Autor: 6 julio 2006

Vicente Duque

Ahora vemos por medio de un espejo, en enigma; pero después veremos cara a cara.

(San Pablo)

Alguna vez nos asombrará el que los vivos no nos vean, igual que hoy nos extraña el que no llegue a nosotros ningún destello del mundo de los espíritus. Quizá esas dos realidades se hallan muy próximas la una de la otra, pero tienen una óptica diferente, como la cara opaca y la cara brillante del azogue en un espejo…

(Ernst Jünger)

Una especie particular de la muerte

“Alcanzada la edad bíblica”, los setenta años que el Salmo 90 atribuye al hombre, Ernst Jünger comienza la última parte de sus diarios1, escritos bajo el opuesto signo de la presencia y la ausencia —la vida y la muerte— unidas como el lado cristalino del espejo a su lado azogado.

Quien vivió en el vértigo del siglo y en su juventud jamás abrigó esperanzas de llegar a los treinta años, el mismo que partió voluntario a los campos de batalla de Europa para ser herido en catorce ocasiones, el titular de la Cruz de hierro de Primera Clase, caballero de la Orden de los Hohenzollern y poseedor de la distinción suprema, la Orden “Pour le Mérite”, el pensador a quien Walter Benjamín reprochó en su día haberse convertido en el adalid de un pernicioso misticismo de la guerra, vive, ya anciano, en el viejo tiempo de las parábolas, siguiendo el curso de los ciclos naturales, de las sucesivas floraciones y letargos de la vida vegetal. La siembra de nuevas simientes, la poda de los árboles frutales y la maduración de las plantas de su jardín ocupan un lugar muy importante entre las preocupaciones de un hombre que pasa morosamente el dedo sobre su vida “como sobre el filo de una espada” y cuenta las mellas que han quedado, pero que a la vez sabe permanecer a la escucha de las manifestaciones del Zeitgeist, el Espíritu del Tiempo.

Con la mesura y tranquilidad que ahora le permite una contemplación serena de lo efímero, Jünger anota escrupulosamente en sus diarios el momento en que aparece cada una de las flores que anuncian el final del invierno —hamamelis, ciclamen, eléboro azul, torvisco—, como un labrador animado por la gozosa perspectiva del trabajo en la huerta bajo el sol de marzo. Observa cómo la llegada de los estorninos coincide con la siembra de puerros, berzas, endibias, espinacas y acelgas; el intercambio de semillas con alguno de sus muchos corresponsales le da la oportunidad de extenderse a propósito de las diferentes denominaciones de las especies, de las inéditas connotaciones de sus nombres científicos, de las creencias asociadas a sus distintos órdenes —así, rescata del recuerdo de su infancia las legendarias flores de tormenta, campánulas, gencianas, con poder para atraer a los rayos…—. La inmortal placidez de las plantas no cesa de provocar nuevos deslumbramientos en el veterano botanista que, retirado en su “bosque” —porque esta es la palabra que define el último reducto de la libertad—, se entrega a la recreación de un ars moriendi que mitigue el miedo, el escalofrío que provoca la confrontación impostergable con el espejo, y que, al mismo tiempo, sirva de instrucción para una vida plena, porque, al fin y al cabo, “también a vivir hay que aprender”. Más allá de su huerto privado, Jünger se admira del empeño y la terquedad con que brotan las diminutas islas de vida en medio de los desiertos de hormigón creados por el “homo faber”, o entre las piedras arcaicas de los foros romanos —anémonas, hinojo, acanto—, como nexos con las edades pretéritas del mundo. Algo hay de sagrado en las flores, deduce el estudioso, dado que en ellas cristaliza una fuerza no sólo telúrica; no en vano, las coloridas formas de la vida vegetal semejan “custodias expuestas desde la Edad Media de la Tierra” cuyo poder de regeneración y supervivencia ha superado variados apocalipsis geológicos, parecen cálices hermosos y coloristas dados para ornato de nuestros pasos en el mundo, pero su espléndida pervivencia nos recuerda, dolorosamente, la amenaza de nuestra finitud.

