Autor: 23 enero 2006

W. N. P. Barbellion: El diario de un hombre decepcionado
Alba Editorial, Barcelona, 2006

Sin duda que, con ocasión de la atrocidad inédita que supuso la I Guerra Mundial, aparecerían en su momento en Inglaterra, como en los demás países en conflicto, testimonios autobiográficos en que los protagonistas contaban su experiencia increíble, en el frente o en la retaguardia.

Este del que quiero ocuparme aquí es, sin embargo, diferente a todos los demás. De entrada su protagonista, por razones de salud, no tuvo que ir al frente; y, aunque padeció —como casi todos— las privaciones que afectaron a la población civil, y su consiguiente angustia por él mismo y por sus seres cercanos, nada de todo eso ocupa en el texto un lugar particularmente relevante. Se alude a ello, desde luego, porque forma parte inevitable del paisaje vital al que en algún momento tuvo que enfrentarse el autor; pero ni es lo más decisivo en su relato, ni en ningún sentido lo caracteriza. Sentimos claramente, al leerlo, que lo que de veras es importante aquí podría haber ocurrido en cualquier otro tiempo, en cualquier otro sitio. Los accidentes externos, aunque sean del tamaño de lo que entonces (no para mucho tiempo, por desgracia) se llamó la Gran Guerra, pueden alguna vez ser su marco; nunca su sustancia.

Publicado originalmente en 1919, recién terminada la guerra, El diario de un hombre decepcionado es exactamente lo que su título indica, aunque lo haga con una delicadeza, con un muy británico understatement, que puede sorprender a un lector español. Su autor es un joven inglés que lleva desde la adolescencia un diario en el que da cuenta de sus aspiraciones, experiencias y frustraciones sucesivas, la última y más importante de las cuales es la derivada de una persistente mala salud que acabará revelándose como sintomática de la esclerosis múltiple de la que ha de morir justamente en aquel año, recién cumplidos los treinta.

Pero, como ya ese título sugiere sutilmente, no vamos a encontrar aquí las orgías de autocompasión a las que no sería difícil que se abandonase alguien que tiene que enfrentarse a un destino así. Barbellion (es un seudónimo; su verdadero nombre, Bruce Frederick Cummings) se observa con penetración a sí mismo y a su mundo, y cuenta lo que le pasa con una distancia que no vela la emoción, pero tampoco la exhibe. Atraído ya desde muy joven por lo que entonces se llamaba Historia Natural, y con verdadero talento para ella, sabe mirar y sabe contar lo que ve, en sí mismo y en su entorno, y situarlo en el cuadro más amplio del destino humano (y no humano) general, enmarcado además en sus últimos años por las atrocidades de la guerra. Las privaciones que tuvo que vivir, como la restante población de retaguardia, no sólo le alcanzan a él, sino también a su mujer y a su hija, nacida en 1916. Como es su costumbre, sin embargo, sólo están discretamente aludidas.

¿Qué había de especial en este texto, que hizo que se impusiera de inmediato en el peculiar clima de la posguerra destacándose, pese a todo, entre tanto previsible relato autobiográfico hoy olvidado? Barbellion no ignora que lo que le pasa no necesita en absoluto que cargue las tintas, que eso no haría más que falsificarlo. Y se limita a contar los hechos cuando descubre, por ejemplo y por azar, el verdadero diagnóstico de sus problemas de salud; su inquietud acerca de si su esposa conocerá la verdad, y su reacción cuando averigua que ella no sólo la conocía antes que él, sino que la supo antes de casarse y desoyó, para hacerlo, el consejo negativo del médico. Esos momentos, insisto, no están subrayados; son lo que son, y aparecen relatados con contención, con sencilla —y estremecedora— autenticidad. Así, anota por ejemplo (en un momento en que se sabe ya condenado, y que le queda poco tiempo), escuetamente, lo siguiente: “No hay nada tan desgarrador como tocar a la nena. Si no tuviéramos hijos, lo nuestro sería una simple desgracia, pero con una niña…” Pero también, cuando ha de renunciar definitivamente a su puesto en el Museo Británico de Historia Natural, el repaso nada complaciente que hace de su vida con ese motivo está encabezado por el título Jeremiada.

