Autor: 2 junio 2008

Enrique Fuster del Alcázar

Las últimas ediciones de algunas obras de Jardiel presentan el inconveniente de no incluir los curiosos prólogos invariablemente titulados Circunstancias en que se imaginó, se escribió y se estrenó cada una de sus piezas y que exponen precisamente eso, es decir, las circunstancias en que la obra se gestó y vino al mundo escénico y que no pocas veces el autor aprovechaba para exponer sus propias teorías sobre la dramaturgia, que siempre resultan de interés. El porqué de esta acotación inicial se comprenderá al leer las líneas que siguen.

Hemos tenido la oportunidad de examinar tanto el manuscrito original de los dos primeros actos de la farsa Cuatro corazones con freno y marcha atrás como la sinopsis que Jardiel escribió a petición de Gregorio Martínez Sierra para hacerla llegar a un productor neoyorquino. Y hemos topado con la curiosidad de que la sinopsis titulaba la obra Cinco corazones con freno y marcha atrás en tanto el manuscrito redactado pocas semanas después utiliza ya el título que conocemos. Todo ello merced a un leve giro en el argumento gracias al cual las sales del doctor Bremón mantuvieron a cinco corazones con freno, pero solo a cuatro con marcha atrás.

Mas empecemos por el principio.

El vitriólico don Rafael Cansinos-Assens, que fue compañero ocasional del padre de Enrique Jardiel Poncela en La Correspondencia de España, escribió: «También tiene un hijo llamado como él, Enrique, que tiene pujos literarios… Ya me traerá alguna cosilla para que la vea… Yo lo felicito por la hija y lo felicito a medias por el hijo». Cosas de don Rafael. Al parecer, a los diecisiete años, Jardiel ya había escrito más de sesenta piezas dramáticas y lo cierto es que el 28 de mayo de 1927 (es decir, cuando el autor tenía veinticinco años) estrenó en el teatro Lara de Madrid la comedia Una noche de primavera sin sueño. A partir de entonces, los pujos dejaron de serlo para convertirse en una carrera personalísima, sorprendente y, poco a poco, triunfal. (Demos ahora un salto en el tiempo.)

Edgar Neville, el pionero, se había instalado en Hollywood a partir de 1929. De su mano llegó José López Rubio en calidad de guionista, que escribió a Jardiel: «Contesta si te interesan seis meses de contrato, cien dólares semanales sin viajes». A lo que Jardiel contestó: «Con viajes pagados, desde luego; sin viajes, imposible». Así las cosas, en septiembre de 1932 desembarcó Jardiel en Nueva York, ciudad que, desde el principio, no le gustó. No hay más que recordar su poema homónimo:

Una ciudad con dos ríos,
chinos, negros y judíos
con idénticos anhelos.
Y millones de habitantes
pequeños como guisantes
vistos desde un rascacielos.
En invierno, un cruel frío
que hace llorar. En estío,
un calor abrasador
que mata al gobernador
(que es siempre un señor con lentes)
y a los doce o trece agentes
que lleva a su alrededor.
Soledad entre las gentes.
Comerciantes y clientes.
[…]
Cemento. Acero. Basalto.
Limpiabotas de color.
Garajes con ascensor.
Prisa. Bolsa. Sobresalto.
Y dólares. Y dolor;
un infinito dolor
corriendo por el asfalto
entre un Chevrolet y un Ford.
Suciedad junto a limpieza.
Miseria junto a riqueza.
Junto al lujo, mal olor.
Dicho y no va más, señor.

Estuvo en Estados Unidos hasta marzo de 1933. Luego, en julio de 1934, viajó nuevamente a América junto al escritor Gregorio Martínez Sierra y la actriz Catalina Bárcena, y es entonces cuando llega el momento que nos interesa. Escribe Jardiel, rememorando un viaje en automóvil desde Long Beach a Hollywood, que rompiendo de pronto el silencio, Martínez Sierra, que ocupaba con la Bárcena los asientos de atrás, y del que, hasta el momento, sólo había dado razones de existencia la lumbre reavivada del cigarrillo, murmuró, como si continuara en voz alta un razonamiento interior:

—Porque usted ahora no tendrá ánimos para coger la pluma…

Me volví a medias intrigado.

—¿Por qué dice usted eso?

—Me ha pedido dos comedias un producer de Nueva York. Quiere una comedia dramática y otra cómica; las dos violentas: ya sabe usted lo que es el público de Estados Unidos. Yo tengo pensada la obra dramática y no tardaré en realizarla; pero la obra cómica no la sé hacer. Y había pensado que si a usted le interesara estrenar en Nueva York, usted podía escribir esa obra, yo la otra, y firmar ambas los dos.

