Autor: 3 enero 2007

Carlos Javier Morales

a reciente publicación de una significativa an­
tología poética del grancanario Domingo Rivero (1852-1929), en la colección “Cuadernos del Acantilado”, pone a disposición de cualquier 
lector los poemas más granados de un autor tan exigente y original en sus versos como desconocido más allá del archipiélago canario. Sin embargo, Domingo Rivero, como trataré de justificar en estas páginas, representa una de las facetas más genuinas de la poesía modernista española: aquella que pasó por encima de toda retórica preciosista y altisonante; y no por desprecio a la solemnidad de Rubén Darío o de su mismo paisano Tomás Morales, sino porque, en su entendimiento de la poesía como expresión íntima del contacto del yo con el mundo dentro de la existencia cotidiana, cualquier culturalismo ajeno a su entorno inmediato, cualquier referencia exótica superpuesta a su experiencia diaria y corriente, le resulta pretenciosa, inauténtica. El modernismo suyo, de emoción interiorizante y depurado de toda resonancia llamativa, nos presenta al poeta en su total desnudez: con todas las ventajas que nos ofrece ese despojamiento sincero a la hora de conocer su verdad íntima, sí; pero también con todos los riesgos que esa senci­-
llez de medios comporta para quien juzga ligeramente un poema por su pirueta verbal o por su mera notoriedad sonora. De manera que, pese a la tardía publicación de sus versos (más adelante repasaré algunas de las vicisitudes editoriales), Domingo Rivero se nos presenta hoy como una figura indispensable para comprender los frutos más maduros del modernismo español y, en consecuencia, para apreciar cómo una estética tan repleta de novedosas técnicas expresivas, que tal fue el mo­dernismo hispánico, no ahoga lo que de auténtico puede haber en los grandes poetas (léase Martí, Casal, Silva, Darío, Unamuno, Juan Ramón, los Machado, Alonso Quesada…).

He hablado de humildad y de tardanza a la hora de presentar esta singular voz poética. Pero no ha sido solo por un motivo accidental (podría pensarse que por lo tarde que llega al gran público esta edición de sus poemas), sino por motivos que son intrínsecos al modo de ser de Domingo Rivero y, por ende, al modo de entender su poesía. Si Rivero fue humilde moralmente, en su vida real, es cosa que no nos toca juzgar aquí; lo cierto es que él afirma en más de una ocasión (y de un poema) que no persigue el reconocimiento literario, por muy merecido que se lo tuviera. Podría interpretarse este gesto como una pose o una muestra artificial de humildad, pero, si contemplamos ese deseo suyo junto a otros rasgos de su fisonomía poética, veremos qué na­turalmente encaja esa falta de ambición externa en el modo de ser propio del yo poético que nos habla en su obra. El Rivero poeta siente en su vida cotidiana el peso de realizar una labor triste y oscura (trabajaba en la Audiencia Territorial de Las Palmas, primero como relator y luego como secretario de gobierno), por muy cua­lificado que fuera su trabajo socialmente. Lo curioso es que nuestro autor no siente en esa monotonía del letrado estatal un motivo de amargura, sino la aceptación serena del modesto oficio (“yo en mi triste labor muevo la pluma / y crecen las arrugas en mi frente”, dice como desahogo en el poema “Viviendo”, de la página 31), la resignación de quien no tiene otro lugar desde el que ser más útil a los hombres: su perseverancia de años en el mismo empleo, como consta en su poesía, es consecuencia de las limitaciones de la vida isleña de entonces, de su escasa ambición mundana y de su sincero afán por servir a los hombres realmente prójimos. Tal reconocimiento de la limitación y, a la vez, de la utilidad de la propia existencia son las dos caras de la moneda de la humildad. La poesía, en el contexto de su vida, viene a ser el desaguadero íntimo de sus penas y, al mismo tiempo, la búsqueda de sentido a esa oscura misión existencial: su poesía nace, pues, de la necesidad vital más imperiosa, nunca del deseo por afirmar su yo ante la sociedad insular ni ante la posteridad de la historia (léase el poema “A mis versos”, pp. 36-37). Y si ahondamos más en la humildad de su voz, comprobaremos que su decir sencillo 
—complejamente sencillo—, 
confidencial y hasta tímido, viene a ser consecuencia del ensimismamiento psicológico de su autor, poco dado a los manoseados hábitos del trato social y volcado de lleno en su tarea profesional, familiar y literaria, amén de las pocas pero sinceras amistades que cultivó en su vida. Su escritura, pues, revela la existencia de un yo poético muy personal y coherente; pero no de un Yo alzado ante el Cosmos para manifestar la grandeza propia, sino de un sujeto minúsculo cada vez más asombrado ante la magnitud del Misterio universal. Es esta la humildad que empapa armónicamente vida y obra, al menos la vida que se refleja en la obra de Domingo Rivero.

