Autor: 13 septiembre 2007

Antón Arrufat

Antes de estar sentado aquí, delante de ustedes, dispuesto a improvisar unas palabras acerca de La Rampa, caminé un rato por ella, por la que encontramos hoy y, tal vez mágicamente, por la que yo veía cuando esta parte de La Habana había comenzado a levantarse, hace más de treinta años. Dos ciudades, una tangible que puedo recorrer y otra que ya no existe y se halla en mis recuerdos, espacio mental más que urbano, parecían superponerse. Tales superposiciones espaciales y temporales inesperadas, resultan sin embargo habituales al habitante ciudadano. De las diversas creaciones humanas, la ciudad se encuentra entre las más vivientes y extravagantes. Viviente porque se transforma casi a diario, para seguir siendo en gran medida idéntica, y extravagante, principalmente La Habana, porque conjuga, poniéndolos con displicencia al lado, diversos estilos arquitectónicos. A menudo no tan solo al lado, también en una misma construcción, entre inusuales armonías o feas rupturas.

Mientras caminaba La Rampa del presente, añoré poseer un arte especial para volver al pasado, mediante un singular viaje a la semilla o mediante un juego parecido al de los planos cinematográficos: estar de pronto en el pasado desde la perspectiva de un hoy, desde el que se contempla y se juzga. Quise hacer esto por una razón, diré nostálgica, padecimiento típico del habitante de una ciudad. Cuando vine a La Habana en 1947, de mi natal Santiago de Cuba, La Rampa no existía, o con mayor exactitud: había comenzado a existir. Era casi nada, un montón de solares yermos, arrecifes, el mar al fondo, y dos o tres edificios, los más antiguos que ustedes pueden encontrar todavía, el que ocupa el Ministerio de Agricultura o el Edificio Alaska, arquitectura ecléctica de escaso valor, con reminiscencias art-decó, y algún que otro al cabo demolido, como un caserón en la esquina de L, en cuyos terrenos se edificaría Radiocentro. Aún podía sentirse en el espacio, algo que ya se ha suavizado o civilizado, la fuerte presencia invisible del viento, al anochecer y en la mañana temprano, un viento salobre que venía del mar y barría la yerba silvestre de los solares. Tuve entonces esa oportunidad que raras veces suele tener un ciudadano: asistir al crecimiento y desarrollo posterior de una parte de la ciudad que habita. Raras veces le es dado al hombre ver cómo, digamos, un páramo natural, casi incivil, va convirtiéndose en zona urbanizada, zona que llegará a ser una nueva porción de su hábitat cotidiano, una porción de su existencia… Es evidente: la mayoría de los ciudadanos del mundo habitamos ciudades estabilizadas, cuya expansión resulta mínima y sumamente lenta.

En el tiempo que ahora recuerdo, un tranvía iba subiendo como jadeando por la calle San Lázaro, doblaba por L y antes de enfilar 23, mi padre, y yo de su mano, nos bajábamos para entrar en el parque de diversiones. Me traía a montar unos caballitos de patas cortas y vientre prominente, animales apaciguados, inofensivos, la mirada domesticada y grandes orejas caídas. Sus dueños los alquilaban, como si fueran juguetes, para dar una vuelta por una especie de potrero circular. «Vamos, súbete al poni», decía mi padre y me ayudaba a ocupar la montura. En aquel parque había una estrella giratoria, una caseta con enanos disfrazados de payasos, una redonda piscina de latón donde flotaban botecitos de ­remos, había carretillas tiradas por chivos, canales, carros locos. Grandes caballos de madera coloreada, subían y bajaban sujetos a tubos metálicos, girando en el tiovivo.

