Autor: 21 abril 2008

Vicente Duque

¿No has observado cómo cuando va a nacer una cosa todo cambia bruscamente de sentido? […] Cuando una cosa se ha traído verdaderamente al mundo no es como algo que «ocurre», de repente ya no hay más ojos que los suyos para ver, y queda definitivamente excluido el que pudiera no ser; no hay nada que no esté bien. (El mar de las Sirtes)

«Liberar por destilación un elemento volátil, el “espíritu de la Historia”, en el sentido en el que se habla del espíritu del vino, y depurarlo suficientemente para que pudiera arder en contacto con la imaginación»: tal fue la ambición confesada por Julien Gracq a propósito de la redacción de su obra más famosa y, a un tiempo, más enigmática. Esa misma voluntad de captación del aura emanada de los sucesos y objetos del pasado, del sortilegio emboscado en la tenue persistencia de todo cuanto ha sido, es la que parece presidir igualmente las ensoñaciones y los días del protagonista, el joven Aldo —hasta cierto punto un trasunto novelesco del autor—, paseante solitario en las tormentosas tardes veraniegas por las riberas del Zenta. El viaje que el héroe emprende hacia la lejana provincia de las Sirtes, última Thule de la Señoría de Orsenna, no es solo un acicate para liberarse de esa suerte de acedia saturnal que todas las formas vividas del placer y el ocio superior han impreso en su ánimo, también obedece al impulso, más bien tenue y vagaroso —no es posible hablar de intención en aquel que solo huye de una existencia que se le antoja vacía—de recobrar, siquiera como simulacro de una sensación ya extinguida, el ademán impetuoso de sus mayores, adalides antiguos de una nación ahora soñolienta, aletargada, de un Estado que vegeta en el recuerdo de las glorias de antaño.

Como el oficial Granje de Los ojos del bosque, de nuevo un carácter inspirado en el propio autor esperando en el frente de las Ardenas a un enemigo fantasma durante la drôle de guerre, entre 1939 y 1940, Aldo descubre en el frente de las Sirtes, en el distante Sur, la existencia de un conflicto, de una guerra anómala que ya no merece tal nombre por lo postergada, guerra olvidada por los cronistas oficiales y, como suele suceder, solo recordada por los poetas «siempre ávidos de exaltaciones épicas, más efectivas cuanto más impostadas». El viejo contendiente, el fabuloso Farghestán, es un Oriente separado desde los pretéritos combates de la Señoría de Orsenna por una línea roja trazada en todas las cartas de navegación. En la fortaleza del Almirantazgo, tras sus glacis roídos por la bruma y la decrepitud, Aldo comienza a frecuentar el semiescondido cuarto de los mapas. Fruto de sus vigilias y jornadas de estudio nace la obsesión por la tierra allende las aguas, por el relieve discontinuo de sus costas, por sus puertos apiñados como en una tierra santa a la sombra del volcán Tängri —Rhages, Trangés— y su cinturón de ciudades, con nombres cuyas sílabas evocadoras «anudaban sus anillos como guirnaldas a través de la memoria»: Gherra, Myrphea, Thargala, Urgasonte, Amicto, Dyrecta…

En el límite meridional de la república, las landas grises e infinitas, las lagunas, cual espejos siempre dormidos, y algunos ralos pastizales rodean con su hechizo desolado a la pequeña guarnición, extrañada de sí misma, agotada por un constante estar sobre las armas, que, no obstante, es negado por los pequeños empeños cotidianos, por una perpetua guardia difícilmente asumida a la espera de una revelación inminente, una guarnición presa en su evanescente jaula de niebla y piedra y viento de una constante atonía de la orientación y la voluntad. En la fortaleza «no suceden cosas singulares, no sucede nada», como confiesa a Aldo su superior, el capitán Marino, solo un cúmulo de inercias, las mismas que en otros lugares desatan avalanchas, mantiene desde hace tres siglos esa inmóvil ruina como emblema de la vacuidad del tiempo y sus afanes.

En la opacidad fúnebre y mojada del Sur, Maremma, la Venecia de Orsenna, hospeda a Vanessa Aldobrandi, heredera de una familia aristocrática de fidelidades cambiantes. Los ocultos juegos de poder en la Señoría la han enviado al exilio, junto a su padre. En un palacio de sueño, de altas y enmohecidas galerías y atmósfera pesante, saturada, Aldo y Vanessa, que ya de niños se habían conocido y habían jugado ocasionalmente en el jardín Selvaggi, viven ahora un amor desasosegante; en ocasiones la hermosa mujer se le antoja al joven oficial uno de esos ángeles crueles que agitan su espada de fuego sobre una ciudad fulminada, en otras, como sucede con ocasión de la audaz excursión a la vecina isla de Vezzano, desde donde ambos amantes divisan el lejano destello cónico y frío del Tängri, una ninfa cálida y dichosa generosamente ofrecida a las caricias cómplices del amigo.

