Autor: 5 junio 2008

Alfonso López Alfonso

Yo sé que ver y oír a un triste enfada
cuando se viene y va de la alegría
como un mar meridiano a una bahía,
a una región esquiva y desolada.

(Miguel Hernández)

LA DISTANCIA ENTRE EL QUERER SER Y EL SER

Empecé pensándolo de una vez. Me vino a la cabeza de repente: «Quiero ser Casona». Fue a los doce o trece años, mientras veíamos una representación de La dama del alba. En el programa de la función había una foto del autor. Aquel hombre calvo tenía una pose de dignidad tan natural que me hizo querer imitarlo. Además la obra me pareció buena. Como a Vila-Matas me gusta mezclarme con lo que leo, con lo que escribo y con lo que veo. Tengo el íntimo afán de hacerme un poco literatura para ver si así me salvo algo del olvido que me espera. Como Casona quería ser, quise ser, quizá con las últimas ascuas de ilusión que me quedan, quiero ser todavía un poco. Contarlo a la manera de Vila-Matas me gustaría en este momento, pero me falta mundo y conocimiento, y además no van conmigo ese aristocratismo y ese desdén por lo patrio que hacen falta para ser quien él es; para ser Casona me falta… mundo también, cordura, equilibrio, talento y bastante pulso. Al final, como aquellos nobles de antaño, uno es quien es, pero de verdad. Y ser de verdad, a pecho descubierto, a pulmón abierto, duele bastante más que ser con la protección de la cáscara social. No hay manera de esconderse y muchos días uno no soporta mirarse de arriba abajo y verse tan pobre.

Precisamente Vila-Matas, en alguno de los artículos que recopila en El viento ligero en Parma, me recuerda en esta mañana de lluvia unas palabras que dejó Truman Capote en el prólogo de Música para camaleones. Para ser escritor, dice allí Vila-Matas, hace falta no solo escribir bien, sino escribir muy bien, además de un par de condiciones con las que, entiendo cuando cierro el libro y pienso en coger el paraguas para salir, no cuento: valor y paciencia. Contra lo del valor no hay nada que hacer, eso o se tiene o no se tiene y quien nace cobarde no merece mucho la pena que luche contra ello, más le vale dedicarse al no demasiado noble arte de la delación o algo por el estilo, al fin y al cabo perderá menos y hará perder menos al mismo tiempo que dará muestras de conocerse bien a sí mismo y prevendrá a todos aquellos a los que puede perjudicar. Es difícil ensalzar al cobarde. La camaradería, la nobleza y el sentido del honor le son completamente ajenos. Sam Peckinpah nos enseña en Grupo salvaje que incluso entre los delincuentes más violentos puede darse cierta épica con esos sentimientos positivos de los que el cobarde es incapaz. El delincuente, el asesino, el mercenario, puede robar, matar o ponerse al servicio del mejor postor para defender sus intereses, pero llegado el momento también puede dar la vida por los que son como él, por los que están amparados por su código moral. Recordemos ese final en el que cuatro hombres polvorientos, ebrios de pólvora, vino y mujeres, salen armados hasta los dientes a buscar la muerte por lealtad a un compañero. El cobarde no puede hacerlo y tampoco puede evitarlo. No puede estar con ellos ni contra ellos. Hay una lucha interior muy fuerte y muy poco recomendable en el cobarde. Lo digo por experiencia.

La paciencia es otra cosa, únicamente requiere paciencia, o sea, tiempo, y puede llegar a aprenderse. «Al principio —es Capote quien habla— fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero: es sutil pero brutal». Al principio siempre es divertido. Sigue siendo divertido, pero Capote demuestra —lo demostró con su vida— que mientras es divertido vale bien poco.

A DIVERTIRSE

Lo bueno de querer ser Casona es que cualquiera que aspire a escribir, aunque sea divirtiéndose, necesita referentes que alcanzar. Cuanto más arriba estén, por supuesto, más difícil resulta el empeño. Nunca se llega, pero ayudan a superarse. Lo malo de querer ser Casona es que además de talento hace falta trabajo y disciplina, y a mi, como a Charles Bukowski, lo que más me gusta es rascarme el sobaco. Para querer ser alguien hace falta saber quién es ese alguien. Durante años, en la medida de lo posible, he intentado saber quién fue Alejandro Casona. Abruma un poco lo estudiado que está: José Rodríguez Richart, Evaristo Arce, Hilda Bernal Labrada, Esperanza Gurza, Carmen Castañón, José Manuel Feito, Antonio Fernández Insuela, Juan María Díaz Taboada, Martha Halsey o Isabel Jardón; lo evocado que está: Marino Gómez Santos, Juan José Plans, Juan Ignacio Luca de Tena, Pablo Suero, por escoger de la larguísima nómina un puñado de nombres al run-run de lo que voy escribiendo. Los expertos seguramente considerarán que hay mucho por descubrir sobre Casona. Toda minuciosidad es poca para el investigador. El lector común, por el contrario, se desborda con una bibliografía que estudia hasta los olores que se desprenden del mundo que el escritor construye en sus obras. Desde el punto de vista académico, es evidente, ha tenido suerte Casona. Desde el punto de vista comercial también, la tuvo en vida y muchas de sus obras siguen representándose con asiduidad por compañías y actores importantes. No hay queja, se estudia en detalle toda su obra, no solo la teatral, también la poética, la ensayística, la cinematográfica, la periodística; y se estudia, aunque me parece que algo más superficialmente, su vida. Es normal, los autores necesitan una obra que los sostenga, no una vida. Si alguien lo duda a Shakespeare me remito. Pero de todos modos, a quien quiso ser Casona, a quien quizá quiera seguir siéndolo, le interesa también la vida de aquel hombre calvo, de mirada inteligente y gesto digno que estaba en la fotografía del programa. Saber qué pensaba, cómo actuó en los momentos difíciles, qué le gustaba, cómo se sentaba, dónde vivía, si las obras se le venían a la cabeza mientras paseaba, qué se yo, ese tipo de cosas que me parece son imprescindibles para tratar de acercarlo a mi vida, esta vida que ahora duda entre coger el paraguas y salir o sentarse a hojear algún libro en el sofá y que no se cruzó con la suya.

DIVAGACIONES SOBRE DOS VIDAS QUE NO SE CRUZAN

No voy a salir, la humedad me molesta, me hace sentir pesado. Caminar bajo la lluvia nos echa años encima porque el agua que cae distorsiona la realidad, hace que todo lo veamos a través del velo acuoso de la melancolía. Al azar escojo un libro de los que hay sobre la mesa. Es de ediciones Alfil, 1953, naranja, bastante llamativo. Contiene dos obras de teatro: Shangai-San Francisco y Barriada. Las dos son de Julio Alejandro. Al escoger este libro y leer la pequeña biografía del autor que los editores pusieron como introducción en la primera página me doy cuenta de que Julio Alejandro y Alejandro Casona sí compartieron espacio y tiempo. ¿Se conocieron? ¿Se cruzaron alguna vez? Levanto la vista al hacerme esta pregunta y como un acto reflejo la fijo en otro título: La edad de oro. Es un libro de Vicente Molina Foix en el que recuerdo hay una entrevista a Julio Alejandro, seguramente por eso estaba al lado de las obras del mismo autor. ¿Se conocieron Julio Alejandro y Alejandro Casona? Al releer la entrevista de Molina Foix descubro que no, pero sí que tuvieron algo que ver o, para ser más precisos, por esas cosas del azar el nombre de Alejandro Casona influyó en la trayectoria teatral y quizá vital de Julio Alejandro.

