Autor: 9 enero 2007

Juan Carlos Abril

No muy temprano cogemos el autobús para Chongqing. Sobrevivir a un autobús chino más de cinco horas puede llegar a convertirse en una especie de tortura china sui géneris. La incomodidad de cualquier transporte aquí se ve aumentada por la desagradable costumbre de poner música con tanto volumen, y de un aire acondicionado polar. Con todo, hemos llegado. La estación de autobuses está frente al Yangtsé, el Río Azul. Chongqing tiene más de cinco millones de habitantes. La densidad de población en China se concentra en la zona de Shanghai, el sur, Beijín, y Sichuan, la provincia que comprende Chengdu, Leshan, Chongqing… Más de cinco millones —la provincia comprende más de treinta— aquí es como decir una ciudad cualquiera de las normalitas, una ciudad que apenas cuenta en las estadísticas en China. Estoy exagerando un poco.

Chongqing es una inmensa ciudad de puerto fluvial en la cuenca alta del río. Aquí acabará la cola del lago de más de mil kilómetros que se formará con la presa de Las Tres Gargantas, por tanto se convertirá más aún en un inmenso puerto, incluso más importante que ahora, puesto que las actuales ciudades 
—algo más pequeñas, eso sí— que quedan en el área comprendida por el efecto de la presa se sumergirán bajo el agua posiblemente para siempre. Y aquí las cosas que se hacen tienen pretensiones de duración eterna.

Ya tenemos comprados los billetes para el ferry —los compramos en Beijín— que nos llevará, durante tres noches y cuatro días, hacia Wuhan. Pero hoy hemos llegado a esta ciudad sobrecogedora, la más barata —que ya es decir— de las que hemos visitado. Las ciudades portuarias en general poseen no sé qué de inquietante, y Chongqing no es menos. Hay intriga, mercancías que van y vienen. Todo llega a convertirse en mercancía. Las colinas alrededor del valle del cauce del río parece que dicen más, como si en este confín del mundo hubiera algo distinto que nos falta por descubrir.

Las calles tienen cuestas. Y no es un dato baladí, porque en China las ciudades se erigen en explanadas netamente llanas y la organización urbanística tiene un sentido racional sorprendente. Son —tal y como dije— un ejercicio de racionalidad singular. Por eso aquí llama la atención esta rareza. Pero Chongqing es una ciudad que ha tenido que crecer de otro modo, muy desigual en proporción, adaptándose al terreno.

Hay muchos rascacielos. La ciudad ha crecido hacia arriba, típica ciudad portuaria rodeada de montañas que carece de espacio. También, como todas las ciudades de puerto, está sucia, muy sucia. En el siglo xix los ingleses dijeron que los chinos eran sucios —teniendo en cuenta que los ingleses son especialmente sucios, con sus moquetas y su falta de aseo personal—, 
y en Chongqing se confirman todas mis sospechas sobre su ­higiene. Se podrá decir que son otros criterios, pero la limpieza y, más aún, la higiene, no atiende a diferencias de criterios, ¿o sí? Humos, olores, basuras esparcidas, y pobreza. Va todo junto.

En la estación se nos han agolpado como lapas los taxistas, y en el regateo hemos conseguido uno razonable que nos lleva directamente al hotel, que ya habíamos reservado con anterioridad por Internet. El hotel tiene mala pinta, polvoriento. Dos chicas muy jóvenes atienden en la recepción desangelada.

En la habitación al menos poseemos una vista privilegiada del río. Estamos en la planta quince, el hotel —ciento veinte yuanes— está sucio y es antiguo, muy sucio y con el mobiliario y el baño en pésimo estado 
—aunque todo se puede usar, claro—, confirmándonos las peores vibraciones de hace unos minutos. Pero nos adaptaremos. Nos adaptamos al polvo y a los ácaros con celeridad. La televisión funciona, y el aire acondicionado más o menos también. Parece que nadie ha estado en este cuarto hace tiempo: las sábanas, aunque limpias, tienen algo de polvo. Es un hotel de mala muerte.