Su humilde oficio poético empieza tarde, al menos por las noticias que tenemos; y tarde aparecerán también sus poemas: el primero, en 1899, en el periódico local España, cuando su autor tenía ya 47 años. Hasta su muerte, en 1929, solo publicará, en diversas revistas y periódicos, un total de veinte composiciones, algunas de ellas circunstanciales. Tardía será también, y por razones obvias, su apreciación y su influencia en la poesía canaria posterior. En 1960 Manuel Padorno y Manuel González Sosa le dedican un programa en Radio Atlántico, de Las Palmas, comenzando así una lenta tarea de divulgación de su obra que hoy ha dado ya algunos frutos maduros. En 1966 Lázaro Santana y Fernando Ramírez publican un Homenaje a Domingo Rivero en la colección “Ta­goro”, de Las Palmas; y ­el ­
año siguiente Jorge Rodrí­guez Padrón da a la imprenta la primera (y siempre ne­cesaria) monografía sobre el poeta, Domingo Rivero, poeta del cuerpo. Poco a poco,­ ­Rivero alcanzará la categoría de clásico en las islas, hasta el punto de que Eugenio Padorno publica en 1998 una exhaustiva edición crítica de su Poesía completa (Servicio de Publicaciones de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria), para luego, en 2002, ofre­cerla en un volumen más sencillo —pero no menos riguroso— titulado En el dolor humano, editado por el Ayuntamiento de Arucas, localidad natal del poeta. En la Península solo ha recibido hasta hoy el reconocimiento de algunos curiosos lectores, principalmente gracias al libro citado de Jorge Rodríguez Padrón, que recoge al final una selección de los poemas conocidos hasta entonces, en 1967.

Sin embargo, su tardanza es un rasgo que no depende solo de motivos editoriales, externos a la poesía en sí; ni siquiera del hecho biográfico de haber empezado a escribir en la madurez de su vida. Además de esto, que es obvio, Domingo Rivero, como poeta, contempla el mundo circundante desde la densa conciencia temporal de quien ya ha vivido mucho, de quien ha dejado la escritura —al menos la que decide airear entre los pocos lectores de entonces— para una época tardía de la vida, con el objeto de que su existencia y las cosas de su mundo diario puedan ser fuente no solo de pasión, sino también de una reflexión grave y serena. Su poesía es emocionada despedida de este mundo: de sus calles, sus campos y sus gentes (nunca de un mundo abstracto); y no solo porque el autor haya experimentado la fragilidad del vivir humano, sino también porque, como hombre lúcido de su edad, se siente ya dando pasos cada vez más cercanos a la tumba. El peso del tiempo —y no de un tiempo abstracto, sino de su concreto tiempo existencial— le hace mirar el mundo con una compasiva ternura, que en su caso es también sabiduría.