COITUS INTERRUPTUS

Llamo por teléfono a un amigo cinéfilo y me informa de que sobre Julio Alejandro existe una biografía de J. A. Román Ledo, muy complaciente con el personaje y también muy rica en datos, muy precisa en detalles y con más de una anécdota. Le digo que voy a buscarla enseguida.

Ahora no tengo más remedio que coger el paraguas, que está arrugado, como mustio, porque sí, la última vez que lo utilicé lo guardé en el paragüero sin ponerlo a secar.

Escribir, recuerdo mientras salgo que Vila-Matas dice que dice Claudio Magris, es convertir la vida en pasado, ir envejeciendo. Vivir, aunque no se escriba, es siempre pasar por el tiempo, por los lugares, por las cosas, por la vida, ir envejeciendo. La lluvia, como en aquel verso de Borges, debería suceder siempre en el pasado, allá donde no moleste y ayude a ambientar el recuerdo proporcionándole cierta belleza hopperiana; la lluvia debería suceder siempre en el pasado o en el arte, en las películas de Wong Kar Wai, por ejemplo. Pero la lluvia está sucediendo ahora, en este presente que se esfuma al son de mi tarareo por las calles bajo un paraguas enmohecido y triste, pobre, desmembrado, anémico. Sucede ahora, mientras pienso en Casona y en Julio Alejandro, y en cómo voy a seguir el artículo que he comenzado; mientras entro en este portal y sacudo los zapatos en el felpudo, mientras subo las escaleras y recojo el libro, mientras vuelvo a casa. La lluvia nos moja por fuera y con su transparencia nos mancha por dentro, cerca del corazón; la lluvia ensucia los días con una profunda tristeza que hacemos nuestra.

EL CAMINO DE JULIO ALEJANDRO

Julio Alejandro es un nombre familiar para cualquier aficionado al cine, sobre todo para quienes gusten del de Luis Buñuel, pues suyos son algunos de los guiones de las películas más importantes de aquel genio baturro y calandés: Nazarín, Viridiana o Simón del desierto entre ellas. Con su delicadeza habitual, a propósito de Viridiana dice Buñuel en Mi último suspiro: «Mi amigo Julio Alejandro me ayudó a desarrollar una antigua fantasía erótica […] en la que, gracias a un narcótico, abusaba de la reina de España». Así que algo tiene que ver Julio Alejandro en esa escena que se da en la película entre Fernando Rey y Silvia Pinal. Desde luego la fuerza visual de esa escena, y de la de los mendigos que remedan la última cena y la de los ubres de esa vaca…, es de Buñuel, pero allí andaba Julio Alejandro, trabajando por lo bajinis para que todo saliera como es debido.

Julio Alejandro es para la historia del cine Julio Alejandro debido a que tuvo una trayectoria muy novelera tras la guerra civil, en la que se incluyen una estancia en Filipinas, donde vivió en un convento, fue víctima de los japoneses durante la II Guerra Mundial, lo condenaron a muerte y un verdugo piadoso lo deja ir, lo operan de apendicitis en un hospital de Manila y viendo que su vida corre peligro —es sospechoso para los americanos y para los japoneses— sin recuperarse de la operación y pesando algo más de cuarenta kilos consigue embarcarse como lavaplatos en un buque norteamericano. A su llegada a Estados Unidos un funcionario toma su segundo nombre por apellido y quedará como Julio Alejandro. Sin embargo, este marino de tierra adentro había nacido en Huesca en 1906 en una familia de la burguesía acomodada con el nombre de Julio Alejandro de Castro Cardús. La familia se traslada cuando él cuenta nueve años a Madrid, donde estudia el bachillerato. Pasa los veranos entre Bulbuente, al pie del Moncayo, y San Sebastián, destino veraniego de quienes tienen dinero para permitírselo. Con dieciséis años suspende a propósito el examen de acceso a la Escuela de Artillería. Eso no tiene ninguna importancia porque acto seguido aprueba el ingreso en la Escuela Naval, y si lo menciono es únicamente porque para hacer el examen como artillero tuvo que irse hasta Segovia, donde en una fonda ocupa la habitación de un profesor que está de vacaciones. En ese dormitorio hay algunos libros que pertenecen a Antonio Machado, aquel profesor. Años más tarde el profesor prologaría en verso el primer libro de Julio Alejandro, que como Alejandro Casona empezaría en el arduo camino literario por la poesía: La voz apasionada, se tituló el libro, que vio la luz durante los años esperanzados y apasionados de la II República: «Sí. Estoy abierto. Abierto a lo profundo / de las preguntas graves sin respuesta. / Mas preguntadme sólo lo que sepa / Y sé muy poco».

Durante estos años treinta estudia Filosofía y Letras —con Ortega, con Zubiri, con José Gaos…— y no reingresa al servicio activo en la Marina hasta 1934. En el gobierno salido de las elecciones de febrero de 1936 desempeñará Julio Alejandro el papel de ayudante de confianza de José Giral, amigo de la familia Castro. Seguirá en este puesto tras el estallido de la guerra, ya con Indalecio Prieto como ministro. En una visita al frente de Somosierra junto al entonces primer ministro, Casares Quiroga, la metralla de un obús le alcanza en la cabeza. Será el propio Indalecio Prieto quien se ocupe de los trámites necesarios para sacar a Julio a Francia. De aquí, ya lo hemos visto, a Filipinas y Norteamérica, luego a México, asilado en casa de unos parientes, y de nuevo a Norteamércia: «En California —nos informa Román Ledo— le han dado la pista que seguirá. De ahí a Montevideo, donde está de embajador Juan Ignacio Luca de Tena. Allí se reúne con José Antonio Giménez Arnau. Al poco, se traslada a Santiago de Chile, donde el otro hermano Giménez Arnau, ha llegado como agregado naval. Ricardo es hijo del notario zaragozano Giménez Gran. Cuando Ricardo empezó la carrera de Marina, Julio era teniente de navío. Giménez Gran había hablado con el padre de Julio para encomendar a Ricardo bajo la tutela de Julio, ya todo un oficial. De ahí proviene la gran relación que ambos mantienen […] Ricardo en 1945 se encuentra en la embajada española de Santiago de Chile como agregado naval, después de casarse con la actriz Conchita Montenegro. Julio, al salir de EE.UU. piensa que no le conviene regresar directamente a España, sin transición entre el clima tórrido de Manila y el inclemente invierno madrileño. Para irse aclimatando se queda con Ricardo un tiempo, casi un año. Por otra parte, su hermano Santiago, desde España, debe avisarle del momento idóneo para regresar a su patria sin riesgo de ser detenido». Este regreso tiene lugar en 1946.

