Autor: 22 abril 2008

Javier Sáez de Ibarra

1. EL INSTANTE DE MELANCOLÍA

«Sabe Dios que, en cuanto comáis de él, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, versados en el bien y en el mal». Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para tener acierto. Cogió fruta del árbol, comió y se la alargó a su marido, que comió con ella.

(Génesis 4, 6).

La hembra no soporta el deseo y muerde el fruto prohibido. En ese instante la sacude un estremecimiento de locura, un vértigo de horror; una felicidad divina corrompiendo su naturaleza abre sus ojos. De súbito adquiere la manifestación de lo real, la distinción de las cosas, un arranque de preguntas, la posibilidad de juzgar, la conciencia de sí, el gusto. Su cuerpo y su alma se colman de vida.

A su lado un simio la mira sin entender nada. Le hace un gesto para que le alcance de eso que ella ha comido. La mujer se vuelve hacia el ser que la acompañaba, y sabe que ha de tomar una decisión. La primera. Imagina su dominio sobre esa bestia, las posibilidades de su cautiverio; pero también comprende la soledad que se le avecina, ve las largas horas que esperan bajo el sol, las impotentes tardes. Debe elegir casi sin tiempo ante ese bruto que, agitando sus brazos poderosos, se impacienta, insiste. Teme la violencia que podrían desatar las ansias de él por afirmarse sobre ella, y su propia angustia por tener que combatirlo. El pobre quiere la fruta. No sabe el destino que acompaña a ese bocado.

Para tomarse unos minutos en que deliberar, lo distrae con una estratagema: le arroja una corteza de rama y la bestezuela busca el manjar un poco más lejos. Ella mira cómo va husmeando por entre los arbustos, cada vez más inquieto, el don imposible. Da vueltas, persiste, se distrae, se cansa, se enfurece; no saca conclusiones. Regresa adonde se encuentra ella, la golpea en las piernas con el dorso de la mano; pero ella vuelve a enviarlo, y él repite su torpe tentativa. Ese animalillo inofensivo, estúpido, de dientes fuertes y aspecto saludable. Tendrá que sufrir los dolores nuevos que a ella la conmueven: saber que un día va a morir o va a perderla.

La primera lágrima cae por su rostro, la primera sonrisa la recoge. Entonces lo llama con el primer nombre que inventa; abre su mano y, mientras con la otra acaricia su cabeza, le deja que se haga con la fruta.

2. LA RISA ÍNTIMA

Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron.

(Génesis 4, 7).

Me dijo que los bultos de mi pecho lo soliviantaban y sentía ganas de golpearse contra mí. Metido en una charca, cubierto de lodo, sus palabras salían entre salivazos. Me dio miedo de él; por primera vez entendí que podía volverse peligroso y yo, que nunca había pensado en defenderme, busqué un escondrijo tras una higuera pensando en algo con que golpearlo.

Culebras me recorrían, suaves escamas se deslizaban por mis brazos, mi cuello, mi pecho, mi vientre, sus colmillos sibilinos me tironeaban la cara; de pronto mi cuerpo entero tembló para romperse. Debí quedarme dormida, porque no lo oí llegar; no sé cómo las serpientes eran sus manos y sus dientes, las mandíbulas; me trastornaban su calor, su suavidad. A él le ardían los ojos de ansia, sin la furia anterior. Por entre las piernas como por magia nos enredamos; nos unieron, nos unimos, y ya no quisimos desligarnos más. En los abrazos, nos dimos lamentos que ignorábamos. Un animal rompió a volar; otros se espantaron. Asomada por entre las hojas negras de la higuera brillaba la luna.

Por la mañana, nuestros cuerpos seguían anudados; supe que no era el frío. Me separé de él y me alejé. Luego me detuve para observarlo mejor. Con una rama larga lo empujé varias veces hasta que se despertó; dio un grito y lo primero que hizo fue buscarme. Yo distinguí el miedo en su faz. Cuando se puso de pie descubrí cuán hermoso era su cuerpo; entonces yo también me dejé ver, pero él no pudo resistirlo, señalándome el vientre volvió el rostro. Me indicó que aquello donde nos habíamos unido, a la luz del día le inspiraba temor. Yo lo miré a él también y vi su miembro, alzado como un palito. Nos cubrimos cada uno lo que producía en el otro la turbación. Sin embargo, un poco después, empezó a sonreírme y me contagió; nos reímos sin parar, la primera vez. No sé quién lo dijo antes; pero acordábamos: «Esta noche».

3. El vuelo de las avispas

El Señor Dios le replicó: […] «¿A que has comido del árbol prohibido?» El hombre respondió: «La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto y comí». El Señor dijo a la mujer: «¿Qué has hecho?» […] A la mujer le dijo: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansias de tu marido, y él te dominará».

