Autor: 11 septiembre 2007

Antonio Moreno

Me he despertado temprano, creyendo que llovía. Sin embargo, no era la lluvia, sino el sonido continuo de los frondosos plátanos de la vecina piazza Napoleone, que el viento no ha dejado de agitar toda la mañana. El simple hecho de saber que dispongo de la jornada completa —es nuestra segunda noche en Lucca— para callejear y sentarme donde desee, me hace feliz. La tarde de nuestra llegada el sol se colaba por las mismas ­hojas que ­hace un rato confundía con la lluvia, y esa luz del ramaje quedaba suspendida sobre las terracotas y los ocres y amarillos manchados de las fachadas, que con la nota verde de las ventanas componen las tonalidades propias de la ciudad. De este tipo de observaciones emergen, meses o años después, inopinadamente, los recuerdos. Así que cuando nos sentimos afines al lugar hasta el que hemos viajado sabemos que más bien es a nosotros a donde en realidad marchamos. Sucede de este modo con muchas otras cosas. A estas alturas ya no me interesa demasiado la visita museística, o el fatigoso examen de las librerías. No creo que vaya, por ejemplo, a la Villa Guinigi, donde se halla el Museo Nazionale, ni a la casa natal de Puccini, que es el hijo más ilustre de Lucca.

El aire es fresco: «È bene», le dice una barrendera al viejo menudo y distinguido que la saluda. Donde uno no existe para los demás porque a nadie conoce, qué placer y cuánta levedad halla caminando junto a la luz temprana por las plazas y calles desiertas que se van despertando. Una mujer algo gruesa cruza en bicicleta el silencio roto por los grajos de la piazza San Martino, donde se alza la catedral y su alta torre. Viste completamente de negro, salvo unos zapatos nacarados: pantalón, blusa y rebeca de mangas cortas que dejan al aire sus antebrazos rollizos y fuertes y las manos que gobiernan el manillar, con la compra en la cesta. Probablemente compra tan pronto para evitar los calores ya rigurosos de estos primeros días estivales, o tal vez el luto la hace esquiva. Pasa junto a las paredes amarillentas del palacio Micheletti, rematadas por unas cuantas macetas y una pérgola, y la pierdo de vista.

Cuando seguía las líneas del antiguo laberinto grabado sobre uno de los muros del atrio e intentaba leer las palabras que lo acompañan (hic qvem creticvs edit dedalus est laberint…), se ha abierto una de las puertas de la catedral, de cuya negrura ha aparecido un tipo arisco con una escoba que ahora se suma al graznido de los grajos.

Todos los rincones de esta ciudad encierran una sutil proporción que es característica de Italia, sí, pero que aquí adquiere una realidad cotidiana. Porque, pese a sus abundantes monumentos, uno no diría rotundamente que Lucca es una ciudad monumental. Es como si las generaciones que la han formado hubiesen llegado a un tácito acuerdo de practicar la muda virtud de los prudentes de que habla Fernández de Andrada en su epístola moral.

Esa tenuidad se percibe en la manera como los luqueses entran y salen de sus viejos caserones. Una puerta se abre y un hombre camina con viveza pero sin perder la compostura en medio de cualquier calle solitaria; unos minutos más tarde pasa otra mujer con su bicicleta, o surge de un umbral deslucido una joven dejando tras sus pasos la comedida percusión de sus tacones. De repente, suena el despertador de alguien que o ya se ha levantado o bien goza de un sueño demasiado profundo, porque el sonido se prolonga. Y así transcurren los primeros momentos de la mañana.

* * *

El otro día, viniendo en el tren, nos abordó un tipo curioso. Vestía como un teólogo pobre, pantalón gris y camisa de rayas granates bastante desteñidas. Supongo que rondaría los sesenta años. Apareció no sé de dónde. Poco a poco fue aproximándose desde el otro extremo del vagón. Se dirigía a los contados viajeros que allí estábamos, no más de siete u ocho. Primero a un individuo con pinta de funcionario; luego a otro con un aspecto más pobre aún que el suyo, junto al que se sentó unos cuantos segundos observándonos fijamente, como tratando de escudriñar algo.