Porque, sin la menor duda, ese presagio de la finitud presentida es uno de los motivos que provoca la fascinación: cada una de nuestras vidas es un constante obstinarse en la propia preservación, a imagen de esa constancia vegetal al colonizar y habitar incluso los espacios más hostiles; cada una de nuestras vidas, demasiado breve si la comparamos con esas especies arbóreas dúctiles e invencibles como la palmera real, no es, a la vez, sino un constante aprendizaje para la muerte. Un aprendizaje cuyos principales hitos, acaso aquellos momentos en que se apodera de nosotros esa “cierta dificultad de vivir” a la que se refirió Fontenelle en su lecho de muerte —las crisis que un Jünger estoico recuerda sin efusiones sentimentales— están hechos de pesadumbre y coraje.

Frente a la presencia persistente del mundo vegetal, en cualquiera de cuyos breves intervalos puede caber la existencia de una generación de seres humanos —el hombre que fallece es similar al fruto que madura y cae—, muchas son las ausencias de las que hay que hacer recuento en el breve tiempo del aleccionamiento. Al recuerdo entrecortado del hijo muerto, el joven Ernstel, el primogénito fallecido en las montañas de mármol de Massa, en Carrara, se unen, en sucesivas ondas de aflicción, las pérdidas de los amigos, los viejos compañeros combatientes de las dos guerras, los vecinos apenas conocidos —el guardabosques Kienzle, Charles Benoit, Edmond Schulze, Sebastián Ehingen, el no menos importante gato Lotos, “viejo señor que ha entrado dulcemente en la eternidad”, los llorados Helmut Schneider, Friedrich Sieburg, Theodor Heuss, Ernst Boehringer y tantos y tantos otros—… las desapariciones, en suma, de todos aquellos cuyos destinos se cruzaron acaso sólo un instante con el del autor para después separarse y configurar con sus líneas de fuga esa gigantesca red o malla que limita, envuelve o proyecta en expansión las vidas de los hombres. Para el Jünger que se crece en la reflexión sobre las ultimidades, la vida es, en efecto, según la recordada cita de Nietzsche, “tan sólo una especie particular de la muerte”, una forma animada de la quietud, un breve sonido emergente en un mar de silencio al que al final regresa para dejar en él su forma petrificada, su vestigio, que quedará integrado en vidas nuevas, como en una suerte de construcción orgánica submarina que agrupa conchas, caparazones, huesos, dientes, membranas endurecidas, paredes de células, fósiles… todo lo que en el tiempo sobrevive al bios.

Sobre ese basamento coralino de las vidas que han sido con la suya, yergue el superviviente su tributo en forma de recuerdo, tan humilde, a veces, como el acto de encender una vela ante la fotografía del padre desaparecido el día en que este habría cumplido sus cien años, tan conmovedor como el acto de cortar un ramo de prímulas recién brotadas en la linde del bosque de Wilflingen —una esquirla de eternidad como homenaje a un tiempo personal que ha perecido— en el aniversario del nacimiento del hijo caído.

Los hilos mánticos

Se diría que en el Jünger que escribe los diarios de la vejez se ha aposentado definitivamente esa amargura de los desen­gaños, de las injusticias, de la decrepitud a la que nadie escapa: la amargura que él describía en ciertos individuos vencidos cuando, ya escéptico guerrero, a la cabeza de su compañía relataba, años atrás, la ocupación de Francia tras la ofensiva relámpago alemana; la misma amargura que, con las arrugas del rostro, pone también en relieve el carácter ineludible de las líneas del destino, las mallas de la red. No es casual que el escritor que, según una arraigada costumbre, gusta de seleccionar “puntos de apoyo” en sus recorridos de apropiación personal de las ciudades, el mismo que en el París de la ocupación elegía árboles y casas particulares antiguas, en Roma decida integrar en su peculiar sistema de referencias una losa sepulcral: la que a la entrada del monasterio de Sant’Onofrio representa a un anciano cuya cabeza descansa sobre un almohadón de mármol.

