Autor: 5 enero 2007

Antonio Rivero Taravillo

Entre los celtas, la muerte siempre ha sido una realidad rayana con la vida, y ello no solo en ese brevísimo instante de intersección, el de la agonía, sino larga, interminablemente, mediante un doble envolvimiento de vida y muerte, arropándose ambas: esta en aquella, aquella en esta. La literatura irlandesa, la más rica de estos pueblos, es pródiga en dar muestras de ese maridaje desde época medieval, y solo limitándonos al siglo xx recordemos que lo hizo en Cré na Cille (Tierra del camposanto), libro inédito entre nosotros de Máirtín Ó Cadhain; en El tercer policía, de Flann O’Brien; o en el relato “Los muertos”, perteneciente al Dublineses de James Joyce.

En la novela de Ó Cadhain, de cuyo nacimiento se ha celebrado en 2006 el centenario, una viuda, Caitríona Pháidín, al fallecer es enterrada en un cementerio de Connemara, donde halla entre los difuntos la pervivencia de querellas antiguas, manías, cotilleos, según los muertos que van llegando al camposanto traen noticias del mundo de los vivos. El genio céltico, oral por encima de todo, contrasta aquí con ese otro más racional, hijo de la Enciclopedia y la Revolución, de la célebre Antología de Spoon River (1916), del norteamericano Edgar Lee Masters, en la cual los fallecidos nos hablan menos acaloradamente, sin estilo directo y solo a través de los cincelados signos de sus epitafios.

Esa galería de muertos que hablan de sí mismos en Tierra del camposanto contrasta a su vez con El tercer policía, que es una novela llena de extraño humor, digresiones y ciencia absurda en la que solo al final descubrimos que el protagonista, en sus desconcertantes aventuras, ha estado muerto desde el mismo comienzo de la obra. Esta novela de O’Brien participa de una forma sombría de la idea céltica sobre el Otro Mundo en tanto que posee una concepción circular del Infierno, donde los difuntos han de repetir una y otra vez el eterno retorno de lo idéntico. Aquí la redención cristiana brilla por su ausencia.

Por último, en el más conocido entre la tríada de textos aducidos, “Los muertos”, Michael Furey, un muchacho que murió hace muchos años, vuelve del pasado en las notas y la letra de una canción, “La moza de Aughrim”, e irrumpiendo en una celebración navideña trae la desolación a una mujer casada a quien pretendió, y al marido de esta, que de pronto descubre cuán quebradiza es la realidad de los vivos ante la obstinada presencia de los muertos. El final es apoteósico y queda delicada y fielmente reflejado en la recreación cinematográfica de John Huston. De algún modo, como en Las crónicas del sochantre, con su otra carroza, el carruaje que lleva a Gabriel y Gretta por las espectrales calles de Dublín la noche de Reyes transporta también un fantasma, un ánima, la del enamorado cantor del remoto Galway en la lejana juventud, y bajo otras nieves que caen “sobre todos los vivos y los muertos” trae también las nieves de antaño (¡ah, Villon, tan querido y citado por Cunqueiro!).

En cuanto al folclore irlandés de cualquier época, son incontables las narraciones y consejas que hablan de encuentros de muertos con vivos, de ese codearse fantasmal de los unos con los otros, ya sea en el cementerio (como en la novela de Ó Cadhain), ya sea en los páramos o colinas, y aducir aquí ejemplos sería tan prolijo como innecesario. William Butler Yeats ha contado experiencias de esta naturaleza —de esta sobrenatural naturaleza— en numerosas páginas de su obra en prosa y en verso.

En esa otra Irlanda meridional, peninsular y romanceada que es Galicia, Álvaro Cunqueiro fue consciente de las bodas constantes entre el mundo de los vivos y el de los muertos, de esa constante mezcla, convivencia diría si no fuese porque a renglón seguido tendría que añadir una palabra acuñada para la ocasión: conmoribundia. En ningún libro suyo esto está tan presente como en Las crónicas del sochantre, de cuya publicación se han cumplido ahora cincuenta años. También ha hecho veinticinco que murió su autor. Veinticinco años que, parafraseando la página inicial de Las crónicas, abandonó el sobremundo y comparte caminos con “gentes de las soterradas alamedas”. O no, porque leyéndolo uno se siente con él en el Paraíso.