Por fin se acercó y se paró en silencio junto al asiento que yo tenía enfrente, sin apartar ahora su mirada de la bolsa de viaje que lo ocupaba. Todo sucedió como en las películas de cine mudo. Con señas casi imperceptibles pidió y aprobó que despejáramos el asiento, una molestia fastidiosa teniendo en cuenta que contaba con más de medio vagón disponible por entero para él. Olía mal. Se sentó y a continuación se inclinó hacia nosotros con unos folios medio arrugados en la mano, preguntando con voz enronquecida y cansada: «Italiani?». «No; españoles», le contestamos, mientras yo veía que el contenido de esos folios eran poemas, breves poemas mecanografiados, de no más de quince versos. Seguramente se trataba de copias que daba a leer y que tal vez vendía por unas monedas, como los antiguos romances de ciego. ¿Se hubiera decidido a mostrárnoslos de haberle dicho spagnoli? Coloqué de nuevo en el asiento mi bolsa de viaje, que guardaba un libro de poemas.

* * *

Algunos pueblos y ciudades, no muchos, esconden un recinto de penumbra, un ángulo donde la luz desciende atenuada por claraboyas o altos ventanales. Entre gruesos muros de piedra, allí la claridad parece concentrarse en una obra humana que se ha convertido en el centro de todo cuanto la rodea, plazas, calles, árboles y torres. Si pienso en Ávila, sobre todo se me hace presente la figura dormida del príncipe don Juan en el monasterio de Santo Tomás; si es en Sigüenza, sé que el resto de esa villa gravita silenciosamente en torno a la capilla con la escultura de Martín Vázquez de Arce, el famoso Doncel. Las gentes de aquellos lugares viven sus vidas, siguen sus rutinas, pero esas obras son el vértice donde concurren los límites que las rodean. Representan nuestra soledad irredimible y el misterio que permanece en la sucesión de los linajes. Al otro lado de los muros que las custodian se oyen voces y risas, se trabaja y se hacen compras, luce el sol; ellas, sin embargo, reposan en ese brillo amortiguado que nos deja pensativos.

También Lucca oculta en su interior el mismo núcleo. «E la città dall’arborato cerchio, / ove dorme la don­na del Guinigi», escribía Gabriele D’Annunzio en un soneto incluido en la parte de Elettra que tituló «Le città del silenzio», donde también habló de Urbino, Orvieto, Bérgamo o Peruggia, entre muchos otros parajes. La «donna» fue Hilaria del Carretto, la segunda mujer de Paolo Guinigi, muerta en 1405, cuyo sepulcro fue esculpido dos años más tarde por Jacopo della Quercia, orfebre y escultor sienés de carácter voluble que solo dejó unas cuantas obras acabadas.

Pero estos son ya demasiados nombres. Las verdaderas creaciones se manifiestan al margen de los nombres. Tampoco orientaría mucho describir la clara serenidad de la joven dormida, delicadamente tocada por una corona embellecida con flores y motivos vegetales, de la que asoman ondulantes guedejas sobre el cabello recogido por una cinta. Estas obras escondidas nos ponen melancólicos. Acaso dulcifican la pérdida, pero también aguijonean la tristeza de saber que esos bellos durmientes nunca saldrán de su sueño.

* * *

Ayer, en la catedral, cuando entré a la sacristía donde reposa la de Guinigi, había una pareja de visitantes. No estaban de pie junto a la figura, sino sentados sobre un poyo, en un extremo de la sala. Uno diría que eran conscientes de que antes o después una creación como esta se debe contemplar respetando los términos de su soledad, pues así es como luego la evocamos.

Lo curioso es que después, por la tarde, coincidimos con los dos en el tren cuando volvíamos de una excursión; luego, en el mismo sitio donde cenábamos; y ahora, desayunando, en el decimonónico comedor del hotel. «Hotel Universo» se llama, como Carlos Marzal titulaba una serie de artículos semanales que publicó durante algunos años. Sin duda tuvo que ser uno de los primeros abiertos en Lucca. Situado en la piazza del Giglio, frente al severo teatro del mismo nombre y la escultura de un Garibaldi representado con porte demasiado patricio (una mano asomando de la capa sobre la empuñadura de la espada y una pierna ligeramente adelantada, con ademán de avance victorioso), el Hotel Universo es un bonito caserón asalmonado con cuatro cuerpos de distintas alturas y ventanas también diferentes rematadas por frontispicios o por discretas molduras. Precisamente hoy, 4 de julio, se conmemora el segundo centenario del nacimiento de Garibaldi, y en la televisión aparecen los miembros del parlamento escenificando la exaltación de los valores patrios.

Los políticos despliegan su oratoria, pero aquí, en el comedor, desayunamos tranquilamente cerca de la misma pareja, que apenas murmura cuatro cosas. Si me han interesado no es solo por esa serie de coincidencias, sino porque ella se parece bastante a una antigua colega cuya vida era gris y abnegada. Hablan inglés con inconfundible acento norteamericano y, en contraste con la mayoría de sus paisanos, ni son ruidosos ni llaman la atención, al modo español.

