Autor: 22 mayo 2007

Lara Cantizani: El invernadero de nieve
DVD, Barcelona, 2007

Lara Cantizani (Lucena, 1969) es editor y poeta. Su labor editorial, como ha podido ocurrir con Abelardo Linares o Jesús Munárriz, ha desviado un tanto el interés que pueda merecer su poesía.

Su reciente libro, 
El invernadero de nieve, refrendado con el xxxiii premio de poesía Ciudad de Burgos, nos ofrece la oportunidad de prestar a sus versos una más justa y detenida atención.

En su antología Isla desierta (1994-2001) ya se advierte una actitud juguetonamente iconoclasta, un punto de candor y de malicia que hace de su poesía una efervescencia de frivolidad y desvalimiento.

Esa nota de incorrección y disidencia que lo caracterizan no lleva a Lara, sin embargo, a ser uno de esos escritores corrosivos y cáusticos. Hay algo de indolencia en su voz, como si hubiese aprendido esa más alta y elegante sabiduría que consiste en no quejarse.

Su actual poemario incorpora, al margen de otros enriquecedores matices con respecto a su anterior obra, un registro absolutamente nuevo: formas poéticas de la poesía tradicional japonesa (haikus y wakas). Nada más lógico, sin embargo, que la adopción de estas formas por parte de quien ha escrito con frecuencia bajo el asombro, tantas veces bienhumorado, de la ingenuidad y la inocencia.

Tres partes conforman el libro: charcos (una colección de haikus), lagos (algunas wakas) y mares (diecisiete poemas largos).

El haiku, en puridad, es una mezcla de levedad y fascinación. En su elaboración solo cuentan los sentidos y una apenas sugerida y contenida emoción. Su extremada sutileza, su alejamiento del silogismo racional o emocional, lo convierten en un tipo de poesía de difícil comprensión (o mejor: percepción) por parte del lector occidental. Frágil y luminoso, el haiku bien podría ilustrar ese estado del que nos habla Georg Trakl: “Siempre estoy triste cuando soy feliz”.

De su cultivo en España dará cumplida y pormenorizada cuenta el estudio que actualmente prepara el editor y poeta Abel Feu. Al incorporarse a nuestra tradición, el haiku se racionaliza, asimila un explícito componente emocional, presta una mayor atención al concepto, y se reviste de metáforas y juegos de palabras. No es esto un demérito, al contrario; supondrá, como todo mestizaje, un enriquecimiento: buscará expresar, mediante una forma más limpia y depurada, no solo chasquidos de percepción, sino intuiciones más vagas y complejas, pero huyendo de embrollamientos inútiles y fatuas elucubraciones.

En este sentido Lara crea un personal hibridismo del haiku, achinando los ojos, sí, como él mismo dice, pero sin renunciar a sus habituales modos y obsesiones. Su acostumbrada picardía, por ejemplo, está en “Jugar con fuego / en la nieve. Tu aliento / fumata blanca”. Frente al remansado estanque de Bashó, estas aguas turbias en: “Como las tripas / de un libro deshojado / en el estanque”.

De genuina estructura clásica es este haiku, que incorpora una evidente ambientación andaluza: “En el tractor / anidan colorines. / Cortijo en ruinas”. De alambicado y misterioso planteamiento es “El perseguido / por una adivinanza / que no es su sombra”. En el siguiente entrevemos una de esas escenas japonesas en las que un personaje, perezoso y vagante, se deja mecer por el tiempo. La actitud de indolencia que ya señalábamos tiene aquí su ajustada correspondencia: “Migas, canicas. / La talega alimenta / mi puntería”. Nada más personal que el apunte biográfico en “Adriana y Elisa. / En las dos me reflejo. / Hijas-espejo”. No es raro que el haiku se nos muestre travestido de greguería: “La Vía Láctea / flota en los arrozales. / Arroz con leche”.

Es habitual, ahora y en anteriores libros, la referencia metaliteraria como procedimiento que busca evitar un posible exceso de patetismo y sentimentalismo. Marca de la casa, no lo olvidemos, es ese carácter juguetón y humorístico que pretende marcar distancias en cuanto asoma el riesgo de la falacia patética: “El laberinto / olvida su salida. / Prosopopeya”. Muestra de su humor eutrapélico, nada incisivo o displicente, como ya indicábamos, es este haiku: “Apología de la dolce vita japonesa”: “Mi mujer tiene / el nuevo Nissam Micra / descapotable”.

En ocasiones, y no son pocas, algunos de estos haikus guardan, en sus escasas diecisiete sílabas, infinitas sugerencias, a un tiempo hondas y luminosas: “El astronauta. / Cuando llega a la luna / no ve la luna”.

