Autor: 9 junio 2008

Bruno Mesa

Arriesgar una tradición es como proponer una fantasía teratológica o un bestiario, porque lo que uno intuye memorable puede ser para el lector una deformidad, lo que uno atisba revelador otros lo diseccionan con espanto y desprecio, y aquel autor que uno sospecha gigante es para algunos un pigmeo. Una tradición es muchas cosas, entre ellas una comodidad de la crítica, un espejismo geográfico o un prejuicio idiomático, según el apuntador y la obra; para quien firma es una lenta acumulación de placeres, de libros y de asombros; también de obsesiones, de inevitables renuncias, de libros que nunca acabaré, de la sabia ignorancia que propugnó Monterroso, de la usura del tiempo y del grato azar de las librerías. De esa singular tradición quisiera hablar aquí.

Mi tradición es un país caótico y libre, más anárquico que ordenado, ni seco ni lluvioso, sino las dos cosas, según la comarca y el temperamento. Este es un país donde es posible ser feliz, pero donde la felicidad, la vida o el orden no son obligatorios. La mayoría de los habitantes de este país están muertos, pero sus fantasmas siguen aquí viviendo la otra vida, la que nace en las bibliotecas y se dilata en cada lector.

Está habitado este país por un retablo fabuloso de personajes, seres que temo no saben entenderse entre ellos, como el perplejo Lemuel Gulliver, que forjó la misantropía de Swift, y que deambula por este país no menos extrañado de esta tierra que de Liliput o de Brobdingnag. Gulliver es el instrumento de un irlandés para burlarse de las naciones, de la religión, de los poderosos, de los comerciantes, de los científicos, de los filósofos y de todo animal de cuerpo caliente; pero además de satirizarnos, ese irlandés consiguió algo complejo y doloroso, consiguió que los satirizados, nosotros, cada uno de los lectores, nos divirtiéramos contemplando nuestras propias miserias. Acaso el último objetivo de Swift y de Gulliver es ofrecernos una medicina con aspecto de veneno: nos entregan nuestra imagen reflejada en un espejo, pero es una imagen siniestra, brutal. Nos miramos en el espejo inventado por Swift y sentimos miedo y asco de nosotros mismos. Sin embargo, Jonathan Swift, el prestidigitador, consigue hacernos sonreír. Muchos años después el pequeño Monterroso conseguiría de nuevo repetir el milagro.

Jonathan Swift es mucho más que Lemuel Gulliver, aunque a veces parezca lo contrario. Es el autor de El cuento del tonel, de Carta de consejo a un joven poeta, de Una humilde propuesta o de su inolvidable La batalla de los libros, donde ridiculiza la fachenda de los que se creían modernos en su época. Esas páginas valen también para la nuestra, atiborrada con el prejuicio de lo nuevo. De Swift, de nuestros largos paseos por este país, recuerdo sobre todo algunas frases suyas, envueltas en su espléndido pesimismo: «Propínale un puntapié al mundo, y el mundo y tú viviréis juntos en razonable armonía». «Tenemos justo la suficiente religión para odiarnos pero no la suficiente para hacer que nos amemos los unos a los otros». «La ambición con frecuencia empuja a los hombres a hacer las acciones más ruines. Así, trepar se hace en la misma postura que arrastrarse».

En ese país que es mi tradición sigue Ramón Villaamil, cesante por gracia del cambiante gobierno, buscando desesperado su plaza en el ministerio, con su cara de santo en el martirio pintada por José de Ribera. Muy cerca de don Ramón malviven la anciana y el moro de Misericordia, que para algo son todos hijos del mismo padre, que es Galdós. Andan los dos en la miseria y en la caridad, que son hermanas gemelas; puede verse a diario a esta pareja calle arriba y calle abajo, entre los escombros y los arroyos de agua de alcantarilla de los arrabales, quitándose el hambre del cuerpo con sueños o embelecos, y un día sí y otro no, callando al estómago con unos mendrugos de pan. Pasear con Galdós es descubrir a un virtuoso del idioma, alguien que aspiró a igualar a Cervantes y que no se quedó muy lejos en su intento. Basta con abrir cualquiera de sus libros, por ejemplo Carlos VI en La Rápita, y ahí está Galdós entero, a la vez sencillo y memorable, complejo y ordinario, empujado por un talento inagotable.

