Autor: 7 abril 2008

Toni Montesinos

A Germán Gullón

En pleno noviembre, de visita en Amsterdam, el frío no resulta demasiado penetrante pese a que la temperatura es bastante baja; el viento parece un aliado del paseo, la constatación del otoño marronverdoso, y es la llovizna la protagonista absoluta de un cielo, gran nube gris, que duerme sin estallar, lagrimeando muy digna y persistentemente. Esa llovizna, los edificios de pocos pisos, los puentes sobre los canales, la grisura: Amsterdam, hermana gemela de Dublín, comparte todo con esta en la distancia, y si uno por fin reuniera cobardía para tirarse al agua y desaparecer en el fondo, acabaría resucitando en el río Liffey, y allí en Irlanda volvería a encontrarse con esta misma lluvia, con el aire gris, con la monotonía de vivir en un pueblo cosmopolita.

Una sensación de extrañeza, muy pronto, colapsa las huellas de la caminata a la deriva, y el silencio se adueña del suelo y del aire, lo que distingue a Amsterdam de cualquier otra gran ciudad europea. Simplemente, no existe el ruido: es raro andar desde la Central Station, donde hay prisa en las piernas circundantes y un ligero rumoreo a la salida, y recorrer, al cabo de pocos minutos, las calles mudas y poco pobladas: sin apenas gente con la que cruzarse, prácticamente sin un coche después de abandonar el centro urbano que se abre frente a la estación, deambulando a media mañana abrigado hasta la desmesura, como si llegar a una ciudad del norte despertara el frío del miedo, de repente he sido el centro de atención solitario de los maniquíes de la extensa calle Spuistraat.

El resplandor rojo, ciertamente, atrae la pupila, que primero se deja atrapar por la luz tenue del escaparate carnal, y luego ve a la mujer, con lencería roja, que sonríe pidiéndote que vayas adentro de ese cubículo, adentro de ella… Igual que las estatuas humanas de las Ramblas que actúan de mimos estáticos para los turistas, de forma parecida a la camarera de rutina quejumbrosa o al barman escéptico y cansado, esas mujeres que esperan al cliente distraído cuyos instintos no se han despertado aún a esas horas, o al varón erecto y decidido, van mirando enfrente la vida pasar, aunque ellas desde la pecera que forma el vidrio de su gran ventana pública.

Paseo con Flaubert

Sugestionado por el protagonista de la novela que he empezado a leer en el aeropuerto de Barcelona, Noviembre, escrita por un Gustave de veintiún años, en 1842, me pregunto qué pasaría si llamara a la rubia entrada en años o a la negra voluptuosa que se han insinuado con las artes de su oficio, o incluso a la gorda morena que, pese a divisarme desde la otra acera —y yo a ella, al apartar la mirada tímida de unos ojos que se vendían a mi izquierda—, ha logrado reclamarme con una simpatía más amigable que sexual.

Ese personaje flaubertiano, elegante y estéticamente putero, está obsesionado con las mujeres, las lícitas y las amantes, y sobre todo con las que negocian con su cuerpo, lo que le despierta no sólo curiosidad y morbo, sino un idealismo contaminado de literatura y sensualidad iniciática. De ahí que se proyecte en una ensoñación adolescente, romántica, que lleva a cabo en primera persona a lo largo de un texto que constituye el espejo y la alegoría de sus propias emociones, que analiza las reacciones instintivas de su cuerpo, que expone unos pensamientos, habitados por el esplín, que coquetean con la muerte y sufren una poderosa atracción por el eco de ciertos términos: mujer, amante, adulterio.

