Autor: 10 junio 2008

José Manuel Benítez Ariza

Cuando me preguntan si vivo con una mujer, no sé qué decir. Ahora vivo con dos. También dudé cuando Luisa, la más joven de ellas, me hizo esa misma pregunta, al comienzo de nuestra relación. «¿Vives con alguien?». Callé, y eso la azoró un poco. «Lo siento», dijo, «no soy quién para hacerte preguntas». Hay que decir que estábamos en aquella pensión, desnudos los dos, metidos en aquella cama de sábanas tan tiesas. Hacía un par de meses que tonteábamos, y aquella tarde nos decidimos a hacer lo que hasta entonces habíamos aplazado sin demasiada ansiedad, tal vez porque lo dábamos por seguro, después de habernos contado mutuamente nuestras vidas a lo largo de diez o doce cafés, un par de almuerzos, otras tantas cenas y un número indefinido de paseos por las dos manzanas que albergan nuestros respectivos pisos y el bloque de oficinas donde trabajamos los dos, ella en el tercer piso, en una compañía de seguros, y yo en una asesoría jurídica, en el entresuelo. En todos esos encuentros había un momento en el que yo miraba el reloj, transparentaba un gesto de ansiedad y alegaba que tenía que irme. Luisa se limitaba a sonreír, comprensiva. A saber qué imaginaba. Pero lo importante no era lo que pudiera imaginar, sino que, fuese lo que fuese, no lo consideró un obstáculo al evidente progreso de nuestras relaciones. Tal vez pensó que yo era un hombre casado (nunca me lo preguntó, en aquella fase previa) y que mi matrimonio se iba a pique. Otra hubiese amagado una exhibición de remordimientos, o pedido explicaciones. Ella no. Y yo, desde mi posición parcial de beneficiario directo de esa benevolencia, la daba por bienvenida, no solo porque me eximía de dar explicaciones incómodas (sobre todo, porque no había nada que explicar), sino también porque, aun cuando hubiese habido algo incómodo que confesar, parecía claro que nada hubiera podido contrarrestar aquella suave deriva de los acontecimientos, que empezó cuando, después de un breve intercambio de impresiones en el ascensor, algo me impulsó a invitarla a un café en el bar de la esquina.

La novedad de que nos acostáramos juntos no alteraba aquel acuerdo tácito, pero sí introducía una exigencia de mayor intimidad respecto a ciertos sobreentendidos. Eso explicaba su pregunta. Después de dudar, ya digo, y de apurar el cigarrillo en un silencio que resultó tan sobreactuado, tan tópicamente cinematográfico, que los dos nos echamos a reír, terminé respondiendo: «Sí, vivo con una mujer». Ella se azoró un tanto, aunque era evidente que esperaba esa respuesta. Apagué la colilla, que ya me quemaba los dedos, y me revolví en la cama, haciendo crujir las sábanas. Luisa rechazó mi abrazo sin brusquedad, sin dar muestras de estar resentida o decepcionada. Solo dio a entender que, después de aquella admisión por mi parte, se hacían necesarias algunas aclaraciones: noté que las esperaba con la misma predisposición atenta, y para mí tan favorable, con la que había asistido en otras circunstancias al relato pormenorizado de mi trayectoria profesional o a la desencantada enumeración de mis expectativas laborales y personales.

Mi relato le hizo gracia durante los primeros minutos, hasta que calibró sus ingredientes penosos y comprendió dos cosas: primero, que yo merecía toda su simpatía y conmiseración; segundo, que la situación descrita era infinitamente más compleja que la que hubiera podido resultar de que, finalmente, hubiera existido una esposa engañada. Quiero decir que le conté lo de tía Ágata, lo que me obligó a remontarme muy atrás, hasta mi infancia, cuando murió mi madre y su hermana, que vivía sola y se las arreglaba bien con su sueldecito de maestra en un colegio de monjas, se hizo cargo de mí.