—¡Muy bien! ¡Me interesa! Ya lo creo…

Esto aconteció en el mes de octubre de 1934. Martínez Sierra sugirió entonces a Jardiel que redactara una sinopsis «cuando tuviera bien pensado y resuelto el asunto» a fin de hacerla llegar a Mr. Chappell, el producer. En marzo de 1935 la sinopsis estaba hecha. Martínez Sierra la mandó imprimir para hacerla llegar a Chappell que, en noviembre siguiente, aceptó financiar el montaje de la obra en Estados Unidos siempre que el texto definitivo estuviera terminado antes de seis semanas. El viaje americano de la pieza se truncó por razones que sólo los interesados conocieron aunque, al parecer, hubo algunas sombras en forma de diferencias económicas. Con los dos primeros actos ya redactados, Jardiel cayó en un estado como de hartazgo y archivó lo que llevaba escrito, se marchó una temporada a Niza y no fue sino en marzo de 1936 cuando desempolvó las cuartillas y se puso de nuevo a trabajar en lo que ya eran los Cuatro corazones. El estreno tuvo lugar en el teatro Infanta Isabel de Madrid el 2 de mayo de 1936 con el título Morirse es un error.

Sin embargo, desde la concepción inicial de la pieza hasta su resultado final hubo no pocos cambios que resulta curioso examinar. La primera versión estaba destinada a los teatros de Broadway y Jardiel comprendió que aquellos dos primeros actos tal como estaban redactados «resultarían excesivamente largos al nervioso e impaciente público de España; y su acción, demasiado diluida. Los corté y comprimí, y en muy pocos días quedaron en disposición de pasar al copista». El que más cambios sufrió fue el segundo acto, inicialmente dividido en dos partes. En la primera versión Jardiel creó hasta nueve personajes de nacionalidad americana —probablemente pensando en sus destinatarios originales— y construyó una larga escena en la imaginaria isla de Stanley con gran peso de los funcionarios yanquis. En la versión final la presencia de Meighan es poco más que episódica (aunque importante, porque justifica la necesidad de que los habitantes de la isla abandonen su retiro) y los marineros, por su parte, ni siquiera hablan. De otro lado, en la sinopsis de marzo de 1935 y sin que se sepa muy bien por qué, en el barco que trae a los americanos viajan también los hijos de Valentina y Ricardo presencia que, con buen criterio y para simplificar, suprimió el autor ya en la primera versión.

La transformación del título original desde Cinco corazones con freno y marcha atrás hasta los cuatro con el que la obra habría de ser conocida se produjo entre la sinopsis de 1935 y el primer manuscrito de noviembre del mismo año. Los personajes que en el acto primero toman las sales del doctor Bremón y se convierten en seres inmortales son Valentina, Hortensia, Ricardo, el doctor y Emiliano, el cartero. Cuando, en el segundo acto, la desesperación y la abulia más absolutas se han apoderado de ellos y no desean otra cosa que la muerte, el doctor investiga y descubre un remedio por el que irán descumpliendo años hasta morir de niños. Todos se alegran extraordinariamente y ven renacer sus ilusiones: «Los cinco corazones, después de haber permanecido frenados setenta y cinco años, van a comenzar a andar en marcha atrás». Sin embargo, en el manuscrito (y, con algún cambio, también en la versión definitiva) Emiliano se niega a tomar el antídoto y se lo hace beber al salvaje Heliodoro.

Resulta aquí curioso comparar las escenas del manuscrito y de la versión final. En las páginas 103 y 105 de aquel la situación se desarrolla de la siguiente forma:

Ricardo.— ¿Y nosotros volveríamos a la niñez gradualmente?

Bremón.— Eso es. Nuestros corazones, frenados hasta ahora en su camino natural hacia la muerte, al tomar la frigidalina comenzarían a andar en marcha atrás. Eso es lo que pensaba proponeros. Os iba a proponer, primero, el que le tomáseis el gusto a la vida nuevamente, lo que ocurriría en cuanto supiéseis que érais mortales; y después el que volviérais a vivir otra vez la juventud: la juventud de alma y de cuerpo: la que embriaga y le compensa a uno de todas las penas del pasado y del futuro… […]

Bremón.— Bebamos. (Todos beben. Por la izquierda vuelve a entrar Emiliano con el vaso vacío y lo deja sobre la mesa).

Emiliano.— ¡Listo!

Ricardo.— ¿Te lo has tomado ya?

Emiliano.— ¿Yo? No en mis días. Yo no quiero morirme ni volver a ser joven. Yo estoy encantado de la vida, y si es eterna, mejor que mejor. Además conviene que uno de nosotros siga siendo inmortal… para que cuide de los otros cuatro cuando sean niños… Viviendo yo siempre, estén tranquilos: ¡verán lo bien que les doy el biberón!

