Autor: 11 marzo 2007

Francisco Alba

Alemania nos admira y nos horroriza. El destino de esta nación llamada a crear los más altos productos de la inteligencia humana y a causar las atrocidades más ­horrendas que conoce la historia constituye un problema que consideramos irresoluble. Es el enigma de la Esfinge.

Sabemos que fue la solitaria y precursora figura de Kant quien plantó la semilla y regó el joven árbol. El mérito de Kant es negativo, partiendo del escepticismo de Hume se propuso indagar los límites de la razón huma­na. Encontró que esta facultad no estaba capacitada para dar respuesta a los interrogantes que ella misma planteaba. El punto culminante de su obra fundamental, la Crítica de la razón pura, son las célebres antinomias. No se puede demostrar la existencia de Dios por argumentos racionales (contra Descartes y Santo Tomás de Aquino y contra el Proslogion de San Anselmo); ni tampoco se puede demostrar la inmortalidad del alma. Como es sabido, Kant tomó como postulado de la razón práctica el libre albedrío (lo dio por sentado aunque carecía de demostración) con el propósito de fundar la moral que culmina en el Imperativo Categórico.

Kant tuvo entusiastas seguidores en toda Alemania, entre ellos Schiller, que se puso a estudiarlo con pasión y no mucha fortuna, y Fichte, que recorrió a pie el trayecto que separa Varsovia de Könisberg solo para saludar al maestro. Todavía en vida del filósofo se creó un círculo de admiradores en torno a su venerable figura. Reinhold explicaba su filosofía en Jena como si se tratara de Platón; Lavater, el fundador de la fisiognómica, escribía a Kant desde Zurich exhortándole a publicar sus trabajos. En Berlín dos estudiantes se batieron en duelo por la Crítica de la razón pura y Heinrich von Kleist lo estudió con un entusiasmo que desembocó en desesperación al constatar que el conocimiento de la verdad absoluta, o de la cosa en sí, el noúmeno, no estaba a nuestro alcance. Hölderlin escribe a Hegel: “Kant y los griegos son mis únicas lecturas”.

Al final de la Crítica de la razón pura Kant expresa el deseo de que otro continúe el camino que él ha señalado. Esta tarea estaba destinada a Hegel, con el que la filosofía alemana llega a su culminación.

El Rin es la red de una cancha de tenis en la que juegan una partida los destinos de Francia y Alemania, del mundo latino y germánico. El Rin ha sido a lo largo de los siglos la frontera natural entre estos dos orbes tan distintos el uno del otro. Las ideas y los ejércitos son las pelotas de esa partida de tenis. En los tiempos de Kant la jugada provenía de Francia. Kant se nutrió con el pensamiento de su admirado Rousseau (dicen que solo durante un tiempo interrumpió su puntual paseo por Könisberg y fue mientras leía el Emilio). Goethe tradujo El sobrino de Rameau, de Diderot, su versión era la única existente cuando el original estaba perdido. ¿Se imagina alguien un marqués de Sade en el Munich, Hamburgo o Leipzig de finales del xviii? Francia era la cuna de la civilización, no olvidemos que inventaron el bidé y la guillotina, que en su día fue un adelanto fabuloso al hacer más elegante la decapitación, la máquina sustituye al verdugo. En la corte de Federico de Prusia solo se hablaba el francés por considerar al alemán una lengua bárbara. Llamados por el déspota ilustrado acudieron al palacio de Potsdam sabios franceses como Voltaire, Maupetuis, La Mettrie (el ateo radical que murió de una intoxicación por embutidos) o el gran matemático Joseph Louis Lagrange.

Con excepción de Berlín el resto de Alemania era poco menos que rural. Víctor Hugo decía que los príncipes alemanes ponían su ropa a tender en los límites de sus dominios. Alemania no era entonces un estado moderno como Francia o Inglaterra, sino una sociedad feudal repartida en pequeños principados. Goethe era ministro en la corte de Weimar.