Y si seguimos apuntando los rasgos distintivos que dan personalidad y valía a esta tardía obra poética, tendremos que referirnos a su esencial canariedad, si se me permite hablar así. Como ha señalado Eugenio Padorno, Rivero no convierte a Canarias en tema de su poesía, a diferencia de otros autores coetáneos o algo mayores, como José Tabares Bartlett, Antonio Zerolo o Nicolás Estévanez, para quienes Canarias es un motivo de afirmación local más o menos exótica o razón para una romántica conciencia nacionalista. En Rivero, que había pasado gran parte de su juventud en Londres, París, Sevilla y Madrid, la tierra canaria se convirtió desde el principio en el oxígeno natural donde respira el poeta y toda su poesía. De modo que Canarias no es un tema, sino una atmósfera constante: un lugar que muchas ve­ces no se nombra (y casi nunca se nombra en su conjunto), pero que imprime todo un modo de ser y de mirar la vida, muy enriquecedor para el lector español que aún no se haya acercado a este singular enfoque. Tal modo de ser implica, por la misma limitación física de las islas, una mirada humilde al Cosmos, que se cierne infinito desde la pequeña orilla de una playa o de un puerto. Asimismo, la atmósfera canaria se presenta empapada de una sencillez rutinaria, agudizada por el contraste entre la diminuta extensión de aquella geografía y el in­cesante flujo de personas y de barcos que pasan por allí con rumbo a los más insospechados destinos: el contraste entre lo de fuera, inmenso, y el minúsculo inte­rior de la vida isleña hacen del canario un hombre ansioso de novedad en medio de una rutina existencial que, paradójicamente, le resulta cómoda y hasta entrañable, como ocurre en la poesía de Rivero. El reducido mundo físico del poeta, en presencia de un cielo y un mar ina­barcables, hacen de él un hombre ensimismado, su­mido en la necesidad constante de inventar nuevas formas para aliviar el peso de la rutina circundante y para indagar en lo que se esconde más allá del mar y del cielo. No obstante, y puesto que tal indagación ensimismada nunca alcanzará por completo su objetivo, el hombre canario, al menos tal como se nos revela en la poesía de Domingo Rivero, siente también la necesidad imperiosa de la comunicación cordial con los otros, de una fraterni­dad que, antes de ser virtud moral, es una urgencia psicológica para el individuo insular. Y, como consecuencia de su soledad y de su ansiedad por salir de sí, el cana­rio no solo acude a la compañía humana —a veces difícil de conseguir en el trajín cotidiano—, sino que proyecta su fraternidad hacia las cosas más elementales de su tierra y de su hogar: desde la piedra oscura del barranco hasta el armario de su dormitorio o la silla más cercana a la ­cama.

Lo busque o no, Domingo Rivero, precisamente por su estética de la sinceridad, refleja en sus versos esta psicología apenas esbozada, la cual, además de ser la suya propia, tiene rasgos comunes con la de cualquier canario que haya vivido y conocido bien su tierra, aunque nunca se haya propuesto hablar de Canarias ni haya refle­xionado en abstracto sobre los perfiles psicológicos y sociológicos del hombre isleño.

Y es que a Rivero lo que le cuesta (para fortuna de su autenticidad como poeta) es precisamente reflexio­nar con el intelecto puro, engarzando conceptos y juicios con la sola lógica de la razón. Nuestro autor es un contemplador que razona a la vez que siente con sus sentidos externos (no en vano se le ha comparado con Unamuno). Y lo que siente, las sensaciones que sirven de base a su emocionada reflexión, es la llamada espontánea y sensorial de las cosas que encuentra en su existencia diaria: desde el sentimiento dramáticamente agradecido hacia su propio cuerpo, tema de su poema más célebre, hasta la silla más cercana a su lecho, pasando por las olas que rompen junto a su oficina, las aceras desgastadas del muelle viejo de su ciudad, la piedra oscura del monte, la misma piedra oscura que ve y toca a dia­rio en las paredes de su casa… Sin ver, sin tocar y sin oír constantemente las cosas cantadas, Rivero no tendría razón para cantarlas ni para reflexionar sobre el sentido que ocupan en el mundo y en su vida propia. Como apunta Rodríguez Padrón, “toda la poesía de Domingo Rivero viene sustentada por una relación fundamental, unas veces explícita, otras tácita, de carácter corporal (‘físico’, me atrevería a afirmar), entre él y el reducido mundo que le rodea. Considero a Rivero como a un poeta que no logra captar la emoción sentimental, que no queda íntimamente ligado a ella (y al motivo poético, como consecuencia) si antes no lo está a través de la sensación corporal, si antes su cuerpo no ha sido receptor primigenio de esa emoción. Y la transmisión del sabor íntimo de las cosas y situaciones cotidianas, ha quedado, ha tomado valor humano, universal, precisamente por esa circunstancia”.

