Autor: rafael 13 julio 2010

Mitologías de invierno.
El emperador de Occidente.
Pierre Michon.
Ediciones Alfabia.
166 páginas.
Barcelona, 2009.

Como ya hizo Anagrama en Cuerpos del rey, el último de los libros que ha publicado hasta el momento de Pierre Michon, la joven y pujante editorial Alfabia ha reunido dos títulos en un volumen del autor francés: Mitologías de invierno, que se publicó en Francia en 1997, y El emperador de Occidente, una nouvelle de 1989. El motivo, en ambos casos, no es otro que la brevedad de cada uno de los originales por separado. El resultado, también en ambos casos, los hace doblemente apetecible.

Autor: rafael 6 julio 2010

En el café de la juventud perdida
Patrick Modiano
Anagrama, Barcelona, 2008

Todos somos Modiano

Ya nos había presentado Modiano las tres vidas de mujeres anónimas, y plenamente conscientes de serlo, que poblaron su libro Las Desconocidas, que publicó en castellano Debate, en 2001. Su lectura dejó en este lector la sensación de que había más, de que el autor tenía mucho más que contarnos de cada una de esas jovencitas, casi adolescentes, a las que el destino o el azar, siempre aliados contra ellas, había llevado a vidas difíciles, inseguras, aunque dignas en sus modestas soledades.

Autor: admin 6 mayo 2009

Francisco Alba

Se entiende el complejo de los escritores franceses cuando se ven obligados a admirar la obra del pequeño Arturo. André Gide tiene la gallardía de declararlo: «La lectura de Rimbaud y del canto VI de Maldoror me hacen sentir vergüenza de mis obras». Y como él tantos otros: Camus, Sartre, Roger Caillois, Maurice Blanchot, René Char, André Breton. Todos más o menos admirables y grandes escritores. Es natural, si somos esa cosa que se llama un «hombre de letras» y encima somos franceses, ¿con qué actitud nos pondremos a escribir un ensayo o una novela o un cuento sabiendo que este jovenzuelo abandonó la poesía a los 19 años? Los mejores entre ellos sabían que cada vez que se ponían a escribir un libro, cosas del oficio, el insolente muchacho estaba mirando por detrás del hombro y seguramente más de uno oiría sus carcajadas y sus insultos, como si fuera Lucifer. Pero no sólo se reiría del producto sino de la actitud del escritor, ese serio ponerse a escribir, a ejercer la literatura con el culo sentado en el asiento. El ejemplo disuasorio de Rimbaud, que es un fenómeno mundial, también puede servirnos a nosotros, españoles de a pie. Jorge Guillén, por ejemplo, dice en uno de sus poemas: «Un hombre / con furia adolescente / —¿Angélico? Ya es tarde. Ni diabólico— / Se adivina y dice: / «Es sagrado el desorden de mi espíritu» / Se pudo trascender ese desorden: / Y se llegó a la meta: / Je fini par trouver sacré… / ¡Qué audacia, / qué insolencia genial, qué disparate!». Pobre viejo glorioso con su musa decrépita. José Ángel Valente también lo sabía: «Lautréamont y Rimbaud murieron. / ¿Podríamos nosotros sobrevivirlos?». Y termina con esta invocación: «Salud, adolescentes de la tierra».

Autor: admin 5 mayo 2009

Luis Cruz

En frase de Saint-Saëns, «Rameau fue el mayor genio musical que ha producido Francia». Lo decía el músico encargado de supervisar la edición de sus obras completas en 1895. No sorprende esta afirmación admirativa si se tiene en cuenta que la recuperación de la música de Rameau comenzó con el interés de los románticos franceses por encontrar un espíritu diferenciador de la música nacional francesa.

Nadie mejor que Jean Philippe Rameau, adalid del «estilo francés» creado por Lully y ardiente defensor de la ópera francesa frente a la italiana, para encarnar ese esprit national; si tenemos en cuenta no solo su producción musical sino sus aportaciones teóricas al estudio de la armonía que culminaron en la fijación del acorde perfecto mayor y sus inversiones como bases para la modulación tonal, logro que pervive en nuestros días.

Autor: admin 1 noviembre 2007

José Luis Atienza Merino

Cuando hace meses acabé la lectura de Les Bienveillantes, la célebre novela de Jonathan Littell, que en el otoño de 2006 recibió los dos galardones más importantes de la literatura francesa, el Gran Premio de la Academia y el Goncourt, y cuya traducción al castellano RBA había prometido para comienzos de 2008 pero ahora anuncia —¡hagamos caja cuanto antes señores y mejor en Navidad! (en Francia Gallimard parece haber vendido en un año no lejos de un millón de ejemplares)— para el 7 de noviembre de 2007, la primera de mis urgencias fue darme un largo baño purificador, que hubiese aderezado con sales minerales y aromas florales de haber tenido esos productos en las repisas de mi cuarto de aseo. Tenía necesidad de limpiarme de los olores a cuerpos putrefactos, carne incinerada, sangre, mierda, orines y vómitos, de los que me había impregnado durante las repetidas, interminables, terribles y crudas escenas a las que había asistido en primerísimo plano y de las adherencias sobre mi piel de esquirlas de huesos craneanos y restos de masa cerebral que me habían alcanzado durante las frecuentes ejecuciones masivas que había contemplado allí donde el autor me había colocado, al borde mismo de las inmensas fosas colectivas excavadas poco antes por las manos de los mismos judíos que, bajo el efecto de las balas, descerrajadas frecuentemente a bocajarro en la frente o en la nuca, caían inánimes en ellas sobre el fango enrojecido y los cuerpos aún tibios de los que les habían precedido, y también de las salpicaduras de semen y otros fluidos corporales efecto de la impuesta asistencia a los violentos, fríos y deshumanizados encuentros sexuales de Max Aue, el oficial de las ss protagonista de la novela, o del paso, en su compañía, bajo los cadáveres calientes y desnudos de ahorcados «cuyas vergas hinchadas todavía eyaculaban».