Flaubert no quiso publicar Noviembre en su momento al considerarla solo un ejercicio, la traslación de una idea, la descripción sensorial y anímica que le provocaba la pulsión sexual de sus diecinueve años, a un lenguaje literario preciso, fino pero también ampuloso. Un lenguaje, pues, que se mira a sí mismo y construye una obra de ficción hasta conformar esa «nada» que deseó tanto y que, en este caso, queda explícita en el subtítulo, «Fragmentos de un estilo cualquiera». Quién no desearía alcanzar su célebre aspiración, expresada por carta a Louise Colet en 1852: «Lo que me parece bello, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo». Hoy el bueno de Flaubert enviaría sus manuscritos a las editoriales y, en el mejor de los casos, le contestarían al cabo de cuatro, cinco o seis meses —o en muchas ocasiones, nunca—, rechazando su obra una y otra vez. Ahora hay que alimentar de datos claros, de historia lejana y a poder ser con guerra mundial o civil de fondo, de acciones contrarias a la ambigüedad, cualquier clase de narración. En España, en el siglo xxi el escritor es la víctima absurda del lenguaje estándar y de los tópicos efectistas que las editoriales, de repente todopoderosas en su capacidad para imponer la moda de la simpleza y el orden vacuo, esperan encontrar en las nuevas novelas con sabor a periodismo barato, con gusto de lectura de usar y tirar. Amancebado por la obediencia ante el mundo empresarial del libro, sin recursos para manifestar un gusto contrario pues ni se le va a escuchar al no tener ni una plataforma para ello y ni siquiera el mínimo valor —he ahí la dictadura de lo políticamente correcto—, el escritor, a menos que provenga de Estados Unidos (de lo que se vende solo) o del Este europeo (del prestigio fosilizado), es un funcionario más de la cultura presurosa, del arte ¿rebajado, sublimado? a producto. Pero él mismo, en cierta medida, se lo ha buscado: muchas veces, las palabras dinero, ventas o agente literario aparecen antes que otras relacionadas con la pasión artística en las conversaciones de los escritores jóvenes, viejos de mentalidad por culpa de haberse acomodado a la implantación de los métodos coercitivos de publicar. Tal vez se han precipitado al incorporarse a ese circo, eliminando un idealismo que el tiempo, de todas formas, ya se hubiera dedicado de borrar más pronto que tarde. En cuestión de escritura y edición, ya nada es memorable, ya nada atraviesa el corazón. Uno, que no es ni mejor ni peor que esos autores que tienen la suerte o la desgracia de vivir de la literatura convencional —más bien, reconozcámoslo sin pudor, bastante peor; más débil, más torpe, más ingenuo, con más posibilidades a diario de tirar la toalla—, se consuela con lo que dijo un día Vincent a Théo van Gogh: «Así es como encaro las cosas: continuar, continuar, eso es lo necesario». Qué otra cosa queda, en verdad, qué hay más allá fuera del atrezzo del mundo literario, de sus tendencias pasajeras y caprichos empresariales. Realmente, el loco del pelo rojo, por decirlo con el título en castellano de la película de Vincente Minelli Lust for life, y el creador de la suicida Emma Bovary, estarían de acuerdo como lo están siempre los auténticos artistas: «Y es que siento en mí la obstinación y estoy por encima de lo que la gente pueda decir de mí y de mi obra», escribió el pintor a su paciente hermano. A los que estamos tan lejos de llegar a tamaña seguridad, solo nos queda colarnos de forma infantil en la fila de escritores que esperan su turno para firmar esa frase: ponernos detrás de Bukowski, aprovechando que apura su enésima lata de cerveza y no nos ve; antes que un bondadoso Pessoa, ensimismado con su media sonrisa dirigida al suelo ceniciento; en un lado donde la mirada severa de Melville no nos intimide hasta comprender que ese lugar es solo para los elegidos, los que vivieron conforme a lo que pensaron, sin traicionarse a sí mismos ni a los demás.

El mes de los recuerdos

Callejeando, hasta que sea la hora del encuentro con el amigo que me espera en el despacho de su universidad, yendo por el casco antiguo o Dam Square, frente a las librerías de la plaza Spui, mirando de soslayo el Museo de Historia de Amsterdam, el Centro de Estudios sobre el Holocausto o la Casa de Ana Frank —un pobre niña asesinada convertida en reclamo turístico, en obra de teatro, en película y en no sé cuántos productos—, de súbito me detengo ante algo que me inspira mucho más: un bonito restaurante, aún cerrado, llamado November. El silencio, ya orquestado con la música de la memoria incontrolable, lo anula Frank Sinatra, al que no me he molestado en recordar, susurrándome «November in my years». Y toda la turbación del noviembre anterior, origen y fin de un desmoronamiento personal, de las pisadas a los escenarios de la decepción por ver cómo la compañera de toda una vida caía en el pozo del engaño degradante y cruel, se concentra en las palpitaciones de un pecho aburrido de latir. Entonces, vuelve la idea íntima —somos animales cíclicos, un tiempo se solapa en la rememoración con otro tiempo, yendo todo en círculos— y la primera frase del primer protagonista flaubertiano: «Amo el otoño. Esta triste estación es apropiada para los recuerdos», se condensa en la vivencia de ese instante en otra ciudad, dentro de un futuro lleno de incertidumbres, de un pasado temor que aún tiembla ante sí mismo.