En estos días de nuestra estancia en Chongqing se ha descubierto la longitud exacta del Yangtsé, 6 217 kilómetros. En la televisión se les veía en el Tíbet celebrándolo con grandes botellas de champán, entre la nieve.

El río es impresionante, el tercero más largo del mundo, aunque a lo mejor lo alargan unos cuantos cientos de kilómetros porque ya se sabe que en esto de los récords los chinos se están ocupando de batirlos todos. Las aguas turbias y embarradas hacia abajo, con velocidad, el sonido de las bocinas de los cargueros, el olor a puerto y el agua que se mueve, me recuerda al ambiente de La línea de sombra. Es poco azul este río, pero da igual. También en Chongqing el desarrollismo es sobrecogedor.

Por todos lados se trabaja a marchas forzadas. En cualquier tienda, escalón o lugar, sentado o tumbado, puedes ver a alguien durmiendo. Eso demuestra que sus horarios de trabajo están descompensados y que caen, desfallecidos, en cualquier lugar. Los obreros duermen en los mismos lugares de trabajo, en condiciones ínfimas. Parecen esclavos. Se puede ver a los hombres y a sus mujeres con los niños enganchados lavando ropa en la calle, en una cañería colocada en cualquier sitio o en bocas de agua que dejan siempre arroyuelos y pequeñas pozas de po­-
co recomendables aguas estancadas. En Chongqing se encuentran las peores farmacias que he visto en China, y me temo que todavía no he visto lo peor; apenas hay medicamentos en los locales, que suelen estar vacíos. Fue en una publicación francesa donde leí que una de las formas más fiables para medir el progreso de un país es a través de los índices de farmacias por persona y del grado de desarrollo —de calidad— de estas.

China, sin embargo —hablando en términos generales— es el país de la cantidad. Aquí lo que importa es la producción, el número, la estadística. Lamentablemente predomina ese viejo criterio de la producción frente al modo de producción, lo cual se ha demostrado que en todos los sentidos —humana y ecológicamente— es erróneo y debe corregirse. Dos de cada tres noticias en la televisión son de macroeconomía: así la gente sencilla se va habituando a esa jerga de los economistas que no comprendemos.

Dentro de tres generaciones los chinos hablarán todas las lenguas, o todas las lenguas serán el chino, pero hoy casi nadie habla inglés. Se miran en Japón, que en pocas décadas se convirtió —reconstruyendo el país— en una potencia mundial. ¿Por qué China no va a llegar a serlo también, poseyendo un potencial de materias primas y en todos los órdenes, muchísimo superior? Así es como seremos bárbaros fieros, o acabaremos todos hablando inglés, sí. Debería consultar con exactitud los versos.

Rascacielos, y ese espectáculo visual de letreros y anuncios destellantes.

A las once o así llaman por teléfono ofreciendo con una pregunta tentadora una girl beautiful. ¿Son las chicas de recepción, aburridas? Se ríen al mismo tiempo que repiten algo que no logro comprender. Insisten, pero luego cuelgan entre risitas. Así hasta cinco veces. Cuando cojo el teléfono se quedan riendo y repitiendo esa pregunta que ahora sí comprendo. ¿De verdad hay una chica hermosa ahí abajo esperando?

24 de julio, domingo

Media mañana. Todavía tengo en la cabeza restos de la noche anterior y me pregunto por la chica beautiful que me aguardaba, con su bolso y su minifalda, sentada en aquellos butacones de la entrada, una chica oriental con menos de veinte años buscando un buen cliente blanco, europeo o norteamericano. He visto demasiadas películas. No sé, ¿sería capaz de acostarme con una prostituta china, por muy guapa que fuera? Tengo que confesar que el hecho de poseer el cuerpo de una joven oriental bella y atractiva, y por unos minutos casi su voluntad, tan solo por un puñado de dólares, es tentador; pero nunca me han gustado las prostitutas y las enfermedades de transmisión sexual me impedirían amarla con tranquilidad y seguridad, besarla por ejemplo. ¿Prejuicios? ¡Sin duda! Además, en China las tasas de sida y de otras enfermedades han sido deliberadamente ocultadas por las autoridades. Para mí, hipocondriaco casi impulsivo, esto supondría un horror. Aunque me interesan los bajos fondos y los ambientes de este estilo —las prostitutas, los piratas—, hay algo que no me va. No sé. En Jaén tengo un amigo, romántico empedernido, que me dice que es tan romántico que siempre que va a un prostíbulo se acuesta con la misma. Para mondarse.

