Autor: 25 mayo 2007

Léon Bloy: Exégesis de los lugares comunes
Acantilado, Barcelona, 2007

Como una sátira de necios, burla de inútiles y castigo de pedantes escribió Léon Bloy este libro con aspecto de disolvente universal.

En este volumen nunca se duda o se sugiere, cada párrafo es un directo a la mandíbula, un sarcasmo o una ejecución sumarísima. Antes de leer este libro sería bueno que el lector hiciera un acto de contrición, que recordara su comercio con el tópico y el lugar común, no sea que en mitad de este campo de batalla se encuentre a sí mismo en forma de cadáver.

El objetivo del francés al escribir cada página pudo ser moral, pero su trazo es a veces tan grueso y atrabiliario que no siempre podemos aceptar sus consejos. Esa distancia no nos impide disfrutar de su talento, de su virtuosismo para la injuria, de sus apólogos y de su laboriosa crueldad.

El veneno que encierran estas páginas está dedicado en primer lugar al Burgués, escrito así, con esa excesiva mayúscula, como si el autor le hablara a un enemigo todopoderoso e inconcreto. No hay anatema, dicterio o broma que no le dedique, tan enfangado sale el Burgués de estas páginas.

En boca de ese Burgués pone el autor todos los lugares comunes que disecciona, pero no parece que esos tópicos sean de uso exclusivo de ese simbólico señor. Bloy lo sabe, pero le importa más la crítica que la exactitud. Su actitud no es la del juez imparcial, sino la del orador que se planta en mitad de una plaza o de una humeante tertulia y nos suelta una furiosa arenga que mezcla verdades y maniqueísmos, lucidez y escatología, insultos y piedades.

El autor encuentra a su enemigo en todos lados, detrás de cada oración, escondido en cada traición y en cada estulticia. Esa persecución tiene algo de neurosis, porque no cede nunca, porque jamás vislumbra una sola virtud en su enemigo.

Para encontrar el origen de esta forma de entender la sátira habrá que remontarse a Juvenal o a Petronio, porque nada hay en el autor de este libro que podamos calificar de horaciano.

Los lugares comunes que anuncia el título solo son una fecunda excusa para esta literaria masacre, porque este es un volumen que parece escrito contra todo animal de cuerpo caliente: contra Paul Bourguet; contra “el fétido Schopenhauer”; contra los papas Inocencio III y Gregorio IX, indignos de ser considerados “los Vicarios del Dios de los pobres”; contra el sacerdocio de la medicina; contra Santo Tomás, al que considera un precedente de los positivistas; contra Zola, el “cretino de los Pirineos”; contra François Coppée; contra Voltaire, “el patriarca de los imbéciles malvados”; contra el clero de su época, que este católico considera envilecido; contra los matrimonios de conveniencia…, y así sucesivamente. Acaso solo Papini y Nietzsche le igualaron en esta clase de ejecuciones urgentes y masivas.

El relato de su vida no desmerece de su literatura. Hijo de un masón volteriano y de una fervorosa cristiana, en su juventud fue un anticlerical furibundo, algo que no le impidió transformarse unos pocos años en un católico apostólico y francés. En 1877 se enamoró de una prostituta, Ana María Roulet, pasados unos meses la abandonó y decidió entrar en un monasterio de Soligny, con la fatal idea de pasarse el resto de sus días como monje benedictino. Pronto descubrió que aquella idea era un cachivache oxidado. Escribió para numerosas revistas y periódicos, pero fue sistemáticamente despedido de todos, porque sus opiniones no conocían de eufemismos ni de seres intocables. Al final tuvo que aceptar un trabajo en los Ferrocarriles del Norte. Conoció a Villiers de L’Isle-Adam, a Verlaine y a Huysmans. Pobre como una rata se definió a sí mismo el autor de la novela El desesperado. Su literatura y su vida son ejemplo del hombre insobornable, capaz de morirse de hambre antes que cambiar una opinión o lamer las botas de su jefe. Su talento hoy lo reconocen casi todos, en sus últimos años de vida muy pocos se atrevieron a ofrecerle una mano o a concederle un elogio.

Maeterlink lo juzgó de genio. Su moral lo hace hermano de Claudel y de Bernanos, pero su violencia verbal y su instinto, más profético que melancólico, le sitúan junto a otros nombres como los de Nietzsche o Dostoievski.

Descreyó de la democracia, del progreso y de la ciencia. Consideró la filosofía un simple juego de salón con abstracciones.

La editorial anuncia la cercana publicación de una selección de los ocho volúmenes de sus diarios. Imaginamos que esa selección llevará una advertencia en su portada: “Mantener fuera del alcance de niños, burgueses y lectores impresionables”.

Léon Bloy, obispo de antimodernos y azote de poderosos: intransigente, memorable y corrosivo.

Bruno Mesa


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