Autor: 7 enero 2006

Antón Arrufat

Donde el autor se cuenta

Estimados espectadores, quien se encuentra ante ustedes y tratará de corporizarse en lo posible hasta convertirse en cuerpo verbal, nació hace setenta años en una distante ciudad provinciana, Santiago de Cuba, distante de La Habana naturalmente, y que todo santiaguero, en mi juventud al menos, pronunciaba con cierta prosopopeya, dosis de envidia molesta, y como si en su entonación se encontraran mayúsculas marcadas, letras resonantes para exclamar “¡La Capital!”. Según me contaron mis padres, quienes al nacer primero que yo tuvieron la posibilidad de traerme al mundo y verme nacer, el hecho ocurrió un día del año 1935, el 14 de agosto. Yo puedo jurar que de tal nacimiento nada supe hasta pasados varios años, cuando empecé a tener eso, tan misterioso, que llamamos “conciencia”. Para aquellos aficionados al horóscopo occidental, nací bajo el signo incandescente de Leo, segundo decanato, gente que se caracteriza por su gran obstinación prepotente y voluntariosa, dada a las pasiones eróticas y políticas, y sin embargo propensa al suicidio cuando comprende que ha fracasado en sus proyectos o inclinaciones. Como resulta claro hasta este minuto, soy la negación viviente de tal afirmación zodiacal.

Cuando tuve la edad requerida me llevó mi madre a ingresar en el colegio Dolores, de la Compañía de Jesús. Allí estudié parte de la primera enseñanza, o para decirlo a la manera de los antiguos biógrafos, las primeras letras. Por observación de mis amigos más sagaces, sé que me quedan gestos y conductas de cura: hablo con parsimonia y soy disciplinado y a ratos frugal. En las oficinas de correo, al llenarme algún formulario, suele ocurrir que alcen la vista para preguntarme extrañados: “esos apellidos, ¿de dónde salieron?” Si estoy de humor y dispuesto a divertirme a costa de mis ancestros, invento imposibles o enrevesadas genealogías. Puedo afirmar que desciendo de príncipes lituanos, que mis ascendientes están enterrados en el célebre Monasterio de Poblet, junto a los primeros reyes españoles, o en cambio, que eran piratas turcomanos o nacieron en Madagascar de padres albaneses.

Por esta vez la realidad es más modesta: mi familia paterna es de origen catalán, de ahí el primer apellido. La madre de mi abuelo y sus hermanos, niños todavía, abandonaron Cataluña por la playa de Sitges, de donde eran oriundos, y tras una larga navegación que duró veinte días, desembarcaron en el puerto de Santiago a fines del siglo xix, y antes de que Cuba se independizara de España. Mi abuelo venía en el vientre de su madre y nació varios meses después del desembarco. Por línea paterna soy cubano por tercera generación. Lo que se dice “reyoyo”, palabra que según el diccionario de cubanismos designa “al nacional que no desciende de extranjeros”.

Mi segundo apellido es Mrad. Les aseguro que no se trata de una errata ni de una falsificación del revolucionario francés de apellido similar al oído y diferente caligrafía. Por el contrario tiene la rara virtud de ser auténtico: mi otro abuelo, ya que siempre se tienen dos, había nacido en Siria, de familia árabe y musulmana.

Como la vida suele resultar una colección de malos entendidos, durante muchos años pronuncié equivocadamente este apellido, como acabo de hacerlo ahora, sumándome al error de toda mi familia materna, hasta el día venturoso en que conocí, hace de este encuentro sólo unos meses, a un hispanista palestino que al escucharlo lo escribió en su alfabeto —lo vi por primera vez con sus letras originales—, y me dijo que se pronunciaba mezclando la u con la a, pero acentuando suavemente la u, algo así como murad. Es decir, que aprendí a distinguirlo por completo del apellido de aquel francés que murió, a manos de una mujer demente, en su propia bañadera. Las tías maternas fallecieron con antelación a mi encuentro erudito con el hispanista árabe, y por supuesto lógico no pudieron enterarse del error que toda su vida cometieron al pronunciar su propio apellido, tal vez facilitándolo al castellanizarlo. Se llevaron a sus tumbas un nuevo ejemplo de los variados malentendidos que rodean toda humana existencia.