Es difícil recibir más palos de los que ha recibido Galdós en el siglo xx de sus carnívoros colegas. Desde las dos orillas donde se cultiva el español cada generación ha ensayado una indiferencia mayor y más perfecta o una crítica cada vez más feroz y navajera. Galdós ha sobrevivido a la paliza y al berreo, a los insultos y a la indiferencia. Muchos lo querían enterrado, pero sus libros se reeditan y vuelven y la belleza nunca se acaba.

Cuando uno piensa en Bertrand Russell no piensa en el maestro de la filosofía, tampoco en el gran lógico y matemático; es otro Russell, acaso menor, el que vive en este confuso país llamado tradición. Ese Russell puede encontrarse en El conocimiento humano o en las moralidades de La conquista de la felicidad, pero donde está el inglés intacto es en su Historia de la filosofía occidental, libro a la vez enciclopédico e irónico, polémico y riguroso, que uno leyó por primera vez como quien lee una gran aventura. Memorables los capítulos dedicados a la filosofía católica durante los primeros y enmarañados siglos de nuestra era cristiana: ese combate entre gnósticos, judíos reformados, las herejías de Orígenes (más tarde reconocido como Padre de la Iglesia) de clara raíz platónica, los primeros papas carentes de todo poder real, la herejía de Arrio, la de Sabelio y la ortodoxia nicena donde triunfan los postulados de Atanasio. Nadie como Russell ha sabido destripar ese alboroto teológico.

En este país sin bandera Eugenio de Andrade sigue ejerciendo su oficio de paciencia. Reconozco que nunca he visto al hombre, debe ser algo fantasmal y lejano. Pero esos versos suyos, que se elevan desde el lenguaje familiar hasta la metafísica, son compañeros míos, buenos amigos que me ayudan a seguir viviendo. A veces, en mitad de una música o de un paisaje, se oyen unos versos. Escucha: «Hoy es un portugués nada orgulloso / de serlo quien te abre las puertas / del poema y te invita a entrar, / pues no has hecho de tu canto un lujo / ni has traficado con el bien común, / por eso como los chicos de la calle / descubres el placer de la vida / hasta en un charco de agua turbia».

Es una poesía física la del portugués, nacida de cosas tangibles y cotidianas, el pan, la luz de una tarde, un libro de Virgilio, la lluvia mansa, una piedra, un aroma, la nieve; y a la vez es una poesía filosófica, donde el pan es símbolo de la vida, la luz de la tarde nos arrastra a pensar en el tiempo que huye, unos versos de Virgilio son el nepente para seguir y no rendirse, la lluvia que dialoga con la tierra, la piedra cuyo idioma no ignoramos, el aroma que nos devuelve la felicidad perdida (ese segundo que todo lo justifica) y la nieve que deja sílabas en el tejado.

Como Rulfo, como Luis Pimentel, como Emily Dickinson, Domingo Rivero prefirió la inexistencia literaria. En vida se publicaron una veintena de sus poemas, muchos de ellos sin su consentimiento, y algo más de veinte poemas se publicaron tras su muerte. A Rivero se le acusa de modernista. Tras leerlo uno puede sostener sin exageración que es el modernista menos modernista que ha leído. También se le acusa de metafísico. Eso es cierto, pero sólo en sus mejores poemas, porque juzgar a alguien de poeta metafísico es conceder un elogio. Todo lo que es Domingo Rivero está cifrado en unos pocos poemas. En «La silla», íntimo soneto sosegado, escribe: «sostén de mi fatiga me parece que eres; / tú me hablas en silencio, yo entiendo tu lenguaje». Poesía ensimismada, perdida en los contornos de lo cotidiano, condenada a mirarse en el espejo y a enumerar las cicatrices de la vida, los avisos de la muerte. Léase «Yo, a mi cuerpo», o su cruel (quizá fingidamente cruel) «A mis versos», donde espera que su obra tenga la misma muerte y el mismo ataúd que él. Si tuviera que elegir un poema de entre los suyos elegiría «El humilde sendero», porque «de esa ambición mi corazón no sabe», y con su vida fue ejemplo de sus palabras.