Si en la elaboración del haiku acabamos de comprobar la voz peculiar de Lara en molde japonés, más singularidad y complejidad adquieren las wakas (haikus con el añadido de dos heptasílabos). La mayor extensión de estas formas hacen de estos poemas composiciones más reflexivas, más ensimismadas, más pesarosas: “El regador. / Esto fue un crisantemo. / Espantapájaros / de macetas. Olvidos / y fantasmas brotando”.

Hermosísima esta waka en la que, como en la urna griega de Keats, la piedra inmortaliza la vida: “El capitel / petrifica el pasado. / Misa en el templo. / Una flauta divina / en la boca sonaba”.

En la tercera parte desaparecen los moldes estróficos del lejano Oriente para encontrarnos su habitual libre disposición de versos libres. Hay en estos poemas un tono menos desenfadado que en anteriores libros. El primer poema de esta serie nos sirve de claro ejemplo: dos de los elementos habituales en la poesía de Lara, sexo y deporte, aparecen aquí, pero desdibujados, oscurecidos: el ciclista de ahora no es aquel ciclista jovial, juguetón y sicalíptico del poema “El poeta no adelanta, en bicicleta, a otro duatleta”, de su libro Los 4 elementos. Por el contrario, una escena y una ambientación que pudieran ilustrar uno de esos momentos pletóricos de ilusión y goce son vistas como una premonición de desolación y hastío. En algo nos recuerdan estos versos a aquellos otros de “La perversión de la mirada”, 
de Brines. Aquí, igualmente, parece ser el adulto quien mancha cuanto mira 
(pág. 71).

Frente a aquella indolencia complaciente y búdica de sus primeros libros, la segunda parte del poema “Rompecabezas” se cierra con el verso “La vida es una pecera segura y aburrida”, un poema sobre el que sobrevuela, múltiple, la presencia de Borges: el otro, los espejos, el laberinto (“pasadizos mohosos”), la impostada nostalgia de la vida canalla y pericolosa del arrabal y las pulperías (“… el dolor del arpón de la aventura”).

En “Completar las cosas”, justo en el último verso, nos sorprende un salto hacia atrás en el inminente momento en el que el poema parece caer en el más descarnado e impúdico lamento. Podría decirse que el poeta se salva de un gesto en exceso melodramático mediante la ceremoniosa placidez de un haiku: “Me / hundo / en el pozo de una taza de té”.

En otras ocasiones los finales más graves quedan refrenados, remansados, con alguna pincelada de suave cadencia: “Afilada hacha diaria / que la ternura de mis labios aíslas / de / los tuyos, / crepúsculo de ausencia”. O recurre al cuento infantil para disfrazar de ligereza y fábula episodios de presentida oscuridad y espanto (pág. 89).

Las referencias mitológicas, otro de los aspectos recurrentes de Lara, siguen recibiendo, como ya lo han hecho muchas veces, un tratamiento desenfadado e irreverente. Consigue así, no obstante, no desmitificar, sino actualizar el mito (pág. 90).

Si bien el esquema rítmico de haikus y wakas obedecía a una estructura regular, la métrica libre de sus poemas largos origina con frecuencia un ritmo quebrado, esquinado, una melodía que, pudiendo resultar abrupta en ciertos momentos, origina quiebros y desplantes rítmicos que son, a un tiempo, rupturas de tono y una forma de provocar extrañeza y desconcierto. Aspecto este que, con la presencia en ocasiones de una imaginería irracional y visionaria, contribuye a la creación de atmósferas sorprendentes e inquietantes (pág. 81).

Y así, mediante sus acostumbrados juegos malabares, en los que busca confundirnos con su ya habitual imbricación de gravedad y ligereza, crea en su poema “El peso del orden” una estremecedora mezcla de estampas de Pokemon y estampas de otra infancia desahuciada por la miseria. Nada de temendismo o demagogia, nada de arquetípico hay en este arriesgado poema, que se salva del previsible y airado tono panfletario en unos últimos versos de frialdad entomológica.

Como cerrando un círculo perfecto, el final vuelve al principio: los dos versos finales del último poema, antecedidos por una escena de marcada inocencia y ternura, pudieran servir como una de las más rotundas y breves teorizaciones del haiku: “lo grande, / a veces tan pequeño”. Así pues, el mar parece caber en un charco; diecisiete son los poemas largos, diecisiete las sílabas que completan el haiku. Estas casuales o pretendidas correspondencias hacen que este poemario quede impecablemente imbricado, cerrado, redondo, originando esa mágica y mayor correspondencia que hace de un libro un universo.

Un invernadero de nieve es, en apariencia, una desconcertante paradoja. La jocunda lucidez de Lara, sin embargo, no nos deja más evidencia y certidumbre que esta de abrigarnos para abrigar el frío.

Juan Peña


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