Este, mi abuelo musulmán, le dijo una tarde a mi abuela, cubana y católica, “voy a la botica a comprar una aspirina”. Nunca más regresó al hogar, la dejó abandonada con cuatro hijas pequeñas. Ahora puedo decirles lo que después aprendí a percibir, que este abandono (tal abandono) es semejante e integra esa legión simbólica de los múltiples abandonos a que han sido condenados miles de mujeres e hijos en nuestra sociedad latinoamericana, especialmente en los pueblos pequeños o campesinos. El nombre de este abuelo nunca volvió a pronunciarse en el interior de mi casa. Mamá y sus hermanas parecían haber nacido de madre solamente. Vivieron en el mayor desamparo, y esperando, sin decirlo, que su padre volviera.

Una mañana en que mi madre me llevaba al colegio Dolores, me llevaba de la mano, la presión de la suya aumen­tó casi hasta el daño, y de un pronto nos detuvimos en mitad de la acera. Con el índice resentido y una entonación que no le conocía por lo amarga, señaló a un hombre que pasaba por la esquina, a cierta distancia de nosotros. “Ese es tu abuelo”. Vi a un tipo menudo, delgado, vestido de negro, reluciente el cuello de la camisa, canoso el pelo. Se detuvo en su andar, pareció que iba a mirarnos, al menos mi madre y yo tuvimos ese temor, y que al sorprendernos se percatara de que su hija y su nieto también lo miraban. Permaneció sin embargo de perfil y reanudó su andar cruzando la calle. Esa fue la única vez que lo vi.

Debo decirles que no recuerdo a mi abuelo sirio como a un ogro traidor y sigiloso que dejó sin los auxilios paternos a la familia de mi madre, sino como a un tipo misterioso e inofensivo, casi endeble, vestido con seriedad y esmero, que despertó mi curiosidad de muchacho. Por mucho tiempo quise conocerlo y nunca lo conseguí. El otro abuelo, el que salió de Sitges en el vientre de su madre, por igual despertó mi interés. Pero a ninguno de los dos traté, de ninguno conocí el metal de sus voces, nunca los vi ponerse el sombrero o empuñar el bastón. El abuelo paterno murió cuando yo era todavía un vejigo, según llaman a los niños chiquitos, y el abuelo sirio escogió aquella otra forma de morir, sorprendente por inusual: la de estar vivo y lejos.

Si oficialmente nací en el año 35 del siglo pasado, expresión terrorífica esta, que me impresiona como si tratara con un yo antiquísimo, pieza museable digna de una vitrina, sobreponiéndome quiero advertirles que si nací en tal fecha, tal como aseguraron mis padres y atestigua la inscripción del juzgado, vine al mundo sin embargo en el dichoso momento en que por fin aprendí a leer. Nací realmente ese año, ese mes, ese día. Resultó tardío este nacimiento: era miope y mi familia lo ignoraba. Como mis padres no lo eran, la herencia procedía del abuelo que vino en el vientre de su madre, y ya era miope en ese lugar dichoso, al que gente muy variada, en el curso de las grandes vicisitudes, quisiera regresar. La miopía me impedía distinguir con claridad las letras, tanto las que estaban en la página del libro de lectura como las que trazaban en el pizarrón. Me creyeron tardo, morón, minusválido. Fue el cura del aula quien descubrió la verdad: escribió a mis padres una nota que yo mismo llevé a casa. Abrí el sobre antes de entregarlo, pues la curiosidad siempre ha logrado vencerme, y no pude enterarme de nada. Cuando me pusieron los primeros lentes —usaría lentes por el resto de mi vida—, el tardo aprendió a leer y nació entonces a una existencia doble, la que se vive y la que se transfigura. Y en tal espacio y en ese tiempo dúplice todavía permanezco.

A mis once años, cambiaron mis padres Santiago por la renombrada “¡Capital!”. Es decir, ellos se fueron y yo tuve que irme con ellos. A esa edad nada importante podía decidir por mi cuenta. De poder hacerlo, habría continuado en Santiago por un tiempo más. Once años de existencia provinciana son poca cosa si queremos protegernos del horror de las grandes ciudades. Lustros después, sobre este vivir provinciano, delicado y a ratos terrible refugio, escribí una extensa novela, la primera que hice con cierto decoro, La caja está cerrada, que publicaron en 1984.

