Autor: 25 junio 2008

Ricardo Martínez-Conde

Dicen que en estos días se puede observar en nuestro cielo marino del norte peninsular las nubes de nácar. Son unas nubes melancólicas, blandamente blancas, de un movimiento apenas perceptible —su aparente quietud no expresa movimiento a la mirada, pero sí la sensación de vida, otra forma de movimiento—. Son más propias del norte boreal, pero tal vez debido a los desconsuelos de la atmósfera, aquí se pueden apreciar en ocasiones.

En Túnez, un país también próximo al mar, no se aprecian estas nubes de rara hermosura ingrávida, pero sí otras de una virginidad casi alegre; menudas, distantes, parecen sonreír en ocasiones, y otras entoldan el cielo en un tono más prosaico-para proteger el paisaje del sol desnudo y persistente, aunque en febrero estemos todavía lejos de la canícula. Lo que puede decirse de este país enclavado en la costa sur del mar de la cultura, el Mediterráneo, es que es un lugar que guarda con respeto, dentro de la actualidad más cotidiana, la nostalgia de otras culturas. Hay, en sus construcciones, en el gesto de sus gentes, como un vivir horizontal propenso a un equilibrio realista, a una armonía dentro de lo que, obviamente, han de ser los intereses propios de un pueblo activo, apacible en el trato, intrínsecamente comercial…

Cabe decir, en la especulación del viajero que atiende y observa, que una de las razones propias de este país pacíficamente lento, es el color: el blanco tradicional y ese blanco decorativo de las nubes, nubes que se pasean con inocencia por el cielo insomne. El blanco de los edificios planos —los hogares con su reserva interior de sombra—, aligerados aquí y allá con adornos de torres truncadas o con serenas cúpulas (siempre, eso sí, diseñando el cielo, el minarete del almuédano que llama a la oración). El blanco terreno y el ceremonial; el de la asepsia de las edificaciones, y el de la tonsura reverencial de las mezquitas (Kairouan, un lugar de rico arraigo secular, significa, etimológicamente, ‘lugar de las mezquitas’) ¿Acaso, también, el blanco invisible de la pureza de su fe, tal como ellos arguyen?

El otro color que habrá de destacarse y que se impregna en los sentidos del viajero es el azul, color azul que los nativos, poéticamente, asocian al color del mar («Ella era tan dulce —se lee en el antiguo poema—, que al salivar en la orilla endulzaba el mar»). Es un azul primitivo que parece ceñido a su dialéctico significado dentro de la consideración filosófica de los colores, azul fuerte pero sereno, como el ritmo de estas gentes que blanden su larga indumentaria —a pesar, ya, de la influencia occidental en el vestir— en unas combinaciones de vaporosa elegancia a la que acompañan, como norma, con su gesto de grave ritmo, como de acogimiento.

Aunque se trate de un país cuya influencia europea es notoria, hay algo, afortunadamente, en este continente de precarias sombras naturales que induce a un trato distinto. La cultura árabe, tal vez por esa larga educación pautada en el rezo islámico, propicia, invita a la palabra, lo que se traduce en un vivir lo cotidiano menos como enfrentamiento que como actitud; un rasgo distintivo de lo añejo de las costumbres, del esperar, del vivir al aire libre donde la plaza o el lugar público semeja una convocatoria a la digresión especulativa. Ahí, en la plaza, se impregna el mirar —tal como ha escrito Goytisolo de Jemáa El Fnaa—, se aviva el gesto, la conversa cotidiana…

Este paisaje —me refiero sobre todo al paisaje costero, asido a ese perfil quebrado junto al mar de enriquecido azul caeruleum, como decían los romanos— donde el desnudo reseco de la tierra se viene pronto una vez dejada la orilla más inmediata, ahí se puede intuir que un día fue granero feraz para el Imperio Romano, pero aún hoy, salvo los espacios destinados a esa economía deslumbrante y un tanto equívoca que es el turismo, se esmeran en cuidar un paisaje cultivado donde se exhibe con fruición el olivo mientras se atiende con rara artesanía la exigua huerta y, en el silencio de campo y barbecho, se guarda todavía el fruto del grano.

Domina en estas gentes como una forma inexcusable de cultura material, el trueque, el comercio (a la queja del porqué en la persistente insistencia del vendedor de alfombras, él responden, en un deje de ironía, que, si no se ofrecen, tal vez no habría comprador), y esa actividad, tan aparentemente necesaria para el nativo, vivifica con sus tenderetes —especias, telas, artesanía del metal, cerámicas…— el diseño de curva enrevesada que es la Medina comercial. A ello se añade (y complementa) la presencia permanente de las mezquitas; una actividad más serena —versión de otro ora et labora—, nutriente por la sabiduría inducida, voluntad arraigada en esa fe propicia a entender y codificar el vivir cotidiano, propicia al esperar esperanzado en el más allá.

Algo hubieron de ver los romanos (cultura y ejércitos) para asentarse aquí. Trajeron su cultura para afianzar su influencia mediante tantas obras públicas de relieve, hoy en ruinas pero muy avanzadas en su tiempo: el trazado de las ciudades con la rica infraestructura de las conducciones y los hieráticos edificios, el ocio colectivo en los coliseos, cuyo ejemplo esta vigente aún hoy —altivo silencio—, en el viejo enclave de El Jem. Los ejércitos ubicando su permanencia por la estrategia defensiva para la anulación del enemigo potencial que para Roma significaba el habitante de este otro lado de la mar.

La vida, cada viaje lo atestigua, es el discurrir transido de unas gentes que aman y se alimentan (espíritu y cuerpo), adoptando paulatinamente como realidad el ser de su paisaje y el espíritu de sus preocupaciones. Aquí en Túnez llama la atención la algarabía colectiva de los escolares a las horas del mediodía y, junto a ello, el culto recogido en la tumba del padre de la patria, Burguiba, que en Monastir tiene su foco de influencia socio política y su monumento funerario, alegórico, junto a la Gran Mezquita, más antigua. Por cierto, Monastir deriva de monasterio, antiguo asentamiento cristiano; recuérdese que las huestes cristianas deambularon también por la orilla norte africana del Magreb.

Tradición, comercio, el ocio diario del convivir definen la actitud que conforma una realidad, la misma en la que en tantas ocasiones estamos seguros de participar sin poder decir del todo si es la realidad real o la imaginación quien nos vive. ¿Serían comparables la armonía minuciosa que se advierte en el texto del Coran azul, custodiado en el museo de Raqqada, con las teselas de los mosaicos romanos —¿predecesores del puntillismo?—, del museo de El Jem?; ¿es comparable el arte inscrito en las alfombras con la decoración de los dibujos de alguna indumentaria femenina, incluso en el diseño de algunas puertas de acceso a la casa?

El sol trasiega el aire en corrientes cansinas y condiciona la atención y el ánimo. El viajero deduce, de un modo entre advertido e inconsciente, que aquí todo se acepta como un estatus de normalidad; un silencio dialéctico convive junto a la voluntad no perturbada de mantener el equilibrio en el ejercicio de lo cotidiano. Es como si la realidad fuese, por razón de cultura, más humanizada para ser, si no entendida, aceptada.

Arrulla el mar en la orilla; el tiempo está hecho de lentitud y comprensión: vaga filosofía… Y al otro lado, más allá del mar, ¿quién está? ¿quién es?

Viajes del ser es el viaje en el hombre. ■ ■


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