Las mujeres en China están bastante liberadas —en comparación de los países árabes— y se desenvuelven con libertad. Le pido a una de las jóvenes recepcionistas que me indique un buzón cercano, mostrándole la carta, y me acompaña por varias calles, ella y yo solos. ¿Soy yo quien se encuentra ya pervertido? No puedo hablar con ella y no sé si esta mujer sería fácil de poseer por el simple hecho de ser yo occidental. Ella me mira de tanto en tanto, sonríe y baja la cabeza. Es joven, atractiva. Tiene dos ojos grandes y oscuros, no más de dieciocho años.

Vuelvo al hotel. Quedan tres días para coger el ferry. El Yangtsé se ve desde mi habitación. Otra vez acabo un día con una imagen.

25 de julio, lunes

Chongqing es la ciudad más contaminada de China, con los índices más altos de contaminación en todos los aspectos. Por ejemplo, en 1997 prohibieron terminantemente el uso del claxon, pero se siguen oyendo muchos, lo cual aporta al ambiente cierto ruido de fondo. El murmullo de fuera habla de un mundo que se mueve. Pero hasta 1997, por lo visto, era atronador. El problema de la contaminación es paralelo al del desarrollo. ¿Quién puede imponer a China que no contamine, y que por tanto no se desarrolle tal y como hicieron los países occidentales o Japón? ¿Quién tiene esa legitimidad moral, en virtud de qué principios universales? ¿O es que aquí no tienen derecho? Hay muchas formas de prosperar, pero el capitalismo solo atiende a la que contamina el medio ambiente y no se ocupa en absoluto de la naturaleza sino es para extraer de ella el máximo beneficio al mínimo coste.

26 de julio, martes

Cualquier persona en cualquier lugar y a cualquier hora come cualquier cosa.

En Chongqing se construyen al menos treinta o cuarenta rascacielos. Pero se puede ver esparcidas a lo lejos más grúas, muchas grúas. Cuellos de cisne, como dijo el poeta. Así también era en Chengdu. Están saneando las calles y supongo que así han levantado el país, así lo están alzando. Se les ve golpear hierros con la parte de atrás de las hachas, utilizar cualquier tipo de herramienta inadecuada. Y todo hecho demasiado deprisa. Baldosas desencajadas, junturas con pelotones de cemento o yeso, goteras y chorreones, paredes sucias, pintarrajos por aquí y por allá, agujeros en el lavabo, grifos mal puestos, una goma que lleva el agua caliente por afuera, colgando… en suma: una chapuza. Como en aquel poema de Miguel Hernández “Un albañil quería…”, yo siempre quise ser albañil. Me encantan los oficios.

No me he encontrado a un solo chino al que no le huela el aliento. Siempre están rumiando algo y carecen absolutamente de higiene dental y bucal. En los lavabos de un restaurante, afuera de los váteres, de uso conjunto para hombres y mujeres, me miraban con sorpresa al cepillarme los dientes, y qué de exclamaciones cuando usé el hilo dental.

Los cascos históricos no existen, están arrasados y en su lugar se alzan tremendas moles de “geometría y angustia”. Han sobrevivido escasísimas huellas del pasado, aunque se pueden contemplar —eso sí— trazas históricas y monumentos del pasado reciente: estatuas de Mao con al mano alzada señalando el porvenir —más o menos por venir—, monumentos a los caídos, gigantescas estructuras estalinistas, monolitos u obeliscos rememorando una fecha de una batalla contra ese detestado vecino invasor, léase Japón.