Y es que, a pesar de que los diarios son asimismo noticia de largos viajes, navegaciones y vuelos a parajes exóticos muy distintos al pueblecito suabo donde el escritor vive su reflexivo retiro —Adén, Luzón, Mindanao, Kuala Lumpur, Ceilán, en la estela de Simbad, Madeira, Canarias, São Thomé, Quilumbo, Luanda, Agadir, Islandia, la isla de los antiguos Ases, dioses entre la realidad y el sueño—, o a otros más próximos, también por la familiaridad de la que han sido dotados por mor de la literatura y el arte —el Rijksmuseum de Amsterdam, Lisboa, la Roma clásica de las ruinas y los templos, Elba—, en ningún momento olvida el autor la meta en la que todo concluye y a la que todos los pasos nos acercan, “también los pasos atrás”. De hecho, sílabas sombrías, palabras preñadas de un tenebroso simbolismo fonético le asaltan obsesivamente, interrumpen sus divagaciones sobre los colores del mar, sus apuntes de mecánica náutica, sus observaciones sobre el laconismo sentimental de los norteamericanos, que, a su juicio, trueca sus palabras en monedas desgastadas… Los presagios de la decadencia son las oscuras sílabas (tosdo, otote) que despertaron a su amiga Flor de Fuego antes de su último viaje —y en las que aquella no supo adivinar el anagrama de so tod (‘así la muerte’)— o la palabra O Gott (‘Oh Dios’) tornada irreconocible en el devocionario de una joven enferma de sífilis; tétricas admoniciones que, como los hilos mánticos que cabe adivinar bajo cualquier proceso lógico, ponen en relación el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

Todos los pasos, en efecto, conducen a la misma meta. Sin embargo, entre los muchos caminantes existen diferencias cualitativas, y los periplos y viajes resultantes pueden conducir a muy variados hallazgos. Incluso en el tiempo que nos ha tocado vivir, tras la definitiva retirada de los dioses, en el mundo de los titanes, signado por el poder omnímodo y planetario de la técnica, por las ansias de dominio e imposición, determinados viajes pueden acercar a los límites de lo ya extinto a quien se obstine en la acechanza. En ese sentido, sólo el viaje interior del emboscado queda como reserva y hogar de la potencialidad creadora, y, de resultas, como única posibilidad de atisbo de lo mítico y espiritual devorado por el magma ahistórico del siglo cambiante —el viaje interior es, pues, “acercamiento”, en la acepción que a este término le da Jünger—. En verdad sólo el viaje interior; no en vano el viaje geográfico, incluso el más exótico, es también un trayecto hacia el desengaño, sobremanera para el viajero que se ha alimentado de historias e ideas y queda anonadado ante la brutal occidentalización de ciudades y costumbres. Así ocurre en Luzón, Ceilán o Mindanao, tierras de promisión de los antiguos mapas ahora niveladas y banalizadas por la técnica. Así en China o Japón, donde ha palidecido el brillo de las imágenes que desde nuestra infancia de lectores occidentales se cernían sobre nosotros, “cual miniaturas pintadas en seda”, frente al desnudo hormigón de los bosques de rascacielos. Tal vez de este desengaño ya previsto brota la predisposición de ciertos espíritus a la vida contemplativa, sedentaria, tal y como parece deducirse de la misiva que Martin Heidegger envía a Jünger en vísperas del viaje del segundo a Extremo Oriente. El filósofo, en este entonces lector de Lao-tse, hace una alabanza de la vida retirada del asceta encerrado en su habitación que se niega incluso a mirar por la ventana, ya que cualquier visión puede apartarle del objeto de su estudio. Jünger, en cambio, incapaz de renunciar al reto de la exploración, replica al amigo declarando su firme voluntad de encontrar la calma espiritual —la libertad, por él concebida como conquista de la propiedad sobre uno mismo, frente al despliegue nihilista de poder hacia afuera— y de perseverar en ella “mientras el espacio se mueve”, por más que ese espacio cada vez ofrezca menos novedades a la mirada del curioso. Para el viejo hombre de acción, aquel cuyo primer arrebato juvenil le empujó a enrolarse en la Legión Extranjera, el mismo que batalló duramente bajo las tempestades de acero del frente occidental en la Gran Guerra, el que ahora paladea en el recuerdo el éxtasis sabiamente inducido por el consumo de ciertas sustancias visionarias —como las que propiciaron la redacción de Visita a Godenholm y que hicieron de él uno de los pioneros de la psiconáutica, a raíz de su amistad con Albert Hofman— el conocimiento de otros pueblos, de otras culturas, de otras aproximaciones al gran pasaje y de otros dioses todavía presentes en las vidas de los hombres no es incompatible con la interiorización, el ensimismamiento y una ocasional y matizada nostalgia.

