Autor: 20 enero 2006

Israel Paredes Badía

Gaston Berlemont regentaba The French House, un pub situado en el barrio londinense del Soho, concretamente en Dean Street. Allí sigue, casi con el mismo aspecto que entonces a tenor de las referencias gráficas que se pueden cotejar. Su nombre no ha pasado a la historia de la literatura en mayúsculas, si no más bien como ejemplo del azar y la causalidad que en ocasiones operan dentro de ella. En verdad, su nombre es escasamente conocido. Sin embargo, ahí está. No pide a gritos el sitio que merece, que de alguna manera ya lo tiene, aunque, insisto, en minúsculas, más que nada porque ya no está entre los vivos; tampoco sus herederos parecen dispuestos a reclamarlo, quizá porque nada pueden sacar.

Hace unos días, entré en The French House y conversé con el hombre que estaba tras la barra. No había demasiados clientes y quienes estaban atendían a un partido de fútbol. Tenía ganas de conversar, aunque mi pregunta poco le interesó a tenor de la expresión de su rostro: el de la decepción, el de quien espera algo más que una pregunta sobre un hombre que tiempo atrás regentaba el mismo pub donde ese hombre, inglés, aunque posiblemente, por el acento, no londinense, trabajaba como podía trabajar en cualquier otro. Me dijo que no sabía nada de él, aunque el apellido le era vagamente familiar; al fin y al cabo, me informó, llevaba tan sólo un par de semanas ahí. Le agradecí su tiempo y deambulé durante un rato por el interior del pub intentando averiguar, de alguna manera, intuitiva sería la definición exacta, donde debió de ocurrir aquel suceso que cambió una parte de la historia de la literatura gracias a aquel francés cuyo parecido, también muy literario, se asemejaba al de Hércules Poirot.

En un momento dado, me percaté de la coincidencia, sonaba una vieja canción de Bob Dylan… Dylan…

Dylan Thomas era un cliente asiduo de The French House, como más tarde también lo sería el pintor británico Francis Bacon. Aquel día debía de haber bebido más de lo normal, lo cual ya era mucho. Dejó el pub londinense absorto en sus pensamientos, o puede que en sus necesidades, que podrían reducirse a levantarse, salir del local y no caer al suelo. Una escena común, sea un trabajador o un poeta quien la protagonice. Pero aquella noche algo era diferente, algo estaba ocurriendo y algo ocurriría que se salía de lo normal. Sin darse cuenta, Thomas estaba dejando bajo una silla, posiblemente había caído, el manuscrito de Under Milk Wood, su obra de teatro en verso. En aquellos tiempos, un manuscrito poseía un valor que en estos parecen carecer: el de la unicidad; o casi. De haberse quedado allí y haber ido a parar a la basura, es posible que nunca hubiera visto la luz; no, al menos, como estaba escrito en esas páginas, no como se conocería en el futuro. Thomas podría haberla reescrito, pero nunca habría sido la misma: las variaciones con respecto a la anterior, seguramente, habrían surgido. La obra resultante podría haber tenido la misma calidad que la que conocemos o, incluso, más, pero no sería la misma. Algo se habría perdido y nunca se podría recuperar. Pero allí estaba Gaston Berlemont para evitarlo: encontró el manuscrito y lo devolvió a su propietario, entrando así en la historia de la literatura.

Pero, ¿y de no haberlo hecho?

Supe de esta historia tiempo después de que sucediera algo parecido con un manuscrito mío, pero antes de enterarme de que no sólo no era algo casual, sino que existían muchos ejemplos y que incluso había quien se dedicaba a una labor de recopilación que supera la propia bibliofilia…

Mi amigo Juanmi, director de una revista digital donde colaboraba por entonces, me llamó una mañana, a eso de las ocho, para confesarme algo. Estaba nervioso, al menos eso era lo que su voz denotaba. Llevaba ya larga media hora trabajando y llovía, y algo me hacía sentir que aquella situación era la mejor posible para escuchar sus noticias. Rápidamente me hizo saber lo que había sucedido, soltando todo de manera abrupta, sin contemplaciones ni adornos, de la manera que suele hacerse cuando se expresa algo que lleva tiempo dentro de nosotros y necesitamos hacérselo saber a quien nos escucha, sea este o no el destinatario de las noticias; en mi caso, sí lo era. Me informaba, o confesaba, que había perdido el manuscrito que semanas antes le había regalado de mi novela, se lo dejó olvidado en la habitación de un hotel en Dublín. Tras haberse percatado de la pérdida había regresado para preguntar si los trabajadores del servicio de habitaciones lo habían encontrado y conservado en vez de tirarlo a la basura. No hubo suerte. Gaston Berlemont no trabajaba ahí.