El hecho de que los templos budistas se hayan conservado está relacionado, en primera instancia, a que siempre estuvieron, de una forma u otra, ligados como tributarios feudales al poder, una suerte de vasallaje. En sus entradas o en diferentes puertas, se ven los leones imperiales, uno macho con la bola del mundo bajo la zarpa; la otra hembra, con el cachorro debajo, jugando, asegurando la continuidad del poder. Los templos que quedan están subvencionados por el gobierno; se trata de reliquias histórico-culturales, en los que, eso sí, hay pocos feligreses. Pero tengo datos que hablan de que la revolución cultural acabó con bastantes monasterios tibetanos y budistas, y mezquitas. Acabaron con la mitad de los monasterios. La revolución cultural quería destruir a las cuatro viejas: ideas, cultura, tradición, costumbres. Pero sobre todo en la revolución cultural lo que se ponía de manifiesto es que no se diferenciaba el trabajo manual y el trabajo intelectual. Ahí radica el asunto. Es trabajo a secas, y esa diferencia, que puede ser pertinente en cualquier vida, nunca se puede imponer.

Desde el hotel se escuchan las sirenas de los barcos y los cargueros. El río es un ir y venir de mercancías, carbón, bidones, contenedores, sustancias altamente contaminantes… Las aguas turbias del Río Azul. Anoche llamaron dos veces por el teléfono, una a las once y media y otra a las doce y media. A las doce y media dormíamos, nos costó trabajo coger de nuevo el sueño. Siempre respondo yo y me dicen palabras incomprensibles y se ríen ante mis frases en inglés. Me dicen cosas, se ríen y después cuelgan. ¿Son las recepcionistas? ¿Son también ellas mismas que se ofrecen como compañía nocturna? ¿Será la que me acompañó al buzón?

Nada más bajar a pagar el cuarto, cada día, ya al final de la mañana, sus sonrisas cómplices las delatan. Me miran, juguetonas, y yo no sé qué pensar. Me hacen sentir atractivo —yo, que siempre he tenido complejo de feo— y es que aquí solo por el hecho de ser un hombre occidental de treinta años… las mujeres más jóvenes te ven como un tipo ya maduro, aunque todavía joven. Aquí hay chicas bastante jóvenes que me miran con absoluto descaro, y es cierto que aparentan menos años de los que tienen. Pero me miran, me sonríen por la calle —ayer en la librería, o en el Carrefour—, en cualquier sitio, y yo me siento muy halagado, lo confieso, como nunca había estado.

Este hotel está lleno de cucarachas. Nos visitan de noche y salen de todos los agujeros posibles. He matado dos a pesar del inmenso asco que me dan cuando crujen. No recuerdo ahora en qué novela de Almudena Grandes había una divertidísima escena de un personaje —femenino— que tenía que matar una cucaracha, pero me he acordado de aquella escena. Vienen al lavabo, suben desde abajo a beber agua, sedientas. Tras la tragedia cucarachil de aquellos ejemplares —y algún que otro chiquitillo que encontré también— optamos por dejar la luz del baño encendida.

Llamadas de teléfono en la madrugada, risitas sensuales y proposiciones, carnicería de cucarachas.

Damos una vuelta por el mercado y compramos semillas de plantas y flores. La que nos las vende es dura de pelar, no atiende a descuentos ni regateos, pero al final consiente, rebajándonos la mitad de lo que pedía al principio. Salen dos ratas de debajo de unas tablas y la mujer las ahuyenta golpeando con el pie el suelo y chisteándoles, como si fueran animales domésticos, pero estas ni se inmutan, acostumbradas. Ahí están todavía aquellas dos ratas, húmedas y con el rabo pelado, recién salidas de su olorosa alcantarilla, que parecen formar parte de su familia; al lado de las ollas con comida. Oh dios. Y en aquel mercado, un poco más arriba, las gallinas en cajas. No es miedo, ¡es pavor!, por lo de la Sars o la gripe aviar, así que pasamos muy ligeros y a debida distancia.

Paseando por el centro, la vieja pobre rebuscando en las basuras. Aquí las papeleras tienen el inconveniente de que están llenas de escupitajos y —escatológicos detalles— de mocos. Suelen expulsar los mocos de un agujero y otro, alternativamente, tapándose el contrario en cada caso. Lo hacen incluso en las papeleras, tras escupir. Pero si no hay una papelera cerca se suenan en cualquier sitio, y ni siquiera se apartan. Tanto para los escupitajos como para esto último hay que tener cuidado, si vas caminando por la calle tranquilamente, porque te pueden caer algunas salpicaduras si no vas prevenido y convenientemente separado: y aun yendo, uno nunca sabe lo que le puede caer por esas calles y por esos mundos de Dios, ¿no?

