Autor: admin 6 mayo 2007

José Luis Atienza

lo largo de dos años, se conmemora en Francia —y en el mundo— el 150 aniversario de Madame Bovary. Dos años, con la buena excusa de que si la célebre novela de Gustave Flaubert vio primero la luz, en seis entregas, en la Revue de Paris, entre octubre y diciembre de 1856, en una versión expurgada gracias a los inútilmente calculadores oficios de Maxime du Camp, la edición definitiva, no censurada y en volumen, no llegaría al público hasta abril de 1857, después de que el autor hubiese sido absuelto, el 7 de febrero, de la acusación, a pesar de la preventiva tijera de Du Camp, de ofensas a la moral. El ruido causado por el juicio constituyó una impagable publicidad para la ópera prima de Flaubert, que obtuvo así su único auténtico éxito de ventas: el editor Michel Lévy vio, con gozoso asombro, cómo la generosísima primera tirada de 15 000 ejemplares se agotaba en menos de dos meses.

Autor: admin 2 enero 2007

José Luis Atienza

Si uno hace el esfuerzo de teclear en un buscador de Internet (y les aseguro que esta actividad, tan natural hoy día para la mayoría de las personas, es gravosa al máximo para mí, que no solo prefiero el tren al avión para hacer mis viajes —para darme ocasión de atravesar lentamente los espacios y estar más pegado a los paisajes, y no por miedo alguno a volar—, sino que añoro los desplazamientos en diligencia —que alguno de mis muy humildes tatarabuelos quizás pudo realizar con ocasión de un acontecimiento excepcional—, aspiro aún a pasear algún día en calesa por el campo, echo de menos los no vividos tiempos sin teléfono —aquella dichosa era en que un mensajero podía llamar en cualquier momento del día a la puerta, portador de un rápido billete garabateado por una mano amiga urgiéndonos, por ejemplo, a presentarnos en su domicilio para compartir cena y quizás lecho—, me resisto a dejar de manuscribir cartas —¡siempre con estilográfica, por cierto!— y cada día espero con impaciencia la llegada del cartero —hasta el punto de que, si estoy en casa, en cuanto oigo el timbre me precipito escaleras abajo, ¡el inmueble en que vivo carece de ascensor!, anhelando encontrar en el buzón otra cosa que monótonas comunicaciones bancarias o inmunda publicidad que, sin embargo, en ocasiones, ¡ay!, por un instante, hace aletear mi corazón pues la dirección impresa en el sobre imita la escritura manual—, me plazco, en fin, para no prolongar más esta enojosa letanía que me designa como hombre de otro tiempo, en utilizar reloj de bolsillo para hacer perdurar a través de mi cuerpo algo de la presencia y de la gestualidad de mis antepasados), si, repito, uno hace el esfuerzo de teclear en Internet, en lengua francesa y entrecomilladas, las palabras que dan título a este texto, no podrá no asombrarse de lo que, en décimas de segundo, el ciberespacio le devuelve envuelto en forma de 47 600 resultados: “Ruta del Ron: una pasión francesa”, “El mar, una pasión francesa”, “Israel-Palestina: una pasión francesa”, “Disney: una pasión francesa”, “La rosa, una pasión francesa”, “El comunismo, una pasión francesa”, “El pacifismo, una pasión francesa”, “La industria: una pasión francesa”, y también, el duelo, la caza, la genealogía, el blog, Racine, el vino, la bosanova, el impuesto, los cursos de jardinería, la escuela, el laicismo, Egipto, el güisqui, la prevención…, además de otros muchos sustantivos que aparecen —en repetidas ocasiones, como los anteriores— adjetivados del mismo modo en esa interminable lista.

Todo parece susceptible de alimentar la pasión de nuestros vecinos, a pesar de que, o quizás por ello mismo, uno de sus hijos más preclaros, Jean-Paul Sartre, les aldabonease hace ya tiempo la conciencia gritándoles que la vida es una pasión inútil. Pero hay una realidad que se impone a esa fragmentación de objetos parciales sobre los que los hexagonales depositan inmoderadamente sus afectos, algo que no solo concita la unanimidad sino que aparece como un absoluto: la lengua, su lengua, por la que experimentan una pasión desmedida, hipertrófica, solo igualada, ¡e incluso superada!, por la que hacia el francés y lo francés sienten algunos creadores originarios de otros países, lenguas y culturas, que adoptan lo francés como propio o como objeto de todos sus desvelos de estudio. En el entredós de esa puja, se genera un espacio de juegos de espejos y seducciones, de admiraciones, adoraciones y mutuos encantamientos dignos de estudio, que podríamos ilustrar con estas palabras de Théodore Zeldin —sociólogo e historiador británico, profesor de la Universidad de Oxford, autor, precisamente, de una célebre y monumental Histoire des passions françaises (Payot, 1994)—, capaces de hacer enrojecer de orgullo y autosatisfacción a los galos: “Francia ha sido para mí un laboratorio maravilloso, de gentes que tienen una historia muy rica, que son capaces de expresarse muy bien, con belleza pero también con lucidez y precisión, sobre todo lo que es la actividad humana. Es como si tuviese un amigo o una amiga que me pudiese decir todo sobre la vida, porque los franceses han explorado la vida desde todos los lados y han reflexionado sobre ello, y si hubiese escogido otro país sin literatura o con una literatura mucho más mediocre no hubiese podido hacer lo que he hecho” (declaraciones a la Colección La Mémorie Vivante, de la cadena de TV temática Histoire).