Un sencillo desplazamiento no limitado a tal puede brindar, pues, el pretexto para el viaje interior, puede procurar las condiciones de posibilidad de la experiencia iniciática. El viaje de corto recorrido —la misma “caza sutil” del entomólogo, que, en el lenguaje privado de Jünger designa la caza de insectos; la observación de los pequeños coleópteros y otros animales escondidos, la recolección de hierbas— puede llevarle a descubrir diferentes cosmos a pequeña escala, espacios diminutos en los que, como ya hemos recordado, variadas formas de vida pugnan por perpetuarse, bullen secretamente con una actividad frenética, con una energía en fermentación alimentada por la sucesión de muertes ínfimas que de inmediato se integran al humus nutriente y a la generación de nuevas vidas. También el viaje largo, en un plano más a la medida del hombre, permite descubrir de qué modo muerte y resurrección —bien es cierto que esta última ilusoria— se alternan en constante sucesión. Islandia se revela, en ese sentido, como uno de los pocos lugares a los que la barbarie tecnológica no ha desprovisto totalmente de su sustancia originaria; un lugar en el que podemos asomarnos sobre el borde en retroceso de un mundo casi desvanecido en el que la cesura entre el orden mítico y el orden histórico todavía no es muy profunda. Lavas, escorias, cenizas, solfataras y géiseres se ofrecen a la contemplación como la cambiante geografía de un reino mágico, aún habitado por el eco de los héroes de las sagas, de las ánimas que vagan al borde de los caminos y acechan a los viajeros en los puentes o en los pasos dificultosos. Del mismo modo, una visita a los túmulos etruscos, a las plácidas cámaras mortuorias de Anguillara, en Italia, permite vislumbrar el fundamento numinoso que ha regido a las generaciones de los hombres. Para quien, como Jünger, es consciente de vivir en un tiempo crepuscular, el silencio y el recogimiento de esos sepulcros antiguos, en los que la muerte es un prolongado sueño, en los que la disposición de los cuerpos y el propio culto ofrecido por los vivos obedecen a la profunda sutileza del “como si”, le obsequian con una profunda y renovadora vivencia —los antepasados están agrupados en familias, sin tierra, sin ataúdes, como si aún vivieran; las paredes del sepulcro aparecen ilustradas con festivas escenas de libaciones, con cuadros eróticos y amatorios, como si los fallecidos pudieran disfrutarlos; se repite insistentemente el motivo del delfín, símbolo de inmortalidad, como si quien reposa pudiera ser consciente de la cálida promesa que el icono pintado sobre el muro de ocres y sienas quemados le depara—. Esa suerte de prolongación del tiempo de la vida —prolongación artificiosa, toda vez que quien la emprende es consciente del engaño— no es quizá por ello menos efectiva, porque el rito o la figuración concreta adquieren una innegable fuerza simbólica, también para la vida temporal; actúan como un reflujo o luz difusa que, al igual que una llama colocada detrás de un pergamino, regresa de las viejas necrópolis, nos alienta y enriquece e impregna también de movimiento y gracia las imágenes de nuestra vida cotidiana.