Se agachan y escupen en las papeleras, y son los educados, puesto que la mayoría escupe en cualquier lugar. Es un vicio nacional. Luego los pobres suelen ir a rebuscar en ellas, porque el plástico es muy preciado. En todas las ciudades que hemos visitado hasta ahora —y mucho me temo que será una estampa que se podrá contemplar en el resto— hay pobres recogiendo botellitas y plásticos en general. El consumo de botellitas de plástico es desor­bitado. El gobierno lanzó una de campaña de recolección de plásticos, pagando cada envase a 17 céntimos de yuan. Y me parece muy bien, al menos los pobres están motivados a hacer algo, aunque sea —qué miseria— esto. Uno se acerca a donde estamos, abre la papelera y recoge las dos o tres botellitas que hay, una de ellas aún contiene algo de té verde, y el pobre hombre ni corto ni perezoso se lo bebe. El mundo está de una manera que ya no se sabe qué es lo que te sorprende o te deja de sorprender; no dejamos de ver cosas. O la viejecita con su saco de plásticos a cuestas, detrás de mí para que me acabe mi botellita, animándome a mí a bebérmela incluso si está media. Y hasta que no la acabo no me deja de atosigar. Botellitas de plásticos, todo un submundo, con mil personajes y sórdidas aventuras.

Chongqing, con tantas cuestas, no tiene bicicletas ni bici-taxis. Por esta orográfica razón se ven, sin embargo, muchos palancas —hago la traducción del francés y no sé a ciencia cierta si existe otro vocablo para designarlos—, 
que son esos típicos hombres, mujeres, e incluso niños, que transportan cosas y mercancías por el simple sistema de un palo de bambú atravesado en la clavícula en la que llevan, a cada lado, casi de todo, atado a unas cuerdas. Capaces de acarrear pesos exagerados, y muchos de ellos con la columna vertebral dañada irreversiblemente o con giba. Los niños suelen cargar tes y cosas ligeras, pero las mujeres se cuelgan pesos iguales a los hombres. Todos caminan ligeros, incluso con garrafas de treinta kilos o más a cada lado.

A cosa de las siete y media vamos a cenar una olla mongola o hot-pot, que es un plato muy divertido y muy rico. Lo comeremos varias veces aquí en Chongqing. Todo es extremadamente barato.

Aquí una de las imágenes más comunes es la del grupo de hombres tirados por cualquier lado, en cualquier lugar, incluso en la calzada de la carretera, con sus chanclas quitadas, y jugando a las cartas. Organizan grandes timbas, y se les oye discutir, y se ve quienes apuestan dinero y quienes solo juegan por placer. Son palancas la mayoría, y tienen las cañas de bambú —son palos muy resistentes— al lado, con las cuerdas; y parece que estuvieran esperando el trabajo, dispuestos a que alguien en cualquier momento les encargue llevar algo a algún sitio. Los chinos son ludópata empedernidos. ¿En estas timbas, pierden el escaso dinero que han ganado? Otro submundo, popular y extendido, una especie de laberinto sin salida, estos hombres que fuman, arrastrados por el suelo y juegan a las cartas, con sus dientes podridos.

Esta ciudad vibra de noche como ninguna otra en la que hemos estado, porque se mueve con el comercio. Barcazas y ferrys que van y vienen, discontinuidad e inestabilidad. La gente conoce esa inseguridad, vive en el filo de la inquietud. Por eso Chongqing sería una ciudad donde me gustaría vivir algún tiempo, una ciudad para descubrir. Microcosmos.

Si hay un grupo en cuclillas, de tantos que se pueden ver esparcidos por doquier, y están comiendo sandía, ahí están las cáscaras en el suelo, mordisqueadas y llenas de moscas. Son muy típicas las tiendecillas de sandías y melones, supongo que casi regaladas, y los pinchos de melón por un yuan o menos. Podría ser una foto de una calle: pequeñas tiendas, pequeños comedores con dos o tres mesas, alguien vendiendo algún pinchito o algo por la calle, gente esparcida por el suelo, niños sucios, madres despreocupadas en cuclillas, espantándose las moscas de la cara o a los alimentos, padres fumando, sin camiseta. Pero todo esto siempre cambia y es muy activo, siempre distinto.