Salvando las distancias, algo semejante ocurre con la íntima relación entre Gabriela Mistral y las sensaciones de su mundo cotidiano, pese a que esta característica marca esencialmente la poesía de Rivero mucho antes de que la Mistral publicase su primer libro. Además, lo que en la poetisa chilena es profusión de sensaciones que afectan a los cinco sentidos (también al del gusto), como es propio del rebosamiento sensorial de su naturaleza americana, en Rivero los estímulos sensibles son más sobrios y escasos. Pero es común a ambos la imposibilidad de esbozar ideas universales sobre el mundo y la vida humana si al mismo tiempo no se están sintiendo en la propia carne los distintos materiales del pequeño mundo que a cada uno le ha tocado en suerte. Este aspecto, por vía implícita y por pura afinidad psicológica, será primordial en la poesía hispanoamericana contemporánea, más reacia que la española al discurrir racional y más proclive a expresar la íntima resonancia de la materia en el espíritu. De gran envergadura espiritual y de constante arraigo en la corporeidad de los objetos es también la poesía de César Vallejo, para quien las partes del cuerpo humano, y del suyo propio, serán punto de partida en su reflexión existencial y moral; solo que a Vallejo le asiste una conciencia trágica que no se advierte en el monótono vivir del poeta canario, el cual, además, se muestra muy distante —por razones de edad y de formación estética— de las atrevidas distorsiones de la poesía vanguardista.

Por eso Rivero no puede hablar poéticamente de sí mismo o de cualquier otro personaje sin antes encuadrarlo en las circunstancias cotidianas y materiales de su existencia. En consecuencia, el espacio físico de sus poemas nunca será un mero decorado costumbrista o un escenario fabricado con las galas de la cultura libresca o artística, sino las cosas físicas que acompañan a diario al personaje poético en cuestión. Además, casi todos los objetos materiales de sus poemas adquieren una profunda significación simbólica que nos permite sentir con el poeta a la vez que sentimos las cosas poetizadas, para así poder acompañarle mejor en sus intuiciones existenciales y metafísicas de mayor alcance. Por muy realista y canaria que resulte una escena riveriana, cada uno de sus elementos tiene una resonancia espiritual y trascendente: la naturalidad con que aparecen en el cuadro no nos avisa de este significado oculto, pero sí que nos suscita una reacción emotiva que va más allá del gusto por un paisaje más o menos bien dibujado. Esta significación real y simbólica del espacio poemático lo emparenta con el vivo y natural simbolismo de Antonio Machado; solo que en el caso de Rivero tales elementos proceden de un paisaje reconocible como canario, distinto del paisaje castellano o andaluz que, implícita o explícitamente, nos recrea don Antonio.

Por poner un ejemplo entre otros muchos posibles, veamos qué tributo rinde nuestro poeta a la memoria de Juan León y Castillo, el ingeniero que proyectó el nuevo Puerto de Las Palmas:

El anciano ingeniero que tenía

ya la sagrada palidez de un muerto,

dando a su obra un adiós, pasó aquel día

por los muelles del Puerto. […]

Y mientras de la patria engrandecida,

frente a las olas de su mar, serenas,

oye el anciano palpitar la vida,

con la muerte en sus venas,

sobre las explanadas anchurosas,

que iba cruzando de dolor rendido,

su sombra proyectábase en las cosas,

vencedoras del tiempo y del olvido. […]

(p. 27)

