Autor: 25 septiembre 2007

Garnier Simmons: Sam Peckinpah: vida salvaje
T&B Editores, Madrid, 2007

Uno de los mejores cuentos de Flannery O’Connor lleva por título «Un hombre bueno es difícil de encontrar». En él, una familia georgiana decide viajar hasta Florida pese a los reparos de la abuela, que ha leído en la prensa que por ese estado anda un delincuente apodado el Desequilibrado, un tipo con el gatillo ligero y pocos reparos a la hora de llevarse a cualquiera por delante. Cuando en la ruta la familia sufre un accidente, quien los asiste es precisamente la banda del Desequilibrado, cuyos compinches van eliminando en un bosque cercano a la carretera, al que les hacen trasladarse, al hijo, los nietos y la nuera mientras el Desequilibrado mantiene con la abuela una conversación bastante trascendente acerca de Jesús, en la que ella se empeña en demostrarle al asesino que él no es más que una buena persona encubierta. Hay un momento en el que parece que está a punto de conseguirlo, él tiene la cara muy cerca de la anciana y le asoman las lágrimas cuando ella le dice: «¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis niños!», y justo en ese momento la abuela pone una mano sobre el hombro de su interlocutor, que reacciona disparándole tres veces. Cuando vuelven sus compañeros, el Desequilibrado les ordena que se lleven el cadáver al bosque junto a los demás y murmura: «Habría sido una buena mujer si hubiera tenido a alguien que le disparara cada minuto de su vida».

No sé exactamente por qué, pero después de leer Vida salvaje, el libro en el que Garnier Simmons repasa la obra de Sam Peckinpah, pensé en el Desequilibrado, un hombre que está seguro de que en la vida no hay auténtico placer y, precisamente por eso, se dedica a destruirla. Peckinpah tenía algo de ese nihilismo, pero en él esa fuerza negadora, destructiva, se aliaba con una gran imaginación creativa que le hacía capaz de plasmar en imágenes una violencia lírica y épica a la vez que lo llevó a fraguar una de las obras maestras del cine de todos los tiempos: Grupo salvaje.

Garner Simmons, escritor free-lance durante un tiempo y famoso por producir series como V o Poltergeist: The legacy, se quedó impresionado al ver Grupo salvaje en un cine de Chicago y, algunos años después, mientras el director preparaba en México la filmación de Quiero la cabeza de Alfredo García, decidido a escribir un libro sobre él, Simmons llegó a conocerlo y tratarlo con bastante intimidad, hasta que la prematura muerte de Peckinpah a finales de 1984 interrumpió su amistad.

Quien abra este libro pensando encontrar las excentricidades de un personaje excesivo, capaz de organizar campeonatos de meadas en un hotel o de casarse con la misma mujer tres veces y dejarla embarazada en el intervalo de alguno de sus divorcios, puede olvidarse en buena parte, porque Vida salvaje prescinde de esa faceta todo lo que le es posible, lo que no quiere decir, en absoluto, que sea un libro amable, sino más bien que es un libro profesional, que habla de un profesional del cine y que se centra en los conflictos que Sam Peckinpah generaba en cada una de sus películas con los productores —y no solo con ellos, también con actores y técnicos, a los que despedía sin contemplaciones en cuanto veía el menor síntoma de no estar comprometidos al ciento cincuenta por cien con el filme—. Peckinpah creía en la dialéctica del conflicto como desencadenante de creatividad y lo llevaba a los extremos, lo mismo que creía en la fuerza propulsora del alcohol y la cocaína y aplicaba también esta terapia sin control, que finalmente lo llevaría a la tumba.

Precedidas de un hermoso prólogo en el que nos relata cómo conoció al director y las vicisitudes que con él pasó para escribir el libro, Garner Simmons nos da unas páginas que transpiran autenticidad. El primer capítulo, en el que se habla de los abuelos y los padres de Sam, tiene ese arranque mítico, tan de frontera, tan de saga, que caracteriza a la narrativa norteamericana. Para realizar el libro entrevistó a todos los miembros que pudo de la familia Peckinpah y de los equipos de sus películas, incluso habló con los que durante el tiempo en el que él escribía la obra —cuya primera edición le entrega a Sam poco antes de que éste muera, tras diez años de recopilación de material— ya no se dedicaban al cine ni concedían entrevistas, como el actor Randolph Scott. En Vida salvaje todos hablan —y desde luego no siempre bien— de quien supo captar como nadie la dignidad sin esperanza de los que están fuera del sistema, y de quien se dejó la piel, muchas veces inútilmente, luchando contra lo que él consideraba el sistema, que venían a ser los productores de los grandes estudios de Hollywood.