Es indisociable del florecimiento de la cultura alemana la institución de la universidad. Repartidas por Alemania había numerosas universidades donde eruditos profesores se dedicaban al estudio de los clásicos y a compilar pedantescos manuales como los de Wolff. A Jena, Gotinga, Halle, Könisberg o Heidelberg llegaban estudiantes de toda Alemania con una movilidad que a nosotros, que no nos hemos movido apenas de nuestra ciudad de nacimiento, nos parece envidiable. Sin embargo el centro de la vida cultural alemana no era una ciudad universitaria sino la corte de Carlos Augusto, príncipe de Sajonia-Weimar. La Weimar del periodo clásico en la que convivieron Goethe, Schiller, Wieland y Herder fue el epicentro del esplendor intelectual alemán. Por Weimar pasaron todos los grandes.

La Revolución Francesa sacudió la vida apagada y tranquila de los alemanes. Una vida de luterana piedad y trabajo con un campesinado muy numeroso y una burguesía emergente que veía en los recientes acontecimientos la esperanza de un ascenso social. La aristocracia, por el contrario, veía cómo sus seculares privilegios peligraban seriamente. Más tarde llegó Napoleón y cruzó con sus ejércitos el Rin, derrotó a Prusia en Jena y los príncipes alemanes echaron a correr. Pero Napoleón se pasó de frenada y se pegó el tortazo en Rusia. (Un hermano de Hegel, enrolado en el ejército francés, murió durante la campaña rusa en 1812.) Beethoven dedica su tercera sinfonía Heroica al libertador. Goethe se entrevista con Bonaparte en Erfurt. Hegel lleva el manuscrito de la Fenomenología del Espíritu en su chaqueta cuando las tropas de Murat entran en Jena. Estos genios no son patriotas, tienen sus miras puestas en lugares más altos, se encaran con el destino de la humanidad.

La obra de Kant y de Goethe empezó a llamar la atención de los franceses. Madame de Stäel, escritora locuaz y metomentodo, exiliada por Napoleón, emprendió un viaje al país vecino y escribió sus impresiones. De Alemania es un reportaje mundano sobre la vida intelectual, fascinante y secreta, de los alemanes. En una ocasión conversa con Fichte, profesor de Jena expulsado por ateísmo, maestro de Schiller y Novalis, y le pide que le explique en pocas palabras su filosofía, la Doctrina de la ciencia. Al cabo de un cuarto de hora la inteligente señora asegura haberlo entendido todo. Esto prueba sin ninguna duda que no entendió nada. Madame de Stäel no hizo buenas migas con Goethe, pero se llevaba bien con Schiller, al que confundió la primera vez que lo vio con un general del ejército. Otro francés, Victor Cousin, fue el destinado a introducir la filosofía de Hegel en su país.

También hasta Inglaterra llegaron los ecos de esa abstrusa filosofía. Coleridge, Carlyle y De Quincey pasaron muchas noches intentando abarcar la profundidad de la german metaphysics, pero esas cavilaciones no son aptas para cabezas pragmáticas como las inglesas. De Quincey llevó su interés por la cuestión hasta escribir un libro sobre los últimos días de Kant, como si de un santo se tratara. Thomas Carlyle escribió una biografía de Schiller y aprendió el suficiente alemán como para no entender lo que leía. A estos intelectuales ingleses les fascinaban abstracciones como la cosa en sí o el espíritu absoluto, que ellos jamás hubieran podido concebir. A su vez los alemanes tenían en Shakespeare, a quien profesaban un culto idolátrico, al santo patrón de la poesía. “Nuestro Shakespeare”, le llamaban. Fueron célebres las versiones que hizo de sus dramas August Wilhelm Schlegel. Otro de los dramaturgos que admiraron los alemanes fue Calderón de la Barca. Se dice que El príncipe constante hizo llorar a Goethe cuando se representó en el teatro de Weimar.

