado varios relatos y el drama Del dolor (1908), en colaboración con Alfonso Muñoz de Diego. Pues bien, este Alfonso Muñoz de Diego (nacido en 1888, como Ramón, republicano y prestigioso letrado en el Oviedo de la II República) fue igualmente amigo y compañero de aula de Ramón, quien en el n.º 17 de Prometeo dedicó cálidos elogios a su obra Carnaval (el libro de los amores y de los odios), publicado igualmente por Pueyo en Madrid pero salido de otra imprenta ovetense el mismo año que el libro de García Vela. Salvo un artículo de Constantino Suárez Españolito en su magna obra Escritores y artistas asturianos (1936), copiado por la Gran Enciclopedia Asturiana, no existe sobre este autor trabajo alguno si exceptuamos algún breve recorte periodístico en la prensa regional. Y en verdad los relatos de Carnaval lo merecerían aunque solo fuera por su semejanza con algunas prosas del Ramón adolescente. Iconoclastas y gorkianos, estos breves textos de Carnaval rezuman sentimiento evangélico y voluntad blasfematoria. Sus protagonistas suelen ser prostitutas, criminales, desgraciados o enfermos terminales cuya miseria y dolor se hacen líricos en la pluma de Muñoz de Diego, dejando para la sociedad conservadora y biempensante los ataques furibundos del autor. Si tuviera que comparar este libro con algún otro sería con los primeros de aquel poeta de la desesperación, los burdeles y los presidios que fue Alfonso Vidal y Planas, como Memorias de un hampón (1918) o Santa Isabel de Ceres (1919); pero más aún con la prosa de Las muertas (1910) y Tapices (1912), donde las obsesiones de Ramón (la palabra hecha carne, la violencia contra lo convencional, el sacrificio voluntario, el erotismo liberador o la mujer reducida a fetiche físico de senos y cabello) parecen haber sido ya compartidas dos años antes con su amigo Muñoz de Diego. Léase si no algún relato de Carnaval como «Claveles de sangre», «La soledad de Cristo», «Las esclavas», «Las tres hermanas» y sobre todo «La risa», que cuenta la obsesión de un periodista por La Bella, bailarina de un cabaret ovetense. Celoso, desesperado al no recibir siquiera sus miradas, por no llegar a poseerla y porque sus caricias se las dedique solo a un público burgués, vulgar y canallesco, Pablo decide asesinarla no físicamente sino mediante palabras que cortan su carne como cuchillos:

Juzgó Pablo que los matadores de mujeres tenían un muy alto sentido romántico, perdiéndose la mujer, perdiéndose ellos, por la herida que el puñal o la bala abrían en el cuerpo herido. Consumó la venganza escribiendo contra La Bella. Cada uno de sus rasgos era un tajo a degüello. ¡Qué bien, qué bien le salía! […] Ahora la venganza salía tan fácilmente de su pluma, que sentía un placer perverso escribiendo así.

Estamos aquí ante la misma carnalidad morfológica y semántica de Ramón; ante la palabra obsesiva, monstruosa, usada como auténtico instrumento de disección o autopsia en La utopía, El Laberinto, El Lunático o el Drama del palacio deshabitado, y de autodisección en el prodigioso Libro mudo. Además hallamos en Muñoz de Diego esa misma mezcla de muerte y erotismo que sustenta obras como La viuda blanca y negra; es decir, la mística, existencial y fatal comunión con la amada a través del crimen. Nos encontramos así ante la «muerte de amor» contenida en obras clave del simbolismo como el drama Axël (1890), de Villiers de l’Isle-Adam o ante la nietzscheana muerte como liberación erótica de obras como la novela Il trionfo della morte (1894) de D’Annnuzio; autor este muy leído y asimilado tanto por Ramón como por los colaboradores de Prometeo, donde se comentaron y tradujeron varios de sus textos. Y las coincidencias con el amigo asturiano sorprenden todavía más cuando este retrata extrañas poses, movimientos violentos y forzados de la bailarina en un entorno de pesadilla. O cuando contempla a La Bella.