Cuando vuelve se encuentra con que el reingreso en la Marina es imposible sin arrastrarse, por lo que trabaja como supervisor de las delegaciones de Prensa Castellana, editora del periódico Informaciones, en el que colabora con artículos. Y es en este momento, durante este puñado de años que pasa en España como un intermedio, como un alto en el peregrinar por mares y tierras de un marinero que encontraría finalmente acomodo en México, cuando en su existencia aparecerá el nombre de Alejandro Casona. Luego, en sus años mexicanos, trabajaría con los mejores directores de cine —Emilio El Indio Fernández, Tulio Demicheli o Arturo Ripstein, por citar algunos de los más importantes— pero durante esta vuelta a España está muy interesado en el teatro. Tanto es así que le gustaba repetir que de todo lo que había hecho lo más interesante para él era el teatro. Marcharía a México, como digo, pero sin renunciar a un epílogo en la tierra en que había nacido. Epílogo que le llegaría con casi ochenta años, tras perder mucho de lo que materialmente tenía en un terremoto que azotó el país en 1985. Julio Alejandro, marino del Aragón profundo, al igual que Alejandro Casona se movió mucho en vida, fue un atrevido Ulises, y también como Casona, para el último viaje volvió a casa dejando en su antigua dirección una nota con la nueva y una moneda por si el barquero, despistado, se presentaba allí.

«En México sería usted un famoso hombre de cine, pero antes vino el teatro…», le sugiere Vicente Molina Foix en la entrevista que le hizo en el verano de 1995 y que algo después, como anoté más arriba, recogería en el libro La edad de oro. «Cuando regresé a España en 1946 —contesta— me metí de lleno en una vida teatral. Volvía con la ilusión de quedarme, pero no me pude aclimatar. En parte por la gente, que no me perdonaba haber vuelto. —Si te ganabas la vida fuera, ¿a qué vienes?». Primero me di a conocer como autor en las funciones que José Luis Alonso hacía en su casa; allí estrené una obra corta, El pozo, interpretada por Berta Riaza y Miguel Narros. A José Tamayo le gustó y me pidió que la hiciera más larga; la representó con Maruchi Fresno y Carlos Lemos. En cuatro años estrené cinco obras, en el María Guerrero, en la Comedia, y con Mari Carrillo, Catalina Bárcena… Llegué a estrenar dos obras en un mismo día. Pero la crítica madrileña, y en especial el crítico del Ya, insistía en que yo escondía con mi nombre y mi persona a Alejandro Casona, que entonces no podía estrenar por razones políticas. ¡Casona! Nunca le vi en mi vida».

Se equivocaba Julio Alejandro —y se equivoca Román Ledo, que en su libro dice que en aquel momento «Casona es dramaturgo prohibido»— al pensar que Casona no podía estrenar por motivos políticos. De hecho, ese mismo año de 1946 en que él regresa a España, Cipriano de Rivas Cherif, ya en libertad, intenta estrenar La dama del alba y es el propio Casona quien se lo impide —lo que Rivas Cherif nunca entendería ni perdonaría del todo— para dejar patente su oposición a un régimen que había destruido la democracia y le hacía, por principios, mantenerse alejado de su tierra. Casona no se estrenará en España, por voluntad propia, hasta 1962, cuando prepara su regreso. Al contrario de lo que se suele pensar, qué más hubiera querido Franco que que los suyos no hubieran asesinado a García Lorca, qué más hubiera querido que ver estrenado a Casona en España en aquel momento de postergación internacional. Qué más hubiese querido aquel régimen, capaz de convertir cualquier cosa en propaganda sobre la que legitimarse.

Menos de dos meses después de la publicación de esta entrevista con Molina Foix, Julio Alejandro de Castro Cardús dejaba de existir en Jávea, tranquilo, sin hacer ruido y mirando al mar mientras se toma el último café en animada charla con José Luis García Sánchez, Salvador Pons y Manuel Vicent. Supo serse fiel en el último viaje y salir de este mundo con la misma elegancia y discreción con la que había pasado por él, sin algaradas y con una originalidad indudable.

INTERMEDIO EN SOMBRA:LA HERMANA DE JULIO ALEJANDRO

Ha parado de llover. Una tímida lengua de sol se cuela entre la cortina y la pared. Aquí sentado imagino el alivio de las flores. Hay en el escampar de las tormentas mucho de renacimiento, de vuelta a la vida, de levantar la cabeza con el olor que despide la tierra húmeda. Las vaharadas que deja escapar la tierra al ver asomarse el sol tras la tormenta son su manera de respirar aliviada. Es hermoso ver salir el sol sobre un campo húmedo porque constata que sobrevivimos. Llevo un rato escribiendo, dándole vueltas a Julio Alejandro y Alejandro Casona sin saber si van a llevarme o no a alguna parte. Dan ganas de dejarlo, de coger la chaqueta y salir al campo a pisar la hierba húmeda bajo este sol amable. Tengo la impresión de que pisar ahora esa hierba sería como pisar el himen de la realidad. Sigamos.

Julio Alejandro era el segundo de los siete hijos que tuvo el matrimonio Castro Cardús, delante de él estaba Santiago (1904), y detrás Carmen (1908), Matilde (1915), Enrique (1916), Fernando (1920) y Pilar (1922). Su hermana Carmen Castro Cardús desempeñaría un importante papel en la represión franquista que se desata tras el final de la contienda civil. Era ella la directora de la prisión de Ventas cuando sacan a las Trece Rosas para fusilarlas tras haber pasado por un proceso judicial que fue mera pantomima y ser agregadas a la causa 30 426. De cómo se llegó a la delirante causa 30 426 y de la trayectoria (muchas veces ni siquiera coincidente) de bastantes de los juzgados en ella, nos habla el periodista Carlos Fonseca en Trece rosas rojas: La historia más conmovedora de la guerra civil. La madrugada del cinco de agosto de 1939 asesinaban en el mismo lugar que pocas horas antes habían ocupado los hombres encausados junto a ellas a Carmen Barrero Aguado (veinte años), Martina Barroso García (veinticuatro años), Blanca Brisac Vázquez (veintinueve años), Pilar Bueno Ibáñez (veintisiete años), Julia Conesa Conesa (diecinueve años), Adelina García Casillas (diecinueve años), Elena Gil Olaya (veinte años), Virtudes González García (dieciocho años), Ana López Gallego (veintiún años), Joaquina López Laffite (veintitrés años), Dionisia Manzanero Salas (veinte años), Victoria Muñoz García (dieciocho años) y Luisa Rodríguez de la Fuente (dieciocho años), muchas de ellas menores de edad según la legislación del momento. Julia Vellisca del Amo, amiga de Julia Conesa, fue la única imputada de la causa 30 426 a la que no condenaron a muerte. Cumplió algunos años de cárcel. Antonia Torres Llera, otra encausada que no fue asesinada aquel 5 de agosto, esquivó la muerte gracias a una errata tipográfica (donde debía decir «Antonia» ponía «Antonio»), pero le sirvió de poco: finalmente la fusilaron en febrero de 1940.

Todas las encausadas, excepto Blanca Brisac, estaban relacionadas de uno u otro modo con las Juventudes Socialistas Unificadas. Ese fue todo su crimen. Nada de sangre. Muchas veces, nada de nada. Todas pagaron el asesinato del comandante de la Guardia Civil Eugenio Isaac Gabaldón Irurzun, del que ninguna había oído hablar en su vida y con cuya muerte no estaban relacionadas ni siquiera indirectamente. La mayoría de las trece rosas no conocían a los asesinos y habían llegado a la prisión de Ventas por motivos completamente ajenos al asesinato que en truculenta amalgama jurídica sirvió para encausarlas. Julita Conesa dejó escrita en la carta de despedida a su familia una petición que se ha repetido mucho: «Que mi nombre no se borre en la historia». Amén.