Nacido en Fresno, California, hijo de un juez y nieto de un político aficionado al ganado y poseedor de un rancho, David Samuel Peckinpah se crió en las montañas y pronto empezó a dar muestras del carácter endiablado que mantendría el resto de su vida cuando a los tres años, molesto con su abuelo, lo persiguió con un rastrillo hasta conseguir clavárselo. En lugar de seguir la tradición familiar y estudiar derecho, Sam estudió historia y una novia de juventud influyó en que se aficionara al teatro. Trabajó después para la televisión y como ayudante de dirección de Don Siegel. En 1961 dio el salto al cine con un western bastante desaborido titulado The Deadly Companions. Su siguiente película, Duelo en la alta sierra, haría que los críticos se quedaran boquiabiertos y que algunos hablaran del nuevo John Ford, lo que ocasionó que el productor Jerry Bresler y Columbia se interesaran por él para dirigir una superproducción titulada Mayor Dundee, que supondría el más grande conflicto —y fueron catorce, uno por película— de Sam Peckinpah: se excedió en el presupuesto con localizaciones alocadas, hubo problemas con la empresa mexicana a la que se le había contratado el vestuario, Charlton Heston, protagonista del film, tuvo que prescindir de su salario para que no echaran a Peckinpah y este no reconocería el montaje final de la película al ser apartado del proyecto durante la posproducción. Su fama de problemático corrió como la pólvora y estuvo años sin trabajar, pero en 1969 volvió a lo grande al realizar Grupo salvaje. Después de la cima vendrían otras obras memorables como La balada de Cable Hogue, La huída, Pat Garret y Billy the Kid o Quiero la cabeza de Alfredo García; y algunas más irregulares como Perros de paja, Junior Bonner o La cruz de hierro; hasta llegar a una cierta decadencia final con Convoy y Clave: Omega.

Peckinpah tenía muy presente la cita del filósofo chino Lao-tse de la que sacó el título de uno de sus filmes y que decía que «ni el cielo ni la tierra muestran benevolencia; tratan a las cosas del mundo como si fueran perros de paja. Tampoco el sabio es benevolente, trata a las personas como si fueran perros de paja», y por tanto era egoísta en muchos sentidos y manipulador hasta lo deleznable cuando se trataba de hacer lo mejor para la película. La actriz Stella Stevens, protagonista de La balada de Cable Hogue, sufrió en carne propia los extraños métodos de aproximación y rechazo que Peckinpah practicaba cuando quería que le dieran lo máximo para un personaje, hasta el punto que se sintió dolida y nunca más quiso trabajar con él a pesar de que en ese papel está perfecta. Durante el rodaje de esta película despidió a unas treinta personas, lo que puede dar una idea de cómo era trabajar con Sam Peckinpah. Sin embargo, muchos de sus colaboradores lo fueron durante largo tiempo, como Jerry Fielding, encargado habitualmente de la banda sonora, o Gordon Dawson, primero trabajador de vestuario y después productor ejecutivo, o el director de fotografía Lucien Ballard, o la larga nómina de actores y amigos como L. Q. Jones, Warren Oates, Slim Pickens, Emilio «El Indio» Fernández, Ben Johnson, Strother Martin, etc., que solían aparecer en todas sus películas. Y ellos mismos reconocen que cuando un guión tenía algo bueno Peckinpah lo respetaba y que cuando alguien aportaba una idea de calidad la aceptaba. Podía ser inflexible cuando no lo convencían de que las cosas no eran como él las veía, pero como todo creador inteligente también era permeable, sabía reconocer los errores y era generoso con quienes aguantaban el calvario de sus películas hasta el final.

El retrato que resulta de estas páginas es el de un hombre contradictorio, capaz de lo mejor y de lo peor desde un punto de vista humano y capaz casi únicamente de lo mejor desde un punto de vista artístico. Sam Peckinpah vivía para lo que hacía, para el cine. Dejó una filmografía corta pero insuperable y, como el Desequilibrado, alguna que otra vez asomaban a sus ojos pálidos y enrojecidos por la resaca unas lágrimas de emoción que se deslizaban furtivamente tras las gafas negras durante el rodaje de alguna escena que lo dejaba especialmente satisfecho. Nos hizo comprender, poetizándola, que la violencia está inscrita en el código genético humano y, por si no nos quedaba claro, se dedicó a disparar contra el mundo cada minuto de su vida, como el Desequilibrado quería que se hiciera contra la anciana para convertirla en una buena mujer. Sam Peckipah fue un hombre excesivo y a juicio de muchos de quienes le trataron no fue un buen hombre, ya Flannery O’Connor nos advertía en su cuento que eso es difícil de encontrar, pero no importa lo más mínimo porque, aunque pueda parecer lo contrario, ver sus películas nos hace mejores.

Alfonso López Alfonso


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