Autor: 8 junio 2008

Vicente Luis Mora

La llama extraña
y todo ardía en ella
(Juan Perro [S. Auserón], De un sueño malo)

Todo duerme en mí
Todo habita en cada uno de nosotros
Somos un aleph moribundo de ignorancia

(Julieta Valero, Altar de los días parados)

Augusto Monterroso, aficionado a Jorge Luis Borges y a la bibliofilia (lo que es tanto como decir doblemente adicto a los libros), dedicaba uno de los mejores capítulos de su colección de ensayos La vaca (Alfaguara, 1999) a una resonancia borgiana vista en La Araucana, de Alonso de Ercilla, donde el guatemalteco encuentra un aleph («yo creo que hay, o que debió haber, otro Aleph», decía el original borgiano); fue ahí donde nos dimos cuenta de una nueva senda bifurcada en el camino de la Literatura, que no tardó mucho en ensancharse: Jorge Edwards apuntó en su discurso al recoger el premio Cervantes que en el Quijote hay otro aleph, en la escena que transcurre en la Cueva de Montesinos, y es cierto que lo hay:

Me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras, y apenas las hube visto, cuando conocí ser una la sin par Dulcinea del Toboso […] Pregunté a Montesinos si las conocía; respondióme que no; pero que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas figuras (Parte ii, cap. xxiii).

El propio Edwars, en un artículo, señaló un tercero, presente en el delicioso Suspiria de profundis, de Thomas de Quincey. Pues bien: en realidad el objeto de este ensayo es demostrar que el aleph es una especie de mito o arquetipo literario, que cubre varias literaturas y todas las épocas, con una explicación algo metafísica (disculpen) que dejamos para el final, para comenzar con su análisis histórico.

Los primeros aleph son, necesariamente, bíblicos. Puede que a los poco dados a lecturas sagradas sorprenda esta aseveración, tanto más si añadimos que la presencia del aleph tiene un contenido maligno: en realidad (no sé si Borges tenía esto en cuenta a la hora de reinventarlo) la posibilidad de contemplar todos los puntos y lugares del mundo en el mismo instante es una característica del mismísimo Lucifer: «después le transportó (el diablo) a una altura, le mostró todos los reinos mundo, en un instante» (Lucas, 4, 5); continuando su oscura estirpe, El diablo cojuelo repetirá, siglos más tarde y refiriéndose a Madrid, el mismo procedimiento. Pero hay un aleph anterior, veterotestamentario: la mesa de Salomón: como recuerdan Andoni Alonso e Iñaki Arzoz, en ella «se hallaba incrustada un espejo mágico que era capaz de revelar todos los lugares y secretos del mundo» (La nueva ciudad de Dios, Siruela, 2002).

Recordemos que en la versión borgiana, el aleph es un objeto (como El zahir), con el don de contener dentro de sí todo el universo. No es un objeto de sustitución, pese a la opinión de Piglia, sino incluyente por sublimación. Es obvio, por tanto, que la omnivisión aparece como una facultad inhumana, lo cual implica, según las culturas tradicionales, dos únicas posibilidades: la Omnipresencia de Dios o los ardides del demonio. Poco a poco, sin abandonar su revestimiento mistérico, la idea de omnivisión se transforma y desliga de consideraciones religiosas o feéricas, para travestirse en mito (de hecho, el aleph religioso típico, como bien apuntase Jung, es la figura de Adán, hijo de la metamorfosis, hermafrodita e imagen durante siglos del microcosmos humano). Hoy diríamos que la explicación metafísica (en tanto más que física) del aleph está relacionada con su condición de objeto mágico. Italo Calvino dice en Seis propuestas para el próximo milenio: «desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo en una red de relaciones invisibles. El simbolismo de un objeto puede ser más o menos explícito, pero existe siempre. Podríamos decir que, en una narración, un objeto es siempre un objeto mágico». Esta es la explicación del fetiche literario del aleph: es un objeto mágico por sí, pero también por su significado o efecto añadido: un objeto mágico de segundo grado.