Eso sucedió cuando yo tenía once años. Tía Ágata, con la infinita paciencia de una maestra de parvulario, corrigió algunas inclinaciones mías realmente preocupantes, enderezó mi educación, que empezaba a ir a la deriva, y me proporcionó, por su mera proximidad e inevitable influencia, un cierto carácter prematuro de solterón bien atendido, atildado y replanchado, de los que salen de casa literalmente hechos un pincel, como se decía antes. Con su ayuda terminé Derecho y, gracias a la influencia de la orden religiosa para la que trabajó hasta el momento de jubilarse, me encontró el empleo que ahora tengo, lo que me permitió independizarme e irme a vivir con la que fue mi primera novia, Laura, que no tardó más de seis meses en hartarse de mis rarezas de niño mimado y abandonarme. A pesar de eso, conservé mi apartamento: si por algo había merecido la pena la experiencia, fue porque supuso mi despertar sexual. Y, por contradictorio que parezca, debo decir que, incluso en la fase final de nuestra relación, cuando ya estaba claro que ésta estaba a punto de irse al traste, Laura y yo éramos amantes incansables, que, por la mera inmediatez física que imponía la necesidad de dormir en la única cama disponible, no había noche que no dejáramos a un lado las diferencias surgidas durante el día para darnos mutuamente placer. Un matrimonio más maduro, supongo, hubiese entendido esto como el natural mecanismo de compensaciones que rige la convivencia, y hubiese derivado del mismo un sólido motivo para la continuidad. Pero para nosotros, con veintipocos años, aquel derroche amoroso no era más que eso: un sobrante biológico, que no certificaba nada sobre nuestra condición ni sobre nuestras posibilidades de supervivencia como pareja. Si, en el curso de cualquiera de esas noches, alguno de los dos se hubiese escurrido de la cama y abandonado la habitación, cediéndole el puesto a un recién llegado, el otro no hubiese notado la diferencia.

Cuando me dejó Laura, viví solo unos meses. Al principio, eché de menos su compañía por las noches, pero no hice nada por encontrar paliativos. La sola idea de recurrir a una prostituta me repugnaba. Y, aunque confieso que tuve un breve interludio onanista, que duró algunas semanas, también superé pronto esa práctica, en nombre de los sólidos principios higiénicos que me habían inculcado en el colegio y, sobre todo, al comprobar que los desahogos obtenidos de ese modo no aliviaban en absoluto mis urgencias: más bien las exacerbaban.

Pero, por suerte, la calma llegó por sí sola. Puse más interés en el trabajo, me llevaba cosas que hacer a casa y me impuse varios hábitos ordenados (ir al cine los martes y jueves, por ejemplo, acudir a un gimnasio, mantener la casa limpia, llevar un diario…), que lograron disfrazar mi soledad y darle una apariencia de vida metódica. Además, visitaba regularmente a tía Ágata, merendaba bizcochos con ella, atendía a sus melancolías de maestra jubilada y, a veces, hasta conseguía que se aviniese a acompañarme al cine, lo que nunca consentía sin antes hacerme saber lo que opinaba de las porquerías e indecencias a las que daba cabida la cinematografía contemporánea… Una vez concluida su requisitoria, se ponía su chaqueta entallada de pelo de camello, en la que siempre llevaba prendido un camafeo de brillantes falsos, se calzaba los zapatos ortopédicos de tacón bajo, y salía del piso prendida de mi brazo, llena de orgullo. A la vuelta, cuando la despedía a la puerta de su casa, casi siempre me invitaba a quedarme, «para no atravesar esas calles desiertas a estas horas», y hacía un comentario sobre la tontería de mantener un apartamento, con todos los gastos que eso suponía, cuando ella tenía espacio de sobra y podía atenderme y cuidarme… Yo sonreía, le daba un beso en la mejilla, y me sumía en aquellas calles efectivamente desiertas y algo temibles, mientras fantaseaba, por el camino, con la posibilidad de cruzarme con Laura y que ésta se aviniese a recordar los viejos tiempos.

Así fue mi vida hasta que, una noche, sonó el teléfono a hora desacostumbrada. Era un vecino de tía Ágata. La había oído gritar, había acudido a ver qué pasaba y, a voces, con la puerta cerrada de por medio, logró entender que se había resbalado en el baño y no podía moverse. Nada más colgar, llamé un taxi. Me temí lo peor. Llegué y encontré al vecino apostado ante el sólido portón blindado del piso. Yo tenía una llave. Rogué al vecino que esperara fuera, para no azorar a la tía. Entré y la encontré dentro de la bañera. De aquella bañera alta y traicionera, alzada sobre cuatro patas de criatura mitológica. No podía moverse. La cubrí con una manta y grité al vecino que llamara a una ambulancia.

En el hospital le diagnosticaron una fractura de cadera. La operaron en cuestión de días y luego la mandaron a casa, bajo mi cuidado. Digo «a casa» porque me pareció más práctico llevármela a mi pequeño apartamento, que apenas daba trabajo, que a su viejo piso, grande y lleno de trastos. Adquirí una cama plegable y le cedí a ella la de matrimonio, la que habíamos compartido Laura y yo en tiempos mejores.