Junto al escenario, la arena roja, incendiada de luz, bajo un cielo azul, corriendo la llama de un toro tras un jirón de sangrienta percalina, saltando bravamente sobre un cabalo que tiraba al alto las patas y caía destripado, rígida la cola, mientras unas figuras ágiles, elegantes, acudían rápidamente al quite, en alto una mano crispada, echando hacia delante el cuerpo, y luego un momento de emoción, de gran peligro, de fieras acometidas, de seco rugir de percalinas, de brillar de oro en un chaparrón de sol, y otra vez el toro quieto, noble, vencido, rojo el cuerpo en sangre humeante.

¿Influencias mutuas? ¿Episodios reales compartidos por los dos amigos? Alguien aterrado como yo lo he estado ante los ejercicios compulsivos y a menudo sangrientos de otras bailarinas ramonianas como las de «El nuevo amor», «Las danzas de la pasión» o «El garrotín» de Tapices (pero publicadas antes en Prometeo) o de La bailarina, pantomima en prosa publicada como separata de la revista justo al mismo tiempo que Carnaval (finales de 1909) podrá imaginarse ya, como yo me imagino, que tanto el relato de Muñoz de Diego como estas extrañas piezas irrepresentables de Ramón («teatro muerto» o «para enterrar», le llamaría) tienen origen en alguna actuación concreta, en algún infame prostíbulo o teatrillo canalla del Oviedo lluvioso y sórdido de 1908 o 1909. Qué curioso que en la dedicatoria del libro Tapices a su amigo asturiano Castañón, que copiaré luego, evoque Ramón «esos teatros de arrabal» ovetenses.

Por seguir insitiendo esa visión generacional de Vetusta, revelo ahora los primeros párrafos de otro cuento de Carnaval «La sagrada matriz»:

Guillermo, borracho, salió al empuje de un bote que impulsó el camarero. El reloj de la catedral, aplastante, machacó tres campanadas. Cayó la hora sobre la ciudad dormida y rizaron los tres golpes en otros tantos estremecimientos, el lago de vino en que se hundía la cabeza del borracho. La luna envolvía en claridad suave, lechosa, la ciudad. En las viviendas negras velaban solo algunas luces encarnadas.

Se reflejaron en el cerebro pantanoso alumbrando terroríficas un parto o un cadáver, o la vida atormentada por herida de muerte o la unión de dos seres que enloquecían su gozo engendrando el dolor, o el sueño estúpido de la bestia rendida que descansa para trabajar de nuevo.

Guillermo sintió miedo…

A propósito de esta repetida imagen sombría, difuminada y tenebrosa de Vetusta, recordemos que en 1892 un autor muy leído y traducido en Prometeo —Georges Rodenbach— había publicado un libro de enorme calado entre los simbolistas europeos como Bruges-la-Morte. Pues bien, podemos sustituir los melancólicos y fúnebres canales, rincones y calles de la Venecia belga por el Oviedo descrito por Ramón y su grupo y el resultado es básicamente el mismo. Aunque no estaban solos: lo mismo hicieron por entonces Émile Verhaeren —traducido y comentado en la revista— en Les villes tentaculaires (1895); Maurice Barrès —también muy comentado en la revista— con su visión de Venecia la Muerta (La mort de Venice, 1903) y de Toledo muerto en Greco ou le secret de Tolède (1912); Hermann Hesse con Ravenna, una pequeña ciudad muerta (en Poemas, 1902); Josephin Péladan con Pisa la Muerta en Les amants de Pise (1908) o Alexander Blok en Poemas italianos (1909).