Tal vez por esta extraña simbiosis entre ambos mundos, el hilo misterioso que mantiene en relación los lados cristalino y azogado del espejo se compadece mal con las fotografías colocadas en las tumbas de nuestros cementerios; algo disuena inevitablemente en la yuxtaposición forzada de reproducción mecánica e intemporalidad. Por mucho que la pátina de las horas pueda ensombrecer o tornar sepia el retrato del muerto, no puede esconder nunca el empobrecedor efecto de vulgaridad que da la representación instantánea. Mucho más evocadora de la figura del ausente —el hijo, el padre, la esposa— es la débil llama de una vela, cuyo resplandor afluye desde ese orden mítico. Así, una vela en el camposanto, la humilde llama que apenas resplandece encendida en el atardecer de Nochebuena, brilla para el Universo y el éter insondable, su pequeño pabilo confirma el sentido de todo cuanto existe.

También la estela del pensamiento ajeno, esa suerte de desciframiento de las palabras de los otros que, en la obra de Jünger, constituye una vivaz y sentida erudición, es impulso para el acercamiento. La insaciable curiosidad del memorialista hace que este indague sobre los diferentes ritos de tránsito y sobre las representaciones arcaicas, llenas de simbolismo, que subyacen en las actuales costumbres de la incineración y el enterramiento: la tierra es pesada, insensible, sucia o, por el contrario, cálida y maternal; el fuego es ligero, limpio, aéreo o, por el contrario, devorador y aniquilador, incluso de la minúscula forma de vida que subsiste en nuestro cuerpo a la muerte física. Siguen a estas otras meditaciones sobre la incorruptibilidad de determinados cuerpos, sobre el valor de las reliquias, sobre las uñas y los cabellos que continúan creciendo en el cadáver y que pueden indicar un abandono paulatino del alma, o bien son mero efecto natural de la degeneración de los tejidos… Platón, Demócrito, Tertuliano, San Agustín, San Gregorio Nacianceno y otros muchos no pudieron sustraerse a la magia de estas conjeturas, las mismas que, con una expresión hondamente poética que Jünger cita por extenso, prolongó Goethe ante el cráneo de Schiller. Nuestro autor es un eslabón más en esta cadena de pensamiento que intenta racionalizar el duelo y la angustia ante la desa­parición de los seres, como ante el acabamiento y erosión de los monumentos y estelas que vanamente erguimos con el propósito de que perdure el recuerdo de los que han sido; duelo y angustia que son los mismos que se experimentan ante el olvido de los nombres, por ejemplo de los contenidos en los viejos archivos de un fuerte colonial holan­dés que el autor visita en Taiwán; nombres que designaron en su día a hombres muertos por la fiebre, hombres cuya sangre hace tiempo que se ha perdido y que ahora no pueden saber ya que sus antropónimos, roídos por los años y sus devastaciones, van perdiéndose también como tales, como grafías o huellas del otro nombre sonoro, como contornos significativos o moldes ideales que contenían el hálito ausente. Nombres como los que aparecen esculpidos sobre los libros de piedra abiertos en las tumbas israelitas del Campo Verano, en Roma, rotundamente eclipsados por la palabra deportato. Nombres como los escritos sobre las lápidas blancas que contrastan cegadoramente con el cuidado césped del cementerio militar norteamericano de Manila —también el vencido sabe honrar el recuerdo de los vencedores— y que simulan remotas señales emitidas desde un planeta extinto. Nombres como los que, también en un lugar de Filipinas, figuran en los sombríos nichos de un camposanto español ya desafectado, emplazamientos huecos que hacen recordar las celdillas vacías de un panal, paredes que en su día fueron diseñadas para el último descanso de los muertos en una epidemia de cólera y que, paradójicamente, sirven para proyectar su sombra como gigantescos biombos en un parque público sobre paseantes que ignoran su auténtico significado. El ocaso de los nombres, que es asimismo el ocaso de la memoria de unos seres para siempre difuminados, convergiendo hacia la Noche, se torna más rápido e inmediato en el siglo de las grandes liquidaciones, de los sucesivos cataclismos y los azares trágicos que impiden la mínima permanencia de las denominaciones en los mapas, las placas de las calles o los mismos osarios —Jünger da testimonio del levantamiento de las viejas lápidas en el cementerio de Sigmaringen, uno de los muchos indicios de que vivimos un tiempo ya sin historia— y que hacen pensar al metódico entomólogo que “un nombre en el sistema de Linneo, aunque esté relacionado únicamente con una mariposa o una flor” es más estable que aquel sobre el que se asienta cualquier voluntad de permanencia, cualquier destino individual.