Ese parque de diversiones, por mucho que lo busque, no está en ninguna parte de La Rampa. Lo vi desa­parecer en 1958, se fueron los enanos y los ponis, no me trajeron más a montar, y día a día, pieza a pieza, fue sustituido por un moderno hotel de la cadena Hilton, con puertas de entrada automática y grandes superficies cubiertas de cerámica azul, en lo alto de su fachada el enorme mural de Amelia Peláez, donde el azul también predominaba, entre el color blanco y el negro. Al frente ya estaba Radiocentro, y más abajo se había terminado de construir en l955 el edificio del Retiro Médico, obra del arquitecto Antonio Quintana, según reza la pequeña tarja de azulejos con su nombre, en un rincón modesto y apenas evidente de la fachada, que me incliné a leer con estimación silenciosa. Los solares yermos se convertían en pequeños rascacielos de hormigón armado y cristales, levantados con mucho espacio entre sí, espacio poco habitual en las construcciones del resto de La Habana. La Rampa, una de sus zonas más cortas, apenas con cinco cuadras, desde la calle L hasta el mar, había empezado a configurar su manera de consistir ante mis ojos. Lo que en la década del sesenta (1966) era ya la encantadora heladería Coppelia, situada a la entrada misma de La Rampa, diseñada conjuntamente por el arquitecto Mario Girona y varios pintores, se hallaba enclavada en los terrenos del que otrora fuera el hospital de tuberculosos Reina Mercedes, un edificio de imitación medieval, con grandes ventanas ojivales desde las que podía verse a los enfermos. A la hora indicada salían a pasear y tomar el sol por los jardines, donde un tiempo después, en virtud de las transformaciones incesantes de una ciudad, estaríamos sentados tomando helados.

En virtud del uso del espacio, en el área tan breve de La Rampa, se agruparon, sin abrumar la vista, tiendas comerciales, agencias bancarias y de pasajes, peluquerías, estudios de radio y televisión, cines, oficinas, un ministerio, salas de teatro, un taller de modas, restaurantes y pequeños cabarets, algunos en el sótano de varios edificios, lo que resultaba una novedad constructiva, infrecuente en el resto de la ciudad. Un nigth-club cercano, El Gato Tuerto, nombre sugerente e inusual, se convirtió en centro notable de reunión nocturna, donde se desarrolló el movimiento trovadoresco llamado feeling, y que pocos años después, hacia el final de la década del sesenta, devino una suerte de café-cantante, en el que poetas y trovadores leían sus textos y hacían música. Con su discreto aire modernista, diverso de la solidez colonial o neoclásica de las zonas más viejas de la ciudad, tenía La Rampa una vitalidad secreta, movimiento de día y de noche, múltiples paseantes, algo inefable había en ella, un cierto encanto.

No solo desaparecieron los solares yermos, el parque de diversiones y el viejo hospital de tuberculosos, también las costumbres que se relacionaban con el vacío de esta parte del Vedado, una de las zonas que permanecía sin urbanizar o mejor, sin poblar. La gran finca que fuera el Vedado, sus quintas de veraneo y las pocetas donde sus habitantes se bañaban en el agua del mar, había ido, mucho antes, desapareciendo. Varias costumbres se extinguieron al tiempo que se levantaban los edificios. Una de ellas, la costumbre de patinar. Antes de que La Rampa fuera lo que es hoy, fue un lugar escogido por un grupo de patinadores. Llegaban en las tardes frescas del raquítico invierno habanero, se colocaban en lo alto de L y se lanzaban patinando calle abajo, a lo largo de esa especie de rampa, hasta las rocas marinas que muy pronto cubriría el asfalto del Malecón.

La Habana se construyó, principalmente en los terrenos bajos del Vedado, en oposición al mar, luchando con él y contra él, robándole sus orillas. El mar es la negación del espacio urbano, de la seguridad de la tierra. Todos nos sentimos habitantes de la tierra más que del mar. Nuestros pies son inútiles para caminar por la superficie del agua. El mar es lo amorfo, lo no trazado. La tierra es nuestro punto de partida y nuestro apoyo. Desde ella podemos ver el mundo. Somos seres que nacemos y vivimos sobre la tierra hace siglos, y que a ella, salvo excepciones, iremos a parar después de muertos. Sin embargo nos resulta necesario olvidar, cuando se trata de levantar ciudades, que perdura en nosotros, según nos enseñara Darwin, un elemento que procede de los peces. Algunos habitantes del mar figuran en la lista de nuestros antepasados. Entre los recuerdos profundos, irracionales, atávicos, que nos asaltan durante las pesadillas y en los sueños, el agua y el mar vienen a ser el origen misterioso de nuestra vida. En los mitos y leyendas aparecen seres nacidos de la tierra, y también dioses y hombres salidos del mar. Pero si excaváramos por donde caminamos, por donde caminé apenas hace un rato, antes de sentarme a pronunciar estas palabras, no encontraríamos los muros sepultados de la antigua Tebas, como el arqueólogo clásico en las tierras griegas, sino unas cuantas rocas y mucha agua salada, todavía viva, agitándose.

