Autor: 3 enero 2009

Eduardo Halfon

La culebra desapareció rápido bajo unos cojines. Maite inmediatamente se llevó a los tres niños al dormitorio principal, en el segundo piso, mientras Jorge, con su hierro nueve en las manos, se encerró en la salita —para que esta vez, según gritó desde adentro, no se le escapara— y empezó a tirar los cojines y a remover los muebles y a gruñir obscenidades. Arriba escuchaban los alaridos. Maite tenía en los brazos a Jorgito e intentaba calmarlo. Gaby hablaba del color pardo de la culebra, de su tamaño y posible veneno, de los sitios exactos donde la habían visto, de las razones por qué seguía metida en la casa después de tantos meses.

—Podría ser una cantil o quizás una coral —dijo—, cuyo veneno es muy parecido con el de las cobras. ¿Sabías tú eso, mami? Pero no creo que sea una coral. Es demasiado gordita.

Carmela estaba sentada lejos, en la silla de lectura de 
su papá, ojeando sin interés la primera revista que cogió de un cubo lleno de revistas. Escuchó hastiada los lloriqueos de su hermanito siempre tan consentido y la voz nasal y continua de su hermana menor, hasta que de pronto sintió ese mismo calor en el vientre, en la boca del estómago, subiéndole despacio hacia el pecho. Se puso de pie. Lanzó la revista hacia la cama con más fuerza de lo que había querido, y la revista, tras rebotar en la pierna de su mamá, cayó desparramada en el suelo. Carmela salió deprisa. Algo le gritaba su mamá, pero ya había cerrado la puerta de su dormitorio, había encendido la música, se había tumbado boca arriba en la cama y, pese a sus dieciséis años, estaba chupándose el pulgar.

No había sacudido las sábanas. En medio de su furia había olvidado sacudir bien las sábanas antes de acostarse. A veces miraba debajo del camastro con la ayuda de una pequeña linterna. Otras veces, por si acaso, solo para estar absolutamente segura, deshacía toda la cama y luego la volvía a hacer. Pero ahora, casi temblando de la furia, solo se había dejado caer sobre el colchón. No entendía qué le había pasado, qué le estaba pasando. Y últimamente le estaba pasando cada vez más. Sin previo aviso, sin razón alguna, y de una manera desmesurada, la invadía una furia casi incontrolable hacia su familia, pero una furia que jamás había experimentado antes y que la hacía pensar las cosas más crudas y violentas.

Para calmarse un poco, Carmela estiró su mano libre hacia la mesita de noche y alcanzó el único libro que allí tenía. Era una novela corta de Jack London que jamás devolvió a la biblioteca de la escuela. Pero no le importaba cuál. Abrió el libro a la última página y se puso a leerlo al revés. Llevaba mucho tiempo leyendo al revés. Siempre le habían gustado los libros, pero los leía demasiado rápido y entonces, aburrida en sus noches de insomnio, empezó a leerlos al revés. Así había aprendido a hablar al revés. Pero no a decir palabras o frases al revés, sino a poder hablar al revés conversaciones enteras. Era como hablar un idioma privado que solo ella entendía. Ella, claro, y cualquier libro.

En una sola ocasión, vacacionando hacía un par de años en el chalé de la playa de Monterrico, había conocido a un chico que también hablaba al revés. Se llamaba Juan Ángel. Era de su misma edad. Era de México pero estaba en el país visitando a unos amigos o tíos o algo así. Se conocieron porque una de las primas mayores de Carmela se enteró de que Juan Ángel también hablaba al revés, y entonces se lo llevó a Carmela para que hablaran al revés enfrente de todos. Y ellos hablaron un poquito y los demás aplaudieron. Pero los demás, por supuesto, rápido perdieron el interés en algo que no entendían, y los dejaron solos en el rancho. Ellos hablaron al revés durante el resto de la tarde y noche. Hasta que, al despedirse, Juan Ángel quiso besarla. Y aunque al inicio se resistió, Carmela fue relajándose, y fue abriendo por primera vez su boca ante las insistencias de un hombre, y fue dejando que Juan Ángel le lamiera los labios. Pensó que, de cierta forma idiomática, ella se lo debía.