Autor: admin 6 mayo 2007

José Luis Atienza

lo largo de dos años, se conmemora en Francia —y en el mundo— el 150 aniversario de Madame Bovary. Dos años, con la buena excusa de que si la célebre novela de Gustave Flaubert vio primero la luz, en seis entregas, en la Revue de Paris, entre octubre y diciembre de 1856, en una versión expurgada gracias a los inútilmente calculadores oficios de Maxime du Camp, la edición definitiva, no censurada y en volumen, no llegaría al público hasta abril de 1857, después de que el autor hubiese sido absuelto, el 7 de febrero, de la acusación, a pesar de la preventiva tijera de Du Camp, de ofensas a la moral. El ruido causado por el juicio constituyó una impagable publicidad para la ópera prima de Flaubert, que obtuvo así su único auténtico éxito de ventas: el editor Michel Lévy vio, con gozoso asombro, cómo la generosísima primera tirada de 15 000 ejemplares se agotaba en menos de dos meses.

Autor: admin 2 enero 2007

José Luis Atienza

Si uno hace el esfuerzo de teclear en un buscador de Internet (y les aseguro que esta actividad, tan natural hoy día para la mayoría de las personas, es gravosa al máximo para mí, que no solo prefiero el tren al avión para hacer mis viajes —para darme ocasión de atravesar lentamente los espacios y estar más pegado a los paisajes, y no por miedo alguno a volar—, sino que añoro los desplazamientos en diligencia —que alguno de mis muy humildes tatarabuelos quizás pudo realizar con ocasión de un acontecimiento excepcional—, aspiro aún a pasear algún día en calesa por el campo, echo de menos los no vividos tiempos sin teléfono —aquella dichosa era en que un mensajero podía llamar en cualquier momento del día a la puerta, portador de un rápido billete garabateado por una mano amiga urgiéndonos, por ejemplo, a presentarnos en su domicilio para compartir cena y quizás lecho—, me resisto a dejar de manuscribir cartas —¡siempre con estilográfica, por cierto!— y cada día espero con impaciencia la llegada del cartero —hasta el punto de que, si estoy en casa, en cuanto oigo el timbre me precipito escaleras abajo, ¡el inmueble en que vivo carece de ascensor!, anhelando encontrar en el buzón otra cosa que monótonas comunicaciones bancarias o inmunda publicidad que, sin embargo, en ocasiones, ¡ay!, por un instante, hace aletear mi corazón pues la dirección impresa en el sobre imita la escritura manual—, me plazco, en fin, para no prolongar más esta enojosa letanía que me designa como hombre de otro tiempo, en utilizar reloj de bolsillo para hacer perdurar a través de mi cuerpo algo de la presencia y de la gestualidad de mis antepasados), si, repito, uno hace el esfuerzo de teclear en Internet, en lengua francesa y entrecomilladas, las palabras que dan título a este texto, no podrá no asombrarse de lo que, en décimas de segundo, el ciberespacio le devuelve envuelto en forma de 47 600 resultados: “Ruta del Ron: una pasión francesa”, “El mar, una pasión francesa”, “Israel-Palestina: una pasión francesa”, “Disney: una pasión francesa”, “La rosa, una pasión francesa”, “El comunismo, una pasión francesa”, “El pacifismo, una pasión francesa”, “La industria: una pasión francesa”, y también, el duelo, la caza, la genealogía, el blog, Racine, el vino, la bosanova, el impuesto, los cursos de jardinería, la escuela, el laicismo, Egipto, el güisqui, la prevención…, además de otros muchos sustantivos que aparecen —en repetidas ocasiones, como los anteriores— adjetivados del mismo modo en esa interminable lista.

Todo parece susceptible de alimentar la pasión de nuestros vecinos, a pesar de que, o quizás por ello mismo, uno de sus hijos más preclaros, Jean-Paul Sartre, les aldabonease hace ya tiempo la conciencia gritándoles que la vida es una pasión inútil. Pero hay una realidad que se impone a esa fragmentación de objetos parciales sobre los que los hexagonales depositan inmoderadamente sus afectos, algo que no solo concita la unanimidad sino que aparece como un absoluto: la lengua, su lengua, por la que experimentan una pasión desmedida, hipertrófica, solo igualada, ¡e incluso superada!, por la que hacia el francés y lo francés sienten algunos creadores originarios de otros países, lenguas y culturas, que adoptan lo francés como propio o como objeto de todos sus desvelos de estudio. En el entredós de esa puja, se genera un espacio de juegos de espejos y seducciones, de admiraciones, adoraciones y mutuos encantamientos dignos de estudio, que podríamos ilustrar con estas palabras de Théodore Zeldin —sociólogo e historiador británico, profesor de la Universidad de Oxford, autor, precisamente, de una célebre y monumental Histoire des passions françaises (Payot, 1994)—, capaces de hacer enrojecer de orgullo y autosatisfacción a los galos: “Francia ha sido para mí un laboratorio maravilloso, de gentes que tienen una historia muy rica, que son capaces de expresarse muy bien, con belleza pero también con lucidez y precisión, sobre todo lo que es la actividad humana. Es como si tuviese un amigo o una amiga que me pudiese decir todo sobre la vida, porque los franceses han explorado la vida desde todos los lados y han reflexionado sobre ello, y si hubiese escogido otro país sin literatura o con una literatura mucho más mediocre no hubiese podido hacer lo que he hecho” (declaraciones a la Colección La Mémorie Vivante, de la cadena de TV temática Histoire).