En la capital continué mis estudios. Cada hora y cada minuto con mayor desánimo pasé por los Escolapios, hice la preparatoria, comencé el bachillerato en el antiguo instituto de La Habana, seguí en el de Marianao, en el del Vedado, cada día y cada hora con mayor desánimo. Aprender a leer me apartó primero de la escuela y después de la acción, al menos en ese aspecto que podría llamar “tangible”. En Santiago, con mis lentes puestos, jugaba la primera base y era un buen bateador. O salía a la calle a tirar piedras al aire y pegarles duro con el bate. Corría y lanzaba la pelota contra las paredes muchas veces, muchas veces, hasta que los habitantes de las casas empezaban a quejarse y salían a las puertas para regañar al lerdo. Yo seguía corriendo, empapado en sudor. Otras era fajarse y boconear, otras jugar a la quimbumbia, zafar el trole de los tranvías en marcha y hacerlos detener de improviso. Nadaba cuando íbamos a la playa, y remaba si había dinero con que alquilar un bote. Nadie se atrevería a apostar que tal mataperros miope y gritón, sucio, sin bañarse, oliendo a grajos, pudiera desaparecer de pronto con un libro y se apartara a leerlo en secreto. Tras residir en La Habana, estos juegos se transformaron en el casi excluyente juego de leer. Leer me hizo víctima de una acción opuesta: la de pasar las páginas y entrar en relación con ambientes, casas y paisajes, con personajes y pensamientos casi invulnerables que intentaban explicar, estructurados mágicamente, la luminosa oscuridad que hay en nosotros y en el mundo. Los estudios se iban quedando sin concluir mientras yo llegaba emocionado al final de cada página leída. Mi verdadera vida —ese bien imposible— se expandía fuera de la escuela y de las aulas.

En Santiago y luego en La Habana, casi desde niño felizmente jugaba al teatro con mi hermana. Cuatro años mayor, se dejaba sin embargo conducir por mí, y llegamos a constituir una pareja bien llevada de actores infantiles. Fueron ratos de reluciente alegría. Ser nosotros mismos y distintos a la vez, habitar una sala y deambular por un castillo, estar en casa y en el interior de un barco o flotando en un globo, pasar de una época a otra diversa, hablar­ con nuestra propia voz y emitir voces imaginarias, nos hacía rebosar de placer: singular conversión y movilidad deliciosa. Transformamos la sala de la casa de Prado, cercana al Hotel Saratoga, en el improvisado espacio del teatro. De pared a pared colgamos una sábana de un alambre. Nos disfrazábamos para representar obritas inventadas por nosotros mismos. Nuestros padres y las visitas ocasionales eran inducidos a representar el papel de espectadores.

A papá tal diversión no le resultaba ajena. Se encantaba con las representaciones de zarzuelas y me llevaba al teatro cuando ponían La verbena de La Paloma o Los gavilanes. Íbamos, circunspectos y regocijados a un tiempo, las tardes de domingo, bañados, oliendo a colonia, las ropas planchadas, cuando compañías españolas llegaban con su repertorio lírico a los teatros habaneros.

Asiduos deterministas, freudianos y posteriores lacanianos, podrán, si lo desean, tras esta confidencia, demostrar mediante las representaciones caseras y con la asistencia dominical al teatro, nada menos que de la mano de mi padre —hecho sin duda significante— demostrar el origen común de mi pasión por el teatro que siempre creí tan personal.

Aunque cubano y pichón de cubanos, mi padre estuvo cotidianamente rodeado y dentro de un círculo de comerciantes españoles. Bebedor de la mañana del domingo —las veces en que no ofrecían zarzuelas— fue también diestro jugador de balompié. De él contaban sus asombradas hermanas, asombradas y complacidas, numerosos lances amatorios, sus conquistas. No se ocultaban para narrarlos en presencia de mi madre, que parecía escuchar por igual complacida de que aquel donjuán de ojos claros, descendiente de una connotada familia venida a menos y camiseta deportiva con escudo, la hubiera escogido para hacerla su esposa, mantuviera con su trabajo el hogar, a diferencia del sirio huidizo, y se ocupara de la educación de los hijos.

Cuando yo era un muchacho, papá sostuvo conmigo ciertas conversaciones, algunas en verdad estremecedoras. Sus hermanas contaban varias anécdotas, y una, en particular, podría servir de testimonio sobre la existencia de una relación entre su manera de apreciar las cosas y los anticlímax inesperados que se dan espontáneamente en mis piezas teatrales y en mi conversación. Tal vez exista entre ambas una relación hereditaria que se patentiza en dicha anécdota, y la cito, además, para disfrute de deterministas, freudianos y lacanianos, a quienes aludí hace un instante.