Si hacemos caso a Jung, lo cual es harto pertinente en estos temas, el aleph puede ser configurado sin problemas como arquetipo: está presente en la mayoría de las culturas antiguas, como habíamos avanzado, y goza de una tradición occidental que vamos a recorrer, con los debidos saltos y extrapolaciones, partiendo de la Alucinación de Gylfi (siglo xiii), de Snorri Sturluson, integrada en el primer ciclo de sagas medievales. Allí se describe un trono, Hlithskjálf, dentro de la morada del cielo llamada Valaskjálf, donde Odín, el Padre de Todo, «mira todas las tierras»; la asociación física al trono implica que es este, y no la habitación ni el dios, el que otorga la omnivisión espacial. William Blake, caja de resonancia de todo lo simbólico, apuntó que es posible «ver el mundo en un grano de arena». Dentro de la literatura hispánica hallamos otro en el tan denostado (y mucha culpa tiene el autor argentino en ello) como asombroso Baltasar Gracián:

Pero la que fue gran vista y espectáculo de mucho gusto, fue una gran rueda que bajaba por toda la redondez de la tierra, desde el oriente al ocaso de la Ocasión. Veíanse en ella todas cuantas cosas hay, ha habido y habrá en el mundo, con tal disposición que la una mitad se veía clara y exentamente sobre el horizonte, y la otra estaba hundida acullá abajo, que nada de ella se veía; pero iba rodando sin cesar, dando vueltas al modo de una grúa, en que se metió el Tiempo y, saltando de la grada de un día en la del otro, la hacía rodar, y con ella todas las cosas; salían unas de nuevo y escondíanse otras de viejo, y volvían a salir al cabo de tiempo. De modo que siempre eran las mismas, solo que unas pasaban, otras habían pasado y volvían a tener vez. Hasta las aguas, al cabo de los años mil, volvían a correr por donde solían, aunque no serían por los ojos: que ésas más presto vuelven, que hay mucho que llorar. (Gracián, El criticón, parte III, crisi décima).

Y sobre esto tenemos que decir: primero, que el texto gracianesco puede ser igual o mejor que el borgiano (desde luego, está mejor escrito). Segundo, que está en él no sólo la variedad de las cosas, sino, en asombrosa reduplicación y complejidad, la variedad que los estados del tiempo tienen sobre cada una. Tercero, ahora a favor de Borges: que cabe decir de él lo que él dijo de Kafka: que también crea a sus precursores, que Browne y Ercilla y Gracián son borgianos desde que escribieron, sin que fuera sabido hasta él. E inevitable cuarto punto: sabemos de sobra que Borges leyó larga y profundamente a Gracián. Es pues bastante posible que el relato de El Aleph tenga correspondencia directa con el asunto gracianesco. Diremos correspondencia directa para evitar (pues callan, homenajeamos) mayores conclusiones al respecto; las cuales, además, serían difícilmente objeto de prueba. El olvido, ya lo dijo él en un prólogo a un conjunto de relatos de Giovani Papini, es otra de las formas de la memoria.

Un aleph algo más reciente, escrito después de la escritura del original borgiano, está en La isla de los Jacintos Cortados (1980), de Gonzalo Torrente Ballester, donde a través de un espejo pueden los protagonistas cualquier parte del planeta y de la Historia del mundo. Más previsible es uno de los últimos hasta la fecha, incluido en la novela Baudolino (2001), de Umberto Eco: «En la base de un determinado escalón había un agujero desde donde se veía pasar todo lo que sucede en el universo» (la mención a la escalera nos hace recordar El zahir tanto como El aleph). También es deliberado el contenido en la excelente novela Mantra (Mondadori, 2001), de Rodrigo Fresán. La sospecha se despierta cuando oímos de labios de Marie, la misteriosa protagonista: «Yo estoy convencida, entonces, de que tiene que haber una piscina que es la mía, la mejor, la piscina en donde yo nado como nunca y en la que debajo de su agua se esconden todas las explicaciones a todos los misterios y los olvidos» (p. 412), dudas que se despejan en la 428: «Me refiero ahora a esa piscina y a esa chica que contienen a todas las chicas y a todas las piscinas y a todas las piscinas. Una chica-aleph zambulléndose en una piscina-aleph que conviertan a esa chica y a esa piscina en las coordenadas desde las que puedan verse todos los lugares de la tierra desde todos los ángulos, sin confusión alguna ni mezclarse, todo lo que ocurrió y va a ocurrir, al mismo tiempo». Medardo Fraile, en Cuentos de verdad (2000), incluye El álbum, donde se habla de un álbum propiedad de una pareja de amantes. Sobre esa mujer y ese hombre escribe Fraile que «tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa».