(Génesis, 4,12-13. 16)

El agua golpeó con rabia toda la mañana, la tarde y la noche, contra los árboles y contra el suelo; los animales habían huido; ellos dos parecían solos en el mundo bajo la enramada y el aguacero. Ambos sabían que el otro no dormía, rumiando las palabras que la lluvia fue repitiendo.

Ella juzgaba que él no la había defendido, intentando salvarse cuando la Voz le preguntó. Pero, si la hubiese expulsado nada más a ella, ¿no suspiraría y gemiría él al verse solo y del otro lado?

Sintió amargura.

Y después miedo por las palabras terribles que le había dirigido: preñez, hijos. ¿Qué significaban? ¿Qué eran hijos?, ¿qué le importarían, precisamente a ella? ¿Dónde los encontraría?

Del cielo caían las gotas como piedras de un alto risco. Si pudiera dormir, escaparía de esos dolores con que se le había llenado la imaginación. ¿Sería eso el conocimiento que la serpiente predijo?: ¿una fatiga sin reposo? Por su sueño ya no cruzaban reptiles, sino las manos de él multiplicadas y sinuosas que iban buscándola. ¿En verdad la dominaría? ¿Y cómo sucedería aquello? ¿No fue él el que le pidió que se cubriera?, ¿no corrió primero él para unirse con ella?; ¡si había aprendido de él a buscar su rostro en la mañana! ¡Cuánta confusión! ¿Por qué todas esas avispas zumbando en su cabeza?, ¿cómo las apartaría?

Al despertar con la luz y las aves, vio el cuerpo del hombre junto al suyo, el brazo de su amigo descansando sobre su pecho. Entonces empezó a pasarle su mano por la cara, por su cabello enmarañado de barro y pedacitos de hoja; los párpados cerrados y sus labios distendidos por donde exhalaba el aire la entretuvieron durante mucho rato. Si pudiera quedarse así siempre, contemplándolo; recordó cómo lo descubrió cuando ella probó la fruta, tan débil y ciego como ahora. Sin embargo, él se había vuelto otro haciendo y diciendo cosas maravillosas.

Las avispas zumbonas de sus preocupaciones habían volado en la mañana; se había retirado la lluvia, todo a su alrededor aparecía fresco y tranquilo, propicio al solaz. Solo le importaba quién sería ese hombre cuando se despertase.

4. Las distancias

A Oriente del parque de Edén colocó a los querubines y la espada llameante que oscilaba, para cerrar el camino del árbol de la vida.

(Génesis 4, 24)

El dolor me desgarró, la roja sangre fluyó de mi cuerpo y se vertió en la tierra; creí que no volvería a levantarme. Sin embargo, hace de eso tres años, parece que se ha ido como un sueño. El que salió de mí corre ya y se sube a lomos de su padre, juega a esconderse de nosotros y aprende muy deprisa cuanto le enseñamos; no hay chispas de preocupación en su cabeza porque siempre está riéndose. Yo lo vigilo en todo lo que hace, no quiero que se aleje de mí; me gusta tenerlo abrazado y ponerlo sobre mi vientre como si quisiera volver a meterlo ahí; a él le gusta, apoya su cara en la mía igual que ve hacer a su padre, y se queda dormido.

Me asusta que tenga sueños, eso significa que tendrá conocimiento como nosotros. Por otro lado, tampoco querría que fuera estúpido como un cerdo o triste como una cabra. Quizá sea bueno que su vida se parezca a la nuestra.

Mi compañero y yo hablamos mucho, no tanto del pasado, sino sobre nuestra situación de ahora. Él se queja a menudo de los esfuerzos que hace, se cansa demasiado pronto, me parece. También me ocurre a mí. Aunque yo pienso más en el futuro, en sombras que no quiero nombrar aún. Hablamos de lo que no entendemos, lo que hemos vivido: cómo de un dolor ha surgido el que tanto amamos; que del cansancio de la jornada viene la delicia de reposar juntos. De cualquier problema nace nuestra conversación; el pequeño no nos deja en paz, pero sin él no sabríamos vivir; sentimos el placer de unirnos y el de separarnos para volvernos a unir; podemos permanecer despiertos durante la noche sin acatar la oscuridad. Disfrutamos la suerte de ser distintos.

A veces me acuerdo de la Voz; pienso si no lo tramó todo desde el principio. Nos prohibió comer, pero nos puso el árbol; llamó a la serpiente que me sedujo; abrió nuestros ojos para que nos amáramos desnudos, y ha permitido que nazcan criaturas de nuestro propio cuerpo. Yo no me cambiaría por los que fuimos en aquel entonces; menos aún por los ángeles que dejó por si se nos ocurría la absurda idea de regresar. Alguna noche medito en el enigma de la Voz, que trazó este plan y renunció a tocarnos; pero no nos ha abandonado. ■ ■


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