—Cariño… —llamó su papá desde el pasillo y de inmediato, sin haber esperado una respuesta, abrió la puerta.

—Papi…

Carmela paró de chuparse el pulgar.

—Baja un poco el volumen, ¿sí, cariño?

Carmela lo observó caminar hacia ella, despacio, casi herido, y luego sentarse en la orilla de la cama.

—¿No la encontraste, papi? —preguntó, acariciándole el hombro.

—Bicho maldito. Ya no sé qué más hacer. Le prometí a tu madre que mañana lunes vuelvo a llamar al exterminador.

—Un exterminador no mata culebras, papi.

—¿Y a quién quieres que llame, entonces? ¿Al tipo ese de la tele?

Lo había dicho un poco subido de tono. Ambos se quedaron callados. Después sonrieron.

—Me tiene harto ese bicho —dijo él.

—Ya se irá, papi.

—No creo.

Sobre la mesita de noche empezó a vibrar el celular de Carmela. Ella lo alcanzó y vio el nombre en la pantalla.

—¿Es Alex? —le preguntó su papá.

—Ajá. Pero lo llamo más tarde.

—¿Y qué tal está Alex?

Carmela, ignorándolo, colocó el celular de vuelta.

—¿Y tú? —preguntó su papá con un suspiro, volviendo su mirada hacia ella y agarrándole una mano.

—¿Yo qué?

—Me dice tu madre que le tiraste no sé qué cosa y después saliste hecha una fiera.

—Por favor.

Carmela abrió grande la mirada mientras sacudía la cabeza.

—Ya, ya, pero es tu madre, Carmelita. Un poco de respeto, ¿sí?

Ella guardó silencio. Se mordió el labio inferior.

—Papi…

—Dime, cariño.

Carmela pensó en contarle del odio que a veces sentía hacia su mamá, hacia sus hermanos, hacia él. Luego pensó en preguntarle si era normal ese odio que por momentos percibía como un calor en el vientre. Luego pensó en pedirle que mañana el exterminador también exterminara todos sus pensamientos violentos. Pero solo le dijo, con exagerada ternura:

—Sedetsu a solratam oreiuq secev a.

Su papá hizo una cara de burla y, tras darle un besito en la mano, se puso de pie.

—Maravilloso, hija.

Carmela estaba en el comedor, aún vestida en su uniforme escolar e intentando resolver unas ecuaciones lineales, cuando sonó el timbre. No había nadie más en la casa —los lunes en la tarde su hermana tenía clases de esgrima, Jorgito estaba jugando en la casa de un amigo, y su mamá se había marchado con Zoila a comprar frutas y verduras al mercado central—. Volvió a sonar el timbre. A Carmela se le ocurrió que podría ser Alex. Resopló un gemido de angustia. Se levantó y patinó sobre la duela en sus calcetas blancas hasta llegar a la puerta principal.

—Qué hay, linda.

Era un hombre alto, pálido, pecoso, con su largo pelo cobrizo agarrado en una cola de caballo. Del mentón le colgaba una barbita igualmente cobriza. Llevaba puestas botas de vaquero, pantalones de lona negra y una vieja y rasgada playera aún más negra. En la muñeca izquierda tenía atada una faja de cuero y metal. Sus antebrazos estaban completamente tatuados.

—Soy Benjamín —dijo fumando.

Carmela notó que en el suelo había un bolsón verde tipo militar.

—Vengo de la universidad, linda.

—¿Qué universidad? —preguntó Carmela.

Él echó una bocanada de humo hacia el cielo.

—Vengo de parte del doctor Pozuelos, linda.

—No sé quién es ese. Y usted no me diga linda.

El hombre bajó la mirada, sonriendo, inspeccionándola lento mientras hablaba.

—¿Y cómo quieres que te diga, entonces?

—Me llamo Carmela —dijo ella en una voz mezclada de orgullo y pudor.

