Autor: 18 septiembre 2007

Adam Zagajewski: Antenas
Traducción de Xavier Farré
El Acantilado, Madrid, 2007

Tras la primera lectura, un breve recorrido por los poemas más significativos de Antenas, último libro de Zagajewski publicado en España y cuya edición original es de 2005, confirma la visión que ya tenía del autor. La melancolía, no tanto como actitud vital o temperamento cuanto como proyección hacia el pasado, es una atmósfera suave que envuelve a la obra en general. Así, el primer texto de la misma rinde homenaje a alguien, una vieja profesora de dicción que se jubila, que no solo es un personaje concreto de la experiencia del poeta. También, con esa «elegancia un tanto anticuada», un fragmento, un símbolo de ese tiempo que se imagina uno menos envilecido y atropellado democráticamente. Resto del naufragio de cierta escala de valores a los que la nueva barbarie tilda de caducos: «Ahora nos quedaremos solos. / Maltrataremos la lengua y los labios».

Se invoca en otro poema «a la musa de la lentitud», y es una reacción frente al vértigo de la modernidad; una apuesta, entre líneas, a favor del placer, del paladeo de las pequeñas sensaciones, del trabajo bien hecho que no se doblega a reclamos imperiosos como la competitividad, la búsqueda a ultranza de lo novedoso en un afán, pueril, de ir siempre más lejos, aunque no se sepa adónde… Tradición, sí, entendido el concepto en su sentido más noble, es una de las palabras clave a la hora de definir la poética de Zagajewski.

Cuando en «Liturgia ortodoxa», por ejemplo, se habla de unas voces profundas que piden compasión, se está hablando no solo de la belleza de los ritos, de las divinas palabras cuyo carisma es sobre todo la eufonía, de una dicción que recuerda, curiosamente, a la de Joseph Brodsky, también, de forma indirecta, de los totalitarismos que proscriben y a su vez crean sucedáneos de sacralización. La tosquedad colectiva, por otra parte, es asimismo otra censura: «Y también apiádate de mí, Señor invisible». Solo la magia, nada estridente, de la poesía es capaz de redimir un tema tan gastado, tan codificado, tan recurrente como el «Mar».

En cuanto a las imágenes, la originalidad (y conviene aquí emplear la palabra con todo tipo de reservas) nos remite a un poeta ya citado, Brodsky, y quizá a Szymborska y otros poetas polacos: «incontables huestes de cangrejos marchando de lado / como húmedos veteranos de las guerras púnicas», las olas que mueren todas «de agotamiento, como el mensajero griego». El motivo sirve, además, para esbozar otra de las facetas de Zagajewski, el cosmopolitismo, la cultura viajera: Cefalú, Estocolmo, Venecia, «el mar Jónico, principio y fin del mundo»…

«Leyendo a Milosz» brinda una lectura ambigua, o sencillamente sutil como lo es muchas veces la escritura del poeta ucraniano. Me refiero a esa dualidad en la que el homenaje no está exento de una línea fronteriza con el reproche o la crítica: «A veces usted habla con tal tono / que, de verdad, el lector cree / por un instante / que cada día es sagrado», «No es hasta el atardecer, / cuando dejo el libro, / que vuelve el ruido de la ciudad: / alguien tose, llora, alguien impreca». Es decir: Milosz entre el cielo y la tierra; la tierra «justo donde empieza / nuestra región, con humildad y timidez». Literato a fin de cuentas, porque cuando cesa su lectura no hay un proceso de continuidad, una fluidez indiferenciada, comienza la irrupción de la vida con toda su impureza. En Zagajewski, asociada siempre a exteriores (el campo, los parques, las periferias de la ciudad, un nomadismo no solo cultural) hay una sensación de placidez cuya tersura empañan a veces la conciencia de precariedad y la intuición de un desastre que podría ser inminente: «hablando en voz baja de la catástrofe, / de lo que vendría, del terror inevitable». Enigmático es el final del poema, «A los pies de la catedral», al que pertenecen también los dos versos anteriores: «Y alguien dijo: esto es lo mejor / que podemos hacer ahora, / hablar de la oscuridad en esta sombra tan clara».

