Autor: 23 septiembre 2007

Susan Sontag: Cuestión de énfasis
Alfaguara, Madrid, 2007

«No estábamos mintiendo, sino que era una cuestión de énfasis», comentaba un funcionario de la Administración Bush en la ABC News refiriéndose a la forma en que la Administración norteamericana exageró la amenaza que Saddam Hussein suponía para EE. UU. No le cayó en saco roto a Susan Sontag (1933-2004), una neoyorquina seria y tenaz, comprometida con su tiempo más allá de las medias tintas: «Si no puedes poner tu vida donde está tu cabeza (corazón) entonces lo que piensas (sientes) es un fraude». Tras su célebre artículo escrito poco después de la tragedia del 11-S, en el que criticaba acerbamente la desconexión existente entre la realidad y lo que los medios de comunicación y políticos norteamericanos decían sobre la realidad, le llovieron palos de todos los frentes, se le acusó de odiar a su país, de ser una idiota moral, se le comparó con Bin Laden y Saddan Hussein e incluso hubo alguien que propuso confinarla en el desierto. Es importante tener esto en cuenta, así como sus largas estancias en Vietnam y en Sarajevo, para comprender que la respuesta estética de su escritura ha sido inseparable de su actitud ética.

Cuestión de énfasis sigue siendo un buen ejemplo de ello aunque no aporte nada nuevo al lector habitual de Sontag. Al terminar de leer este libro no pude evitar una sensación parecida a la que tuve escuchando los últimos discos de Miles Davis: comercial y repetitivo. Una mera cuestión de énfasis. Miles sigue siendo Miles, y lo mismo se puede decir de Sontag. Pero no hay en ellos la misma necesidad que motivó sus trabajos más emblemáticos. Sontag ha sido de las pocas figuras intelectuales de la segunda mitad del siglo xx capaz de hablar casi de cualquier cosa «con un alto grado de solvencia y una pareja autoridad mediática», como afirma Ernesto Hernández Rubio en una reseña de este mismo volumen. Una de las principales fuentes de su obra ha sido el humanismo centroeuropeo, encarnado en modelos como George Steiner, Joseph Roth y Walter Benjamin, cuyos postulados inspiran buena parte de Contra la interpretación. Este hecho resulta evidente en la primera parte de Cuestión de énfasis, dedicada a certificar su admiración por la literatura rusa del xix, Machado de Assis, Sterne, Borges, Danilo Kis, WG Sebald, Zagajewski y Wasler, entre otros. Mención aparte merece su homenaje a Roland Barthes, con cuya sensibilidad se identifica especialmente: «Lo que caracteriza dicha sensibilidad es, por lo general, su confianza en el criterio del gusto y su orgulloso rechazo a proponer algo que no lleve el sello de la subjetividad. Confiadamente firme, insiste sin embargo en que sus aseveraciones no son más que provisionales». Sontag hace hincapié en la subjetividad de la primera persona narrativa para diferenciar la novela contemporánea de la autonomía respecto a todo hablante específico que presentaban los clásicos del siglo xix, cuya «sabiduría» parecía brotar de una voz impersonal, oracular, anónima e imperiosa: «Es más que probable que la sabiduría en la novela contemporánea sea retrospectiva, de ecos íntimos. La voz vulnerable, que duda de sí misma, es más atractiva y parece más confiable. Los lectores anhelan el despliegue —la intromisión— de la personalidad; es decir, de la debilidad».

La segunda parte del volumen está dedicada a una amplia gana de intereses: cine, arte japonés, pintura, fotografía, música y danza. En la mayor parte de los casos parece tratarse de textos de ocasión, prólogos, artículos y conferencias dictadas por el compromiso más que por la necesidad. Todo lo que se dice aquí está más trabajado, y con más hambre, en sus magníficos ensayos Sobre la fotografía y Contra la interpretación, que la convirtieron en una de las intelectuales más prestigiosas de la segunda mitad del siglo xx. Resulta evidente al leer estos textos que Sontag tenía un temperamento inquieto y una voracidad intelectual que le empujaba adoptar una actitud esencialmente exploratoria, como su admirado Jean Luc Godard. Para Sontag, las películas de Godard eran sencillamente lo que eran, pero también acontecimientos que empujaban a su público a reconsiderar el sentido y la magnitud del arte que representan. No solo obras de arte, sino también actividades meta-artísticas. Desde este punto de vista aborda Sontag la confección de estos textos de diverso alcance, que abordan temas como el carácter comercial y banal de la mayor parte del cine actual, la adaptación de la novela al cine (utilizando como ejemplo Berlin Alexanderplatz de Fassbinder), el bunraku japonés, la música de Wagner y diversos textos ocasionales como catálogos de exposiciones, reseñas de montajes escénicos e incluso un texto sobre jardines. Sontag ha sido un poco víctima de ese «resentimiento terrible y mezquino que hay en Estados Unidos hacia el escritor que trata muchas cosas», como ella misma afirma en su ensayo «Sobre Paul Goodman», pero lo cierto es que al leer estos textos se percibe un rol demasiado periodístico, como señala el citado Ernesto Hernández Rubio, que también se hace eco de los comentarios en el entorno de Sontag sobre la cantidad de compromisos que le llegaban en los últimos tiempos de amigos artistas para que escribiera sobre ellos en forma de catálogo, prólogo o reseña. «La finalidad de todo comentario sobre una obra de arte debería consistir en hacer que fuera para nosotros más real», había dicho Sontag en otra ocasión.

Finalmente, la tercera parte del volumen integra una serie de textos que reinciden en su activismo, su compromiso ético y su condición de empedernida viajera. Leer el propio yo a través del prisma de un viaje supuso la aventura autobiográfica registrada en Un viaje a Hanoi, experiencia cuya sacudida moral marcó a partir de ese momento su sensibilidad. De lo que vino después encontramos fogonazos en estos textos, escritos, eso sí, con el estilo vitalista y la carga emocional, el pathos que ha supuesto un sello inconfundible de originalidad en sus mejores ensayos. Pero su mejor legado, andando el tiempo, será la gran inteligencia y la valentía con la que aprendió a ver más que los demás. Aquellos ojos negros, tan limpios: «Mi vida siempre me ha parecido una transformación. Me gusta comenzar de nuevo, no hay nada como el espíritu del principiante».

Jaime Priede


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