¡Qué diferente, pues, este foco nórdico-modernista de origen y raigambre astur de aquel otro de Azorín, Antonio Machado o Enrique de Mesa con sus visiones de Castilla pura, luminosa y seca; o el de Manuel Machado y Francisco Villaespesa con su Andalucía sensual, excesiva y guitarrera… o el de Valle-Inclán con su Galicia mágica, barroca, decadente y brutal… Alguien, quizá, pueda extrañarse de que en una pequeña, lejana y conservadora ciudad de provincias como Oviedo existiera por los años 1908 y 1909 un ambiente tan propicio a las nuevas corrientes literarias procedentes del resto de Europa, ambiente asimilado por el joven Ramón con prodigiosos resultados. Pues bien, la explicación a este fenómeno tiene un nombre propio, desgraciadamente ignorado por la mayor parte de los asturianos de hoy en día aunque hoy en día identifique una calle de Vetusta. Hablo del aristócrata hispano-cubano nacido en Francia don Rafael Zamora y Pérez de Uría, marqués de Valero de Urría, quien por motivos familiares arribó a las Asturias allá por 1899 o 1900. Dandi, bohemio, cosmopolita y amigo de los principales escritores simbolistas y parnasianos durante su estancia en el brillante París de finales del siglo xix, impartió en Oviedo una sonada conferencia sobre Baudelaire —autor proscrito y casi desconocido en la España de la época— y publicó en 1906 y en la misma capital del Principado un delirante e inclasificable libro titulado Crímenes literarios y meras tentativas escriturales y delictuosas perpetrados por el profesor D. Iscariotes Val de Ur, de humorismo novísimo y desquiciado a la manera de Le surmale o Gestes et opinions du Docteur Faustroll, pataphysique del pionero del surrealismo Alfred Jarry. Ya nos hemos referido al Café Español de Oviedo como centro, quizá, de la primera tertulia ramoniana conocida hacia 1908. Pero es que, pocos años antes, Valero de Urría había formado otra tertulia ovetense en el cercano Café París adonde acudían, entre otros, sus discípulos Ramón Pérez de Ayala y el futuro pombiano Bernardo González de Candamo; asturianos y autores de sendos libros de tipo parnasiano —Estrofas (1900) y La paz del sendero (1904)— asimilables precisamente a ese modernismo no exotista del que he hablado y que tanto influyó en el primer Gómez de la Serna. El ambiente, pues, era más que propicio cuando el joven Ramón cruzó el puerto de Pajares, solo tres o cuatro meses después de la prematura muerte del marqués, sucedida el 20 de mayo de 1908.

Es muy revelador el relato que él mismo nos hace en Automoribundia de su llegada a Asturias, poco antes de su reencuentro con la antigua novia de Salinas (la mencionada María Jove):

Voy a Oviedo y según voy pasando los túneles cambio de personalidad y llego allí como un señoritín, ciego de inconsciencia amorosa, pues la capital asturiana es un buen clima yodado para la pasión.

¿No indica este extraño cambio de personalidad que Ramón está adentrándose en el mismo ambiente cerrado, opresor y clasista («señoritín») de la Vetusta clariniana? ¿No es ese «clima yodado» del que habla Ramón el mismo que ralentiza y amordaza las pasiones de Ana Ozores en la magistral novela de Clarín? Y aún hay más pruebas de esta semejanza. Cito de una de las mencionadas cartas a su amigo Castañón, cuando se refiere Ramón a su ruptura amorosa:

He creado en ella —se refiere a María Jove— un optimismo raro, una solidez (estando como estaba vacía exhausta) y un cinismo (compatible también con sus ideas religiosas) que me han dejado tranquilo, porque con esas cosas ella soportará mejor su vida con cierta varonilidad y cierto poder.