El silencio de Amsterdam, una ciudad que deja en paz su subsuelo acuático, sin superficies comerciales ni grandes almacenes, sin el ruido colosal al que nos hemos habituado los urbanitas occidentales, con sólo el sonido de las ruedas de las bicicletas desplazándose por la absoluta planicie que forma la geografía holandesa, enfatiza esta sensación de pérdida, de no saber hallarse en el camino de la esperanza. Pero existe siempre el antídoto de semejante veneno: la buena compañía, que lo acaba sosegando todo. Así, un vistazo con mi amigo al Van Gogh Museum tras tomar juntos el tranvía, una larga caminata nocturna por el Amsterdam más popular, hace risueño el presente y suaviza la vida con la caricia de un padre a su hijo. Mientras andamos, además, en el año 1992 Julien Gracq recorre las mismas calles, como apunta en un libro de viajes tras dar una vuelta por la noche y encontrarse, precisamente, con «este silencio, este entorpecimiento vespertino de una gran ciudad que parece indicar a todos ingenuamente, casi ruralmente, la hora reconfortadora de acostarse». Gracq, muerto a finales del 2007 en su pueblo natal, un autor que podría ponerse con todas las de la ley en la cola para firmar la frase de Vincent, pues tuvo la honestidad de rechazar el premio Goncourt en 1951 por El mar de las Sirtes, escribir lo que le dio la gana y permanecer absolutamente apartado de todas las tentaciones que rodean a un escritor de prestigio superior —en el extremo de la vanidad pública, hay tantos adictos a los hoteles lujosos y a fotografiarse con el político de turno que ni pongo ejemplos—, expresa muy bien en su diario viajero el con y el sin de Amsterdam: «Ciudad que no tiene de una capital ninguno de sus atributos vulgares: ministerios y embajadas, banderas, palacios oficiales, relevo de la guardia, lujo administrativo glacial y hoteles estandarizados, pero que ha conservado todas las prerrogativas secretas y cálidas: los relicarios de arte, el dinero acumulado, la preservación de una cultura antigua y elevada, sin reclamo y sin oropeles, la secular, la muy sutil gestión del matrimonio entre una población y un espacio. Ciudad cortada, ciudad término —y no nudo de comunicaciones— que se rebobina y se cierra sobre sí misma en el ovillo apretado de sus canales: excéntrica para Holanda, central para el mundo, por el pensamiento, el arte, el gusto por la libertad, el espíritu de seriedad conjugado con el espíritu de aventura». Se trata, ciertamente, de la ciudad de la discreción y la serenidad, paraíso del aventurero sedentario y del que anhela sentirse libre por completo; seguramente una de las pocas que ofrece, con la naturalidad que confiere el hábito intrínseco de respetar al prójimo, una iglesia rodeada de una calle repleta de locales donde, mientras un tipo pegado a una puerta, cual espía cutre de película de serie B, nos ofrece cocaína sin demasiado convencimiento, se lee lap-dance, streaptease o massage, metros antes de llegar a una tienda en cuyo escaparate se exhiben condones con la forma de la Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad para elevar el fornicio a eyaculación arquitectónica.

La locura de antaño

No fue en noviembre, sino en Semana Santa, la de 1989, cuando un grupo de estudiantes de tercero de Bachillerato cantaba una canción obscena y divertida sobre los testículos de un tipo, grandes como «angelotes de esos que hinchan los carrillos en los cuadros de… Murillo». La escena sucede en el interior de un autocar, camino a Amsterdam, en algún momento de las veinticuatro horas que duró aquel trayecto que la memoria guarda de modo fantasmal, solo con el soporte de ciertas fotografías de los compañeros que la vida ha dispersado, del propio torso juvenil, delgado y sin confianza.