Hace poco Emilio Martínez Lázaro dirigió una película que tomaba como referente, entre otros, el libro de Fonseca. En el guión de esa película trabajó Ignacio Martínez de Pisón, quien ha dejado uno de los libros más reveladores sobre la guerra civil al abordar la desaparición del profesor Robles Pazos en Enterrar a los muertos, una obra imprescindible e irreprochablemente escrita. Buen conocedor del tema, Martínez de Pisón contó en un artículo publicado en El País —y luego recogido en el libro Las palabras justas—, titulado «Historia de dos maestras», algunas cosas sobre Carmen de Castro Cardús, la hermana de Julio Alejandro. El artículo se centra en la relación de Carmen Castro con María Sánchez Arbós, quien fuera su maestra y con la que coincidió en Ventas, una como reclusa y la otra como directora de la prisión. El artículo habla de cómo se reprimió y se asesinó la inteligencia en España después de la guerra, de cómo todos aquellos soñadores inocuos herederos de Francisco Giner de los Ríos se vieron sometidos a las más diversas humillaciones por el único delito de haberse atrevido a soñar con un país mejor, más educado, más civilizado, y haberle dado un voto de confianza a la humanidad, pero no es esto lo que nos interesa resaltar aquí.

Carmen Castro «tras concluir el bachillerato —habla Martínez de Pisón—, estudió en Madrid la carrera de Farmacia y se ordenó teresiana. Siguiendo instrucciones de la congregación, en 1927 se matriculó en Huesca en las asignaturas que, una vez hechas las convalidaciones pertinentes, le faltaban para terminar Magisterio. Durante los años siguientes tuvo, pues, que viajar con frecuencia a su ciudad natal, en la que en 1932 obtuvo el título de maestra nacional. Entre tanto, trabajó como inspectora farmacéutica municipal y como maestra en la localidad madrileña de Villanueva de la Cañada, y en 1935 ganó unas oposiciones para ingresar en el Cuerpo de Prisiones como maestra de instrucción primaria». Durante la guerra forma parte de la Quinta Columna teniendo como contacto al alemán Felix Schlayer, cónsul de Noruega, y trabaja en el mismo hospital de sangre con el que colabora Maria Casares, hija de Casares Quiroga y años después actriz importante, muy al gusto de Jean Cocteau; poco después se incorpora como funcionaria de prisiones en un edificio habilitado como cárcel de mujeres. En julio de 1937, según Martínez de Pisón cansada de ocultar su condición de religiosa, pasa a la zona nacional y trabaja hasta el final de la guerra en las prisiones de este bando, lo que se le recompensaría luego con la dirección de Ventas, prisión levantada en 1933 como emblema de la modernidad que aportaba la II República al bienestar de las personas privadas de libertad. Bajo el mandato de Carmen Castro parece que la prisión, hacinada como todas, tuvo bien poco que ver con los objetivos de rehabilitación con los que se había creado. Eran, desde luego, otros tiempos, dedicados a la humillación y exterminio del vencido. «Bendijera o no —es de nuevo Martínez de Pisón quien habla— la política de venganza adoptada por las nuevas autoridades, lo cierto es que Carmen Castro no tuvo valor para mirar a los ojos de esas trece inocentes que estaban a punto de ser asesinadas». Pero como nos dicen Fonseca en su libro y Martínez de Pisón en su artículo, lo más sombrío del proceder de Carmen Castro no está en si era o no partidaria de los abusos que se cometían con las reclusas —teniendo en cuenta que era una persona con un cargo de responsabilidad difícil es entender que no lo era— o de si trató o no trató con las trece jóvenes, o si se portó bien o mal con ellas, que como todo ser humano, Carmen Conde beneficiaría a algunas personas con sus acciones y perjudicaría a muchas otras. Lo más estremecedor del caso no es nada de esto, sino que la sentencia de las jóvenes se conoció la mañana del 3 de agosto, dos días antes del fusilamiento, y hasta el día 13, más de una semana después del enervante asesinato, no llegaron las peticiones de clemencia al Cuartel General de Franco.

Carmen de Castro Cardús murió en enero de 1948, cuando contaba treinta y ocho años y hacía siete que había dejado Ventas para seguir trabajando como inspectora central de Prisiones, primero, y responsable, finalmente, de la Sección de la Redención de Penas por el Esfuerzo Intelectual.

EL CAMINO DE ALEJANDRO CASONA

Alejandro Rodríguez Álvarez nació no demasiado lejos de donde yo lo hice, y porque él supo sacar adelante una obra contundente, elegante y, en algunos casos imprescindible, me gusta pensar, para ensalzarme, que hay cierto determinismo geográfico en la mirada poética con la que él acarició el mundo. No sé cómo sería aquella mañana —tampoco sé si el parto fue por la mañana— del 23 de marzo de 1903 en casa Pacho Rodríguez, de Besullo, pero imagino que no tan distinta a otra de pocos años después en la que mi bisabuela María paría en Moncóu a mi abuelo, que para siempre se llamó Valeriano. Seguramente aquella mañana aprovechaba la primavera para estrenarse y un sol tímido, apenas usado ese año, invitaba a pasear entre hayas y castaños por el monte del Pomar o a subir de excursión hasta la capilla de Las Veigas, pero entonces la existencia gastaba una violencia repentina y se centraba demasiado en los ciclos naturales del cielo y la tierra como para andar reparando en algo que fuera más allá del duro trabajo. Todo era de una inmediatez calculada y seca que hacía más importante sembrar las patatas o calentar la fragua que pararse a entender la belleza del mundo que rodeaba el esfuerzo sin fin de la vida campesina.