En el tren no hablaban. En la catedral susurraban. En el restaurante susurraban. Aquí también susurran. ¿Hablarán así en la soledad de su hogar? Los imagino en un pueblo de Virginia o de cualquier estado provinciano. Ella, seca de carnes, con el pelo oscuro y un poco ondulado, es más joven que él, pero se ha ocupado de marchitar debidamente su aspecto, de modo que ya podrían estar jubilados los dos. Aunque la mujer aún parece trabajar en una escuela o en una institución para señoritas. En fin; son las figuraciones que uno se hace sobre los extraños mientras desayuna.

Dentro de unas horas o unos días todos habremos vuelto a nuestros lugares. ¿Cuáles serán entonces nuestros recuerdos?

* * *

En la plaza del Salvatore, primero se acerca una mujer con varias garrafas. Una a una, hablando con su amiga, las sitúa bajo el caño y luego, una vez llenas, las dispone junto al resto de recipientes dentro de una furgoneta. Se marcha y la fuente queda vacía. Al rato, cuando todo está tranquilo, baja de los aleros una paloma y se detiene sobre el borde de la taza. Bebe gradualmente, a pequeños sorbos que, levantando el pico, lleva al buche. Aún se moja bajo el chorro antes de huir porque un muchacho se arrima para beber. Después llega otra mujer de bastante edad con un perro tan viejo como ella. Con movimientos muy lentos, saca de su bolso un vaso corto de plástico, lo refresca, lo enjuaga otra vez y después lo deja, con el agua hasta los bordes, en el suelo. El perro lame aplicadamente. Repiten la operación una vez más antes de irse. Y, mientras, el chorro sigue saliendo, brillante y fresco, en el calor propicio de esta mañana.

* * *

Tras el cordón que delimita la zona de llegada, quienes esperan a los viajantes chistan, mueven los brazos, sonríen o pronuncian en voz alta sus nombres. Unos metros más allá, en el amplio vestíbulo, unos y otros se abrazan e interrogan animadamente. Solo por esas muestras de bienvenida sabemos que venimos de un punto más o menos lejano. Los aeropuertos todos se parecen. Son la metáfora de la uniformidad de nuestro tiempo, y de que los viajes cada vez se parecen más a un espejismo. ¿Qué romano de la Antigüedad pudiera haber imaginado que el agua que bebía al partir de Lucca iba a mearla una ­hora después en Iulia Illice Augusta, una oscura colonia de Hispania?

Como nadie nos espera, miramos esos ritos de acogida con la sensación de que tampoco somos de este lugar.

* * *

Termino de corregir y pasar a limpio estas notas. Miro el reloj: las diez y veinte de la mañana. En el tiempo que he gastado en ordenarlas habrán vuelto a repetirse algunas de las cosas que en ellas se cuentan. Tal vez aquella mujer vestida de negro habrá ido con su bicicleta al pequeño mercado de la ciudad, y habrá comprado en los puestos la verdura exhibida entre las columnas desconchadas; el tipo de la catedral habrá vuelto a barrer el atrio; y en la fuente algún transeúnte se habrá detenido para aliviarse del calor de este día. Alguien habrá paseado recorriendo el perímetro de la muralla, entre los plátanos, los castaños y los tilos que miran a los prados del exterior y a los edificios y torres de dentro: la torre de San Michele, la Tor dell’Ore, la de San Frediano… O la torre del palacio Guinigi, ahora coronada por dos árboles, desde la que la joven Hilaria del Carretto vio la llanura que rodea a Lucca.

Tiro a la papelera los apuntes desechados y a continuación hojeo el catálogo con las obras de un pintor amigo. El viaje, se titula. Me lo envió hace poco más de dos años. En su portada aparece el panorama de una calle vista desde la altura de una ventana. «Lucca», lleva por nombre, pero no logro reconocer qué parte de la ciudad recreó. Sin embargo la pintura, muy hermosa, sí posee aquellos colores y aquella atmósfera. A un paisajista auténtico no le importa la anécdota del lugar, sino el mundo. Aparece también la reproducción de otra aguada con el mismo título, y en esta sí que reconozco enseguida el teatro del Giglio visto de una perspectiva que es exactamente —otra coincidencia— la del hotel donde estuvimos hospedados. El Hotel Universo.


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