Con todo, su libro no se desarrolla en la Isla Es­me­ralda, ni en Galicia, sino en otro país céltico y brumoso, Bretaña, la Bretaña de Francia como decía Cun­queiro para distinguirla de la Gran Bretaña insular; en la Armórica, tan recorrida y dibujada por Castelao en As cruces de pedra na Bretaña, cuaderno de campo (aquí de camposanto) por donde desfilan cruces primitivas, megalitos cristianizados, cruceros y calvarios. Cunqueiro conocía La Légende de la Mort, de Anatole le Braz, un libro capital en el que también se recoge la suerte de la sumergida ciudad de Ys, de la que se hace eco en algunas páginas suyas. Allí se recogen leyendas y narraciones populares sobre el Ankou (una personificación de la muerte) y las Anaon (las almas), que se mueven en una procesión similar a la de la gallega Santa Compaña, donde viajan las ánimas en pena. Lo mismo sucede con el Barzhazh Breizh, un depositario del acervo tradicional bretón, obra más o menos embellecida y manipulada por el vizconde Théodore Hersart de La Villemarqué. Lo popular y lo culto literario se abrazan como la vida y la muerte. Vienen estos nombres a sumarse a ese selecto y delicioso club de autores bretones a los que leyó don Álvaro: Chautebriand, Renan, Villers de l’Isle Adam, Le Goffic y Barbey d’Aurevilly. Significativo es que sitúe en el siglo xviii, el de casi todos ellos, sus Crónicas. También que mezcle la magia y lo popular con la Razón, la Revolución y su afilada guillotina.

La afección por los cuentos le viene a Cunqueiro de su infancia: su madre, mujer de una gran fantasía, les narraba muchos a los niños para que se estuvieran callados y quietos; otras muestras de inventiva y el rico tesoro de las narraciones orales le vendría por las tertulias mantenidas en la rebotica de su padre farmacéutico (ese mundo lo rescatará en Escola de menciñeiros) y en la barbería, donde el niño Álvaro leía en voz alta el periódico inventándose las más de las noticias (esto también es una señal de lo que vendría, pues muchos años después ese rapaz ocuparía la dirección del Faro de Vigo).

Fue también un gran recreador de otras grandes obras literarias: así, las aventuras de Simbad el marino o la dramaturgia de Shakespeare, esa pasión suya (en las Crónicas hay una recreación muy particular de Romeo y Julieta, y en 1958 publicó O incerto Señor Don Hamlet, príncipe de Dinamarca). Y la literatura artúrica, presente en su tierra natal de Mondoñedo, donde como él mismo cuenta no era raro que un niño se llamase Tristán o Lanzarote, siempre ejerció un influjo arrebatador sobre él. Ya antes de las Crónicas había publicado Cunqueiro El Caballero, la Muerte y el Diablo, donde también hay un tratamiento similar de la muerte, y dentro de este mismo ciclo bretón particular suyo, ese otro milagro menudo y fabuloso, Merlín y familia.

Comienzan las Crónicas con la hueste de las ánimas, que va a por el sochantre, y los primeros capítulos traen a las mientes fotogramas de La diligencia de John Ford (ese irlandés que vino al mundo bautizado como Seán Aloysius O’Feeney), con su galería de variopintos viajeros, en los que no falta una dama. Muy célticamente ­hallamos una sucesión de cuentos o relatos, crónicas, como se nos dice desde el título. A fin de cuentas, todas las de Cunqueiro son una sucesión de breves narraciones engarzadas, como hacen Bocaccio o Chaucer o un narrador anónimo cualquiera sentado junto a un fuego de turba en Connemara.

En las Crónicas, los ajusticiados nos van contando uno por uno sus vidas, sus peripecias, con una alegría pespunteada de tristeza. Y la imaginación lírica de Cunqueiro se materializa en párrafos sugerentes como este: “Los vivos en Bretaña conocen si los aires que corren son de muertos o no, y le sacan el sombrero a una brisa de mayo, porque adivinan que se trata de la hermosa Ana de Combourg que pasa sonriendo entre las verdes ramas de los abedules. Hay mozos que se enamoran de un aire”. Estos habitantes del otro mundo, los finados, son paradójicamente de una humanidad y una vitalidad prodigiosas. Solo así cabe entender, por ejemplo, esa expresión que emplea Monsieur de Nancy y que, dicha desde ese lado, la muerte, es tan poética y llena de nostalgia: “Las otras alamedas de la vida”.

Y es que en Bretaña, el Purgatorio roza las fuentes y los prados, y de noche la dama más garrida, como Madame De Saint-Vaast —de la que enamorados quedaron el sochantre y hasta el mismísimo don Álvaro—, puede, despojada, volver a ser pálidos huesos hasta el ­alba.


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