En aquel largo viaje por carretera, abría los ojos en la duermevela de la noche, y entonces descubría la cara psicótica de un estudiante incendiario que miraba con fijeza la llamita de su encendedor. Y entonces, de forma inesperada, como representándose únicamente para mí, pues el vehículo permanecía dormido desplazándose por el túnel de la oscuridad, apareció en el televisor la película de la que habla su protagonista, Kirk Douglas, con estas palabras: «Pensé por primera vez en hacerla cuando Jean Negulesco, un director rumano […] que también era artista, cogió una foto mía, y le dibujó barba y un sombrero de paja. El parecido era sorprendente». El actor que, en cada Navidad televisiva, se reencarna en el musculoso Espartaco, habla de Lust for life (1956) —basada en una obra de Irving Stone, un especialista en novelar vidas célebres: de Darwin, Lincoln, Miguel Ángel y Freud, entre otras— como «una experiencia sensacional y dolorosa. Lo sensacional fue trabajar con Vincente Minnelli, un director nervioso e impaciente con los actores. […] Lo doloroso consistió en sondear el alma de un artista atormentado».

Todo lo que yo sabía de arte era por pura intuición, por la observación autodidacta, por dedicarme a dibujar y a pintar desde muy pequeño, pero sí conocía, por la experiencia que proporciona darte de bruces con el infortunio, lo que era vivir en un constante tormento, algo inútil a menos que se transforme en moralejas que uno, luego, se esfuerce en creer. Así, como mínimo, cuando transcurre el tiempo y la Mala Fortuna se olvida de ti una temporada, puedes entender más que otro estos versos de Charles Bukowski: «algunos no enloquecen nunca / qué vida tan horrible / deben de llevar».

Esta locura de Bukowski, muy de cara a la galería, bien es cierto, que promueve la idea de un desequilibrio terapéutico, es muy distinta de la locura interior que nadie es capaz de percibir en los locos que, disimulando, se arrastran por la existencia sin comprender cómo desarticular la bomba de su propia demencia; se trata de la misma locura que se va posando en el alma del suicida, ese que, tras matarse, deja a todo el mundo extrañado, pues la gente por lo común no podrá decir por qué hizo tal cosa, pues nada en apariencia condujo al muerto voluntario a ejecutar esa desesperada acción final. El psiquiatra Karl Jaspers, en su estudio de 1949 sobre el arte y la locura, afirma: «Se constata en Van Gogh un fenómeno extraordinario: la actitud soberana respecto a su enfermedad». ¿Pero cuál era la enfermedad de Van Gogh y cuál exactamente la relación de esta con el arte obstinado, de continuar y continuar, de mezclar colores en un lienzo?

En aquella fridelísima Semana Santa holandesa, no me tiré a un canal para descansar en paz por vez primera en dieciséis años; no besé a ninguna chica, no fumé cigarrillos ni abusé de la cerveza como muchos de los compañeros que, ante mi aturdimiento, volvieron una noche al albergue Vondelpark convertidos en alegres e inocentes borrachos de taberna. ¿Qué les pasaba a aquellos cuerpos de pronto ingrávidos, adorablemente risueños? ¿Todos se habían vuelto locos o era yo, el sobrio por entonces, el que no participaba de sus gestos cuerdos? Ellos eran la cara de la mágica abstracción; yo, el realista anacrónico, el adolescente huérfano con ramalazos paternalistas. Tras aquellos días, regresaba a Barcelona sin juerga que contar, con una camiseta burlesca de La ronda de noche de Rembrant, una gorra con molinos, una bufanda blanca, una jarra cervecera, un paseo frente a los cuadros del Rijksmuseum y las putas de las habitaciones rojas.