Pueden encontrarse sin dificultad numerosos ejemplos de aleph en una cultura poco transitada por Borges, la literatura oriental, de la cual espigó superficialmente; por su comentario del Vathek de Beckford deducimos que al autor de Los conjurados lo que le atraía era el orientalismo, y no el Oriente. Dentro de la tradición aléphica árabe, encontramos El núcleo del núcleo, de Ibn Arabí, donde podemos leer: «Puedes imaginar la grandeza del Hombre perfecto de esta manera: si dieciocho mil universos se pusieran en un mortero y se hiciere con ellos una pasta, su composición sería el Hombre perfecto. Este Hombre vería los dieciocho mil universos a través de dieciocho mil ojos. Ve cada universo con el ojo apropiado». Y no es el único ejemplo dentro de la mística árabe. «La copa simboliza generalmente el corazón, entendido en el sentido de intuición, de punta fina del alma. El corazón del iniciado (arif), que también es un microcosmos, se compara, a menudo, con la copa de Djmashid; este rey de la Persia legendaria poseía, se dice, una copa en la que podía ver el universo». Por terminar con los ejemplos árabes, Abu’l-Qasim, en su libro Kitâb al-ilm, configura el aleph como una montaña, en la cual se encuentra «cualquier clase de conocimiento que exista en el mundo […] Y no existe ni odio ni mala voluntad ni fraude ni villanía o engaño o tiranía u opresión o perversidad o ignorancia o estupidez o bajeza o violencia o alegría o canción o deporte o flauta o lira o matrimonio o bromas o armas o guerra o sangre o muertos que no estén presentes allí».

El aleph como remisión global se enlaza, como hemos visto antes con Torrente, con otro fecundo símbolo de la literatura: el espejo mágico, muy frecuente en las literaturas orientales (amén del relato popular europeo de Blancanieves), siendo una constante en China. Así, Chin Nung, en Todo sobre los espejos, incluye este párrafo que configura otro aleph borgiano:

Cuando el Emperador se miró fijamente en el espejo, vio que su rostro se transformaba primero en una mancha sanguinolenta y luego en una calavera de la que goteaba una mucosidad. Lleno de horror, el Emperador apartó su mirada. «Majestad —dijo Shenkua— no apartéis vuestra mirada. Solo habéis visto el principio y el final de vuestra vida. Si seguís mirando el espejo, veréis todo lo que es y lo que puede ser. Y cuando alcancéis el grado más algo del éxtasis, el espejo os mostrará incluso cosas que no pueden existir.

Y el relatista Su Pongling (1640-1715) escribió un relato, «La isla llamada Anqi», donde tras la visita a la Isla de los Inmortales, el guerrero y escritor Liu Hongxun abre el regalo que había recibido allí del rey:

Liu Hongxun no pudo aguantar más y lo abrió apresuradamente. Tras retirar cientos de capas de papel y seda, por fin lo vio: era un espejo. Mientras lo observaba atentamente, pudo ver claramente varias generaciones de dragones marinos en su palacio imperial.