No cabe hacer aquí un análisis del denso espesor de significado simbólico contenido en este poema; solo reparar en la inmensidad que cobran las cosas pequeñas y grandes del paseo marítimo, fundidas íntimamente con el alma del ingeniero protagonista, haciendo resonar en ella no sólo la belleza sensorial de ese espacio, sino el latido del tiempo que esas mismas cosas transmiten al espíritu de quien tantas veces, en tantos tiempos distintos, las ha contemplado. El espacio, sin dejar de serlo, se hace tiempo: tiempo que para unos todavía será vida y para otros muerte; pero tiempo que nos hace conscientes de nuestra frágil condición humana. Y todo ello sin salirse de esta sobria y emocionada pintura de una escena entrañable. Además, para quitarle todo acento trágico por medio de la ternura, el poeta observa, al final de la composición, cómo el ingeniero no renuncia a acariciar de corazón ese paisaje y cada una de sus cosas:

sentir acaso imaginó el anciano,

en aquel trepidar de piedra dura,

el lomo de un mastín que se movía

y al mirarle partir lamía su mano.

“La existencia no es otra cosa que la inserción del tiempo en la carne”, señala Francisco Brines en la presentación de esta reciente edición de la poesía de Rivero. Por eso la corporeidad que se toca en casi todos sus poemas no es un mero decorado sensorial o un anecdotario local con tintes costumbristas, sino la única forma que tiene el poeta de mostrarnos la existencia humana en su intrínseco dinamismo. Y siempre lo hará, porque no puede ser de otro modo, a través de su personal existencia y de su personal vibración ante la corporeidad de esas cosas.

Como consecuencia de esta particular sensibilidad, que en poesía es, además, su forma peculiar de conocimiento (pues a esto aspira, conscientemente o no, el verdadero poeta), Domingo Rivero se muestra incapaz de concebir al hombre como un compuesto más o menos provisional de dos principios, alma y cuerpo, por mucho que lo hubiera estudiado en las clases de filosofía de su época y por mucho que lo experimentara en la muerte de varios seres queridos. Precisamente la causa del intenso dramatismo de esta poesía (representado siempre con un finísimo pudor) está en la intuición de que alma y cuerpo deben ser inseparables, mientras que la muerte parece negar una y otra vez esta sustancial unión. De manera que el drama de la muerte no está para Rivero en la idea de un final absoluto del ser humano o en la intuición de la nada metafísica: lo verdaderamente traumático para su inteligencia y su corazón es el hecho de que el alma pueda vivir sola sin ningún asidero imaginable al cuerpo y a la materia. Esta es la verdadera sinrazón. Y solo así se entiende el temblor (comedido en la expresión, pero temblor inevitable) de la pregunta final del soneto “Yo, a mi cuerpo”, cuando su yo intelectual interpela a su propio cuerpo: “¿Qué seré el día / que tú dejes de ser?” (p. 26).

Esta radical necesidad de que alma y cuerpo humanos sean una sola cosa eternamente, conservando así la identidad y la integridad de la persona (como cree el cristiano cuando profesa su fe en la resurrección de la carne, participación en la resurrección también corporal de Cristo), esta sustancial unión alma-cuerpo —decía— es tan necesaria para que exista el hombre que en ella reside la posibilidad de todo perfeccionamiento moral, pues el alma solo podrá ser virtuosa a través de la experiencias vitales que haya compartido necesariamente con su cuerpo. Así consta como certeza inquebrantable en los dos versos finales del mismo soneto: “Sólo sé que en tus hombros hice mía / mi cruz, mi parte en el dolor humano”. ¿Cómo podrá el hombre sufrir y gozar, entregarse al otro y recibir su amor —perfeccionarse, a fin de cuentas— sin el concurso de su cuerpo? Además, solo por el cuerpo puede el alma —y el hombre en su integridad— tener conciencia del tiempo, que es la condición de posibilidad de toda sabiduría, dado que no existe en el hombre la capacidad de juzgar sobre el mundo y sobre su propia vida sin haber adquirido por la experiencia vital, acontecida en el tiempo y en la carne, el conocimiento necesario sobre lo verdadero y lo bueno:

¿Por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo?

¿Por qué con humildad no he de quererte,

si en ti fui niño y joven, y en ti arribo,

viejo, a las tristes playas de la muerte?