Un deseo turbio e inconsciente fluye discontinuo, como enredado entre las madejas del sueño y los vahos del palacio anfibio, desde una de cuyas altas estancias el famoso retrato del traidor y tránsfuga Piero Aldobrandi, que estruja en su puño la flor sangrante y pesada, la rosa roja emblemática de Orsenna, parece presidir la vida de los que allí moran. En el palacio Aldobrandi, en Maremma, en todo el confín de la Señoría, difuminado por las acciones simultáneas del olvido y la niebla, todos se sienten vivir bajo el peso de esa mirada insomne y desterrada.

Pero, al lado de esa mirada, otra mirada más inquisidora y ejecutiva, la de los ojos de la Señoría, escruta e indaga sobre los repentinos indicios y rumores que se diría nacidos en el propio palacio. Giulio Belsenza, agente secreto en Maremma, confía sus sospechas a Aldo, él mismo «observador» oficial y testigo forzado o voluntario de las inquietantes señales que comienzan a aflorar en la apática frontera: insinuaciones sobre un cambio de poder en Farghestán, subyugado ahora por una secreta secta; voces pánicas de misteriosos predicadores vagamente apocalípticos; inéditos disfraces de beduinos, lucidos con ocasión de la fiesta de Navidad, bajo cuyos oropeles orientales podrían ocultarse desconocidos de oscura tez; extrañas señales en la luna, a decir de nómadas y pastores; cuchicheos sobre «la muerte en la llama que vendrá por el agua»… Un ambiente de zozobra en Maremma comienza a extenderse también hasta las alquerías fortificadas y hasta los mismos muros del Almirantazgo, erguido a duras penas en medio de un paisaje que parece deslizarse hacia la nada.

Súbitamente, las señales se multiplican: una embarcación clandestina descubierta entre las fantasmagóricas ruinas de la ciudad muerta de Sagra; el miedo de los propietarios de Ortello, que se niegan a renovar los contratos a los hombres de la brigada del Almirantazgo ante la inminencia de «algo»; los rumores de conjuración en las calles de Maremma, donde «Orsenna conspira contra sí misma», en palabras de Belsenza. Una carta del remoto Consejo de Vigilancia de la Señoría reconviene veladamente a Aldo, le encarece su deber de recordar la verdad oscura —al fin y al cabo, «un Estado vive en la estricta medida en que mantiene un contacto inveterado con ciertas verdades ocultas», como declara el misterioso redactor de la misiva— y le impele a abrir una de esas puertas que sólo se traspasan en las pesadillas. El observador es un aprendiz de brujo que desconoce la magnitud de las fuerzas, hasta ahora presas de esa inercia casi cósmica, que se dispone a tentar. Un instante de debilidad representará el definitivo adiós a «los centinelas del eterno y abúlico descanso». Como predicaban los sacerdotes de San Dámaso, el antiguo refugio de herejes, iluministas, islamistas y nestorianos que propagaba las palabras que habían turbado la continuidad de las cosas en Orsenna, todos sienten en la Señoría que es llegada la hora del Nacimiento, Nacimiento al amanecer de los días postreros, a la cita del último combate indeciso, Nacimiento que es también apertura al Sentido y a la Muerte.

Presa de la embriaguez y el temblor, el «Temible», al mando de Aldo, se interna una noche más allá del límite de las patrullas; en unos segundos determinantes, en los que parecen haber desembocado todos los instantes de un mundo destinado a perecer, rebasa la línea roja y se adentra en el mar. Como si millones de tensiones eléctricas descargaran en un relámpago, el velo cae, para siempre rasgado, y la embarcación navega hechizada hacia la masa lunar del Tängri, el volcán surgido desde las profundidades. En la línea misma del afloramiento de la montaña la tripulación contempla absorta el inmenso penacho de la cumbre, una umbela que se diría que presagia lluvias de sangre, como una gigantesca señal izada en vísperas de epidemia o diluvio. Embrujados por el misterio emanado del riesgo y el atrevimiento, todos los hombres parecen querer consumirse, como insectos imantados, en el gigantesco y pétreo fanal de luz fría.