Otra pareja discorde y fabulosa que cansa las aceras de este país es la que forman Juan José Arreola y Augusto Monterroso. Los dos proponen un veneno nacido de las mismas glándulas: la alegoría, el cuento y la fábula, todo fundido en una ironía de lenta destilación. En Arreola el veneno se torna incurable, beberlo es caer como matihuelo o espantajo en una esquina, sin perdón ni gloria. La cruel sonrisa de Arreola resuena terrible y casi macabra en los oídos vírgenes del lector principiante. Cuidado con el autor de Bestiario y La feria, nada fue escrito allí para reconfortar al lector, nada para calmar su desdicha: «Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser monstruoso: la pareja». Junto a Monterroso doy largos paseos sin advertir cómo poco a poco —es animal ladino— me ha inyectado su veneno, no menos peligroso que el de su compadre Arreola. Verbalmente Monterroso es un ser que no le pone nunca el seguro a su revólver, dispara con silenciador y sólo cuando la víctima está desprevenida, comprando el pan, abstraída en sus triunfos pasados o maquillándose la conciencia. Monterroso es un tirador infalible, y en cuanto descubrió ese don, decidió tirar poco, para evitar que un día llegara el error. Sostengo, en contra del sentido común y en contra del sentido de la crítica (sentidos que aprecio solo ciertos días de la semana), que la literatura de Monterroso no es breve, más allá de su enjuta apariencia; el autor de Obras completas (y otros cuentos) propone un tema, una fantasía o un retrato, y luego el texto se dilata y multiplica en el cerebro del lector: allí es donde toma su verdadera forma y extensión la obra, y es allí donde el incauto comprende que ha caído bajo el influjo de un veneno tutelar. Un sombrío día de noviembre me confesó Monterroso: «Escribir es un acto redundante, puesto que todo está dicho. Incluso esta última frase. Quizás habría que considerar la ignorancia como un gran bien. Solo la ignorancia nos hace sentir que somos capaces de decir algo que valga la pena y que no haya sido dicho antes mucho mejor». Y es que uno no puede fiarse de nadie en este país insólito.

Vaya usted a saber por qué la gente se pelea, lo cierto es que un día se encontró uno al señor Nietzsche dándole algunos palos aforísticos y feroces a esos fantasmas que son la filosofía dogmática, la educación que produce copias gregarias y no hombres, el cristianismo y Platón («el cristianismo es el platonismo para el pueblo»), la teología, el moralismo de Kant, las ficciones de Leibniz, Lutero y el protestantismo («una hemiplejia del cristianismo y de la razón»), los decadentes, la carencia de sentido histórico de los filósofos («esos productores de momias conceptuales»), la domesticación del hombre por medio de la moral, los alemanes y su largo declive, David Strauss y su «evangelio de cervecería», y otros ídolos a los que este señor descabeza sin piedad ni cortesía. A veces le veo furioso, asfixiado, como si no pudiera hundir en el barro de un solo golpe tanta majadería; otras veces se muestra risueño, satírico, dándoles vueltas y vueltas en el tiovivo de su prosa a sus cadáveres preferidos. Hay días en que es mejor leerle de lejos, como aquella página en forma de fusilamiento general, donde ejecuta por orden y con una sola descarga a Séneca, Rousseau, Carlyle, Stuart Mill, Dante, Schiller, Víctor Hugo y Zola. Luego cogió aire, levantó el fusil y siguió buscando enemigos por aquel descampado. El señor Nietzsche es nuestro enterrador favorito.