Contaba una de mis tías paternas que su hermano, desde su juventud de soltero, era un nadador experto, cabeza sumergida, extensas brazadas, gran poder de respiración, manejo de variados estilos —pecho, espalda, mariposa—, términos que ella usaba con entonación divertida, moviéndose en el asiento y gesticulando, sin conocer exactamente de lo que hablaba. Según esta tía narradora, mi padre enseñó a nadar a varios miembros de la familia. El acto de enseñanza estaba precedido por una extensa y seria exhortación sobre la importancia del aprendizaje. Cuando se disponía a darle la primera clase —ella estaba entre sus alumnos—, y para demostrarle la importancia de aprender el arte de nadar, culminó su introducción con esta historia, que su hijo, a quien nunca enseñó tal arte, cuenta ahora: “Cuando yo tenía catorce años mi conocimiento de la natación me permitió salvar la vida a mi profesor de inglés”. Viendo que tía estaba conmovida por su acción —el profesor enseñaba inglés a toda la familia—, se inclinó mi padre y le dijo confidencial: “Y para que conozcas la verdad, es el hecho del que más me he arrepentido en mi vida”. A continuación, zambulléndose, le dio la primera clase­, completamente sonreído. ¿Cabe alguna duda de que existe una relación entre estas “salidas” paternas y los cambios inusitados en la sicología fragmentada de mis personajes, como los que se operan en la viuda Matilde, la protagonista de El vivo al pollo?

Vástago de padre rico y descendiente de familia arruinada, papá nunca hizo fortuna y vivió profundamente amargado por esta frustración de su sueño más íntimo: recuperar el capital que amasara su progenitor vendiendo huevos frescos en una cesta por las aceras de Santiago. Así, llegó a ser dueño de una peletería, un almacén de confecciones y una tienda situada en la calle principal. Papá nunca consiguió igualarlo ni hacerse dueño de nada. Cuando nací quedaban, de esa inmensa fortuna, palabras y recuerdos lacerantes. Palabras y recuerdos que encandilaban sus ojos insatisfechos.

Yo no sólo leía, me inventé un destino de escritor, y después, a semejanza del fatum en las tragedias griegas, lo volví de cumplimiento inflexible. Sin posible remedio, pertenezco a esos seres que se forjan su destino propio y cumplen luego con él como si trataran con la decisión de un dios inexorable y de hierro. Desde niño escribí poemas y piececitas teatrales. Mientras los curas hablaban del horror del pecado, de los castigos del infierno y de las recompensas del paraíso, escribía en las libretas de clase una novela con lápiz, igual que un bruto paciente. Durante nuestras múltiples e inmediatas mudadas, esa novela se extravió. De seguro el extravío era doble.

Estrené en 1957 mi primera pieza, El caso se investiga. Ya mis padres habían muerto. Ella en un hospital, y él tres años después, en un accidente ferroviario. Nunca conocieron, con certeza justificativa, el destino que su hijo se había elegido.

En la revista Ciclón inserté mis trabajos iniciales. Con ellos, poemas y piezas teatrales, narraciones y ensayos, patentizaba la disposición a escribir todos los géneros o todos los degéneros, como se complacía en decir Virgilio Piñera. Residí en Estados Unidos y me fui a Canadá. Envuelto en una capa amarilla crucé las cataratas del Niágara, dentro de un funicular colgado de un cable­ sobre el abismo ensordecedor. Le dediqué un recuerdo al poeta Heredia, ejemplo admirable de imprevisto y fugaz equilibrio entre el naciente romanticismo y el neoclasicismo anacrónico. Volví a Cuba iniciada la Revolución. He viajado por Euro­pa y residido en París, Londres y Praga.

En claro, mi primer libro, es de 1962, y en él se recogen poemas de adolescencia. Le siguieron nuevos libros y otros viajes, amores y conversaciones. Laboré en Lunes… hasta que fue clausurado por orden de las altas esferas políticas. Fundé y dirigí cinco años consecutivos la revista Casa.

A renglón seguido podría mencionar libros, estrenos, antologías y publicaciones hasta confeccionar una larga lista de títulos. Sin embargo, ¿para qué redactar un nuevo catálogo? Hasta este instante, incluso en esta tarde misma, no me he negado a responder con la escritura, las infatigables provocaciones de las cosas y de las palabras. Ninguna adversidad o júbilo alguno han conseguido mi silencio. Y ya estoy a deshora para callar. Fiel al destino que me tracé en un momento, momento decisivo que ya no podría destacar, no fui ni seré otra cosa que un poeta. Les pido encarecidas disculpas por mi insistencia.


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