—Pues el doctor Luis Pozuelos, además de un amigo de tu papá, linda, es mi profesor en la universidad —mirándole la falda de tela tipo escocesa—. Él es un herpetólogo. ¿Sabes tú qué quiere decir herpetólogo, linda?

—No.

—¿No sabes?

—Ni idea.

El hombre finalmente posó su mirada sobre el rostro de Carmela, y la observó con severidad, el cigarrillo prensado entre sus labios, mientras levantaba el bolsón militar del suelo.

—Me mandó por la culebrita.

De algún modo, pensó Carmela, viéndolo arrodillado sobre la alfombra de la sala, el tipo parecía un reptil. Era largo y delgado, sí, pero no era solo eso. Su piel era tan pálida y seca que hasta daba la ilusión de ser escamada, pero tampoco era eso. Eran más bien sus ademanes. Sus movimientos. Había algo muy frío y sigiloso en su forma de moverse.

—Tiene que apagar su cigarrillo, ¿me oyó? —le dijo Carmela parada en el umbral, sus brazos tímidamente cruzados.

—Hay dos opciones, linda.

—A mis papás no les gusta que fumen adentro de la casa.

Él empezó a remover algunas cosas en el bolsón.

—¿Me oyó, usted, Benjamín o cómo se llame? ¿O se está haciendo el sordo?

—Claro que te oí, linda —dijo él sin verla y, luego de darle un largo y lento jalón a su cigarrillo, tiró algo sobre la mesita de vidrio—. Allí están, si tú quieres fumarte uno.

Reconociendo la cajetilla roja y blanca de Marlboro, Carmela hizo una expresión de asco, aunque percibió un ligero cosquilleo en la lengua que, por falta de una mejor explicación, interpretó como ganas de fumar.

—¿Fumas?

—Claro que fumo.

No era verdad. No fumaba. Una vez había probado. El último siete de diciembre, mientras encendía cachinflines con un cigarrillo durante la Quema del Diablo, Carmela había sentido un profundo anhelo por llevarse ese cigarrillo a los labios. No tanto por fumar. Sino por chuparlo, por tener algo en la boca. Pero tosió y se mareó un poco y todos creyeron que era a causa del humo de la inmensa hoguera.

—Anda, fúmate uno, entonces.

—Pero si le acabo de decir que a mis papás no les gusta…

Benjamín la observó con firmeza.

—¿Y tú, linda, siempre les haces caso a tus papás?

Ella no respondió.

—Ves qué bien nos entendemos, tú y yo.

—Solo apúrese, quiere, que tengo cosas que estudiar. Y no tarda en venir mi novio.

—¿Tu novio?

—Alex.

—¿Alex?

—¿Qué? ¿No me cree?

—Y por qué no voy a creerte, linda.

—Usted no me diga linda —dijo ella seria, pero sin querer se le escapó una pequeña sonrisa.

Benjamín dejó el cigarrillo entre sus labios, y le sonrió de vuelta.

—Esta, entonces, es la primera opción.

Sostenía él una larga varilla de hierro en cada mano, como si fueran pistolas. Cuando apretaba los dedos se abrían y cerraban unos ganchitos en las puntas.

—Ves, linda, una para mí y otra para ti —dijo.

—¿Qué?

—Y nos ponemos a buscar a la culebrita debajo y atrás de los muebles, por toda la casa.

—Usted está loco.

—Muy difícil, es verdad. Y muy tardado. Segunda opción, entonces.

Benjamín dejó las varillas en el suelo y sacó del bolsón cuatro cajitas de metal pintadas de rojo.

—¿Qué es eso?

Luego sacó un gran frasco de vidrio lleno de bodoquitos rosados.

—¿Y esos?

—Crías de rata —dijo alzando el frasco.

—¿Vivas?

—No.

—Qué asco. ¿Como carnada?

—Como cena, digamos.

Mientras Benjamín empezaba a armar las trampas, Carmela se acercó un poco, para ver bien cómo extraía cada ratoncito rosado y luego, usando cuerda muy fina, lo ataba en el fondo de la caja de metal.