De la pasión teutónica a la paciencia ibérica se va por la trocha que marcó Azorín, que muchos no leen porque les da miedo o lo consideran una enfermedad nacional. Es cierto que lo mejor de Azorín no son sus novelas, sino sus ensayos y artículos, y que existe todo un repertorio azoriniano que sólo encontrarán ustedes en las librerías de viejo, un esfuerzo que tiene mucho de placer pero que sólo unos pocos practican. El Azorín de Escritores, de Tiempos y cosas o de Al margen de los clásicos es el que preferimos en este país caprichoso e injusto. Sin embargo Azorín fue muchas cosas, entre ellas convertirse poco a poco de Martínez Ruiz en Azorín, escribir artículos anarquistas, volverse un seguidor de Unión Patriótica, promover el feminismo, coquetear con el teatro surrealista, defender la república, aceptar a Franco, olvidarse de su afición por la política, y en sus últimos años escribir sobre los clásicos y frecuentar el paisajismo. Para hablar de José Martínez Ruiz es necesario hacerlo largo y despacio, con ritmo de calmoso paseo por El Retiro, puntuando mucho, así, más o menos, a medio camino entre una melancolía lírica, el humor sin malicia y la cultura sin exhibición. Contradictorio Azorín, como tantos escritores, como Ezra Pound, Gottfried Benn, Ortega y Gasset, Heidegger o Giovanni Papini; también inolvidable Azorín, dueño de un estilo natural y atildado, ideal para su pequeña filosofía doméstica, exacto en la descripción, frágil en el lirismo, minucioso en el detalle. Dentro de cien años nadie juzgará a Azorín por sus ideas, tampoco a Borges o a Sartre, de la misma forma que hoy nos importa poco la afiliación de Voltaire, la de Quevedo o la de Sófocles. Si les leemos es por una acertada mezcla de verdad y de belleza.

Conozco a Pasolini desde joven, le temo y le quiero como a un hermano. Nuestra amistad es complicada pero firme, y siempre que nos encontramos por este país reconozco su voz entre los ecos. Reincido en su poesía cada cierto tiempo, porque es un lugar donde el italiano practicó un complicado equilibrio entre el realismo poético y la sequedad aforística, todo llevado hacia el extremo, hacia lo primitivo y lo mítico. Pocos escritores demuestran un talento tan evidente como él, un talento tan desbordante e intimidador. El cine, la pintura, la novela, el artículo, la poesía, lo practicó todo con vehemencia y con acierto, llevado siempre por un deseo superior que todo lo guiaba: encontrar en la derrota del hombre su belleza, iluminar la contradictoria naturaleza humana. A veces, sin saber por qué, en mitad de un paseo me vienen unos versos que no puedo olvidar: «Bestia vestida de hombre —como un niño / al que mandan solo a recorrer el mundo / con su abrigo y sus cien liras— / así, también yo, heroico y ridículo / me voy al trabajo para vivir…» O aquellos otros versos que insisten en mi recuerdo: «Pero en los deshechos del mundo nace / un nuevo mundo: nacen leyes nuevas / donde no hay ley; nace un nuevo / honor donde es honor el deshonor. / Nacen poderes y nobleza, / feroces, en los tugurios apiñados, / en los sitios sin frontera, donde se cree / que acaba la ciudad y donde, en cambio, / recomienza». Desde el fango, desde la médula podrida de su ciudad, llegan estos cuadros impresionistas y amargos, que los hombres no olvidarán.

«¿Cuál es el propósito del racionalismo crítico?», pregunta al aire un señor que no distingo bien desde aquí. Me acerco y resulta ser el contradictorio pero inevitable Paul K. Feyerabend, el gran enemigo de Popper, esa piedra en el zapato de la epistemología. «Nuestra razón —sigue Feyerabend sin verme, haciendo teatro para el paisaje— no se puede fundamentar en el fracaso de la razón». ¿Cuántos grandes errores cometió Feyerabend? Son tantos que es difícil llevar el inventario, aunque lo mismo podríamos decir de sus aciertos. En la misma página el autor de Contra el método es capaz de hacer una crítica aguda, sorprendente, y a la vez perderse en el laberinto de sus odios y sus burlas descabelladas. Acusado de nazi, de troskista, de amoral, de payaso cultural, a Feyerabend no le faltan enemigos con los que entretenerse. Estoy a cinco metros de él y no me ve, está abstraído en su pelea verbal, dialogando con fantasmas que su mollera inventa, inagotable en la discusión. Feyerabend es un púgil enclenque a la hora de construir teorías y proponer estrategias, su gran virtud es la crítica, ese directo de izquierda fulminante, golpe con el que sostiene todo su ataque al dogmatismo. El filósofo austriaco considera que los científicos, abonados por naturaleza al traspié y a la equivocación, necesitan de una «teoría del error», una especie de libro o arte de reconocer los errores que según Feyerabend tendrá mucho en común con los libros sobre el arte de saber cantar, boxear o hacer el amor. ¿Defiende este hombre el pensamiento instintivo? Tal vez, a veces es mejor sentir a pensar, y a veces es mejor pensar a sentir. Fascinante, polémico, irreverente Feyerabend, nos enseñó a luchar contra la opresiva Verdad mostrándonos su camino: una irónica desconfianza hacia todo.