Alejandro Rodríguez Álvarez era hijo de maestros. En 1903 su madre, Faustina Álvarez, natural de León, ejercía en Besullo y Alejandro nació allí un poco por casualidad. Sus hermanas mayores, Teresa y Matutina, habían nacido en Canales (León), pero él asomó al mundo en el pueblo de su padre, Gabino Rodríguez, que por entonces estaba destinado en Barcia (Luarca). El trabajo de sus padres le hará patear desde muy pronto las tierras que alcanzó a imaginar desde la castañalona donde jugó durante sus primeros cinco años de vida, que transcurrieron en Besullo al abrigo de La Casona donde estaba la escuela y que años después tomaría como apellido. Su siguiente destino es Villaviciosa —con visitas a Miranda, donde había llevado la profesión a su madre— y el próximo, con unos diez años, Gijón, donde vio su primera obra de teatro. Vendrán luego Palencia y sobre todo Murcia. Allí nace como escritor al publicar en 1920 el romance «La empresa del Ave María» en la revista Polytechnicum, premiado en los Juegos Florales de Zamora. En Murcia se forma poética y teatralmente, conoce también el trabajo manual en una carpintería; allí es joven, y vive, como le recuerda en carta escrita desde Buenos Aires en 1947 a su amigo de aquellos años Antonio Martínez Ferrer —que extraigo de José Rodríguez Richart en las Actas del homenaje que con motivo del centenario de su nacimiento la Universidad de Oviedo le rindió a Casona en 2003—: «Fui actor contigo. ¿Recuerdas aquellas giras de domingo a Espinardo, Jabalí Viejo, La Ñora, Zaraiche? ¿Y aquella escapatoria con dos actrices gordas con flemones, y aquel hambre con calor y sin techo en San Pedro del Pinatar? ¡Era la educación para poner a prueba una vocación, «la legua», donde empieza la historia del teatro español!». También amigo de Murcia es Julio Reyes, con el que retomará relación epistolar ya en el exilio —se pueden ver todas sus cartas a Reyes en la recopilación de artículos casonianos Un asturiano universal, de Rodríguez Richart—. Significativas de la importancia de los años de Murcia son estas declaraciones de Casona que Antonio Fernández Insuel cita en las Actas mencionadas. Las palabras están extraídas de una entrevista que le hizo Ernesto Nieto con motivo de la obtención del Premio Lope de Vega y que se publicó el 12 de diciembre de 1933 en el periódico Luz: «Despertó en mí [la afición por el teatro] estando en Murcia. Acompañaba yo todas las tardes a algunos amigos al Conservatorio de aquella ciudad, donde, a manera de ejercicios se daban representaciones teatrales, y un día, faltando intérpretes sin duda, al verme llegar con mis habituales contertulios, me ofrecieron un papel en una obra de los hermanos Quintero, papel que yo acepté y que tras él vinieron otros y la afición a mí, al punto de que me matriculé en una clase de Declamación durante tres años consecutivos… Y de este regusto que sacaba al teatro nació mi primera obra escrita para la escena».

En 1922 ingresa en la Escuela Superior de Magisterio de Madrid, termina la carrera en 1926 y obtiene el título de Inspector de Primera Enseñanza, presentando la memoria de trabajo El Diablo (su valor literario, principalmente en España). Ese mismo año de 1926 publica en la editorial Mundo Latino, que dirige su amigo Alfonso Hernández-Catá, su primer libro, El peregrino de la barba florida, «leyenda milagrosa» con reconocible influencia valleinclanesca que lleva un laude de Eduardo Marquina y una salmodia final del citado Hernández-Catá. En Madrid entrará Alejandro Rodríguez Álvarez en contacto con la vida literaria de la capital, con autores reconocidos, y siempre tendrá por determinante la influencia de Antonio Machado y Valle-Inclán. En Madrid, en una pensión de la calle Toledo escribiría en colaboración con Salvador Ferrer Colubert su primera pieza teatral —de la que no se tiene más noticia que el testimonio del coautor recogido por Rodríguez Richart en 1961—. La obra en cuestión, de un solo acto, se titulaba El otro crimen. Asiste el joven Alejandro a las tertulias del Pombo y Platerías, se relaciona con otros escritores y frecuenta las sesiones de teatro organizadas por los Baroja —«El mirlo blanco»— o Valle —«El cántaro roto». También empieza en este momento su labor como traductor del francés, vertiendo autores como Thomas de Quincey o Voltaire. En agosto de 1928 lo destinan al pueblo de Lés, del Valle de Arán, en los Pirineos, y en octubre de ese año se casa en San Sebastián con Rosalía Martín Bravo, compañera de estudios en Madrid. En Lés permanece hasta febrero de 1931. Durante este tiempo adapta El crimen de Lord Arturo, estrenado en 1929 en Zaragoza por la compañía de Rafael Rivelles y María Fernanda Ladrón de Guevara, primera vez que aparece en cartel el seudónimo A. Casona; escribe la biografía Vida de Francisco Pizarro, y en 1930 nace en Lés su única hija, Marta Isabel, casi al tiempo que autoedita el libro de poemas La flauta del sapo, estreno en libro del seudónimo Alejandro Casona. También este año aparecerá en el número del 7 de octubre de 1930 de la revista Estampa su cuento Bernadetto; y desde Lés enviará al empresario teatral Adrià Gual su primera obra realmente importante: La sirena varada; este se la pondrá en las manos a Margarita Xirgu, quien la estrenará, aunque años más tarde y después de que Casona gane el prestigiosos premio teatral Lope de Vega en diciembre de 1933. La obra no se dará al público hasta la temporada de 1934.

Cerrada en falso la dictadura de Miguel Primo de Rivera con la dictablanda de Berenguer, llega el 14 de abril de 1931 y para Alejandro Casona, como para muchos otros españoles ilusionados con la II República, se abre una época de trabajo febril al ser nombrado director del Teatro del Pueblo de las Misiones Pedagógicas creadas por Manuel Bartolomé Cossío. Saldrá entonces a los pueblos recónditos de España portando en carros y coches mucho teatro, cine, bibliotecas y lo que haga falta, como se deja ver en sus actuaciones en las aldeas de Sanabria o las del occidente asturiano. «A semejanza de la Carreta de Angulo el Malo —dejó escrito en la Nota preliminar a su Retablo jovial—, que atraviesa con su bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludable de aire libre, primitiva y jovial de repertorio. Formado por estudiantes y consagrado a auditorios sin letras, no podía ser de otra manera […] Durante los cinco años en que tuve la fortuna de dirigir aquella muchachada estudiante, más de trescientos pueblos— en aspa desde Sanabria a la Mancha y desde Aragón a Extremadura, con su centro en la paramera castellana— nos vieron llegar a sus ejidos, sus plazas o sus porches, levantar nuestros bártulos al aire libre y representar el sazonado repertorio ante el feliz asombro de la aldea. Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí. Trescientas actuaciones al frente de un cuadro estudiantil y ante públicos de sabiduría, emoción y lenguaje primitivos son una educadora experiencia».