—¿Qué tienes tú, diecisiete?

—Casi —dijo Carmela—. No sé cómo le pueden gustar las culebras. Si son asquerosas.

—No solo no lo son…

—Ese es un palíndromo —lo interrumpió Carmela.

—¿Un qué?

—Un palíndromo. No solo no lo son. Es un palíndromo. Algo que se lee igual al derecho y al revés.

—Ya —dijo Benjamín y continuó trabajando.

—Atar a la rata.

—Sí, estoy atando a la rata —se mofó.

—No, tontín. Es otro palíndromo. Atar a la rata.

Ambos guardaron silencio.

—¿Y tanto le gustan a usted las culebras?

—Más que la gente, linda —dijo, probando el funcionamiento de una puertecilla.

—¿Cómo así, más que la gente?

—Ven a sostener esto.

Carmela dudó brevemente, luego se aproximó un poco más.

—Pon tu dedo aquí, sobre la cuerda, mientras yo hago el nudo.

—¿Así?

—Eso es. ¿Quieres ver cómo funciona? —preguntó Benjamín.

Carmela alzó los hombros. Se quedó sentada sobre la alfombra.

—Mira. Cuando nuestra culebrita entre a buscar a la cría, su propio peso, sobre esta plataforma, accionará este resorte —dijo presionando la plataforma con el dedo, y de inmediato se cerró la puertecilla—, y se quedará atrapada. Es más o menos lo que llamamos una trampa Sherman, por su inventor.

—¿Y será que funciona?

—Eso depende de qué tipo de culebrita sea. Pero digamos que, en este sector de la ciudad, debería funcionar.

—¿Y por qué cuatro?

—Probabilidades, linda —dijo él mientras volvía a ajustar la puertecilla y el resorte—. Pondremos un par en el piso de arriba y otra en la cocina. Si yo fuese esta culebrita, estaría en la cocina. Más calor. Solo diles a todos que por favor no toquen las trampas, ¿sí?, que yo regreso mañana a ver cómo nos fue.

Benjamín machacó su cigarrillo en un cenicero lujoso, y se puso de pie.

—Vamos, pues —dijo, entregándole una cajita—. Tú llévate esta.

Hasta entonces notó Carmela, quizá por la luz, que tenía él ojos muy verdes.

—¿Y entonces? —le preguntó.

—¿Y entonces qué, linda?

—Ya no me dijo por qué a usted le gustan más las culebras que la gente.

Benjamín sacó otro cigarrillo, lo encendió y se quedó fumando unos segundos, como para elegir bien sus palabras.

—Porque son más sinceras —dijo soplando una tira de humo azul.

—¿Más sinceras? —se burló Carmela, y estaba por seguirse burlando, pero solo sacudió la caja de metal y percibió cómo se zarandeaba el ratoncito rosado en el fondo. Y sin saber exactamente por qué, sintió algo que creyó ser felicidad.

La isla era un desastre. Zoila estaba haciendo flan de cajeta y coco rayado, mientras Jorgito y Gaby, medio hincados sobre unos banquitos, supuestamente la ayudaban.

—¿Y mami?

—Su mamá salió, niña Carmela. Vino por ella doña Hilda.

—¿Y usted adónde va? —le preguntó Gaby.

Sabía que su hermana le diría algo. Las dos solían quedarse en su uniforme escolar toda la tarde, salvo que tuvieran alguna salida. Pero esa tarde, al nomás volver, Carmela había subido deprisa a su dormitorio y se había puesto una minifalda blanca, una blusita celeste sin mangas, sandalias de cuero, y hasta un poquito, muy poquito, de maquillaje.

—A ningún lado.

Carmela se acercó a la caja de metal que desde el día anterior descansaba en una esquina del suelo. Se agachó. En el fondo seguía intacto el bodoquito rosado.

—Ya vino el don de la culebra, niña Carmela.

—¿Benjamín?

—Ese mero.

—¿Cómo que ya vino, Zoila? ¿No va a venir ahora en la tarde?

—Pasó en la mañana.