País de sabios y de locos éste, prodigiosa tierra donde a uno le place perderse. Entro en la casa de Lúculo, que es restaurante acogedor y sencillo. Al fondo, en una esquina, comiendo con dos señores trajeados, está don Julio Camba, el autor de Aventuras de una peseta. Es verlo y empieza uno a recordar sus artículos y no puede parar de reírse. No haber leído los artículos que Camba escribe desde Alemania, Inglaterra, Italia o Estados Unidos es perderse una considerable ración de felicidad servida en plato pequeño, caliente y jugosa. Es facilísimo despreciar a Camba, lo difícil, lo que no consiguió ninguno de los escritores de su época, es igualar su dominio del artículo breve y del humor exacto. Muchos le envidiaban, no pocos intentaron igualarle, pero ninguno consiguió siquiera parecerse al que un día fuera terrible anarquista, luego hilarante corresponsal por medio mundo, y más tarde señor de orden residente en la habitación 838 del Hotel Palace.

Julio Camba es un filósofo sin filosofía, alguien que gusta de comparar y de inventar teorías, pero que se niega a dogmatizar. Es un empírico zumbón, con salidas de poeta y párrafos de antropólogo. Camba se hace protagonista de sus artículos: pasea por Rivington Street y clasifica barbas semíticas; sube al Chrysler Building para librarse de Nueva York sin tener que salir de Nueva York; al turista inglés se lo cruza y lo disecciona en Suiza, porque el turista inglés es incansable y su capacidad admirativa es ecuménica, igual le da admirar las botas de piel de un lapón que las ruinas de Pompeya, una estatua patrocinada por la Confederación Helvética que un aborigen de Madagascar, el asunto es admirar; en Roma descubre Camba que la verdadera finalidad del idioma italiano no es la comunicación sino el acto de hablar, el puro placer de encadenar sonidos, de lo contrario no se explican esas palabras que los italianos paladean y alargan, y que favorecen la gesticulación, como mezzogiorno, tartaruga, lussureggiante o catapecchia; en Nápoles, en tanto que extranjero con posibles, se ve perseguido por todo el mundo, cocheros, floristas, cojos, madres de familia con un niño en brazos, buhoneros, violinistas, menesterosos, carteristas y chiquillería en general; en la Alemania de entreguerras descubre en un restaurante de Charlottemburgo al señor Müller, encargado de las letrinas, también limpiabotas, gran admirador del káiser; en fin, que don Julio supo aparecer y desaparecer, como gran mago que era, de sus artículos, según le convenía a su prosa sonriente. De todos sus artículos el más venenoso que escribió fue el titulado «Literatura patológica». Comienza así: «Desgraciadamente, en la literatura española no hay más que genios. Ese tipo de escritor ponderado, sano, culto, inteligente y bien nutrido, no existe entre nosotros. Todos nuestros escritores pertenecen a la categoría genial. […] Y esta literatura de genios en chico viene a ser algo así como un grupo de tullidos que, a la puerta de una iglesia, le pidiesen dinero al público mostrándole sus diferentes monstruosidades».

Llego a la oficina del señor Bernardo Soares, que no queda muy lejos de mi casa en este país poblado de espejismos. Es un lugar a la vez vulgar y fantástico. Me explico. A veces no hay nadie, ni el señor Soares, ni su amigo el señor Pessoa, tampoco el maestro, Alberto Caeiro, ni los discípulos, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, y a veces, sin saber muy bien de dónde han salido, aparecen allí todos de golpe, como ectoplasmas. A todos les pierde la paradoja y la contradicción, esas ganas suyas de retorcerle el cuello a la oración hasta que diga todo lo que conoce y lo que intuye, que es la otra forma de conocer.