Me apliqué al cuidado de mi tía con la devoción que pensé que le debía. Todos los días la alzaba con cuidado, deslizaba un hule bajo su cuerpo, la desnudaba y la lavaba con una esponja húmeda. Luego la perfumaba, la enfundaba en un camisón limpio, le hacía la cama y le daba de desayunar. Eso, antes de irme al trabajo. Contraté a una mujer para que la acompañara y atendiera durante las horas que yo permanecía fuera de casa. Pero, en cuanto llegaba, la despedía. Sentía una extraña satisfacción en ocuparme personalmente incluso de las tareas más penosas, como ayudar a tía Ágata a hacer sus necesidades. Y los pensamientos melancólicos que me sugería verla en la cama que había compartido con Laura fueron adoptando poco a poco un sesgo irónico: también la nueva situación había derivado a una intimidad física capaz de hacer olvidar cualquier desavenencia surgida a lo largo de la jornada. Tía Ágata y yo podíamos enfadarnos por cualquier cosa: cuando ella me reprochaba, por ejemplo, que la dejase todo el día en manos de una desconocida, o cuando yo recogía las correspondientes quejas de la cuidadora por las muchas cabezonerías con que la anciana dificultaba su trabajo. Pero, llegado el momento, aquellas dos personas, ella y yo, que llevaban horas sin hablarse, recuperaban la irrenunciable intimidad física a la que las abocaban las circunstancias. Naturalmente, la mojigatería de mi tía y mi buena educación nos impedían llamar las cosas por su nombre. Lo hizo por nosotros la primera cuidadora que tuvo, en el momento de despedirse, harta ya de las impertinencias de la vieja: «Menos mal que lo tiene a usted para que le lave el coño todas las mañanas. Y seguro que ni se lo agradece».

He aquí, del modo más resumido posible, lo que le tuve que contar a Luisa cuando me preguntó si vivía con alguien. Vi cómo su gesto se endurecía al calibrar la gravedad de la situación. Miré a mi alrededor. El cuarto de la pensión, que apenas una hora antes me pareció tan acogedor y limpio, me resultaba ahora sórdido. Las horas de más que mi tía estaba pasando en compañía de su nueva enfermera me parecieron que merecían efectivamente todos los reproches que ella estaría incubando contra mí. El que incluso mi actuación como amante hubiera sido un desastre me preocupaba menos: entraba dentro de las expectativas de aquel romance tranquilo, gradual, en el que nadie arriesgaba un paso en falso ni pretendía ser lo que no era. Ya habría tiempo de mejorarlo. La verdad es que, al tocar el cuerpo de Luisa, no pude evitar pensar que el único cuerpo de mujer que había tocado en los últimos meses era el de mi tía. Eso tuvo sus efectos. Luisa debió notar mi retraimiento, pero no dijo nada: se limitó a aplicar al caso una sabiduría que yo no esperaba en ella, pero que, si bien no consiguió resultados espectaculares, sí logró al menos que lo emprendido pudiera darse por consumado… Más me preocupaba, decía, el ceño arrugado de Luisa al conocer las circunstancias en que transcurría mi vida. Pero se recuperó del trance con la misma facilidad con que en los días previos, después de hacerme alguna confidencia más o menos melancólica a la hora del café, cambiaba de tono para contarme algún cotilleo mundano que había leído en una revista. Decidimos repetir la cita dos días después. Nos despedimos en el portal, con un beso largo y hondo, y cada uno se fue por su camino. Cuando llegué a casa, tía Ágata se había orinado encima y se negaba a que su cuidadora la cambiara. Le dije a la atribulada mujer que se fuera, que yo me ocuparía de todo.

Ahora Luisa vive con nosotros. Nos hemos mudado los tres al viejo y enorme piso de mi tía, el del portón blindado y la bañera alta y peligrosa sobre sus cuatro patas de bronce. Sigo siendo yo quien se ocupa de ella: no he querido que Luisa asuma ciertas tareas penosas. Por lo demás, somos como todas las parejas: a veces nos amamos con una pasión inédita, propia de desconocidos que consuman una fantasía largamente acariciada; y otras nos sentimos extrañamente retraídos el uno ante el otro, como si entre nosotros (entre mis manos y su cuerpo, en fin) se interpusiera una tercera presencia, y su piel me resultara al tacto tan seca como el papel. Entonces me vuelvo y le doy la espalda y me entrego a una larga noche de insomnio. Y sueño —o mejor, elucubro— que, para librarme de esa sequedad que se me ha quedado entre los dedos, aparto la sábana que cubre a Luisa, deslizo un hule bajo su cuerpo y le lavo todo el cuerpo con una esponja empapada en agua tibia y jabón de olor. ■ ■


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