He intentado explicarle a las dos chicas de recepción —y cómo me mira una, la más fea— que no me molestaran más por teléfono, y aunque no me han entendido, me he dado cuenta de que es más sencillo, y esta noche desconectaré el cable. Eso haré.

Chongqing fue la capital de la China de Chiang Kai-shek durante la guerra chino-japonesa y hoy un símbolo que representa la resistencia frente al invasor japonés, una referencia al heroísmo de las dos chinas. Existe en esta ciudad un museo que explica las atrocidades realizadas por el ejército de la China de Chiang Kai-shek 
—el Kuomintang— y de los Estados Unidos, que le apoyaba, que prefirió combatir contra las fuerzas comunistas atrincheradas en ciudades vecinas antes que luchar frente a los japoneses. El odio tradicional hacia lo japonés es tal que se puede ver en algunos locales “prohibida la entrada a los japoneses”. Es una especie de proverbial odio “visceral-nacionalista”.

Qué tiempos. Hoy China vive una explosión económica y los japoneses están haciendo su agosto aquí, con todo tipo de empresas, especialmente automóviles y otros tipos de maquinarias. Nos lo cuenta un amable japonés de unos cincuenta años, pero ya dije que aquí las pintas engañan, a quien conocemos en el restaurante y con quien charlamos un buen rato. La mano de obra es muy barata, la vida está barata, nos dice, y están circulando los billetes con asombrosa agilidad. Me recuerda a la España de los setenta, y a esa sobreabundancia y despilfarro que se vive también en España hoy.

Los camiones llenos de gente en los basculantes. Por la tarde fuimos al Carrefour y compramos unas frutas muy exóticas que se llaman ojos de dragón. Se corta por la mitad y parece stracciatella por dentro, con una pulpa blanca y pepitas pequeñitas, negras, parecidas a las del kiwi. Por fuera posee un color verde amazónico y rojo rosado intensos. El fruto es grande, y le salen hojas de los lados, como si fuera una piña. Aunque no tiene demasiado sabor, está bueno.

Me equivoqué: el barco llegará a Yichang, no a Wuhan como dije. Hay que corregir. Wuhan es la ciudad donde Mao Zedong iba a veranear. Pero no sabemos al final si iremos a ver su casa. La guía no lo recomienda, dice que los jardines están bien, pero la casa se halla semi-arruinada. Así que estamos planeando otra ruta alternativa, en concreto ir a Wudangshan, la montaña sagrada del taoísmo. Veremos.

En la tele dicen, por ejemplo, que France Telecom pretende comprar Amena, o que Telefónica se ha unido a China Telecom, que Volvo ha vendido más camiones que nunca y que posee más demanda que nunca, o que Pepsi-cola planea comprar el grupo Danone. Este macro-movimiento de empresas es muy interesante, y no solemos estar informados. También he podido ver en televisión hoy el lanzamiento del Discovery. Un seguimiento completo de la noticia. Hay que tener en cuenta que los chinos también poseen su particular carrera ­hacia el espacio, con sus satélites, sus astronautas, etcétera. Desde el punto de vista de bloques y de macroeconomía, no hay duda que la información es más abierta. En España, que poseemos mucha menos censura que aquí, tenemos otros tipos de noticias que nos distraen de la realidad geopolítica y económica. Homo mass media. El hombre es lo que los mass media quieren que sea. Las carencias de libertad en China no se pueden explicar, pero tampoco hay explicación para las carencias de interés en la cultura y otras materias que nos deberían preocupar en España.

Aunque existen los compresores de aire, en muchos lugares se pueden ver a los obreros haciendo agujeros o zanjas con un cincel y un martillo, supongo que será porque no hay suficiente maquinaria en toda China. De hecho, el japonés que conocimos en el restaurante era vendedor de maquinaria.