Estos versos iniciales del célebre soneto que vengo citando nos sumergen de lleno, sin otros planteamientos preliminares, en el nudo de su drama como hombre, es decir, un ser trascendente, con ansias de eternidad, que, sin embargo, solo ha podido conocer y amar a través de un cuerpo finito, destinado —¿será posible? — a la aniquilación. En efecto, gracias a la colaboración indispensable del cuerpo el ser humano ha podido aprender qué es esta vida, cuál es su fragilidad y su grandeza; y gracias a ella ha sentido el ansia de eternidad y de Absoluto: ¿será posible que, para que tal ansiedad sea satisfecha, primero habrá de aniquilarse precisamente el cuerpo? Así reza en el siguiente cuarteto:

Tu pecho ha sollozado compasivo

por mí, en los rudos golpes de mi suerte;

ha jadeado con mi sed, y altivo

con mi ambición latió cuando era fuerte.

(p. 26; la cursiva es mía)

En la edición que cito también se incluye la décima donde “Dice el cuerpo al alma”:

Antes de yo ser, tú eras;

de lo eterno a mí bajaste,

y en mi pobre barro amaste

las cosas perecederas.

Y logré que mía fueras

en otra cárcel sombría.

Al llegar mi último día,

a tu origen volverás

y eternamente serás,

pero ya no serás mía.

(p. 42)

Con acentos de gravedad barroca, tan propios de la estrofa empleada, el poeta confiesa expresamente su certeza de la vida eterna del alma; solo que en el verso final hay un dejo sutil, pero eficacísimo, de dramático sentimiento de pérdida. La afirmación de la eternidad del alma, que ha dado lugar a muy encendidos fervores místicos, en Rivero va acompañada de un regusto de amargura implícito en las últimas palabras, dichas ya con la boca pequeña, aunque realmente decisivas para que se produzca la sencilla pero intensa descarga emocional de este poema.

He hablado de la necesidad de sentir las cosas materiales para poder conocer el mundo y el hombre, lo cual­ nos ha llevado a la no menos perentoria necesidad del poeta por salvar su cuerpo de la muerte, causa radical de todo el dramatismo de esta poesía. Ahora, y como una consecuencia natural de estas dos necesidades esenciales, podrá entenderse que sin esa expe­riencia sensible de las cosas y de las personas Domingo Rivero se encuentre incapacitado para entender su destino, tanto en su dimensión eterna y trascendente (misterio que, en el mismo soneto, él califica románticamente como “¡Profundo arcano!”) como en el existir cotidiano: solo las cosas percibidas e intensamente sentidas pueden marcarle el camino seguro hacia el deber acertado y el consiguiente gozo. Bastaría con releer el soneto a “La silla” que sostiene su traje cada noche, como el alma sostiene al cuerpo y lo impulsa en su faena diaria: “La lámpara agoniza y tu piedad escucha / entre la ropa aún ti­bia el palpitar del pecho. / Yo pienso que mañana ha de vol­ver la lucha / cuando de ti recoja mi traje junto al lecho”, reza el segundo cuarteto. Leyendo este poema de principio a fin, comprobamos con renovado asombro cómo la silla, la concreta silla más cercana al lecho, ha sido el único símbolo apto para conocer y expresar la magnitud de su lucha existencial. Algo semejante ocurre con los demás muebles de su cuarto, tema de otro poema memorable (pp. 21-22), en cuanto que tales muebles parecen ser los únicos testigos del esfuerzo personal y de la inexpresable intimidad del poeta. De ahí que tras su muerte el sillón de su dormitorio quede huérfano y, como los demás muebles de su cuarto, no pueda reconocer a otro dueño como padre: “Quizá por que no muera del todo mi memoria / un clavo tuyo tire del traje del que pasa”. Cauteloso ante cualquier desbordamiento trágico, Rivero sabe guardar siempre un guiño humorístico que atenúa la gravedad dramática de su destino.