Con esto queremos decir que Alemania no se miraba al ombligo, ni estaba encerrada en sí misma; no lo estuvo ni política, ni espiritualmente. Esto no es óbice para reconocer que la filosofía alemana es el genuino producto del genio alemán. Sistemas rigurosos, abstracciones fundamentales, pesadez, profundidad, talento especulativo. Nadie ha dicho que la filosofía tenga que ser divertida ni edificante. Nos atreveríamos a decir, relacionando a la filosofía con la más abstracta de las artes, que la rigurosa construcción de una sinfonía de Beethoven tiene mucho en común con la arquitectura del sistema hegeliano. Quien “comprende” uno de los cuartetos del músico puede comprender el método dialéctico del filósofo.

Creemos que hay que tomarse en serio, aunque no se entienda, la filosofía que desarrollaron los alemanes a principios del siglo xix. En aquel país sin entidad de estado, poco desarrollado tecnológicamente, tuvo lugar uno de los mayores milagros del espíritu humano, un milagro comparable a la Atenas de Pericles. No podemos concebir, como hombres de nuestro tiempo, hasta qué punto estaban convencidas aquellas cabezas del poder de la razón y la inteligencia humanas. Sus sistemas nos parecen pretenciosos y ridículos, pura palabrería, como al mismo Schopenhauer le sucedió. Nos pasa como a los segovianos que creyeron durante mucho tiempo que 
su acueducto era obra del diablo porque ignoraban 
que existió Roma.

Este breve esplendor duró unas pocas décadas, poco a poco fue apagándose. Con la muerte de Hegel en 1831 una época llega a su fin. Al año siguiente muere el anciano Goethe remachando el clavo en el ataúd. Los dos vislumbraron nuevos tiempos, profundos cambios en el devenir de la historia. Esos cambios nos afectan a nosotros en nuestra vida diaria. Hegel dijo que el hombre moderno había sustituido la oración de la mañana por la lectura del periódico.

El ferrocarril suplanta al carruaje, la lámpara de gas a las velas, el telégrafo a la carta, el estado centralizado al pequeño principado, el mito del pionero del Far West 
al mito del caballero andante.

En 1831 comienza el siglo xix, el prosaico siglo de la electricidad, el progreso, la historia, las instituciones financieras, las fábricas, los sindicatos, los ferrocarriles, los periódicos y los espectáculos deportivos. A partir del siglo xix las condiciones materiales de la vida mejoran con el consiguiente aumento de la población. Desaparecen los individuos y surgen las masas anónimas. (Canetti, obsesionado, les dedicó un libro). Son las masas que aclamaron 100 años después de la muerte de Hegel las paradas nazis. Las masas que desaparecieron sin dejar rastro en Auswichtz y el Gulag. Las masas que hoy llenan los aparcamientos de las grandes superficies con unánimes coches que resplandecen al sol.

Alemania nos admira y nos horroriza. El país de la ciencia, la música, la filosofía. Se ha escrito tanto sobre la barbarie nazi que nada vamos a añadir. “Todo documento de cultura es un documento de barbarie”, escribió Walter Benjamin. Es el pensamiento que aparece escrito en su tumba de Port Bou, donde acabaron sus días de fugitivo. Es la idea obsesiva de George Steiner: “Las humanidades no humanizan”. Heidegger no se dejó engatusar por el nazismo sino que lo abrazó con entusiasmo. Con clara conciencia del desastre lo enunció en 1919 la admirable inteligencia de Paul Valéry: “Las grandes virtudes del pueblo alemán han producido más desgracias que vicios haya engendrado nunca la ociosidad. Hemos visto con nuestros propios ojos el trabajo concienzudo, la más sólida instrucción, la disciplina y la aplicación más serias puestas al servicio de espantosos designios. Tantos horrores no hubieran sido posibles sin tantas virtudes. Ha sido necesario, sin duda, mucha ciencia para matar a tantos hombres, disipar tantos bienes, arrasar tantas ciudades en tan poco tiempo; pero han sido necesarias cualidades morales no menores. Saber y deber, ¿sois, pues, sospechosos?”.