No era una copia única, pero me había costado una autén­tica odisea el poder hacerla, también las otras dos, la que había salido hacia una editorial y la que mantenía en mis manos. Sin embargo, a pesar de que ese olvido no me hacía perder un original, el caso fue que me inquietó el asunto, aunque no tanto como para enojarme con él ni entrar en recriminaciones. Son cosas que suceden, es lo que cabe decir en momentos así. Es más, el tema quedó olvidado poco después, aunque recuperado unos meses más tarde.

Cuando Cathy y yo comenzamos a preparar nuestra visita a Dublín, recordé que era en aquella ciudad (a la que me sentía, de alguna manera, estrechamente vinculado) donde se había perdido el manuscrito de mi novela. Por entonces, ya me la habían rechazado y devuelto de una editorial y, tras releerla y teniendo en cuenta el estilo por el que me movía entonces, mi interés hacia ella había menguado. Pero seguía siendo una parte indisoluble de mí, para siempre. La había escrito en unos momentos de mi vida de gran significado y parte de él, cuando no todo, estaba impreso en cada página, en cada palabra. De ahí que el hecho de ir a la ciudad donde esas casi trescientas páginas se habían perdido hiciera que la viera con otros ojos, diferentes, sin encontrar en ella la importancia que había ido perdiendo con el paso del tiempo desde su escritura, sino un interés mucho más personal: si tenía en cuenta, además, las circunstancias, caóticas, en que había impreso esas páginas, sentía que con ese manuscrito se perdía una parte de mí, un pedazo de mi ser que me inquietaba que hubiera acabado, como era de prever, en cualquier cubo de basura para, después, ser troceado y, era más que posible, más tarde descuartizado o convertido en papel para reciclar o en tetrabik para la leche.

Intenté localizar a Juanmi para preguntarle en qué hotel­ se había olvidado el manuscrito, con el fin, no de alojarme en él, habría sido excesivo, sino de poder encontrarlo una vez que estuviera en la ciudad irlandesa y, después de eso, ya vería. Pero no pude dar con él y quedó todo supeditado al azar.

15 Usher’s Island. Dublín. Una casa medio derruida que intenta sostenerse contra natura, apoyándose, antes que en los físicos materiales arquitectónicos que la sustentan, en la memoria histórica que albergan sus polvorientas estancias. Allí vivió durante una gran época de su vida James Joyce. También fue allí donde se rodó Dublineses, de John Huston, a partir de su relato Los muertos, el cual parte en gran medida de ciertas experiencias familiares del escritor en esa casa. Al visitarla, recuerdo que Joyce, en un arrebato de ira, lanzó al fuego el manuscrito de Ulyses, que fue recuperado del mismo por su esposa. Una acción. Una decisión. Y la historia de la literatura cambia. Y no siempre gracias a los escritores.

En una de las calles perpendiculares a Charing Cross, hay otra muy pequeña donde se suceden tiendas dedicadas a los más diversos asuntos. Libros, discos, antigüedades, adornos, artículos de esoterismo, todo entra en ella y nada parece no encajar con el resto, creando una gran armonía incluso dentro de la diferencia entre cada tienda. En una de ellas, donde los libros se acumulan, encontré en un rincón una especie de cofre antiguo, labrado en madera pero cuyas formas figurativas se habían perdido con el paso del tiempo sin que se pudiera concretar ninguna de ellas; aunque no parecía estar expuesto al público, o eso me pareció, decidí abrirlo, aunque no había nada en él que en verdad me invitara a hacerlo. Pero cuando intenté levantar la tapa, esta no decidió; fue entonces cuando me percaté del cerrojo con candado que lo impedía. Aquello molestó a mi no satisfecha curiosidad, pero forzar el cierre habría sido a todas luces excesivo; lo mejor, pensé, era dejar el asunto y seguir introduciéndome por las estanterías repletas de libros.