Precisamente por esa congénita incapacidad para la reflexión puramente intelectual, sin apoyo directo en las cosas sensibles, en los poemas donde el autor nos habla de la muerte o de seres queridos ya difuntos (como su hijo Juan) su palabra se limita a representar la orfandad del cuerpo sin vida, expresando su dolorido sentir ante la disolución de esa materia humana que fue y sigue siendo objeto de tanto amor. Para que la escena no acabe en un absoluto derrumbamiento espiritual, que sería impropio de nuestro autor, el yo poético suele hacer refe­rencia a la acogida divina y al fulgor del Más-Allá; pero de ese estado ultraterreno solo puede hablarnos con ­unos pocos conceptos fríos y unas escuetas frases abstractas, pues aquello que Rivero no puede percibir y sentir con su cuerpo parece ser materia vedada a su palabra poética. Véanse, por ejemplo, los sonetos “A Juan”; especialmente el ii, donde el padre habla a su hijo muerto y ya vivo en la eternidad. En cualquier caso, al no po­der imaginarlo con su alma desnuda en un cielo invisible, solo puede contemplarlo desde esta ladera, en el nicho que custodia su cadáver.

No cabe duda de la profunda religiosidad cristiana de nuestro poeta, a pesar de su agitado anticlericalismo juvenil. No obstante, su poesía propende a hablar del lado más doliente y sombrío de la vida cristiana, aquel que en este mundo se capta con mayor intensidad sensible: el dolor de la cruz de Cristo, que acompaña a todo hombre en su camino hacia la Plenitud (de la cual, al no percibirse por los sentidos, el poeta se muestra incapaz de hablar). Pero el dolor, además de ser ley inexorable de la vida humana en la tierra (“La ley divina del dolor humano / es inmutable, y su rigor en vano / tratarás de burlar, loco o impío”, dice en su soneto “El faro”, p. 58), ese dolor —decía— es el paso necesario hacia la gloria, por misterioso e inescrutable que sea tal paradójico sendero: no olvidemos que la silla del poema homónimo proyecta una sombra que “evoca mi existencia / y alcanza los contornos serenos de la cruz” (p. 20). Para mayor concreción en este punto, léase el poema “Reposo eterno”, en su concisa muestra de firme esperanza.

Y por el dolor, que lleva al hombre a encontrar refugio en quien, siendo como él, pueda comprenderle, llega inmediatamente Rivero a la experiencia de la solidaridad humana, sentida como urgente necesidad de todo individuo, tanto a la hora de pedir auxilio al prójimo como a la hora de ofrecer sus hombros al peso del dolor ajeno hasta hacerlo parte de su propio dolor, del concreto y sensible dolor de su cuerpo, que es el camino cierto para la felicidad mutua. El otro —él para los demás y los demás para él— es siempre el faro necesario para el hombre que navega en la oscuridad de la existencia:

Con las olas luchando y con el viento,

ganar la playa al fin logra el navío,

si ve, a través del huracán violento,

la luz de un faro sobre un mar sombrío.

Así halla en otra luz guía y aliento

el hombre en medio del abismo frío

a que rudo lo arrastra el sufrimiento

como la rama que desgaja el río […]

(“El faro”, p. 58)

Además de estos poemas de explícita apelación a la solidaridad humana, cabría citar otros muchos donde esa solidaridad se representa en la entrega amistosa —también cordialmente sensible y afectiva— a cada uno de sus prójimos más próximos, a su pequeño pero entrañado mundo cotidiano.

En el aspecto expresivo, después de lo apuntado sobre la fisonomía espiritual de Domingo Rivero a través de su poesía, muchos rasgos podrá deducir ya el lector, por cuanto su estilo poético es consecuencia natural de su personal comportamiento humano. Así, por su humilde conciencia de hombre minúsculo que desarrolla su vida en una tierra también minúscula pero expuesta al Mar y al Cielo universales, con toda la ansiedad de infinito que este contraste provoca, cabe esperar que sus poemas se articulen en torno a unas cuantas imágenes simbólicas extraídas con su imaginación de sus ámbitos cotidianos, ajenos a todo culturalismo exótico. No obs­tante, por virtud de la emoción creadora, dichas imágenes son dotadas de un poderoso y misterioso significado. Por ejemplo, de toda la sensualidad que le brinda el paisaje de su isla, Rivero siente especial atracción por los elementos más vinculados a su hábitos diarios, especialmente si esos elementos, además de configurar su espacio cotidiano, son parte esencial y físicamente constitutiva de su geografía, como ocurre con el mar y con la oscura piedra canaria (léase, por ejemplo, el poema de la página 45), cargada de poderosas sugerencias afectivas y acendradamente éticas.