En el reino intermedio

Con todo, el azar, que es agente de cambios y transformaciones, es asimismo el ciego demiurgo responsable de nuestras propias vidas; como fugaces combinaciones, imperfectas numeraciones de una rueda de fortuna, nuestras existencias valen tanto como esas memorias lábiles de nombres, mapas y calles, con la sustancial diferencia de que, en tanto que seres dolientes capaces de echar en falta los nombres y las efigies de aquellos a los que hemos amado, nosotros podemos formar parte de una fraternidad secreta, universal: la única y verdadera comunidad que dejan las guerras y de la que el Jünger abatido se siente partícipe. El ingreso en esta comunidad de dolientes es, de hecho, la iniciación en el Misterio, en la que la muerte nos conduce de la mano, desorientados en un reino de sombras. Así, el recuerdo de los muertos puede dejar de tener un carácter simplemente retrospectivo para convertirse en una proyección prodrómica, orientada como un presagio hacia el futuro. En este sentido, frente a la distanciada y engañosa pulcritud de las fotografías —sombras de sombras—, el sueño —el ámbito en el que el mundo adquiere un aura crepuscular, en el que los objetos, o tal vez las imágenes que de los mismos hacemos brotar en el recuerdo, en nuestro propio ser, se liberan de sus propiedades corrientes y ganan cualidad e irradian más energía— es el ambiguo territorio que nos ofrece la más pura posibilidad de aproximación al lado opacado del espejo, a la noche primigenia de la que por casualidad hemos surgido y a cuyo ámbito estamos predestinados, como aquellas islas de la fábula a la deriva en un mar tempestuoso —y esa predestinación es nuestra única certeza, de ahí que la sola idea de Eternidad no nos parezca adecuada, ni soportable, ni deseable.

El sueño, pues, adquiere en los diarios de Jünger un peso específico que lo aleja de su apreciación como conjunto articulado de signos sometidos a desciframiento o de motivos escapados de una irracionalidad convulsa. Aunque, con ciertas prevenciones, el autor alimente ocasionalmente la sospecha de que tras las imágenes sincopadas del sueño, dadas como fragmentos inconexos de un todo, se oculte la presencia tramposa de un director de escena, que manipula nuestras sensaciones a su antojo —al igual que el pirotécnico que nos deslumbra con sus fuegos artificiales sustrae de nuestra vista las mechas y los cables con que arma su espectáculo—, es capaz de reconocer en esas mismas imágenes un vínculo personal y original con la esencia a que estamos abocados, un atisbo del gran pasaje del que también a su manera, cálida y ceremonial, daban fe las cámaras etruscas.

Los sueños, las diferentes formas que revisten y sus variadas especies en la mente del durmiente —no sólo el recuerdo: también el presagio, el reencuentro, el pasado revivido, la palabra recobrada, el laberinto, que, en la evocación que de sus propias fantasmagorías hace Jünger, es tan parecido a las sombrías visiones de los Carceri de Piranesi— rehú­san su estudio bajo las leyes de la estadística y la probabilidad; cualquier reiteración o recurrencia interpretable es, de hecho, engañosa; cualquier análisis onírico que parta de estas claves banaliza y vuelve superficial, por más que pretendidamente científico, el saber que pretende conjugar, y constituye siempre una profanación.