Es esa mezcla de hondura y autoironía, tan característica del mejor temperamento inglés, lo que da a este libro su tono de convincente autenticidad, y su atractivo. No hay aquí la voluntad de exhibición y la inmensa autoindulgencia típicas de quien utiliza la escritura autobiográfica para justificarse, y no para conocerse. No me parece extraño, por ejemplo, que dos libros como los Ensayos de Montaigne y nuestro Quijote encontraran desde muy pronto en suelo inglés su más honda lectura y su mejor descendencia. Por distintos que puedan ser entre sí —y desde luego lo son— hay en ambos esa misma ironía hacia el protagonista que, al no pretender hacer de él un prototipo heroico, acorazarlo frente a lo insuficiente y lo menor que también existen en nosotros, los vuelven flexibles y transparentes hacia la totalidad de lo humano, permitiendo en ellos el libre juego de perspectivas que es una de las claves de la modernidad. Sabemos, por ejemplo, que Shakespeare conoció las aventuras del hidalgo manchego, e incluso que escribió, a medias con John Fletcher, un Cardenio hoy perdido; e igualmente que una de las cinco firmas que se conservan de él figura en un ejemplar de los Ensayos. Ambos libros son monumentos a la autonomía de un protagonista humano que ya no es encarnación de un destino con el que mide todas sus acciones y que le obliga a la estatura (o al menos a la pose) heroica, sino, como dice Harold Bloom de los personajes de Shakespeare, libres inventores de la propia vida.

Ese perspectivismo, esa condición sutil y cambiante de lo que somos, es también la escuela en la que está escrito este libro, y vivida esta vida; y es por ello, fundamentalmente, por lo que en su vario y matizado juego de luces puede iluminarnos también a nosotros. Barbellion no es, desde luego, comparable en su estatura a ninguno de aquellos ejemplos ilustres; su perspectiva es mucho más limitada, y la enfermedad la reduce aún más. Pero le da a cambio una situación privilegiada para observar desde ella un aspecto de la desnuda esencialidad de la condición humana. Todos tenemos que enfrentarnos a la decadencia y a la muerte; para todos, esa sentencia puede parecer monstruosamente injusta (¿cuál es el delito que la justifica, aparte, como sintiera Calderón, del hecho mismo de haber nacido?); todos podemos temer, acaso con razón, que nuestra misma existencia sea un error o un fracaso. Confrontado brutalmente a esas evidencias, Barbellion ve cómo las paredes de su mundo se cierran en torno a él, y apenas sabe cómo evitar que finalmente lo aplasten; pero lo que su perspectiva pierde en amplitud lo gana de algún modo en perceptiva agudeza, aunque sea por obligación; y lo que tiene que decir, aun contando con sus limitaciones, suena pese a todo auténtico, es moneda de ley. Como dice H. G. Wells en su inteligente prólogo: “Seguiré adelante con este diario —leo entre líneas—. Así tendréis, al menos, un ejemplar cuidadosamente mostrado y etiquetado (…) Cuando habléis de la vida y de sus recompensas, de su justicia y sus penas, lo que digáis deberá encajar con todo esto”.

Barbellion no es, desde luego, un escritor profesional, un virtuoso de la expresión escrita. Pero tiene verdadera raza de narrador, sabe interesar, sorprender y conmover con lo que dice. Y por eso este libro no nos cuenta, finalmente, su caso, sino el nuestro. No es en absoluto uno de tantos tristes y conmovedores casos humanos como se dieron a miles en aquella posguerra, en cualquier posguerra. No es su enfermedad y su trágico destino lo que de veras importa, sino el modo en que hace frente a ellos y la iluminación que la condición humana —la suya y la de todos— recibe en ese proceso. Una adversidad que, gracias a ese tratamiento penetrante e iluminador, sirve también como laboratorio donde se revela algo de lo que esencialmente somos. Y aunque este libro sea, por comparación con aquellos nombres ilustres que cité antes, un logro desde luego menor, mucho más familiar y doméstico (y su tratamiento más ligero), eso mismo puede darle una cercanía que no es pequeña parte de su éxito. Barbellion es también un humorista (y no raramente a costa de sí mismo, e incluso de la enfermedad que lo destruye); y todo eso le es útil para afrontar su destino con una mirada lúcida y valerosa que no le sirve sólo a él. No es difícil, gracias a todo esto, simpatizar con lo que nos cuenta, sentir que, de algún modo, sus dolores y sus pequeñas victorias son también las nuestras. Y alegrarnos al saber que pudo ver su libro publicado, que fue un éxito (cuando murió, siete meses después, ya habían salido tres ediciones en Inglaterra y una en Estados Unidos), y que él lo supo. Que pudo creer que, de alguna manera, su diario le redimía del fracaso profesional y personal que siempre temió ser; y que quizá pensó —era muy capaz— que, después de todo, había valido la pena.

Curioso y lúcido libro este, que realiza de algún modo, a su personal manera, el viejo ideal whitmaniano de que “quien toque este libro, toca a un hombre”. Yo llegué a él por puro azar —no sabía nada ni del libro mismo ni de su autor—, y empecé a leerlo por simple curiosidad. Esa curiosidad se ha visto satisfecha mucho más allá de mis expectativas; sé que es un libro que releeré, y sé que valdrá la pena hacerlo. Y no, lo repito para terminar, por lo que Barbellion dice de sí mismo (y dice mucho; él se llama a sí mismo egotista, y eso también es una muestra de lucidez: lo es realmente, aunque también es muchas otras cosas, entre ellas un inteligente y sensible observador de la naturaleza), sino por lo que dice de mí.

José Cereijo


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