En 1932, Alejandro Casona se alza con el Premio Nacional de Literatura por su compendio de lecturas para jóvenes Flor de leyendas, libro ilustrado por Rivero Gil, quien estuvo después de la guerra exiliado en México y aparece retratado en uno de los libros más repletos de jovialidad y rico en anécdotas que ha dado el exilio mexicano: La librería de Arana, de Otaola. Desde entonces empezó para Casona una época dorada que, como dramaturgo, ya no le abandonaría y le llevó a estrenar La sirena varada, saltando con esta obra a la primera fila de dramaturgos renovadores del teatro nacional. El 12 de enero de 1935 estrena sin mucho éxito en el Teatro Ruzafa de Valencia la adaptación del cuento de Hernández-Catá El misterio de María Celeste. En abril la Xirgu pone en escena Otra vez el diablo. Para noviembre de ese mismo año la compañía de Pepita Díaz y Manuel Collado estrenará en Barcelona la obra que hará de Casona un abanderado de la II República: Nuestra Natacha, ni por asomo su mejor obra, pero sí la más moralizante —otros dirán pedagógica— y la más a tono con los tiempos. En febrero del año siguiente, el emblemático 1936, la misma compañía estrena Nuestra Natacha en Madrid. Ese mes se celebran las elecciones generales a las que las izquierdas, habiendo escarmentado del fiasco de 1933, llevan bien aprendidas las ventajas de la ley electoral y concurren unidas, por lo que triunfa el Frente Popular. Para cubrir estas elecciones el diario argentino Noticias Gráficas envió a Madrid a un periodista nacido en Gijón y emigrado de niño. Ese periodista, que recientemente ha salido algo del olvido gracias a que Ian Gibson le da cierto protagonismo en su libro Cuatro poetas en guerra, se llamaba Pablo Suero. Suero, tras su regreso a Buenos Aires da a la estampa el libro España levanta el puño, en el que reúne todas las entrevistas que durante esos días de febrero hizo en España y por las que pasa toda la plana mayor de la política y la cultura nacional: Azaña, Gil Robles, Calvo-Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Dolores Ibárruri, Largo Caballero o Indalecio Prieto; Jacinto Benavente, Carlos Arniches, Pío Baroja, los hermanos Machado, Antonio de Hoyos y Vinent, Juan Ramón Jiménez, Eduardo Zamacois, Ramón Gómez de la Serna, o los más jóvenes Federico García Lorca, Rafael Alberti y Alejandro Casona. El domingo 16 de febrero de 1936 Suero y Casona coinciden en la redacción del periódico La Voz, que dirigía Paulino Masip, y, nos cuenta Suero, ambos deseaban el triunfo del Frente Popular. Pocos días después de las elecciones Suero entrevista a Casona en el café La Granja del Henar —que había sido centro de operaciones del ceceante Valle-Inclán—. Hablan de teatro, del reciente estreno de Nuestra Natacha y del éxito que ya había tenido el dramaturgo en Buenos Aires un par de temporadas atrás con La sirena varada. Casona expone el respeto que siente por autores como Benavente, los Quintero o Arniches, sin que esto impida ciertas críticas por la verdadera necesidad que existe de renovar la escena española, de potenciar la cantera de actores y dejar de lado el divismo femenino de Benavente, que tanto favorece los papeles para heroínas. Preguntado Casona acerca de la nueva generación de autores teatrales, contesta: «Desde luego, a la cabeza García Lorca, que está haciendo cosas muy interesantes; Valentín Andrés Álvarez, autor de Tararí, que es una pena esté hoy ausente del teatro; López Rubio y Ugarte, autores de De la noche a la mañana, bellísima comedia. El primero se prepara a estrenar ahora Celos del aire, que conozco y es admirable». Y con olfato muy fino añade a los citados a Jardiel Poncela. Habla finalmente de sus ilusionados proyectos, unos proyectos que, como bien se sabe, truncará la guerra alejándolo de España durante un cuarto de siglo.

De la salida de España de Alejandro Casona se han ocupado diversos autores, entre ellos, sin ir más lejos, Federico Carlos Sainz de Robles en su prólogo a las Obras completas publicadas en Aguilar —a las que se fueron añadiendo piezas en las sucesivas ediciones, siendo la más completa la de 1966— o el egregio casonista Rodríguez Richart; también lo hizo, de manera algo despistada y aplicándole el prisma deformante del chiste cruel que tan bien sabe utilizar, Andrés Trapiello en Las armas y las letras —libro, por encima de las imprecisiones objetivas, de envidiable estilo literario, inusual soltura ensayística y no demasiado frecuente acumulación de conocimientos—, a cuyas salidas de tono contestó con la minuciosidad, seriedad y rigor propias del ejemplar profesor universitario Antonio Fernández Insuela en el artículo «A propósito de Alejandro Casona y la guerra civil», trabajo en el que rebate el siguiente párrafo de la obra de Trapiello:

«Peor fortuna [que Benavente] como autor teatral, tuvo Alejandro Casona, que antes de la guerra se había revelado como renovador del teatro social. Le sorprendió la sublevación en Oviedo, donde tenía en cartel su revolucionaria Nuestra Natacha. El ruido de las bombas y el silbido de las balas, sin embargo, según testimonios fidedignos, le asustaron de tal manera, que huyó de la ciudad y pasó a Santander, donde tomó el primer barco que pudo, camino de Villadiego, en América del Sur».

Matiza con razón Fernández Insuela que Casona fue un renovador del teatro, sí, pero nunca hizo teatro esencialmente social, es decir, ese tipo de teatro que busca un punto de encuentro dramático en la confrontación de clases. Saca a Trapiello del error de bulto que supone confundir Oviedo con Gijón —en una hay costa y en otra no— puesto que Nuestra Natacha se estaba representando en el por entonces teatro Dindurra de Gijón y no en Oviedo, e ilustra con entrevistas en revistas, investigaciones de los especialistas en Casona y testimonios de éste y amigos próximos que conocieron su trayectoria, el periplo que siguió el dramaturgo hasta su salida de España en febrero de 1937, vía Francia, con la compañía de Pepita Díaz y Manuel Collado. Así que ni salió Casona desde Santander ni cogió el primer barco que pudo, pues aún estuvo en un hospital de Madrid montando representaciones para heridos de guerra con el Teatro del Pueblo y dando alguna conferencia sobre teatro en Valencia antes de dejar definitivamente España. Asustado, claro, estaría como el que más, pero en esa tesitura nos tendríamos que ver para poder juzgar con algún rigor esas respuestas de la conducta humana. Trapiello se dejó llevar por la gracieta ingeniosa y la antepuso al mínimo rigor, cualidad no necesaria para hacer literatura, pero sí para escribir historia de la literatura.

Desde su salida de España con la compañía de Pepita Díaz y Manuel Collado comienza un periplo americano que se extenderá largos años. Le lleva a fondear por un día en La Habana, donde pasa escasas horas, pero deja algún rastro en la prensa. Vendrá después un largo periplo que incluye México, Costa Rica, Venezuela, Perú, Colombia, México y Cuba de nuevo, hasta que se asienta finalmente en Buenos Aires en 1939. En el exilio irá tejiendo lo más maduro y mejor de su producción teatral: Prohibido suicidarse en primavera, La dama del alba, La barca sin pescador, Los árboles mueren de pie, La tercera palabra o La casa de los siete balcones, por citar solo las mejores de una larga lista.

Durante estos años de exilio daría pruebas de su firme compromiso con la II República y, por extensión, con causas que consideraba justas o progresistas, dignas de su actitud comedida, alejada siempre del panfleto, pero, como han dejado claro Fernández Insuela e Isabel Jardón en sus respectivos trabajos «Sobre política y periodismo en Alejandro Casona» y «Una mirada a la figura de Alejandro Casona a través de su correspondencia con Joaquín Maurín Juliá», sólida. Durante mucho tiempo no dejó estrenar sus obras en España y puso por escrito, en la íntima confidencialidad que acompaña a la carta privada —que no se escribe pensando en el público, aunque sí se puede escribir pensando en la posteridad—, las impresiones que le producían el desarrollo de la guerra civil española y la política internacional. Buen ejemplo de esto es toda la correspondencia del autor que ha ido saliendo a la luz, y muy especialmente la que mantuvo con otro escritor asturiano exiliado: Luis Amado Blanco, que conocemos gracias al trabajo de Roger González Martell recogido en las citadas Actas del congreso de 2003.