Según Bernardo Soares lo que fundamenta la vida es la inconsciencia, porque si el corazón pudiese pensar se pararía. Soares es un señor patriótico, pero no le importaría nada que invadiesen Portugal. Cuando disfruta de una lectura su inteligencia le interrumpe con comentarios que se añaden a la lectura, de tal forma que termina leyendo no lo escrito sino sus comentarios a lo escrito. Le duelen cosas que son en su dolor poesía, pero el señor Soares no escribe poesía. Le duele no haber hablado nunca con la costurera de ojos tímidos que dobla la esquina a la derecha, le duele cuando se ve a sí mismo desde el alma de los demás, le duele la monotonía de los paisajes que no ha visto, pero que intuye en los que ve, y esa monotonía anticipada ya es angustia. Conozco a Bernardo Soares porque me conozco, y en él y con él me voy haciendo.

Fernando Pessoa te mira pero no te ve, su mirada se abstrae y se diluye en pensamientos, su inteligencia le ofrece al mundo y a la vez le recluye en un agotador río de ideas. Pessoa se mira en el espejo de la oficina y se intuye otro, se repasa, se coloca la pajarita, sabe que cuanto ve no le pertenece, que el hombre del espejo no es Pessoa. Todo es un aleteo absurdo, un saber que no fue y un no ser nada.

El señor Reis es la inacción, la quietud, una inteligencia que saborea un hedonismo contemplativo. A veces lo veo observar cualquier objeto con detenimiento, luego me dice: «vivamos sin amores, ni odios, ni pasiones que nos levanten la voz, sin envidias ni cuidados, porque aún teniéndolos el río siempre fluiría hasta el mar. Siéntate al sol. Abdica y sé rey de ti mismo».

Su reverso es Álvaro de Campos, unas veces indomable, atrabiliario, obsceno, ilegible, otras desesperado, metafísico, inolvidable. Lean su poema Tabacaria. Es un poema que tiene un gran defecto, que es no tener ningún defecto.

Y al final viene el maestro, Alberto Caerio, que huye de la oficina de Soares y busca el sosiego del campo, su paraíso pagano, donde vive sin pensar en la vida, porque pensarla es no saber vivirla. Lo hermoso es lo que somos, no lo que creemos que somos, me asegura Caeiro, lo hermoso es el cuerpo y su mecánica, la intuición y el gesto, no la idea del cuerpo que tenemos, ni las esperanzas o la fe que imponemos a ese cuerpo. Dar un paso más allá de la realidad inmediata es perderse. La profundidad es una invención de los superficiales. Si ves algo bello disfrútalo con los sentidos, no lo pienses, pensarlo es matar su belleza.

Paseo con Josep Pla, que en cuestión de paseos es de lo más legible y distraído que hay por estos contornos. Pla fue un escritor de horas tristes, de pesimismos que no acaban, de socarronería bien afilada, de una maestría que se viste de payés para no ser vista ni sentida. ¡Qué bien escribe Pla y qué poco se le nota! Casi le ve uno persiguiendo el adjetivo exacto, algo que fluya en la página, que no interrumpa el andar de su prosa. Con cualquier cosa levanta una página memorable el ampurdanés, basta el rostro duro, remoreno y simiesco de un amigo, un humilladero en mitad del camino, la olorosa cocina en una casa donde es acogido, una cita de Chesterton que una compañera de viaje no entiende, la dudosa política de Azaña, una tertulia a la vez culta, disparatada y picante, la tramontana que sopla furiosa, esas ideas solemnes y memas que la gente se mete en la cabeza herméticamente, o la mar en calma, la inmensa espalda del mar, fatigada, convaleciente. Todo lo salva Pla, todo lo hace suyo, inimitable su manera de ser en la página. La frase breve pero no seca; el adjetivo necesario, aclarador, sustancioso, sólo a veces suculento, porque lo espléndido siempre fatiga; contrastando cada idea con la realidad, ejerciendo sin ejercer de modesto filósofo empírico; crudo y variable en la opinión, sin miedo a decir lo que piensa en cada momento, sin miedo a contradecirse.