Para constituir definitivamente La Rampa, en los primeros años de la década del cincuenta, el hombre despojó al mar de sus arrecifes y prolongó la pavimentación hasta el torreón de La Chorrera. El mar era dueño de lo que es hoy el inicio de La Rampa. Cientos de rocas, que hemos dejado de ver, están todavía bajo el pavimento asfaltado. Sobre ellas caminamos sin darnos cuenta, sin lastimarnos los pies, recordando apenas que toda esa parte pertenecía al mar y era naturaleza. Excepto en un parque o en un bosque, por lo regular obra de la mano del hombre, la naturaleza rara vez se encuentra dentro (tampoco cerca) de la ciudad. Para verla existir a plenitud hay que alzar la vista al cielo, al sol o a la luna cuando aparecen por encima de las torres y de las cúpulas de los grandes edificios. Por las noches el fulgor de la luz eléctrica —observó Lewis Mumford— anula cientos de estrellas del firmamento. A medida que una ciudad se extiende, la naturaleza retrocede, prisionera del hormigón y la electricidad. A medida que La Rampa fue avanzando, el mar perdía presencia, encajonado y tan domesticado como los ponis.

La Rampa se convirtió en una especie de centro cultural aleatorio. Tal vez nadie proyectó esa zona como un posible centro cultural ni decidió que lo fuera. Pudo ­haberse formado por una especie de generación espontánea, pero de procedencia económica. Pronto tuvo dos cines y tres salas de teatro. Uno de estos —por lo general el otro proyectaba películas comerciales—, creado por el arquitecto Gustavo Botet en 1955, llevaba el nombre de la zona en que estaba enclavado, Arte Cinema La Rampa. Pero no solo su nombre se debía al lugar, sino a las rampas interiores que conducían a la sala de proyección. Dedicado al cine de autor, como por igual lo indicaba su nombre, en él se exhibieron ciclos diversos de célebres directores de la cinematografía europea y asiática, películas neorrealistas y de la nouvelle vague, rusas, españolas, húngaras y polacas. Y también como su nombre indica, no solo se proyectaban películas, en el vestíbulo se montó una galería de pintura y grabado, donde se exhibían cuadros, afiches, y se daban a su vez recitales y conferencias. Antes de entrar en la sala de proyección, mientras los espectadores subían por las rampas podían ver de nuevo en un sótano —mencioné este hecho ­inusual: presencia y uso del sótano—, un espacio rodeado de rocas y con una pequeña cascada. La Gruta se llamaba, dedicado a «descargas» musicales. (El Cóctel, otro nigth-club, pero que daba a la calle, era también un sótano y en él durante la noche igualmente se cantaba.) Es decir, el público asistente contaba con varias opciones: escoger el filme, ver la muestra en exhibición, oír a un poeta o a un cantante, recorrer un pasillo, que daba acceso a un restorán, y sentarse a comer. Es decir, una serie organizada de posibilidades podían escogerse casi a continuación.

Las tres salas de teatro eran aquellos pequeños espacios que iniciaron y desarrollaron el movimiento teatral habanero de los años cincuenta. Las nombraré como homenaje póstumo, ya que actualmente no existen. La primera que recuerdo se llamaba Arlequín, con su dibujo de aire picassiano en la entrada, que se inauguró en marzo de 1957. Tal vez sea la primera que recuerde porque se hallaba cerca de este lugar donde hoy estamos conversando, frente a este Pabellón Cuba, el que no existirá hasta varios años después. Arlequín era propiedad de Rubén Vigón, escenógrafo de la televisión ya fallecido. Apasionado por el teatro, invirtió sus ahorros en esa sala, larga y estrecha, asentada en uno de los pasillos de la planta baja del edificio de 23 esquina a O. En esta salita, como varios dramaturgos cubanos, estrené en 1963 una de mis piezas, El último tren. Eran espacios modestos, un poco incómodos, con una apariencia muy fuerte de improvisados. Daban función los fines de semana, cabrían cien o ciento veinte espectadores. Las obras de autor cubano se ponían una vez a la semana, el lunes.