Carmela caminó hacia la isla, se chupó la punta del índice y lo metió en el recipiente de coco rayado.

—No sea cochina, quiere —se quejó Gaby.

—¿Dijo él algo, Zoila, de la culebra?

—Habló con su mamá.

—¿Y no preguntó por mí?

Carmela se lamió el índice y luego volvió a llenarlo de coco rayado. Jorgito, soltando una carcajada, imitó a su hermana mayor.

—¡Zoila, dígales que no sean cochinos!

En la mesa, empezó a vibrar el celular de Carmela. Ella verificó el nombre en la pantalla. Salió de la cocina antes de contestar.

—Alex, venga a recogerme —le dijo de inmediato, sentándose en una de las sillas del comedor.

—¿Ahorita?

—No quiero estar en mi casa.

Carmela revisó debajo de la mesa, por pura costumbre.

—No puedo. No tengo permiso de llevarme el carro.

—Qué me importa. Venga por mí.

—Carmela…

—Alex…

Ambos callaron un momento.

—¿Viene por mí o no?

Él suspiró.

—Ahorita no puedo. Tal vez más tarde…

Carmela colgó sin despedirse. Sintió el ardor de la furia y, como si fueran simples cólicos, se presionó el vientre. Pero el ardor solo aumentó. Se le ocurrió de pronto que quería un cigarrillo, que necesitaba un cigarrillo. Se puso de pie y caminó de vuelta a la cocina. Ignorando algún insulto de su hermana, llegó hasta la gaveta donde mantenían las llaves de repuesto, y la cogió.

—Zoila, vuelvo más tarde.

—Niña Carmela…

—Usted no puede llevarse ese carro, tontita.

Carmela se escabulló rápido de la cocina. Atravesó corriendo el comedor y la sala, antes de que se arrepintiese, antes de que alguien se lo pudiera impedir. Abrió la puerta principal y salió a la calle. Allí estaba parqueado el Lexus negro de su mamá. Quitó llave y se montó y sonrió al percatarse de que había desaparecido por completo el ardor en su vientre. Ya no sentía ninguna furia. Encendió el motor, quitó el freno de mano y aceleró sin saber adónde iba. Tampoco le importaba mucho. Solo quería irse, salir de la casa, fumarse un cigarrillo, lo que fuese. Cualquier cosa con tal de no estar encerrada. Llegó al boulevard de Vista Hermosa y dobló a la derecha. Encendió el radio pero de inmediato lo apagó. Pensó en ir a la casa de alguna amiga. Luego volvió a pensar en fumarse un cigarrillo y recordó que cerca había una tiendita de esquina. Volvió a cruzar a la derecha. Manejó un par de cuadras antes de darse cuenta de que no tenía dinero, de que había salido sin su cartera, sin nada más que su teléfono celular. Se estacionó justo enfrente de la tiendita y apagó el motor. Abrió la guantera y, tras remover todos los papeles, logró encontrar algunas monedas. Se bajó.

—Buenas —dijo a través de unas rejas.

De la parte trasera de la tiendita se asomó un señor chaparro, moreno.

—En qué puedo servirle.

—¿Vende cigarrillos sueltos?

El señor se agachó y sacó tres cajetillas abiertas.

—¿Payasos, Rubios o Marlboro mentolados?

Carmela no sabía cuál pero le gustó el diseño de los Payasos.

—Uno de estos —dijo.

—¿Uno?

—Mejor dos —dijo, metió su mano entre las rejas y colocó todas las monedas sobre el vidrio del mostrador.

El señor estaba por recogerlas cuando de súbito se quedó inmóvil, con el brazo como congelado en el aire y su mirada perdida en algún punto lejano atrás de ella. El primer pensamiento de Carmela fue que algo le había pasado, que estaba sufriendo algún tipo de ataque o epilepsia o algo así. Hasta que se volteó.