La primera vez que leí a Pla uno tenía como dieciséis años y no estaba para nadie, así que ni me gustó ni le entendí. Fue años después, digamos siete años después, cuando compré en el rastro de Santa Cruz por cien pesetas Un viaje frustrado y Contrabando, que venían los dos trabajos en el mismo volumen. Por ese precio hubiera comprado casi cualquier cosa. Esta vez tuve suerte. El libro no es viejo, se editó en 1969, pero lo compré ya vetusto y amarillento. Ese tono sepia de las hojas, esa fragilidad del papel fueron la mejor compañía para aquella prosa lenta y como envuelta en una larga sonrisa fatigada. Ahora leo a Pla en cualquier edición jovencita y reluciente, en libros que tienen aroma de imprenta aséptica y poderosa, pero basta con abrir el libro y saborear su literatura para que esas páginas se le vuelvan a uno de color sepia, frágiles y avejentadas, y así vuelvo a sentir el mismo placer único que sentí el día que descubrí a este señor de Palafrugell.

Con el tiempo he descubierto que los lectores de Pla son legión, y no legión tímida y achacosa, sino adulta y razonable. Ahí está el mejor dramaturgo vivo que conozco, el señor Albert Boadella, para confirmar mis palabras. Estas cosas me alegran, hasta me dan esperanza. Es verdad que esa esperanza me dura poco, como cinco o seis segundos, y que luego vuelve uno a su pesimismo cotidiano e infinito.

Al final la tradición de uno se reduce a un repaso por los libros de su biblioteca que más frecuenta y quiere. El asunto tiene algo de escrutinio, de investigación doméstica, porque uno sabe lo que ama, pero no tiene costumbre de citar a todos sus amores el mismo día y en el mismo café. Más que nada para evitar los celos y el barullo.

Uno debería sacarse aquí de la chistera una teoría, con muchas notas a pie de página, sobre la idea de tradición y la tradición en sí, pero creo innecesaria esa teoría, a parte de que el truco no tiene ya ningún prestigio. Es preferible dedicarse al malabarismo crítico, como el señor George Steiner.

Uno podría haber escrito sin que le temblara el pulso algo parecido a esto: una tradición es una esfera infinita, cuya circunferencia está en todos los libros amados por un lector y el centro en ninguno. Eso no es mentira, pero tampoco me parece muy agudo ni especialmente brillante. Esa metáfora, que inventó Alain de Lille en el siglo xii para definir a Dios, luego glosó Giordano Bruno, a la que dio fama Pascal y sirvió a Borges para cuadrar un ensayito, está hoy un poco manoseada. Dicho de otra forma: es tarde para maquillarse la prosa y hacerse el erudito.

Son muchos los habitantes de este país llamado tradición de los que no hablé en estas páginas, y ellos me perdonarán, porque están muertos y la vanidad es una cuerda que afloja en el otro mundo. Esa buena gente que no he podido visitar son tan importantes o más que aquellos que visité, pero hoy el azar del paseo me llevó por estos caminos. El paseante lleva eso consigo, una fatalidad que llamamos azar y que nos empuja por un sendero o por otro según el día y el humor; también arrastra un convencimiento: que todos los caminos son válidos siempre que uno sea feliz en el viaje. Otro día, si puedo y me dejan, visitaré otras tierras de este país asombroso.

Es cierto que para pintar con exactitud este país en el que uno vive literariamente necesitaría muchas páginas más, y acaso para nada, pues uno ignora si alguien se interesará por este retablo de admiraciones. Sin embargo, para pintar el reverso de este país, allí donde se hacinan las indiferencias y las mediocridades, el gelatinoso pedante y el analfabeto con cáscara de sabio, el maestro de asnos y el alumno empalagoso, el místico desquiciado y el metódico coleccionista de naderías, para eso necesitaría uno varios años de esfuerzo, tratamiento psicológico y una provisión de folios. Tampoco creo que valiera la pena tanta dedicación.

Una tradición no es tampoco una declaración pública de influencias literarias, o aún peor, una declaración pública de aquellos que uno considera sus maestros, sobre todo porque no sabemos si esos grandes nombres que hemos elegido querrán tenernos a nosotros por epígonos. La tradición como la página en blanco vale para que el autor escriba en ella lo que le plazca. Uno se ha limitado a no engañarse, a no inventar una tradición de cartón piedra con la que impresionar al lector, a no pronunciar elogios que no sintiera y a no esconder afectos que siente desde antiguo.

Aquellos de los que hablé son una parte nada más, pero son suficientes para hacerse una idea de hacia dónde voy, si es que voy a algún sitio, y de dónde vengo. A unos les bastará para comprenderme y a otros para crucificarme. Me alegra saber que hay tarta para todos. ■ ■


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