Después menciono la sala Tespis, situada en el Hotel Habana Libre. Me detendré un instante en la construcción de este hotel para destacar un hecho que considero significativo del momento: como en la de la heladería Coppelia, la relación creadora entre arquitectos y pintores, nada corriente ni habitual en la historia de las construcciones cubanas. Tanto como Raúl Martínez, Hugo Consuegra, Guido Llinás, trabajaron conjuntamente y desde el trazado mismo de los planos con los arquitectos que realizaron la heladería, y luego el restorán La Roca, ocurrió con el Hotel Havana Hilton (actualmente Habana Libre), trabajo en el que Portocarrero y Amelia Peláez contribuyeron con hermosos murales hechos de azulejos.

Talía es la última sala que debo mencionar. Fue no obstante la primera en inaugurarse. Sus puertas se abrieron en diciembre de 1954. Aunque no se hallaba exactamente dentro del perímetro clásico de La Rampa, lo que ocurría también al restorán La Roca, sin embargo se hallaba más cerca que el restorán, enclavada dentro del edificio Retiro Odontológico, a continuación de Radiocentro, sobre la calle L, y formaba sin duda parte del ambiente espiritual rampista.

El viernes 7 de junio de 1957 asistí al estreno haba­nero de Un tranvía llamado deseo, pieza de Tennessee Williams, dirigida por Modesto Centeno. La excelente actriz María Brenes encarnaba a la mítica Blanche Dubois, personaje que ya integraba el imaginario de múltiples espectadores de aquella época que habían leído la obra y la habían visto en su versión cinematográfica, en el propio Arte Cinema La Rampa. Cuando el público se levantó y empezaba a salir, descubrimos al autor de pie en la entrada de la sala, acompañado por José Rodríguez Feo, que lo había invitado a visitar La Habana. Ambos habían asistido a la representación. Autografió algunos programas y luego se fueron a saludar al director y a los actores. Por estos años solía Tennessee Williams repetir estas cortas estancias, según cuenta en sus Memorias, acompañado de una amiga. «Solíamos pasar en La Habana unos fines de semana que eran un disloque. A ella la alegre vida nocturna de la ciudad le gustaba tanto como a mí, y acudíamos a los mismos lugares para disfrutarla».

Alrededor de La Rampa, fuera de su perímetro clásico, residían ilustres vecinos, destacados escritores cubanos. Virgilio Piñera ocupaba un apartamento en la calle 27 esquina a M, en la misma calle vivía Guillermo Cabrera Infante, en el modernista edificio del Retiro Médico, y en el mismo edificio Pablo Armando Fernández. José Rodríguez Feo habitaba el apartamento colindante con el de Piñera. Varios directores de teatro habitaban también en esta zona. La actriz Verónica Lynn todavía vive en un apartamento del viejo edificio América, cuyo elevador es un sorprendente anacronismo tecnológico en movimiento. Los encuentros de estos vecinos eran frecuentes, a lo largo de las aceras de La Rampa, y todos participaban de su humus como ramperos. Porque en verdad, al decir del poeta argentino Mario Trejo, «La Rampa era un estado de ánimo».

Ese andar por sus aceras se modificó, como cambia el modo de usar las cosas cuando las cosas cambian. Durante los primeros años de la Revolución dejaron de ser según eran en el resto de la ciudad: se duplicó su tamaño, se convirtieron en aceras anchas, y el áspero cemento anodino se sustituyó por un granito de blancor lustroso. De nuevo se llamó a trabajar a varios pintores, en esa ligazón entre urbanismo y pintura tan relevante en la zona que iniciara Antonio Quintana en el edificio del Retiro Médico. Para cada cierto número de pasos, realizaron un diseño personal en forma de grandes mosaicos públicos, por donde caminarían, y todavía caminan, los transeúntes de La Rampa. Bajo sus pies andariegos aparecía un gallo de Mariano, un vitral de Amelia, las aguas geométricas de Martínez Pedro, un cuadrado de Hugo Consuegra, abstracciones de Raúl Martínez o símbolos rituales de Wifredo Lam… Lucientes mosaicos que aún duran dentro del granito de aquellas nuevas aceras.