Casi veinte años después, en mi visita a la ciudad silenciosa, a la galería donde vi mis ojos acobardados en los ojos de los autorretratos de Van Gogh, me apropio de la quietud exterior y siento que todo sigue igual, que la soledad de antaño es la misma del presente, que apenas cambia nada aunque todo se modifique: ahora también hay que limpiar la memoria con viajes, huyendo sin salir de uno mismo; ahora lo indispensable es estar acompañado y esperar el futuro piadoso, resignándose al destino impuesto por la realidad. El de Vincent era estar solo y ayudar a los más pobres, pero no pudo soportarlo y acabó conviviendo un tiempo con una prostituta en Arlés, como bien refleja El loco del pelo rojo, que cuenta con una secuencia en la que esa mujer, Christine, hace de modelo para él. Y es que, como señaló Juan Antonio Vallejo-Nájera, «el trato con ramerillas tenía en su etapa de pintor cierta explicación profesional», pues le costaba encontrar modelos para retratar. Un amor imposible aquel, sin embargo; como el del narrador de Noviembre, el álter ego de Flaubert, que explica el impacto de su primer contacto carnal con la furcia Marie.

Calle Spuistraat. Luces rojas. Una llovizna cargada de recuerdos retorcidos con mentiras. Un caminar perpetuamente horizontal. Respetables seres humanos vestidos de dementes inmundos. Locos deseando sentirse seres humanos para empezar a respetarse y dejar de creer que valen más muertos que vivos.

Todavía hoy, consciente de que durante mucho tiempo fui alguien que pasó alrededor de las orillas isleñas de la locura —como atravesando, cuerdo, una ciudad desconocida y puesta del revés, sin mapa ni lugar donde repostar ni ser recibido— de esa locura vulgar y corriente que da el padecer desde temprano la muerte, la soledad y la pobreza, me dan miedo los locos con los que me cruzo y oigo hablar solos, perdidos en su mundo caótico de lenguaje y visiones existente sólo para su desencajado cerebro. En la calle les evito, al igual que me ocurría con las bandas de skin heads que veía en los finales de los años ochenta y comienzos de los noventa en mi barrio miserable, sobre todo después de que una tarde me propinaran puñetazos y patadas, sentado en un vagón de metro, sin que nadie se atreviese a levantar la voz ante la agresión en grupo; y así, no les miro, o me separo del caudal que van tomando mis pasos. A esos locos, casi siempre inofensivos, aunque a veces lleven el gesto de la violencia inhibida en el rostro, los imagino de repente gritándome, pegándome, escupiéndome, mirándome con la intensidad de la propia imagen despreciándose ante un espejo. En cierto sentido, son todos la prolongación de mi padre, cuyas coplas a su muerte no escribiré: un individuo con alma diabólica que destruía todo a su paso y que ahora es sólo un vagabundo, un hombre enfermo declinando el verbo fracasar. Son larvas, pájaros en el cascarón todos los locos que yo veo, cachorros que balbucean la canción del dolor. Nada más.

El loco teme al loco; es su propio y principal enemigo. Me basta pisar el suelo de la calle para que nunca se me olvide ese estúpido pensamiento; por si algún día caigo y caigo y caigo, y en el pozo ni siquiera hay eco con el que pedir auxilio y no puedo, ni quiero ya, volver a levantarme.

Referencias de las citas

Gustave Flaubert: Noviembre, traducción de Olalla García, Madrid: Impedimenta, 2007.

Cartas a Louise: Colet, traducción de Ignacio Malaxecheverría, Madrid: Siruela, 2003.

Vicent Van Gogh: Cartas a Théo, traducción de Francisco Oraa, Barcelona: Idea Books, 1999.

Julien Gracq: A lo largo del camino, traducción de Cecilia Yepes, Barcelona: Acantilado, 2007.

Kirk Douglas: El hijo del trapero, traducción de Iris Menéndez, Barcelona: Ediciones B, 1998.

Charles Bukowski: Arder en el agua. Ahogarse en el fuego, traducción de Eduardo Iriarte, Barcelona: La Poesía, señor hidalgo, 2004.

Karl Jaspers: Genio artístico y locura, traducción de Adán Kovacsics, Barcelona: Acantilado, 2001.

Juan Antonio Vallejo-Nájera: Locos egregios, Barcelona: Planeta, 1989.


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