Había dos hombres parados cerca del Lexus, viéndola. Aunque bien vestidos, parecían sudados y sin aliento. El más viejo mantenía un pie elevado, como si le doliera. En eso, el más joven dio un paso hacia ella y, sin decir nada, sin ninguna expresión en su rostro, se levantó la camisa. Tenía un machete enfundado entre el pantalón. Carmela empezó a temblar. Extendió su brazo, ofreciéndoles las llaves, ofreciéndoles el carro en silencio. Pero el más joven sacó el machete y, tras desenfundarlo, se lo apuntó.

—Súbase, seño.

Carmela iba manejando demasiado lento sobre el boulevard de Vista Hermosa. Aún no había podido pronunciar una sola palabra. Su mandíbula tiritaba. Sus dos manos prensaban demasiado fuerte el timón. Tenía la boca seca y chiclosa. Tenía ganas de orinar. El joven estaba a su lado, con el machete sobre el regazo y mirándole constantemente las piernas. El más viejo iba medio echado en el asiento de atrás.

—¿No viene ninguno, usté?

El viejo se volteó con esfuerzo, sosteniéndose una pierna.

—Nel. Ninguno —respondió.

—¡Y usté, seño, maneje bien, por la gran puta! —le gritó el joven.

Carmela abrió la boca. Quería decir algo, cualquier cosa. Solo empezó a llorar en silencio.

—Ay, no la espante más… —dijo el viejo con sosiego—. ¿No ve, pues, que la canchita anda que se nos desmaya? Seño, usté tranquilícese nomás. No le vamos a hacer nada, ¿ya?

—¿Está seguro que no viene ninguno?

—¡Deje de chingarme, cabrón! ¡Ya le dijo que no, que no hay ninguno!

Carmela se limpió el rostro con una mano. Entendió o creyó entender que los venían siguiendo.

—No le vamos a hacer nada, ¿ya, seño? —repitió el viejo con una sonrisa—. No queremos robarle, ni herirla, ni nada de eso. Solo aléjenos de ese sector mierda, y ya, listo, se puede ir usté a su casita.

Carmela se detuvo en un semáforo rojo, a la par de una camioneta llena de gente.

—Ese es mi padre —dijo el joven sonriendo y señalando hacia atrás con la quijada—. El pobrecito estaba en un sitio donde lo maltrataban. ¿Me entiende usté? Un sitio muy malo. Y yo entré por él y amenacé a todos los hijos de puta con este mi buen machete y salimos los dos corriendo.

—A puro pan tieso me tenían allí, fíjese.

—Porque hay machetes malos y machetes buenos y este de aquí —dijo cogiéndolo del mango y mostrándoselo a Carmela—, pues este es uno de los buenos.

—Solo cuentos es usté —se burló el viejo.

—De veritas.

El semáforo cambió a verde y Carmela, tras observar rápidamente al viejo por el retrovisor, continuó manejando.

—En la Reforma cruce a la derecha —dijo el joven y luego, más quedo, para que solo ella lo escuchara, agregó—: usté tiene piernas bien bonitas, ¿sabía, seño?

Colocó una mano húmeda sobre el muslo desnudo de Carmela. Ella brincó un poco. Lo volteó a ver. Él de inmediato le puso la punta del machete en el costado.

—Quietecita, mi reina.

—Por favor… —logró decir ella, y su voz le sonó como la voz forzada de un sordomudo.

—Si no es por la caridá de este mi hijo, seño, me muero en ese mierdero.

Y el viejo comenzó a reírse, y el joven también comenzó a reírse.

—Gracias, ¿oyó, hijo?

—Ya sabe, padre, para servirle.

Estaban en la periferia del centro, cerca de la línea del tren.

—Métase allí, seño —dijo de pronto el joven, entre risas—. Allí, allí, ve. En ese callejón.

Ellos seguían riéndose y el machete seguía puyándole el costado a Carmela y la mano del joven seguía sobre su muslo desnudo, inmóvil y caliente como una babosa.