El 1 de junio de 1937 le escribe Casona a Amado Blanco desde México: «De España no sé qué decirte; tengo fe en el triunfo final sí, a pesar de esta bárbara actitud alemana, que indica cómo el fascismo está dispuesto a todo. De todos modos, nuestra amable vida de allá ha terminado; me imagino un futuro Madrid de vida dura, áspera; un Madrid de volver a empezar. Y nosotros, jóvenes para nuestra vida de entonces somos ya viejos para eso. Nos han destrozado irremediablemente. Pero otra vida; la nuestra, ya pasó. ¡Y qué bonita era!, ¿te acuerdas? Para el futuro, teatro de combate, cine de combate, organización en masa, disciplina. Para los hijos, todo el horizonte; para nosotros, recordar un poco ¡ya! Y esfuerzo de adaptación. Solo el consuelo de pensar que lo otro sería tan cien veces peor que ni podríamos respirarlo. Desde que empezó esto dedico media hora diaria a cagarme en Dios, y no me basta. ¿Con cuántas vidas podría pagarnos Franco lo que nos ha hecho? El resto de las horas se lo dedico a él».

En esta correspondencia se ve al intelectual de altura y al hombre abatido, superado por la locura colectiva, al Casona más de a pie, para entendernos, que dedica algún espacio a los rumores que le llegan y a examinar la conducta de sus compañeros de oficio, que no siempre salen bien parados, aunque en su momento hayan sido maestros admirados como Marquina. El 18 de julio de 1937, justo un año después del inicio de la guerra le escribe a Amado Blanco, otra vez desde México, lo que sigue:

«Se ha vuelto loco el padre de García Lorca en Bruselas y ha muerto allí mismo la madre. ¡Trágico destino de una familia! Los hermanos han retirado su repertorio a Lola Membrives, que lo utilizaba para hacer homenaje a las tropas salvadoras de la civilización y el catolicismo. —Marquina cerdea en Buenos Aires: no ha visitado siquiera a la Xirgu, que ha estrenado la mitad de su producción. —Arniches, no tanto, pero nada a dos aguas. —Baroja escribe contra el Gobierno, insultando de paso a los otros: anarquismo mental muy pasado y desde luego imperdonable. —Azorín juega a la tercera bandera; no está del todo mal, pero tiene compromisos económicos con March. —La Heredia y los Guerrero-Mendoza, fascistas. Casimiro Ortas también, pero eso lo tienen merecido. —Benavente, cada vez más antifachista y útil. —Los Quintero, discretamente bien. —Por aquí, haciendo buena campaña, Pijoan y Moreno Villa. ¿Qué tal en La Habana Menéndez Pidal?».

El 7 de agosto de 1938, esta vez desde Bogotá, enseña su irreductible optimismo, su desasosegante interés por lo que pasaba en España y su generosidad y desprendimiento para con los amigos, entre ellos Constantino Suárez o Eduardo Martínez Torner:

«[En tu carta me das] una descripción terrible de la represión en Asturias, que he leído a varios amigos, y que me espanta siempre que la releo como una pesadilla imposible de sevicia, de sadismo monstruoso, de borrachera criminal enraizada en un profundo miedo a la justicia que indudablemente ha de venir un día. ¿Está ya en camino? Las últimas noticias de España me tienen nerviosamente ilusionado; no puedo dormir esperando cada día los periódicos del siguiente. La ofensiva del Ebro no parece una cosa inorgánica, de osadía desesperada; creo que inicia un golpe seguro y decisivo sobre la retaguardia franquista. Gandesa, Albarracín, carretera de Teruel, pueden ser una magnifica tumba inesperada para esos lobos de Asturias. […]

A nuestros amigos les escribo a menudo y les voy ayudando en cuanto puedo. Desde Caracas empecé el envío sistemático de víveres, por conducto de la Cámara de Comercio, en paquetes de quince y veinte kilos; ya he tenido aviso de la llegada de cuatro envíos. ¡Y con qué ilusión los reciben! Tienen hambre, Luis; así, sencillamente: hambre».

Por momentos duros pasa Casona a lo largo de estos años de guerra en los que está fuera y las cosas de la compañía de Pepita Díaz y Manuel Collado empiezan a andar no muy bien, hasta el punto de que prescinde de él y se ve ahogado económicamente, como le hace saber a Luis Amado Blanco en carta del 26 de enero de 1939. El 11 de abril de ese año, recién terminada la guerra, Casona escribe de nuevo a Amado Blanco, seriamente preocupado por la suerte de los amigos que ha dejado en España:

«Por Constantino sufro como tú. Estoy seguro que ha aguardado impávidamente su suerte en Madrid, acaso sin buscar refugio alguno. Tiene una fe extraordinaria en la limpieza de su conciencia y de su conducta; y no se da cuenta de que en esto, como en el automovilismo, el peligro no está en el que conduce sino en le que viene contra nosotros. ¡Ojalá esté tranquilo, aunque tenga el alma deshecha!».

Poco a poco las cosas se van calmando y tras asentarse en Buenos Aires, Casona entra en una dinámica de trabajo que lo va acomodando en una vida retomada después de un largo peregrinar por los teatros latinoamericanos. Sin embargo, como se ve en la correspondencia con Maurín mencionada más arriba, no porque su vida sea más cómoda, disponga de casa de verano en Uruguay y viva más tranquilo se olvida de los problemas del mundo. La relación con Joaquín Maurín Juliá se dilata una década, desde 1955 hasta 1965, y es más profesional que personal. En realidad las cartas son entre Alejandro Casona y J. M. Juliá, director de la agencia literaria ALA (American Literary Agency, luego llamada Agencia Latinoamericana) afincada en Nueva York y encargada de colocar en los más diversos periódicos —fundamentalmente latinoamericanos, pero también de Nueva York, de Miami o de España— los artículos de Casona, quien enviaba lo escrito y a vuelta de correo recibía de Maurín una carta y un cheque. Esa era su relación, porque parece que Casona nunca llegó a saber que J. M. Juliá era en realidad Joaquín Maurín Juliá, el mismo que en 1930 había fundado el boc (Bloque Obrero y Campesino), fusionado años después con otro partido de izquierdas dirigido por Andreu Nin, unión que daría como resultado la formación de corte trotskista Partido Obrero de Unificación Marxista (poum), sobre cuya aniquilación durante la guerra —encarnada muy gráficamente en el martirio de su máximo dirigente, Andreu Nin— todavía tiene mucho que explicar el Partido Comunista de España. Maurín se había pasado once años en las cárceles franquistas —de 1936 a 1947— pero nunca se identificó con claridad ante Casona, lo que quizá influyera algo en la polémica decisión del dramaturgo de no firmar un Manifiesto en apoyo a Hungría que Maurín le envía a finales de 1956. Casona se niega a incluir su firma en el Manifiesto aduciendo una cuestión semántica, pues le parece que la petición de justicia y libertad que se hace para Hungría debe ser extensiva a todos los «Gobiernos totalitarios que, en el Viejo y el Nuevo Mundo, niegan a sus ciudadanos las libertades básicas». —Cito por el artículo de Fernández Insuela en las Actas—. Esta negativa hace enfadar bastante a Ramón J. Sender, que situado en una posición trotskista, en su correspondencia con Maurín carga contra Casona y le acusa de stalinista.