La deriva onírica de Aldo y su tripulación desata una excitación rayana en un extraño paroxismo de acciones atenuadas. Todo lo que estaba secretamente dispuesto se muestra con ampulosidad, como la escenografía muda pero elocuente de un gran teatro: un enviado de la Cancillería de Rhages, el mismo tripulante misterioso de la barca escondida de Sagra, vestido con la librea de los Aldobrandi, exigirá inútilmente a Aldo un desagravio ante la provocación. Aun consciente de la inutilidad de su esfuerzo —«tiene cita con nosotros desde que llegó aquí»—, el enviado exige una retractación por la violación de las aguas territoriales. Marino —accidente o suicidio— desaparece, y Aldo es comandante provisional de unas Sirtes que, tras las turbadoras noticias llegadas de Engaddi, en el más distante Sur, más allá incluso de las últimas lindes, pasan a convertirse en frente bélico apresurada y descuidadamente fortificado. Llamado a consultas a la ciudad alta de Orsenna, una ciudadela de casas y palacios apiñados en una colina abrupta, donde hasta hacía poco tiempo hibernaba el corazón helado de la Señoría, y donde ahora bullen gentes deseosas de consumir su tiempo y de quemarse «en la luz del último gran día», Aldo mantendrá en la sede de la Vigilancia una primera y última entrevista con el viejo Danielo, uno de los guardianes del poder. Los oscuros presagios del sermón gnóstico de San Dámaso se encarnan en las palabras del anciano, quien, a distancia, ha empujado siempre a Aldo hacia el cumplimiento de su destino y ha instigado el acto del atrevimiento. No obstante, Danielo no ha sido más que el mediador de un devenir que escapa a la razón e, incluso, a las claves místicas, un devenir en el que Orsenna, estragada por la soledad y el hastío de sí misma, por su mera supervivencia como signo que subsiste en el límite de su aliento a la cosa significada, se integrará definitivamente, así como en el clamor de un río grande se ve arrastrada una vida antes extraviada en los laberintos de la vejez y el sueño.

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El «espíritu de la Historia», que la prodigiosa novela, o, mejor, relato, como gustaba de decir su autor, libera de las servidumbres del acontecimiento inmediato, rebasa el límite del suceso o la crónica. La sabia orquestación de temas —aquí con un tempo lento, diríamos, tal vez un adagio— entronca, bien es cierto, con el aura de fragilidad de un Occidente en decadencia y su larga estirpe de testimonios literarios, tantos que han llegado a configurar una suerte de «mal del siglo», según algunos que parecen ignorar que la incertidumbre es precisamente el mal eterno. Sería inútil, con todo, no reconocer en la peripecia de Aldo el eco de algunos hechos y algunas voces que, incluso con posterioridad a la escritura de la novela, como en una especie de catáfora en el tiempo, conmovieron al propio Julien Gracq; por ejemplo, unas palabras de Führer, de las pocas suyas que, con ocasión de la lectura de la biografía de Joachim Fest, el autor encuentra «verdaderamente expresivas», las pronunciadas en la víspera de la invasión de Rusia —«me parece que voy a empujar una puerta sobre una habitación oscura y aún nunca vista, sin saber lo que voy a encontrar detrás»—, parecen oírse con antelación en otras fórmulas crípticas reiteradas en las páginas del libro. La amenaza de tormenta, el aura de una borrasca intolerablemente lenta en reventar es tan inmediatamente captada por los habitantes de Maremma como pudo haberlo sido el creciente rumor de confrontación de totalitarismos —como una aciaga gigantomaquia anunciada entre arengas y exaltaciones patrióticas— por los europeos del periodo de entreguerras, especialmente en el largo lapso de tensión que se extendió de 1929 a 1939.