Su respeto a los metros y estrofas clásicos (sonetos, cuartetos, décimas, sextillas…) no es consecuencia de una sujeción a la preceptiva académica ni síntoma de timidez o de rutina ante la escritura: son, muy al contrario, muestras de la naturalidad expresiva con que, huyendo de toda estridencia o ruptura ostentosa, trata de acompasar la serena respiración de su palabra. Su música fluye mansa y con ritmo previsible, porque así lo pide, con toda naturalidad, la índole de su emoción; solo que con frecuencia, en medio de esa fluida y rítmica dicción, el poeta marca un punto de inflexión, como un quiebro exigido por el contrapunto dramático en que se debate el poema. Así sucede con los nume­rosos hipérbatos o con los versos truncos a final de estrofa, que revelan una estado anímico confuso o bien una asombrosa certeza que contrasta con la duda sostenida hasta entonces. Recordará el lector el encabalgamiento abrupto, entre un terceto y otro, que acontece al formular aquella pregunta álgida a su propio cuerpo, cima de la sinrazón que la muerte le plantea:

[…]

¿Por qué no te he de amar? ¿Qué seré el día

que tú dejes de ser? ¡Profundo arcano!

Solo sé que en tus hombros hice mía

mi cruz, mi parte en el dolor humano.

(p. 26; la cursiva es mía)

Sin embargo, esa naturalidad expresiva, tan eficaz para la plasmación de su singular percepción del mundo, incurre a veces en formulismos de una retórica tardorromántica ya en desuso, de la que Rivero no ha conseguido desprenderse del todo; o bien obedece a las exigencias de una rima difícil y solucionada insatisfactoriamente: “mirando de la lámpara bajo la triste luz” (poema “La silla”, p. 20), “me siente de la noche en el misterio” (poema “Piedra canaria”, p. 45), “de mi sol juvenil bajo la hoguera” (poema “Mis pies”, p. 49)… A veces, por razones semejantes, introduce exclamaciones artificiosas, que desdicen de la habitual naturalidad de su palabra, como sucede con el “¡Profundo arcano!” del famoso soneto, tal como puede leerse en su último terceto, que acabo de transcribir.

En cualquier caso, con sus comprensibles limitaciones, Domingo Rivero, además de ser poeta auténtico, inaugura la verdadera modernidad en la poesía canaria; y dentro de la española, considerada en su conjunto, nos ofrece una de las facetas más sinceras y resistentes del modernismo. Por eso su palabra, que fue admirada por sus jóvenes amigos Tomás Morales y Alonso Quesada, ha seguido siendo punto de referencia para las posteriores generaciones poéticas de las islas. Ojalá que pronto suceda lo mismo en toda España.

Tal vez el secreto de su atractivo poético y de su vigencia puede explicarse magistralmente con estas palabras que un día de 1975 pronunció Francisco Brines en Televisión Española, con motivo del centenario de Antonio Machado, tratando de desentrañar el mérito y el motivo del encanto que el gran poeta sevillano ha transmitido en latitudes y épocas muy diversas:

De los grandes poetas de nuestro siglo —decía Brines entonces— Machado es quien ha logrado la calidad de su obra con una menor variedad de recursos. Además, su vocabulario, aunque sumamente personal y preciso, es pobre y repetitivo. Y, sin embargo, pocas poesías tan intensas en la toda la historia de nuestra literatura6.

Sin hacer comparaciones cualitativas, y salvando la peculiaridad de cada poeta, creo que uno de los grandes méritos de Domingo Rivero también consiste en haber dotado a un lenguaje muy sencillo y a una imaginería sostenidamente cotidiana de unas resonancias emocionales casi mágicas, que nunca suenan a fuegos de artificio, pues siempre se apoyan en una honda y dinámica vibración espiritual.


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