Al lado del cine Arte Cinema, un diseñador de ropas, el catalán Fernando Ayuso, abrió su taller Corinto y Oro. Tenía un propósito de singularidad rampista: diseñar una moda a la cubana, empleando lienzo y algodón, coloridas rayas y cuadrados cosidos sobre la tela original. Como lo indica el nombre de su taller, había algo griego en su trabajo, ropa holgada, simple y clara, acorde con la luz nítida y el calor de Cuba. Los vestidos caían desde los hombros, el resto del cuerpo se dejaba libre, sin nada que dificultara la respiración ni el movimiento, entregado a su propia armonía que, como ustedes conocen, tiene una cadencia singular. Al igual que Oscar Wilde, quien se ocupó de la moda en varios artículos, se percató de un error de la moda moderna: que en los hombros, tan solo en los hombros, debían sostenerse todas las prendas. De lo más logrado de su taller era la ropa infantil. Ayuso diseñaba modelos únicos. Sus confecciones eran más bien artesanales, realizadas por dos y tres empleados. Nunca produjo en serie, y fue de los primeros en llevar a la práctica desfiles con modelos previamente entrenados.

Dos edificios, a su vez centros de cultura, quedan por mencionar en este recuento memorioso: el Pabellón donde estamos reunidos, ustedes oyéndome recordar, y la antigua Funeraria Caballero, a la que llamábamos humorísticamente «La galeraria», en los años a que he de referirme.

El Pabellón fue uno de los aciertos arquitectónicos rampistas. Su estructura sin paredes y gruesas columnas de cemento armado, de diversos tamaños, estructura levantada encima del terreno existente, sobre el que estaba ahí, usando sus declives e infructuosidades, sin que fuera dinamitado para obtener una nivelación artificial —las columnas se encuentran entre (o sobre) las rocas originales de esta zona marítima— e integrando los accidentes naturales del terreno a la construcción del Pabellón, constituye, así lo creo, una novedad arquitectónica singular en aquella época habanera.

La Funeraria Caballero era la mejor y sus servicios los más costosos de la ciudad. Pertenecía a una familia propietaria de una cadena de funerarias. En los primeros años de la Revolución sus propiedades fueron intervenidas, entre ellas la funeraria ubicada en La Rampa. El edificio de aspecto sobrio y modestamente fúnebre, de dos plantas y un sótano, con un aire colonial moderniza­do, grandes ventanas donde la madera estaba reemplazada por cristales que permitían, además, el uso del aire acondicionado, fue reformado y convertido en un centro cultural, el más concurrido por la juventud habanera de los sesenta. Con sus maderas color rojo, las esculturas, carteles y cuadros de sus sucesivas exposiciones, causaba, en aquellos que la habían conocido como funeraria, una impresión sorprendente: en las paredes de las capillas donde antes se velaba a los difuntos, veían ahora un gallo de Mariano o una Flora de Portocarrero, oían cantar a jóvenes trovadores, algunos sentados en el suelo.

Hasta aquí cuanto quería decirles. Tan solo he contado recuerdos, impresiones personales de un rampista. Faltan fechas, precisiones, comprobaciones, nombres de arquitectos… Tal vez mi memoria, dada a las conversiones inesperadas, haya distorsionado una parte de la realidad histórica. Para la memoria existe esta realidad, pero de manera curiosa, mezcla de pasado y también de presente, incluso de futuro, existe como una experiencia personal. A esta realidad singular quise atenerme.

En cierta medida, La Rampa evocada esta tarde les resultará inencontrable. Terminó en un momento dado o en una sucesión de momentos, dentro de la década de los setenta. Ofensiva revolucionaria, intervenciones y nacionalizaciones excesivas, el periodo más dogmático de la política cultural cubana, que duró para algunos cinco años, para otros un tiempo más largo, contribuyeron a su paulatina decadencia. Desaparecieron las salas teatrales y se cerró la galería instalada en la antigua funeraria Caballero, la galería más participativa que había en la ciudad, convirtiéndose en un oscuro almacén de la televisión nacional. Cuando andaba rumbo a este Pabellón todavía activo, como antes, recordé un verso de Baudelaire que dice: «De una ciudad la forma cambia más deprisa que un corazón mortal». Ignoro con exactitud si es propio de los corazones mortales cambiar deprisa, mi corazón suele tener perennidades de pirámide azteca, pero sin duda La Rampa no es ya la de aquella época.


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