El casi imperceptible «ponerse en marcha» de la Historia que ocupaba a Gracq al proyectar El mar de las Sirtes es, no obstante, en sí mismo paradójicamente intemporal. Y precisamente por ello, por más que el autor haya querido atenuar el alcance alegórico del texto, sería un pobre ejercicio de lectura querer negar que toda la novela traza también las coordenadas de nuestro tenebroso presente. La morosa narración de un aguardo y el anuncio de un Nacimiento que es apertura al Sentido y a la Muerte ponen en consonancia los tonos graves de esta ficción con otras grandes ficciones de la espera: desde Beckett hasta Benet y desde Tomasi di Lampedusa hasta Coetzee son muchos los títulos que se podrían citar —incluso La hija del capitán, de Pushkin, en alguna ocasión invocada por el propio autor—, pero acaso sean solo unas pocas las fábulas alegóricas con las que El mar de las Sirtes —mar que en su título es también ribera, orilla, límite, frontera— mantiene más cerradas afinidades: Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, y, por supuesto, El castillo y Ante la ley, de Franz Kafka, los relatos de ese otro mal de muchos siglos, el de «la postergación indefinida y casi infinita, cara a los eleatas», en palabras de un Borges prologuista de Buzzati. Que conste que no hablamos aquí de «influencias», ese manido concepto de la escolástica literaria cuya enumeración equivaldría, en palabras del mismo Gracq, a la búsqueda absurda e irrelevante de datos familiares sobre los ascendientes de la mujer a la que amamos, o sobre su lugar de nacimiento, sino de signos de reconocimiento y de común identidad. Las corrientes ignotas que fluyen bajo la superficie del mar de las Sirtes y que apagan sus ecos en sus últimas riberas son idénticas a las corrientes de sentido que, bajo la distinta especie de los vientos erosionantes o las sombras alargadas, bullen en otros territorios hermanos de la literatura. El narrador que en la gran Marina rememora la dicha de los días antiguos, ahora oscurecida por la sombra del Gran Guardabosque, y enumera los muchos signos a través de los cuales se manifiesta una decadencia insidiosa; El oficial Aldo, observador en el limes nebuloso que separa a la Orsenna anquilosada de su preterido rival; el oficial Giovanni Drogo, languideciente a la espera del enemigo en la Fortaleza Bastiani, enfrentada a la llanura desolada y misteriosa; el agrimensor K., extraviado en la aldea a los pies de un castillo cuyo acceso se ve incomprensiblemente obstaculizado por ambiguas prohibiciones y sucesos; el desesperado hombre del campo que, ante el Guardián insobornable pide inútilmente ser admitido en la Ley, son otras tantas imágenes del hombre al acecho de una posible revelación, siempre demorada, que no es sino la sola verdad, precaria y evanescente, de la propia fábula. ¿«Triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo», según el diagnóstico optimista de Enrique Vila-Matas, o escritura migratoria —y que, por ese mismo carácter, difícilmente podría constituirse en paradigma de una quimérica «novela del futuro»—, escritura que finaliza, contra toda convención de género, precisamente donde empieza la trama, escritura que rehúye todo asentamiento, una suerte de nueva Cábala que intentando nombrar lo innominado se desdice a sí misma, escindiéndose y anegando su propia voz en la nada, en busca de un sentido?

Acaso el drama de Aldo, antes que el del individuo eclipsado en el oscuro vórtice de la razón de estado, no sea otro que la angustia ante el imposible discernimiento de las posibilidades que nos ofrece el destino. El narrador parece no tener otra razón de ser que la de dar la expresión paradójica y constantemente alusiva de un tiempo remansado, no heroico, no épico, pero invadido por la tensión, en el que solo un pasajero amor vinculado a un ser, Vanessa Aldobrandi, híbrido de fuerza y vulnerabilidad, ofrece una calma pronto tornada espejismo. «Con la majestad perezosa del primer fragor lejano de la tormenta», en efecto, como la quiso su discreto y escondido artífice, tan soberano de su personal estilo como de sí mismo, la prosa mágica de Julien Gracq, de una vasta y feliz ambición, ofrece la promesa de una iniciación y de un hermoso y fatal renacimiento, también para este tiempo de Adviento en el difuso confín de nuestras Sirtes. Nada en este relato bañado por la luz magnética de los amaneceres inciertos nos es ajeno, porque los profundos interrogantes, si se quiere metafísicos, que dibujan los avatares del joven «observador» de Orsenna son y seguirán siendo los propios de una Queste, una Demanda contemporánea del Grial del Sentido: ¿qué creer frente a la nada?, ¿cuándo y cómo actuar?, ¿conviene dejar el mundo tal y como lo hemos encontrado?, y si no fuera así, como se pregunta el viejo Danielo, ¿no se nos acabaría tornando insoportable la idea de que la significación de un acto singular, del acto más singular de nuestra existencia, pudiera perderse con nosotros para siempre? ¿Es lícito revelar aquello que puede otorgar un significado a nuestras vidas, aun a riesgo de asegurar nuestra destrucción? ¿No es preferible, en suma, ante la abulia y la indolencia, que todo, aun el propio deseo, aun el ansia de conocer lo que se nos revela, sea consumido, como la escarcha nocturna o el imperceptible rodar de las estrellas, en las luces del último gran día? ■ ■


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