Recientemente han encontrado

un anexo del Libro

de las Maravillas, de Marco Polo,

que andaba oculto

en un sótano polvoriento

del Vaticano.

Las mujeres con sus máquinas de coser en la calle.

A los budas les ponen frutas, especialmente melocotones, además del incienso, y también un par de paquetes de tabaco, de diversas marcas, para que se eche el dios sus caladitas. Esto está muy relacionado con la santería y con ritos ancestrales, por ejemplo en Cuba le ponen ron a la Virgen.

Recientemente se ha encontrado

un anexo del célebre

Libro de las Maravillas,

de micer Marco Polo,

que anduvo varios siglos

extraviado, entre pliegos

y manuscritos en los sótanos

del Vaticano. Descubierto

en la rudimentaria contabilidad

de un noble ferrarés

allá en los fines del trecento.

27 de julio, miércoles

Últimos apuntes sobre el hotel de Chongqing. Hemos pasado una noche infernal. Los mosquitos me han masacrado, a las cinco e la mañana me desperté porque ya no aguantaba más. Las cucarachas invadieron también el dormitorio, no se conformaban con el cuarto de baño. Aparecieron por varios lugares, en lo alto de la mesita de noche, debajo de las camas… Un espectáculo funesto… Tras la noche en vela, ya con el amanecer apagamos la luz y dormimos otro poco.

Además, en el cuarto piso del hotel hay un karaoke, muy popular aquí. También prostitutas, en varios pisos. El ambiente del hotel es de lo más raro que he visto nunca, un verdadero bullir de miradas, intenciones y fajos de billetes. No sé si todas estas son prostitutas, pero parece que todas aceptarían una cantidad de dinero. O al menos muchas me miran demasiado fijamente, me sonríen. ¿O seré yo que las miro también demasiado?

Salimos a las doce de la habitación y dejamos las mochilas en un cuartucho, hasta la tarde. El suelo de ese cuarto está plagado de cucarachas aplastadas…

Por las calles se ven los transformadores, los cables en mal estado, toda la red eléctrica en unas condiciones lamentables. Es bastante peligroso.

Por fin acabé de leerme el Libro de las Maravillas. Desde luego muy aconsejable y divertido. Marco Polo es un personaje de finales del siglo xiii pero muy avanzado para su tiempo, al menos un siglo, aunque se nota toda la influencia de los bestiarios y el mundo maravilloso medieval, y la influencia oriental en todo su relato. Visiblemente el mundo feudal. Pero lo que le confiere modernidad al libro es que Marco Polo es, antes que nada, antes que ser escritor o cualquier cosa, es un mercader, un comerciante, un comprador-vendedor. Eso le infiere modernidad al relato, porque late en el libro la búsqueda de redes comerciales y, en suma, la apertura a un nuevo orden, el burgués.

Olvidaba apuntar que ayer fuimos a cosa de las cinco de la tarde a una sala de masajes. No sé si merecería la pena pormenorizar con detalles, pero puedo asegurar que un masaje chino es realmente estimulante. Te masajean todo, incluso el perineo, dejándote una sensación extraña y llegando incluso a provocarte una segregación del líquido preseminal… ¿qué tipo de masaje es este? O más incluso: ¿qué tipo de masaje podría llegar a ser? Aquella china —que no era ni guapa ni fea, pero era oriental— me acarició varias veces el vello del pecho y pronunció frases indescifrables que aludían a mi virilidad. Al menos así me lo hizo sentir a mí. Creo que en una sala de masajes se pone en funcionamiento algún tipo de contacto masturbatorio y sexual que debería indagar en las ciudades que me quedan por ver. Buf.

A última hora de la tarde cogemos las mochilas y nos vamos en taxi hacia el ferry. Tomamos acomodo en nuestro camarote. Rápidamente cae la noche y empiezan las sirenas a pitar ruidosamente. En un momento determinado comienza a despegarse del embarcadero. Zarpamos. Subimos a cubierta para observar el panorama: una ciudad enorme con rascacielos, millones de luces y luminosos parpadeantes que van haciéndose cada vez más pequeños, perdiéndose poco a poco, mientras la brisa fluvial nos acompaña hacia la oscuridad.


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