En Buenos Aires trabaja Casona escribiendo teatro, guiones de cine y televisión, programas de radio y artículos de prensa. Trabaja, viaja por América y Europa, tiene éxito. En su obra el compromiso no está tan vinculado a la realidad como en su vida. Su obra es un espacio reservado para el amor y la dignidad humana. Gran parte de su producción gira en torno a una idea fundamental: evadirse o salvarse a través del arte. En el teatro de Casona la realidad suele vencer a la postre, pero es tan bella la fantasía mientras dura. En teatro, a esa idea pueden dársele muy buenas soluciones dramáticas, como en La sirena varada o como en Prohibido suicidarse en primavera, pero en la vida es más difícil. En 1962 Alejandro Casona vino a España para asistir al estreno en el Teatro Bellas Artes de Madrid de su obra La dama del alba. José Tamayo lo había invitado y él aceptó que por primera vez desde 1936 se estrenara una obra suya en los escenarios españoles. En 1963, tras un periodo de gestiones y dudas, volvió a España. Como les hizo ver a dos asturianos que lo entrevistaron largamente, Juan José Plans y Marino Gómez Santos, la nostalgia de España ya no le dejaba vivir fuera. Además estaban los problemas de salud y la necesidad de estar cerca de la familia. La crítica, como es sobradamente conocido, lo recibió con una de cal y otra de arena. Su arte, como había sucedido en 1936, se politizó y mientras para unos tenía un valor incuestionable para otros —como Ricardo Doménech o Ángel Fernández Santos— el teatro de Casona era anestesia edulcorante, un lenitivo amansador que estaba muy lejos del teatro comprometido socialmente que ya se estaba haciendo en España. ¿Quién tenía razón? Puede que a su manera todos. ¿Claudicó Casona? Sí, claro que claudicó. Permitió que sus obras se estrenaran bajo un régimen personificado en quien durante las horas difíciles de la guerra civil se había cagado casi tanto como en Dios. Casona, el hombre, claudicó, ¿y qué? ¿Quién puede juzgarlo? ¿Quién tiene derecho? ¿Quién ha aguantado 25 años fuera de casa en una impecable actitud de dignidad, de decencia? Casona no era un político. Era un escritor y no se representaba más que a sí mismo y a su obra, una obra, por cierto, que en sus mejores piezas estará siempre ahí, ajena a la vida de su autor, por encima del hombre que fue, por encima, y sin embargo al alcance, de todos nosotros. ¿Claudicó Casona? Bueno, pero no olvidemos que para juzgar a un hombre hay que caminar siete lunas con sus zapatillas. Casona claudicó y supo hacerlo como lo hacía todo, con elegancia y dignidad. Murió en Madrid el 17 de septiembre de 1965. Vino a morir a casa, que es donde queremos morir todos los que al abrir por primera vez los ojos a este mundo vimos las hayas, los robles y los castaños, las montañas altas y los prados verdes; y escuchamos su lenguaje como una cadencia dulce que se fue alojando en la conciencia para grabarnos en la memoria la profecía de que antes de morir tenemos que ovillarnos como un feto y volver al origen, porque la vida es más de quien sabe morir arropado por el manto caliente de la tierra que le enseñó el primer lenguaje, el del paisaje, que entra por los ojos y los oídos y no entiende de significantes y significados y es tan universal que cada hombre tiene el suyo propio, que de quienes viven peligrosamente y mueren como héroes, porque ya sabemos que los héroes gastan almas de poetas e inician siempre todas las guerras, pero quienes las sufren son los que no tienen más que su condición de hombres, con sus defectos y virtudes.

APROXIMACIÓN TANGENCIALDE DOS CAMINOSQUE NO LLEGARON A CRUZARSE

Estoy cansado, ya ni sé las horas que llevo aquí sentado, escribiendo y repitiéndome cosas sobre Alejandro Casona y Julio Alejandro. Ya ni siquiera tengo claro que me interese todo esto ni si merece o no la pena. ¿A quién voy a engañar? ¿De qué me sirve a mí todo esto? Es más, ¿de qué les sirve a Alejandro y a Julio? De nada, ni a ellos ni a mí. Y sin embargo, ahora que se ha empezado a hacer de noche, y que la vida sigue pegándose a la realidad de las aceras después de un día tormentoso, estoy contento de haber escrito, de haber dejado de vivir para escribir durante un día entero, como un autómata, cosas bastante incoherentes, banales y resabidas sobre dos autores a los que he leído y que forman parte de este espacio mío apartado de la realidad, que transcurre en este cuarto, que lleva bastantes horas transcurriendo aquí conmigo.

Si no recuerdo mal todo empezó, o al menos empezó en parte, porque uno quería ser Casona y se encontró con que Julio Alejandro en La edad de oro decía que a finales de los años cuarenta, cuando había vuelto a España y escribía y estrenaba obras de teatro, el crítico del diario Ya sostenía que se trataba de un seudónimo de Alejandro Casona. Esto enfadó bastante a Julio, que hacía una suerte de alta comedia a lo Casona, pero descafeinada, porque él, a diferencia de mí, no quería ser Casona.

Hoy he estado leyendo la biografía que Román Ledo escribió de Julio Alejandro y allí se menciona el incidente, y al igual que Julio Alejandro en la entrevista, Román Ledo dice que este autor y Alejandro Casona no se conocieron personalmente. Nunca se trataron.

Lo que no encuentro ni en el libro de Molina Foix ni en el de Román Ledo es el nombre del crítico del Ya en aquellos momentos, pero hojeando libros para mi letanía sobre Casona, que estoy convencido a nadie interesará salvo a mí, me encuentro en Un asturiano universal con que uno de los capítulos se ocupa de una polémica entre el dramaturgo y el crítico teatral del diario Informaciones a principios de los años cincuenta a raíz de un comentario de este crítico sobre la adaptación cinematográfica de Casa de muñecas, en la que Casona trabajó. Ese crítico se llamaba José de la Cueva y tenía un hermano —Jorge de la Cueva— que hacía la crítica teatral en Ya. De ambos hermanos habla Federico Carlos Sainz de Robles en su Ensayo de un diccionario de la literatura. Bastaría visitar una hemeroteca para averiguar quién fue el crítico teatral de Ya que hizo pasar a Alejandro por Casona, pero no será hoy, que ha oscurecido y estoy cansado, así que me limito a la especulación hipotética y tengo por posible que el crítico que acusó a Julio Alejandro de ser Casona fuera Jorge de la Cueva, hermano de José de la Cueva.

Miro hacia arriba y con la barra lateral del programa me desplazo por las páginas del documento. Lo compruebo, llevo catorce páginas escritas para exponer una hipótesis que ni siquiera puedo demostrar y que además cabría holgadamente en dos líneas. Y lo más grave de todo es que no creo que tenga demasiada importancia que el crítico en cuestión fuera o no Jorge de la Cueva. Qué más da. Qué manera la mía de tirar el tiempo, de desperdiciar la vida y este papel virtual. Todo ha sido inútil y ahora intento consolarme convenciéndome de que al menos, a base de dar vueltas, he llegado a la conclusión de que entre las muchas diferencias que hay entre Casona y yo la más evidente, y la más preocupante para mí en ese intento de ser él, es que Casona conocía muy bien la sutil diferencia entre escribir bien y el arte verdadero de la que hablaba Truman Capote. Él, en alguna ocasión, encontró el camino del arte verdadero, en el resto de su producción escribió bien. Yo todavía no sé muy bien la diferencia entre escribir bien y mal. Lo único que sé es que hasta hace un momento seguía siendo divertido. ■ ■

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