Desengaño amoroso tras una vida femenina «vacía», «exhausta», disimulada por una cínica religión… De verdad sorprende la coincidencia, esta María Jove como auténtico trasunto espiritual de la Regenta. Y resulta aún más curioso comprobar cómo la propia vida del primer Ramón, el anarquista, el defenestrador de ídolos del naturalismo y el noventayochismo en Morbideces («esos prohombrillos que se llaman Azorín, Baroja, Trigo, Martínez Sierra, Rueda, etcétera») acabe aproximándose en Oviedo, pocos meses después de publicar ese libro (abril de 1908), al personaje de Álvaro Mesía y a la visión de la ciudad que nos transmite la obra capital de Leopoldo Alas. Hemos de decir, sin embargo, que aun siendo un libro todavía adolescente, Morbideces contiene ya el germen de lo que será Asturias tanto para Ramón como para el resto de colaboradores de la inmediata revista Prometeo: contradictoria estampa de un bucolismo parnasiano de pomaradas y aldeanos, tierno y muy próximo a la estética del prerrafaelismo; pero también, como ya hemos visto, cierto nihilismo disolvente y fatal; cierta atracción triste e irremediable hacia la muerte provocadas por sempiterno orbayu y la sordidez de las calles vetustenses. No desvirtúa, sin embargo, el carácter prevanguardista de la publicación el ­hecho de que este tipo de literatura ingenua y simbólica, muy a lo Albert Samain o a lo Francis Jammes, fuera al mismo tiempo reivindicada por el peculiar modernista José Francés —nacido en Madrid pero de abuelos asturianos— en su conferencia titulada El teatro asturiano (1909), anunciada en Prometeo y publicada en la misma imprenta que Morbideces quizá por mediación de Gómez de la Serna. Un año antes, a finales de 1908, había publicado José Francés —recordemos: uno de los más habituales colaboradores de la revista— un volumen de relatos fuertes, densos y de refinada crueldad con epílogo-crítica de Andrés González Blanco. En él volvemos a encontrar, más explícito que nunca, el papel que desempeñó Asturias y lo asturiano, Vetusta y lo vetustense, no solo para José Francés sino para Ramón y para todo el grupo de Prometeo:

Acaso se podría explicar la formación de la personalidad actual de Francés por las influencias étnico-climatéricas que ha sufrido. Ha vivido en Asturias mucho tiempo, especialmente en Oviedo, esa ciudad eternamente besada por la lluvia, oscura, levítica y de calles tortuosas, donde se tocan los aleros de los tejados y se enamora a las vecinas de balcón a balcón… Mi dulce Asturias le ha infiltrado en el alma su melancolía, mansa y sedante como su orbayu; y así se ha creado un rincón del espíritu donde recibe las impresiones de ternura y placidez…

(Miedo, Valencia: Ed. Sempere, 1908, p. 200)

No sorprende, pues, que en el n.º 3 de la revista (ene­ro de 1909) se incluya una reseña de Miedo anónima, aunque seguramente escrita por el propio director —el lenguaje lo delata—, donde se enumeran cualidades derivadas del mismo fondo astur y que pueden aplicarse igualmente a la literatura del primer Ramón Gómez de la Serna: «cabriolas, sedentarismo, trashumancia, bondad, perversión».

Prometeo llegó a insertar en su n.º ix (julio de 1909) una comedia rural en bable firmada por el doctor Villalaín, El Americanín de Romadorio, y difundió este tipo de literatura prosaica y aldeana también a través de colaboradores no asturianos como el levantino Federico García Sanchiz, el castellano Ceferino Rodríguez Avecilla o el gallego Javier Valcarce. En cuanto al propio Ramón, dicha tendencia se concreta nostálgicamente antes incluso de aparecer el primer número de Prometeo, en este significativo párrafo que selecciono de Morbideces:

Pero sobre todas las nostalgias hay una mirrina melancólica que no me abandona, la nostalgia de Asturias, de su encanto hiperbóreo, nemoroso, calino; de su romería, de sus ingenuas, de su olor a madreselvas, de su mar, de la policromía del ocaso —radiosa hora de apoteosis en que la hermosa turquesa del Cantábrico se tornasola con magnificencia— y de la gaita, la Deidad Suprema de Asturias, en la que al morir se abisma como en Zeus toda la mansa dulzura de aquellos espíritus campesinos.