Sin embargo, el anciano que regentaba la tienda, o eso pensaba yo, lo de anciano, pues cuando se acercó y lo tuve delante pude comprobar que no era tan anciano, suspendido en esa edad tan etérea e inconcreta que parece no avanzar, me preguntó si estaba interesado en ese cofre. La pregunta me inquietó, podía haberme tomado por un ladrón o algo parecido (que se abría en diversas direcciones y probabilidades). Como mentir era el recurso más sencillo, entonces, decidí no hacerlo y le dije que sí, que me interesaba, que me había llamado la atención por algo que no sabría decirle. Su mirada se clavó en mí, escrutándome, intentando ver más allá, o simplemente pensando en si dejarme ver el contenido o no; yo, me quedé allí clavado, intentando ver la mejor manera de excusarme y marcharme cuanto antes. Pero no tuve tiempo para reaccionar: el anciano escrutó en derredor y, tras ver que no había nadie, y sin pronunciar palabra alguna, se aproximó al cofre y lo abrió para, después, marcharse hacia la atestada mesa con libros que le servía de mostrador. Aquello me descolocó, por el silencio, por no indicarme nada ni darme explicación alguna.

París, 1920. Ernest Hemingway llega a la capital francesa como corresponsal del Toronto Star. Ese mismo año se casa con Hadley Richardson. En 1922 publica en el Dou­ble Dealer de Nueva Orleáns un breve texto y unos poemas que tienen una gran recepción. Hemingway se siente animado por el éxito; por entonces se encuentra en Lausana, enviado por el Toronto Star, por lo que pide a su esposa que le lleve sus manuscritos desde París. Hadley toma un tren con una maleta que contiene las páginas de su marido. En Lyon debe cambiar de tren. Se descuida, quizá cansada por el viaje, puede que por el bullicio de los andenes. Olvida la maleta con los manuscritos. Poco después, al percatarse del descuido, regresa corriendo en su busca. Pero ya no están allí. Cuando llega a Lausana e informa a su marido de la pérdida, el escritor norteamericano se enfurece; a partir de entonces su relación nunca será la misma. Hemingway reescribió todo el material y en 1923 se publican bajo el título de Tres historias y diez poemas. Sin embargo, ¿qué pasó con esos manuscritos perdidos? ¿Quién los cogió? ¿Qué hizo con ellos? ¿Dónde están desde entonces?

Durante el segundo día en Dublín, localicé, de manera fortuita, el hotel donde Juanmi había dejado el manuscrito olvidado; aunque no había podido contactar con él para que me confirmara el nombre del hotel, al ver el nombre, recordé la conversación de aquella mañana lluviosa y vino a mí ese nombre. Ahora, incluso, dudo de que fuera aquel. Cathy y yo íbamos en el tranvía que cruza la ciudad cuando lo vi. Movido por un repentino impulso, la cogí del brazo y la hice bajarse en la siguiente parada sin darle ninguna explicación, mientras me miraba alarmada por mi gesto, tan abrupto. Una vez en la acera, mientras ella me preguntaba por los motivos de tan repentina reac­ción, dirigí mi mirada a la fachada de aquel edificio, recorriéndola de arriba abajo, y de abajo arriba, intentando, de alguna manera, introducirme en su interior con la mirada. Expliqué a Cathy, con rapidez, por qué me había bajado, lo que aquel hotel significaba; acto seguido, hizo la pregunta clave, ¿y ahora qué? Ni idea, respondí. Y era verdad, ¿qué podía hacer?

Avanzamos hasta situarnos frente a la puerta de acceso al hotel. Allí de pie, pensé en toda la historia una vez, pensando en que en verdad no tenía demasiada importancia el que se hubiera quedado allí mi manuscrito, sobre todo por esa falta de interés que la novela poseía entonces para mí. Sin embargo, en la idea había algo inquietante, puede que el saber que mis palabras, aquel trabajo de tantos meses, tantas emociones puestas en cada frase, se hubieran extraviado irremediablemente. Lo normal era que aquellas páginas ya no existieran, pero, ¿y si alguien la había encontrado y se la había quedado interesada en su lectura? La idea me gustó: una novela que, salvo circunstancias muy extrañas, nunca vería la luz, podría haber tenido un lector anónimo, alguien desconocido al que le había llegado la novela; no era nadie cercano al que le había dado a leer mi novela con el deseo de conocer su opinión, sino alguien ajeno, esto es, el lector potencial.