Para el Jünger que anota fielmente en sus diarios la llegada anual de las Rauhe Nächte —las Noches Rigurosas: las seis últimas noches de cada año y las seis primeras del año entrante, que, según la leyenda, son propicias para el contacto con el mundo de los espíritus— es evidente que los sueños casi siempre permanecen en lo oculto, vueltos hacia la oscuridad de los ya iniciados, sin embargo admite que, en ocasiones, una pequeña grieta, un leve flujo que permite la leve recuperación de una imagen para la conciencia, nos brindan la posibilidad de una experiencia que nos es ofrecida como una rápida cristalización de lo inexpresable, una reverberación incierta. Así ocurre con las sombrías sílabas del anagrama ya recordado en los sueños de Flor de Fuego. Así también con las súbitas premoniciones y los fugaces reencuentros, en esa suerte de reino intermedio, bien con personas completamente desconocidas —Jünger repara en la significativa cantidad de cartas que ha recibido de remitentes extraños que le hablan de sueños en los que afirman haberlo encontrado—, o bien con aquellas personas a las que en vida quisimos, o con las que en vida fuimos injustos, o que tratamos con desprecio, y que allí aparecen dotadas de un crecido poder de absolución, de perdón y amor, superior al que ya ostentaron cuando vivían. Al igual que la muerte de un ser querido en la guerra suscitaba un secreto instinto colectivo entre los supervivientes para hacerlos partícipes de una comunidad callada y universal de dolientes, el azar onírico, el aparentemente caprichoso ritmo del sueño, volátil sinsentido en el que nos encontramos con tantos rostros conocidos y con otros tantos sólo entrevistos y luego perdidos para siempre, nos hace migrar por las intersecciones de la red de destinos, cada noche la misma y cada noche cambiante. Red que acaso constituye ese sistema que nunca —salvo en una última experiencia— nos será dado a conocer en su totalidad, pero cuyos fragmentos, a modo de elementos desasidos del cuadro taxonómico que los determina y dota de valor, se manifiestan sin rendir pleitesía a los órdenes del mundo, de la naturaleza y el tiempo —de la geografía, la biología y la cronología—, para emplazarnos ante oscuros dilemas y extravagantes contemplaciones e incógnitas.

Tal vez esta consideración del sueño como visión del futuro que no obedece a una clave simbólica predeterminada, sino que se manifiesta bajo la misteriosa forma de una analogía que, de alguna manera, está ya como nexo en el encadenamiento de las vidas, guarda relación con la concepción que de este material simbólico cargado de poderosos efectos tenían los antiguos. Artemidoro de Daldis, para quien era preciso discernir entre el mero ensueño, que se limita a traducir los afectos naturales del sujeto, y el sueño auténtico, que, alegóricamente o de una forma más directa y transparente, anuncia la proximidad de un acontecimiento, fundamentaba su onirocrítica en el conocimiento de factores tan relevantes para Jünger como la etimología o el sentido críptico de las palabras escuchadas por el durmiente —amén de otros más prosaicos como una información previa sobre la actividad profesional, la edad o el estado de salud del sujeto que sueña…—. El mismo que iniciaba su interpretación onírica encomendándose a Apolo de Daldis, el dios de su patria, consideraba que, en última instancia, esta segunda clase de sueño expresa, tras imágenes y sonidos en constante metamorfosis, lo que dice el Ser. Partiendo de este mismo convencimiento, Jünger ofrece a lo largo de sus páginas testimonio pormenorizado de sus sueños frecuentes, de la intensidad de las emociones que las fantasías nocturnas han suscitado en él, de las caprichosas combinaciones fónicas y juegos de palabras generados por la misteriosa máquina oracular.

