Autor: 26 junio 2008

Iñaki Abad: Los malos adioses
Siruela, Madrid, 2007

El que un hombre llegue a una ciudad, en busca de alguien, sea aquella escenario o protagonista de la narración, es un esquema clásico de thriller con trasfondo político, que había utilizado con maestría Graham Greene en El factor humano (1950) y El tercer hombre (1950). En la novela que ahora nos ocupa, a un miembro del servicio secreto español, Fernando Sanmartín de Mayorga, protagonista también de la anterior novela del autor, El hábito de la guerra (2002), lo mandan a Nápoles con una doble misión: buscar a Isabel Varela, agente desaparecida, y cesar al responsable del espionaje en el sur de Italia, Tomás Salvador.

En esta ocasión, la ciudad es más coprotagonista que escenario de la narración. Pero, por diferentes motivos, las cosas se le complican al agente Sanmartín hasta extremos inimaginables, ya que debe protegerse incluso de aquellos para quienes trabaja: un organismo que en la novela se llama la Casa y que aparece gobernada por Rozalén y su fontanero, Esteban Quintero. Así, el protagonista, quien ha perdido la confianza de sus jefes, capitanea una «difusa e inútil» Unidad de Protección de Identidades. El caso es que el mismo día que desaparece Isabel, también se esfuma el tunecino Hakam, aunque este lo haga con una maleta llena de documentos valiosos. Ambos son los típicos personajes que viven en la orfandad, aunque protagonizarán una historia de amor, digamos que extrema, que los lleva a la huida. Pero la principal novedad que introduce Iñaki Abad en el género estriba en el cambio del punto de vista, en la utilización de la tercera persona, en vez de la primera, como suele ser habitual en este tipo de relatos.

La narración se compone de 17 capítulos, aunque la estructura está marcada por la desaparición y la búsqueda, además de por algunos jugosos diálogos entre los personajes, como los que mantiene Sanmartín con Haki, o el reencuentro final con Salvador. No menos protagonismo adquiere la ciudad, según se ha dicho que pide el género. La Nápoles a la que regresa Sanmartín no es la que él había conocido en anteriores estancias, incluso las normas por las que se rige la existencia también han cambiado, puesto que a nadie parece interesarle ya la verdad. Somos testigos, en definitiva, de los mejores y peores aspectos de la urbe, de sus claroscuros, de la complejidad y el mestizaje, en suma, de una ciudad oriental, así como de las percepciones que tienen los personajes. Pero, además, la villa aparece amenazada, ya que a su consustancial decadencia se añade ahora el terrorismo islámico y el llamado Morbo Carolina, la plaga de una bacteria que aparece en los productos transgénicos. «Nápoles es un polvorín y la mecha ya está encendida» (p. 70), se afirma, mientras se nos presenta otra imagen distinta de la urbe, como un «inmenso insecto obeso y deforme…» (p. 125), lo que se aprecia muy bien en el recorrido por el barrio de Montesanto (p. 132). Todo ello debe entenderse como un homenaje, sin que lo dicho implique una descripción realista, ni en absoluto complaciente. El Nápoles de la novela, por tanto, podría ser una muestra de la ciudad del futuro, con su mezcla de «hermosura e infamia» (p. 166).

Con motivo de las pesquisas que lleva a cabo el protagonista, entre «aquella fragmentaria y deshilachada realidad» (p. 136), nos topamos con toda una serie de lacras, desde los problemas que trae consigo la emigración, la plaga (los transgénicos, el Morbo Carolina…), el terrorismo, sin que falte la habitual torpeza política de los americanos.