Pero ni el viaje a Oviedo ni su madurez sentimental romperían esta visión idílica. Por el contrario creo que, mucho más que eso, la experiencia asturiana durante su último periodo universitario profundizó en aquella influyendo determinantemente en la extraña obra literaria que elaboró desde entonces. Ese «delirio en soledad» de sus primeros libros, esa «materia bruta, palabra oscura y ruda» que apelmaza, por ejemplo, cada párrafo del Libro mudo, tienen mucho que ver sin duda con las sombras de un Oviedo obsesivamente vivido por Ramón y con la influencia de sus amigos asturianos, llamados por Ramón a colaborar en Prometeo.

Un libro tan asturiano —digámoslo ya— como Ta­pices (1912) lleva precisamente una dedicatoria a su íntimo Guillermo Castañón que dice mucho, por paralelismo, sobre la experiencia del joven Ramón en ese Oviedo misterioso y tan apto para la inspiración necrófila:

A Guillermo Castañón, que vive en una ciudad vetusta, soñando con esos teatros de arrabal y con Colette Willy, dando escándalos, odiando el orfeón como a estos intelectuales, alcoholizándose en los chigres y presenciando a sus anchas el atentado de la muerte en los cofrades y en los profesores, aunque sepa que alguna vez como víctima accidental y equívoca morirá en la explosión de esa muerte natural dirigida solo contra otros que la temen, la merecen y ponen gestos tan grotescos y tan transidos al caer… Morirá de eso, es verdad, pero bien merece ese pequeño sacrificio el espectáculo.

Y es que, vuelto a Madrid, las cartas dirigidas a Cas­tañón delatan una nostalgia de Asturias muy distinta ya a la contenida en Morbideces; más acendrada, íntima, fatal y en ocasiones tan reveladora como la que sigue:

No sé por qué me pone triste pensar en la Provincia con una tristeza de la que se querría beber el ajenjo y morir de él. Es más terrible esta profanación a esa falta de revelación. Esta noche en que lloverá en Oviedo, deseo morir de ese veneno menos lacerante y menos epiléptico que este… ¿Usted sabe la diferencia que hay entre la muerte por arsénico y la muerte por láudano? Atroz, amigo Castañón.

(Carta fechada en 1909 o 1910)

Confieso que jamás había encontrado antes una aproximación más profunda y sugerente a nuestro peculiar orbayu que la contenida en esta misiva ramoniana. Y, al mismo tiempo, tampoco he hallado nunca un testimonio más claro de esta telúrica conexión entre mi región y la extraña prehistoria ramoniana a que antes me refería: la brumosa, lluviosa e indefinida Asturias como elemento disolvente y en cierta medida anárquico; o bien —creo yo— un misterioso y muelle lecho de algas marinas para el crecimiento de tan desmesurada obra.

En efecto, solo a partir de su experiencia asturiana el autor de los asombrosos textos incluidos en Tapices, Ex votos o El drama del palacio deshabitado se diluye en un universo nuevo y tenebroso, de una forma que ni el propio Apollinaire, el pionero de la vanguardia oficial, llegaría siquiera a soñar por aquellos años. Si la greguería vino poco después a conjurar y «democratizar» dichas sombras, no fue —y esto es solo mi opinión— sino por reacción refleja y autoprotectora de un escritor que a la altura del primer conflicto mundial ya se había desbordado a sí mismo hasta la parodia y lo escasamente saludable. Por eso, cuando leo alguna de sus primeras y extrañas greguerías como aquella de «¡oh, la nariz de las mulas!… Es lo más trágico…», incluida en la contracubierta de Tapices, veo en ellas algo en más que la intención lúdica de su autor; veo la inevitable concreción de una materia informe mediante breves y concentrados espasmos —eso son las greguerías— que denotan el parto necesario de un universo absolutamente original y nuevo: el ramonismo. Y detrás, como trasfondo diluyente pero fecundo, informe por lo sombrío, el Oviedo de los chigres oscuros y de las calles más tristes aún que el callejón trasero a Pombo…


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