No creo que la presencia, aun sesgada, de tantos símbolos religiosos sea gratuita: ¿reacción compensadora frente a una memoria histórica reciente?, ¿continuidad de la tradición eslava?, ¿convicción íntima de que es necesaria, aunque solo sea como autodefensa o amparo colectivo, una revalidación de la noción de lo sagrado…? Culturas como la alemana, que soportan estigmas sobre los que no es necesario insistir, o quizá sí, se redimen al fin por virtud de una belleza que tiene, expresivamente, el signo del desasosiego, del desequilibrio: «Una plancha caliente alisaba el pasado, / al alba unos mirlos alemanes / cantaban poemas de Georg Trakl, / y nosotros queríamos vivir y soñar». La desmemoria también como salvoconducto de vida. La posibilidad de la escritura después de Auschwitz, contra lo que vaticinó el pesimismo radical y lúcido de Paul Celan. El olvido, en efecto, es un valor en esta poesía en la que las referencias al pasado, atroz en tantas ocasiones, no excluyen una cierta indulgencia, un sentimiento de piedad hacia los verdugos, o hacia la misma Historia que, menesterosa, reclama una catarsis: «¿Entendieron ya (los ausentes) la esencia del mal que nosotros no sabemos percibir / y perdonaron a sus perseguidores?» La naturaleza, insisto, es balsámica, apaciguadora. Incluso «el tumulto del mar» empuja a la mencionada terapia del olvido. Pero, al margen de cualquier solemnidad, de esos temas que la escritura prestigia como trascendentes, Zagajewski sabe extraer encanto de los detalles más nimios; y tales poemas, a mi modo de ver, tienen igual o superior categoría estética que los primeros. En un tren un muchacho deja que asome la cabecita de un gato por la abertura de su cazadora azul. Los ojos vivaces del animal contrastan con la otra mirada, perezosa o soñolienta: «Ante mí tenía un chico de dos cabezas, / la inquietud del animal lo hacía más rico». La verborrea teórica que suscita la poesía; la verborrea que es, con frecuencia, la propia poesía, las resume el autor en un elusivo «etcétera» cuando «huelen los jardines y los gatos están quietos / delante de las casas, como filósofos chinos».

«Blake», visionario que «hallaba ángeles en las copas de los árboles» y encontraba a Dios Padre en las escaleras más humildes, podría ser un ejemplo de artista, y también, muy distinto, Brodsky, poeta de la inteligencia, pero no tanto como para no consentir un momento de duda, «una pequeña pausa en la argumentación». Incluso «El viejo Marx» sospecha durante algunos breves instantes «haber propuesto al mundo / tan solo una nueva forma de la desesperanza». Horror, pues, a lo marmóreo, a la perfección que no admite fisuras y es, por tanto, antinatural. La realidad bien asumida, ya sea materia o espíritu, tiene como en «Zurbarán», pintor de monjes y objetos, el signo de la santidad. «Griegos» insiste en la idealización de una cultura añorada, «pero cuando nací vivía y gobernaba / aún el georgiano picado de viruelas». Se refiere, claro está, al lúgubre camarada (¡paradojas!) de otros poetas como Alberti y Neruda. Años de luto, de memoria y silencio, no impidieron, con todo, que el manzano de una calle en el mapa de la memoria estallase «en una risa extática». La belleza, una vez más, como disidencia, como deserción, señalando quizás un camino. «La descripción de los cuadros inmóviles / es en grado extremo apasionante», dice otro poema. No tanto, en cualquier caso, como la vida misma, llena de memoria, de razón, de amor, de desconsuelo tantas veces. Unas uvas del siglo xvii («por lo general percibimos solo algunos detalles») parecerán siempre frescas y relucientes, pero nunca serán delicia en el paladar, por mucho que se hagan agua en la boca de quien las contempla. Cuervos, tranvías ávidos de electricidad, gordos curas con pesadas casullas, maestros con cara de latón; así resume Zagajewski una infancia en la que «No hubo infancia»; a pesar, claro, de que brillaban húmedas en la noche las hojas de los arces…

El peso de la historia, tanto en su dimensión épica, externa, como en su sentido más íntimo; el vagabundeo en pos de la felicidad, o del sabor de una libertad aplazada en tiempos oscuros, hacen que el poeta, en «Equilibrio», desde un avión, sienta que el vacío «solo puede prometer una cosa: la plenitud». Y es que frente a la música del mundo (el amor, la poesía, Bach, Schubert, Vermeer) existe, como contrapunto, un silencio que también es necesario oír. Silencio agradecido, actitud muy propia de la poética de Zagajewski, el que sentimos al cerrar su libro.

Eugenio García Fernández


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