No menos significativa es la visión crítica de la realidad presente, tanto por lo que se refiere a lo anecdótico como por lo que respecta a lo esencial, aunque esta visión del mundo sea producto de lo que se cuenta en la novela, de los desajustes entre las aspiraciones individuales y los tejemanejes políticos. Así, se trata del capitalismo y de las religiones (p. 117), de «las grandes corporaciones, las multinacionales transversales de armamento y nuevas tecnologías, los grandes grupos financieros los que dictan el extermino, los que mueven las tropas…» (p. 191), de la proliferación de los medios de comunicación y el acceso a la información (p. 139), y de lo que aquí se denomina la «demagogia psicodélica» (p. 139). Sin que falte tampoco un zarpazo a Google: «significa mirar sin comprender […], hojear pasivamente sin llegar a entender nada…» (p. 137). Toda esta crítica, en suma, podría resumirse en una frase de la novela que apunta a ideas que se vienen repitiendo durante lo que se ha dado en llamar la posmodernidad: «La Razón nunca ha regido el destino del ser humano ni ha hecho de la Historia una sucesión de progresos, tal y como se empeñan en repetir los epígonos delirantes de la Ilustración» (p. 206). A otro nivel, más anecdótico, tampoco salen bien parados los funcionarios españoles, ni los diplomáticos, ni el director del Instituto Cervantes siquiera, «un charlatán», ni su inolvidable señora… Un cargo que, por cierto, desempeñó el autor de esta novela, quien podría decirse que continua la línea crítico-burlesca sobre los funcionarios internacionales españoles empleada, con semejante crueldad, por Javier Marías.

De toda esta confusión y barullo surge también el conflicto. Isabel, la profesora, es además una agente de captación de información entre las mujeres de origen hispano que trabajaban para la OTAN, que utiliza como tapadera una ONG de ayuda a mujeres emigrantes. Luego sabremos que no ha desaparecido, sino que ha huido, enamorada, con el tunecino Hakam Yilmuz, quien actuaba como correo de una red islamista radical. Sin duda, uno de los personajes más atractivos es —según las exigencias del género— el más malvado, Nikos Haki, negociante retirado, cuyas conversaciones con el protagonista son de lo mejor que nos proporciona la novela. En realidad, se aclarará en el desenlace, este individuo es el jefe operativo de numerosas células terroristas islámicas, cuyo nombre real es Burak Bekdil. De lo que se trata, en suma, es de mostrar el mundo interior de los personajes y los condicionamientos externos que padecen. A la larga, acabaremos sabiendo por qué se esfuma Isabel: en un momento dado, sus distintas vidas, actividades, se habían convertido en incompatibles, y ya solo le importaba Hakam, empezar una nueva vida junto a él. Para ello, ambos necesitan cambiar de identidad, algo que no logran del todo. Pero, al final, Isabel es asesinada y Hakam sacrificado por sus correligionarios.

El poema del Ian Coolbridge, «Escenarios de insignificancia», autor y versos seguramente inventados por Iñaki Abad, quien se nos presenta como contemporáneo de T.S. Eliot, aparece de lema inicial y motivo conductor de la novela, puesto que en sus versos se habla de trenes que parten hacia la nada… Al final, lo individual sobresale sobre lo colectivo y el auténtico protagonista de la obra es Sanmartín, cuyo padre sabremos que fue asesinado por ETA (p. 33), aunque los hilos centrales de la trama los muevan los norteamericanos e israelitas, mientras que los españoles hacen una vez más de comparsas… El resultado de todo ello es el atentado en Piazza Dante, con numerosos muertos, en el que todos los actores en juego (islamistas, americanos, israelitas, italianos y españoles), aunque en distinto grado, tienen alguna responsabilidad.

En realidad, el autor se vale de los motivos habituales de la novela de espionaje, con su correspondiente historia de amor, para lo que barajaría modelos tan diversos como el citado Greene, John Le Carré o Leonardo Sciascia (a quien se cita en el relato), con el fin de reflexionar sobre las características del presente, sin que falte una acerada pero certera visión crítica del mundo actual. Pero lo que prevalece, al fin y a la postre, tras las diversas búsquedas en las que se afanan los protagonistas, es la soledad de unos personajes que no suelen ser lo que parecen.

Iñaki Abad ha armado una buena narración en la que se cuentan, de forma amena e inteligente, los sucesos. No en vano, es de esos narradores que dejan hablar a sus personajes, aunque sus conversaciones estén perfectamente compensadas por la acción. Y me parece que todo ello, dados los confusos tiempos literarios que corren, es bastante.

Fernando Valls


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