El monstruoso dilema de Alemania nos enfrenta en realidad con el dilema de nuestra naturaleza humana. Desde 1945 tenemos una idea más profunda de lo que es el hombre. Los campos de exterminio nazis son un tema inagotable de indagación filosófica: son lugares extremos de la experiencia humana. Cuando decimos experiencia humana no nos referimos únicamente a las víctimas, también hablamos de los verdugos. Auswichtz justificó una definición del hombre tan extremada como la que Giorgio Agamben en su admirable Homo Sacer deduce del testimonio de Primo Levi: “El hombre es el no-hombre; verdaderamente humano es aquel cuya humanidad ha sido íntegramente destruida”. Pensamos en los judíos masacrados en todo el territorio del III Reich, los que fueron sepultados en una tumba de aire y pensamos también en Adolf Hitler, Joseph Goebbels, Rudolf Höss, Heinrich Himmler, Adolf Eichmann, Paul Blobel, Reinhardt Heydrich y todos los criminales participaron en la Shoah. Porque esa definición cuadra a las dos partes.

Algunos soldados alemanes llevaban en su mochila en el frente del Este Ser y tiempo, de Heidegger, y los poemas de Hölderlin. Deberían pensar, en efecto, mientras ejecutaban en masa a civiles y se cubrían con toda la infamia imaginable, mientras peleaban hasta la extenuación y el canibalismo que el hombre es un ser-para-la muerte. Su cabeza estaba llena de las más hondas abstracciones cuando se entregaban a un delirio de destrucción.

El 25 de enero de 1942, en pleno paroxismo, el matemático judío Felix Hausdorff, que había recibido la orden de evacuación a un campo de concentración, escribió a un amigo: “Querido amigo Wollstein: En el momento en que recibas estas líneas, nosotros tres habremos resuelto el problema de una manera diferente, en la forma en que tú continuamente trataste de disuadirnos. Lo que se ha hecho contra los judíos en estos meses recientes despierta una ansiedad bien justificada. Nosotros no podemos sufrir por más tiempo la experiencia de esta situación insoportable. Perdónanos si te seguimos causando problemas más allá de la muerte; estoy convencido de que harás todo lo que seas capaz de hacer (lo que quizá no sea mucho). Perdónanos también nuestra deserción. Deseamos que tú y tus amigos viváis tiempos mejores. Tuyo afectuosamente. Felix Hausdorff”.

La noche de ese mismo día Felix Hausdorff, su mujer Charlotte y su cuñada Edith tomaron una sobredosis de barbitúricos. Así escaparon del horror abrazando la muerte salvadora, como Walter Benjamín, Ernst Weiss, Ernst Toller, Stefan Zweig, Kurt Tucholsky y tantos otros.

Quizá el horror inconmensurable que provocó el III Reich, horror del que somos directos herederos, horror que en cada momento está determinando nuestra vida, esté prefigurado en la oscura sentencia de Hegel que pertenece a las conferencias que dictó en Jena durante el curso 1805-1806 y sobre la que Bataille reflexiona: “El hombre es esta noche, esta Nada vacía, que contiene todo en su indivisa simplicidad: una riqueza de infinitas representaciones, de imágenes, ninguna de las cuales llega a su espíritu, o (más bien) no están en él como realmente presentes. Es la noche, la interioridad o la intimidad de la Naturaleza lo que existe aquí: el Yo personal puro. En torno a las representaciones fantasmagóricas está la noche: entonces surge bruscamente, aquí, una cabeza ensangrentada; allá, una aparición blanca; y ambas, bruscamente también, desaparecen. Esa es la noche que se advierte al mirar a un hombre a los ojos: se hunden entonces las miradas en una noche que se vuelve terrible; es la noche del mundo que se presenta ante nosotros”.

Pensamos en los soldados americanos que liberaron Dachau o Buchenwald. Muchachos sin apenas instrucción, de mente ingenua. Imaginamos su horror al contemplar las montañas de cadáveres y, sobre todo, sobre todo, al contemplar al “musulmán” el preso que había tocado fondo, el zombi sin rastro de humanidad. ¿No eran aquellos soldados los representantes de la salud, es decir, de la ignorancia?


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