Otro aleph oriental, pero en la tradición sánscrita, está incluido en la Mahabarata (iii, 187, 12). Según el texto hindú, Markandeya es autorizado a entrar en el estómago de la deidad, donde puede ver «el mundo entero con sus reinos y ciudades, con el Ganges, con todos los ríos y el mar, con las cuatro castas, los animales salvajes, Sakra [es decir, Indra], y toda la multitud de los dioses, los Rudras, Adityas y los padres; todo lo que ha visto en la tierra, todo lo contempla mientras pasea por el vientre de la divinidad». También puede estar en ese ojo celeste que Krisna le da al héroe Arjuna en el Bhagavad Gita y con el cual puede contemplar «el universo entero, / de tan variada apariencia como algo único, / revelado como múltiples partes en los cuerpos de los dioses» (Canto xi). En otra leyenda hindú Krishna abre la boca, que supuestamente estaba llena de barro, y en su interior se podían ver los Tres Mundos, que comprendían la totalidad de las cosas existentes. Dentro de la poesía hindi encontramos, seguramente inspirada por las referencias anteriores, alguna manifestación:

Aún el alfabeto vivía en comunión de letras abrazadas
y no se había desplegado,
pero había un espejo cuyo azogue de plata
mostraba maravillas.

Hace poco hemos asistido a una versión del tema en la poesía española contemporánea, que superando incluso el posmodernismo literario, puede insertarse en lo pangeico; se trata de un poema de Javier Moreno, incluido en Cortes publicitarios (Devenir, 2006), que asocia la omnivisión a la nueva tecnología global de Internet:

LOS OTROS ALEPHMosen Ben Ezra llenó un recipiente esférico
de vino. En las noches de luna llena asomado
a un pequeño orificio creía ver reflejado
el rostro de la divinidad
la potencia del continuo
un espejo esférico
la imaginación posando en el centro
partículas y antipartículas traducidos
a ceros y unos
a la velocidad de la luz
un alef
de veintisiete kilómetros de circunferencia
bajo la tumba de Borges
Llamémosle World Wide Web
[pulsemos intro]

Visión tecnológica pareja a la de Eloy Tizón, para quien es un robot, en este caso, el que tiene la omnivisión: «para ella era la nada mientras yo, con mi inteligencia artificial, me jacto de haber sido un robot multifunción, hiperactivo. Yo fui todos los poetas, todas las voces, todas las ventanas de todas las alcobas de todos los hoteles del mundo. Alguna vez fui todos los ojos a la vez de todos los habitantes vivos y muertos del planeta con sus globos oculares y su trocito de cielo azul incrustado en la pupila».

El del aleph es en realidad un mito que intenta reflejar la imposibilidad del conocimiento total. Descartes, en sus Principios de la filosofía, alertaba sobre la inutilidad del ser humano para hacerse grandes preguntas, porque algo finito no puede responderse (ni quizá preguntarse) por la infinitud. La total comprensibilidad, así como la total visión del mundo (la omnisciencia u omnipresencia) son, en todas las culturas antiguas, desde la irania a la cristiana pasando por la árabe o la egipcia, atributos divinos por antonomasia. El aleph sería el objeto talismánico o hermético que permitiría a los hombres ver como dioses, por eso es especialmente hermosa y precisa la metáfora del Gita sobre la concesión a Arjuna de un ojo celeste. Es una lente para mirar universos, universalmente. Sus taumatúrgicos poderes incluyen también los del viaje en el tiempo, como hemos visto en muchos casos, algo también vedado a los hombres; de hecho, el Dios de dioses de la mitología escandinava, dotado de doce nombres, «vive en todos los tiempos y gobierna todo su reino, y dirige todas las cosas, grandes y chicas» (Sturluson, Edda menor); es decir, es el que tiene poder sobre todas las regiones del tiempo y el espacio. El mito del aleph conecta con el árbol prohibido del Paraíso aunque la prohibición no es legal ni divina sino estructural, biológica, antropomórfica: la incapacidad del ser humano de ver físicamente más allá de treinta kilómetros de distancia. Esta es su pobreza: imaginar el resto, definirlo y concretarlo científicamente, y el motivo de ser el incompetente dueño del mundo y las demás criaturas. En cierta forma, hemos de agradecer no ser capaces de ver, comprender y, sobre todo, actuar con extensión universal, porque la ley pascaliana de infinitos nos dice que, de seguro, también nos equivocaríamos universalmente. Por eso nos contentaremos con hallazgos artísticos, como el aleph de Borges que, si bien no nos otorga la posibilidad de ser dioses, nos lega al menos la posibilidad mitológica de soñarnos como tales. ■ ■


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