Cuernavaca. México. 1935. Malcolm Lowry comienza a escribir Bajo el volcán, una de las obras maestras de la literatura del siglo xx. Escritura. Tequila. Mescal. Deudas y problemas económicos. Problemas con su hermosa mujer, actriz de cine. Momentos de intensidad etílica y desa­sosiego vital. Todo ello impregna la novela. Se marcha a vivir a un pequeño pueblo de pescadores en la costa oeste de Canadá, a una cabaña donde pasará diez años de su vida. Un día, la cabaña arde. Y con ella el manuscrito original de Bajo el volcán. Cientos de páginas convertidas en cenizas. No hay más copias. Todo se ha ido con la facilidad con la que el papel arde. A partir de ahí, ¿qué queda? Según algunas fuentes, un amigo poseía una copia que rescató a Lowry del hundimiento personal. Otras apuntan a que escribió de nuevo la novela. Quedándonos con esta segunda posibilidad, ¿qué tiene la obra final, magnífica, de aquella consumida por el fuego? ¿La mejoró? ¿Perdió intensidad? Sea como fuere, no es la misma; puede partir de una misma idea, seguir una idéntica línea narrativa y los personajes ser los mismos. Sin embargo, algo se perdió: la intensidad de cada momento al escribirla. Eso es imposible de recuperar. Sustituir, quizá.

Aquel cofre estaba atestado de páginas, la mayoría manuscritas, algunas a máquina. Manuscritos cosidos, páginas sueltas, todas ellas con el paso del tiempo impreso en su superficie. Se desprendía ese olor característico del papel viejo, corroído. Pensé en coger algunos, sin embargo surgía la idea de que al hacerlo se rompieran, incluso que se descompusieran en mis manos, rompiéndose en mis manos, quedando en trozos y perdiéndose para siempre. Tan sólo los levantaba levemente para constatar lo que había, quedándome con algunos nombres, todos ellos desconocidos para mí. De soslayo comprobé que el anciano parecía no hacer caso a lo que hacía, como si le diera igual lo que pudiera hacer. Llegué a pensar que era posible que ni existiera, que toda aquella situación era irreal, que todas esas páginas no estaban ante mí y que todo respondía a una asociación de ideas, pues fue entonces cuando, de repente, regresó a mi mente el episodio de Dublín, también cuando la historia de Dylan Thomas acudió a mí, eso sí, con levedad, sin conseguir recordar bien toda ella con exactitud.

Sin tener que preguntarle al anciano, tuve claro enseguida qué era lo que tenía ante mí. Aquellas páginas tenían que ser manuscritos perdidos, libros enteros o fragmentados que de alguna manera habían acabado recayendo en las manos de ese hombre o bien de alguien que había decidido deshacerse de ellos y vendido o regalado al propietario de la tienda. Miles de palabras perdidas, pues tenía la intuición de que nada de lo ahí escrito había sido publicado. Dado que el anciano no estaba haciéndome caso, pensé en llevarme algunas de esas páginas, sin embargo, la duda duró poco tiempo: no debía hacerlo, y no porque no me pareciera bien o mal robar, sino porque allí dentro, todas aquellas páginas tenían un significado, en su unión. El conjunto poseía un sentido del que carecería en caso de que esas páginas se desperdigaran, como posiblemente habían estado. Por eso las dejé, por eso bajé la tapa del cofre viendo como la oscuridad se adentraba en su interior, no para siempre, pues alguien más (el anciano posiblemente) lo abriría, pero sí una oscuridad surgida del desconocimiento: páginas que nunca serían leídas, condenadas al anonimato y, quizá por ello mismo, a una eternidad que de otra manera les estaría negada.