De muy variada especie son estos acercamientos: el soñador visita con frecuencia la Krausenstrasse de Hannover, destruida por los bombardeos aliados, para conversar con su abuela paterna, Hermine, que hace al anciano durmiente observaciones sobre el color blanco de los cabellos; la madre, en un sueño premonitorio, le entrega al hijo un montón de ropa blanca que súbitamente arde y debe ser apagada, con frecuencia se presiente su presencia protectora, dedicada a sus quehaceres; Friedrich Sieburg se complace en aparecérsele al amigo durante los viajes, en alta mar, navegando hacia Spitzberg o en pleno golfo de Vizcaya, en ruta hacia el Sur; serpientes a un tiempo hermosas y terribles — “qué efecto tan diferente causa en mí ese signo”, afirma Jünger citando el Fausto de Goethe— acechan en los sueños y se aparecen con su aura de animal sagrado, representación venturosa o ctónica de Gea, reptiles cuya muda de piel es asimismo símbolo de sublimación y mutación para el soñador, recuerdo latente, pues, de su propia finitud; en otra ocasión el durmiente se ve a sí mismo tocado con un capirote, a punto de ser quemado por los inquisidores, y se pregunta si sus misteriosos verdugos habrán llamado a la prensa sensacionalista para que dé fe de su ejecución; un río crecido, con aguas de color sangre, se desliza a su lado mientras espera a los prisioneros del Este no regresados; en vísperas de una visita a Italia sueña Jünger con colibríes decapitados, acto seguido, en la confusión de una escena bélica, pierde al niño que lleva en su regazo, asustado grita “Ernstel” y oye, a lo lejos, la voz del hijo caído…

La experiencia del sueño sirve, de algún modo misterioso y efectivo, para solventar las deudas que a través de los años, en el constante entrecruzamiento de los hilos de esa gran malla en la que se unen y separan los destinos, hemos contraído con nuestros muertos. Pero pronto parece extinguirse a nuestros ojos, como un astro eclipsado, aquello que, en otra realidad de la que la nuestra es sólo preludio o juego preliminar, puede volver a ser bañado por otra luz. El sueño, pues, nos redime, aunque sus poderosas ilusiones apenas puedan subsistir un instante; en la magia confusa de ese instante, sobre la espuma que cabrillea en la marea nocturna y ascendente del Ser, esas mismas ilusiones hacen posible la transfiguración en el arcano, en el misterio.

Imagen, sombra, enigma

El sueño, el estudio de las representaciones ancianas del tránsito, la atenta escucha de lo mítico: diferentes modalidades de una experiencia del emboscado que rehúye el seguimiento gregario del Espíritu del Tiempo y se repliega hacia sí mismo para afirmar su libertad y así convertir su vida en una vida auténtica; una experiencia —el viaje interior— que sirve de marco a la exploración, al sondeo de la posibilidad más radicalmente nuestra: el atisbo al Absoluto, la mirada al espejo en el que las imágenes nos son dadas como en enigma, según la fórmula de Pablo de Tarso cuya belleza en los diferentes idiomas en que sea pronunciada tanto agradaba a Jünger. Vemos en el espejo una imagen enigmática, una sombra del Ser; como a todos los espejos, también a este le falta profundidad, lo que percibimos es sólo un reflejo, un evanescente orbe intangible, no material, en el que ninguno de los delgados hilos que nos unen a nuestros muertos puede ser aprehendido. A través del espejo ninguna conquista, ningún ansiado encuentro será posible, porque ante su bruñida superficie incluso el pensamiento se detiene. En el lado cristalino sólo intuimos la esencia alejada de la que se nutre la red de los destinos, la esencia evocada de la que acaso hemos sido partícipes antes de nuestra existencia y a la que la muerte nos hace volver. El lado opaco nos depara sólo una certeza —y, esta sí, adecuada, soportable, deseable—: la de que para poder reencontrarnos cara a cara, para poder ver al fin el enigma desvelado, todos deberemos cerrar los ojos, deberemos dejar de mirar.


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