En la versión definitiva, tras exponer el doctor su nuevo descubrimiento, la escena queda así:

Emiliano.— ¿Y nos moriremos con el chupete?

Bremón.— De niños; pero después de haber vivido años deliciosos; en plena y verdadera juventud y con el acicate de la muerte segura, que nos daría un ansia constante de aspirar a todo y de disfrutar de todo…

Valentina.— Y ya no seríamos corazones frenados.

Emiliano.— Ahora serían ustedes corazones con marcha atrás.

Valentina.— Cinco corazones con freno y marcha atrás.

Emiliano.— No. Cuatro, porque ustedes harán lo que quieran, pero yo esta vez no me tomo el menjurje.

Todos.— ¿Qué?

Emiliano.— Que no. Porque conviene que uno de nosotros siga siendo inmortal para que cuide a los demás cuando sean pequeñitos. Verán lo bien que les doy yo a ustedes el biberón…

Jardiel quedó muy contento con el resultado final de los dos primeros actos. En cuanto al tercero… «no me salía. Esta es la verdad. Y, sin embargo, aquel tercer acto, que aún no estaba hecho, tenía que ser, era necesario que fuese el mejor de la obra» porque la inverosimilitud, «característica de mi manera literaria, había llegado al extremo al imaginar Cuatro corazones con freno y marcha atrás». El autor, con la pizca de vanidad disculpable en cualquier artista, se inventó una situación que diera mérito e importancia a lo doloroso del proceso creativo. En efecto, según Jardiel,

ya en la sinopsis enviada a Chappell había yo escamoteado el acto último, por lo peliagudo de conseguir una bengala final que rematase con el suficiente esplendor la sesión de fuegos artificiales de los dos actos primeros. Pero ahora, puestos en ensayo esos dos primeros actos y acercándose la fecha del estreno por días, no cabía escamoteo ninguno.

Presa entonces de la inquietud, el autor nos habla de un rápido viaje al cementerio de Quinto de Ebro y de unas horas pasadas junto a la sepultura de su madre, al término de las cuales, como una revelación fulminante, vio por fin el desenlace de la obra —que esbozó en cuatro trazos durante una parada del viaje de regreso a Madrid, exactamente en un café de La Almunia de doña Godina.

La idea resulta entrañable pero la realidad es, sin embargo, que en la sinopsis enviada a Chappell, el tercer acto —la bengala final— estaba ya perfectamente previsto y diseñado. No hay más que leer los últimos párrafos del folleto impreso en Tetuán por Martínez Sierra:

Los personajes solo tienen una pena: pensar que cuando lleguen a niños, nacerán: esto es, se morirán.

Pero el doctor les alienta:

—¿Quién sabe? —dice—. Llegará un día en que nos faltarán sólo unas horas de vida, y luego unos minutos, y pasados esos minutos, unos segundos…, pero ¿quién sabe? ¿No podría ocurrir que cuando llegara a no faltarnos nada de vida, comenzáramos a vivir, como les sucede a todos los recién nacidos?

Y la esperanza de una nueva vida se abre para todos en el horizonte de su futura niñez.

En la versión definitiva, uno de los parlamentos finales del doctor Bremón no deja lugar a dudas:

Bremón.— No es que quiera alentaros… Pero yo… Lo único que no veo claro en mis experiencias es el final. […] Nos haremos niños, llegaremos a tener nada más que un mes, y luego quince días, y después, sólo unas horas de vida, y al fin, ya únicamente nos quedarán unos minutos… Pero en la Naturaleza no muere nada; ¿y quién sabe si al cumplir el último segundo de vida, no empezamos a cumplir el primero otra vez? (Todos, al oírle, parecen revivir y vuelven a la alegría.)

Y bien. Cuando Jardiel comunicó a Gregorio Martínez Sierra que el último acto no estaba ni siquiera escrito a menos de dos semanas para el estreno de la obra, Gregorio, «que sabía de teatro todo cuanto se puede saber, y como a él, por tanto, le constaban igual que a mí las densas dificultades que ofrecía el tercer acto […] al oírme decir que pensaba escribirlo en cuatro o cinco días, se alarmó». No puede sorprender la inquietud de Martínez Sierra ante la asombrosa confianza de Jardiel en sus propias habilidades dramáticas que lindaban con lo prodigioso. Pero es que, como última jardielada de tan curiosa aventura, ya tenía dispuesta la pirotecnia desde mucho tiempo atrás. Y solo tuvo que pegarle fuego. ■ ■


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