Al abandonar la tienda me despedí del anciano, quien no pareció escucharme, o bien simplemente me ignoró. No repetí mi despedida, pensé que bien podía ser todo un sueño.

Thomas Edgard Lawrence baja de un tren en Reading en 1919. Se dirige a una cabina telefónica y realiza una llamada. Tras unos minutos de conversación, abandona la misma. Sube de nuevo al tren y se marcha. Poco después, sentado en su vagón, abre los ojos crispado: se ve a sí mismo saliendo de la cabina de una manera diferente a como había entrado: lo hace sin el manuscrito de Los siete pilares de la sabiduría. Doscientas cincuenta mil palabras manuscritas escritas entre París y El Cairo y perdidas para siempre. El trabajo de meses. ¿Cómo era posible tal descuido? ¿Qué clase de conversación había mantenido para que su mente se olvidara por completo de ese enorme paquete que contenía esa monumental obra? Tras la pérdida, comienza de nuevo la escritura del libro. En tres meses la termina casi doblando la extensión del original; sin embargo, no está satisfecho; para nada. La segunda versión no tiene nada que ver con la anterior. Está crispado, defraudado consigo mismo. En un arrebato lanza el nuevo manuscrito al fuego. Una vez más, fuego. Fuego y palabras. La facilidad de acabar con estas, rápidamente, convertirlas en cenizas. Hacer­ que todo desaparezca para siempre. Sin embargo, salvó de la quema una página. Una sola página. Suficiente para que Lawarence no abandonara su proyecto y realizara una tercera reescritura que corresponde a la versión que hoy conocemos y que mantiene esa única página que esquivó el fuego destructor. Pero aún se mantiene la real incógnita de la historia, ¿con quién y de qué habló en aquella cabina telefónica en Reading?

Mi visita a The French House fue varios días después de aquel descubrimiento. Tras haber visto el cofre pensé mucho en la posibilidad de que alguien se hubiera tomado la molestia de, de alguna manera que no era capaz de conseguir entender, ir recopilando manuscritos perdidos, en su totalidad o parcialidad. Comencé a investigar y descubrí el caso de Dylan Thomas, sin embargo su manuscrito sí fue encontrado y no estaría en ese cofre, pero la posibilidad de que hubiera ido a reposar a él me entristeció, no porque fuera un gran devoto de la obra en sí y me apenara la idea de que hubiera podido no existir si Gaston Berlemont no la hubiera devuelto, sino porque ella sí tuvo la suerte que otras tantas no. Sentado en una mesa del pub, pensé en todas aquellas obras que ­había tenido ocasión de ver y levemente tocar, obras que bien era posible que aunque no conociera a su autores sí llegaran a publicarse tras reescribirse o bien porque el autor hubiera realizado dos copias.

Recordé cómo en Dublín, tras ver el hotel donde mi manuscrito se había perdido, me embargó esa gran alegría de poder haber tenido un lector de mi obra, posiblemente el único lector anónimo que tendría; también me disgusté pensando en que ese potencial lector no fuera tal y hubiera tirado el manuscrito y este hubiera acabado hecho trizas y volatizándose. Pero, sobre todo, pensé en la suerte que había tenido al haber comenzado una novela en Madrid, terminarla en Londres y perderla en Dublín, sin olvidar que había pasado por Barcelona para ser rechazada y reenviada a Madrid, donde la recogería meses después. Una novela que siempre será inédita había recorrido más camino del que podría haber imaginado aquella tarde de abril en que comenzara a escribirla. La copia que había sido reen­viada por la editorial descansaba en algún cajón de mi casa en Madrid. La otra copia estaba conmigo, en Londres. Por eso la llevé conmigo a The French House y, cuando nadie me miraba y tras terminar mi cerveza, la deposité en el suelo, debajo de una silla, para salir aprisa del local y dirigirme por las calles del Soho con la esperanza de que de alguna manera, algún día, alguien la llevara a aquella tienda perpendicular a Charing Cross para entregársela al anciano, quien la introduciría en ese cofre o en otro nuevo, pasando así a formar parte de esa colección, casi clandestina, de lost books, libros perdidos para siempre que nadie leerá y que, por eso mismo, poseerán un valor que, aunque silencioso, supera lo decible.

Poco más se puede esperar de un libro.


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