Era media mañana y afuera lloviznaba suave. Carmela llevaba dos días sin salir de su cama. No había querido volver a la escuela, no había querido hablar con nadie, no había dormido más que breves siestas llenas de sueños oscuros. Solo escuchaba música bajo la seguridad de su edredón de plumas, chupándose el dedo, bien apretadita en posición fetal. Se levantaba cada dos o tres horas para volver a ducharse. Zoila le subía azafates llenos de jugos y comida que ella apenas tocaba. De vez en cuando, Gaby abría la puerta un poco, pero rápido la volvía a cerrar. Jorgito, en cambio, sí entraba y se mantenía un rato de pie a la par de la cama y, creyendo que su hermana mayor estaba enferma de calentura, le ponía una de sus manitas sobre la frente. Carmela lo dejaba estar. La primera noche había llegado un médico amigo de sus papás, quien la examinó con paciencia, dijo que todo parecía estar bien, que gracias a Dios esos desgraciados no le habían hecho nada. Luego le inyectó un sedante. Y Carmela, ya casi dormida, todavía logró oír los llantos de su papá en el pasillo, mientras le contaba al médico cómo habían recibido la llamada de su hija, cómo la habían encontrado en aquel horrible callejón del centro, escondida y temblando en el suelo del carro.

Carmela había apagado la música. Lejos escuchaba tacones, teléfonos, la aspiradora, el timbre, voces sofocadas, las sábanas de llovizna batiéndose suave contra su ventana. Hacía ella un esfuerzo por imaginarse cada sonido, por pensar en cada sonido para así no tener que pensar en nada más. Y entre todo ese ruido blanco, de pronto creyó escuchar los pasos de unas botas de vaquero subiendo las gradas, y el golpeteo metálico de una de las cajitas rojas.

Tiró el edredón, se levantó de un brinco y salió del dormitorio.

—Qué hay, linda.

Benjamín estaba arrodillado en el otro extremo del pasillo, tratando de ajustar algo en una caja. Hablaba sin verla.

—¿No fuiste a la escuela?

Carmela se percató de que llevaba puesto su viejo camisón de Hello Kitty. Cruzó los brazos.

—¿Y la culebra?

—Ah, la culebra… —dijo él con cierto sarcasmo, y por fin subió la mirada hacia Carmela—. ¿Qué, estás enferma?

Ella solo cruzó los brazos más fuerte.

—Pues no hay culebra —dijo Benjamín mientras, aún hincado, encendía un cigarrillo.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir, linda, que no hay culebra.

—Claro que hay.

Benjamín fumaba en silencio, observándole los pies descalzos.

—Mira… —dijo guardando ya la cajita en su bolsón militar—. Hemos probado con todo. Ratoncitos muertos, ratoncitos vivos, lombrices, ranas pequeñas, varios tipos de insectos. Y nada.

—¿Cómo que nada?

—No hay nada.

—Pero si hemos visto a la culebra —dijo Carmela con tono desesperado.

—Ayer estuve aquí toda la tarde, buscándola personalmente. Y créeme cuando te digo que no hay nada.

—¡Pero sí hay algo! —le gritó Carmela, y casi se ahoga en un largo sollozo.

Benjamín bajó la mirada y le hizo un nudo al bolsón militar.

—¡Usted ponga las cajitas de vuelta! ¡Me oyó! ¡Póngalas de vuelta! —le ordenó ella, llorando ya con soltura, sintiendo ya ese mismo ardor violento subiéndole desde el vientre. Y luego agregó en un susurro—: Por favor, póngalas de vuelta.

Benjamín se levantó en silencio, evidentemente confundido. Cogió el pesado bolsón con la mano izquierda mientras sostenía su cigarrillo con la derecha, y caminó despacio hacia donde estaba Carmela. Ella lo observó acercarse con mirada suplicante, sus mejillas húmedas y sonrojadas, sus labios aún temblando ligeramente. Ninguno decía nada. Ninguno sabía qué decir. Carmela de pronto estiró un brazo. Agarró la mano derecha de Benjamín y, con todo y cigarrillo, la guió hacia ella y la colocó sobre uno de sus pechos, presionándola y estrujándola contra uno de sus pechos hasta sentir que esa mano empezó a moverse por sí sola, con deseo propio. Carmela dejó que los espirales de humo le bañaran el rostro. ■ ■


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