Autor: admin 9 septiembre 2007

Marco Antonio Iglesias

Es bastante conocido que Ramón se trasladó a Ovie­do en el otoño de 1908, poco después de la aparición de Morbideces en abril del mismo año, para realizar los dos últimos cursos de la carrera de Derecho que había iniciado en la Universidad Central de Madrid. No lo es tanto, en cambio, que como buen hijo de burgués madrileño —y tan saludable costumbre ha llegado hasta nuestros días— ya desde niño había veraneado junto a su familia en la villa asturiana y marinera de Salinas. Sin embargo, no fue hasta 1975 cuando gracias a la decisión del escritor José Manuel Castañón vieron la luz unas cartas en las que este rendía honores a la que fuera sin duda una hermosa amistad: la de su padre, Guillermo Castañón —futuro abogado de prestigio en Pola de Lena (Asturias)— y un Ramón Gómez de la Serna lanzado entonces a lo que él llamaría más tarde «la depuración tremebunda para llegar a otras concepciones, a otras palabras, a otros personajes, a otros vagidos» (Automoribundia, p. 207). Sabemos por dicho epistolario que el autor de las greguerías echó novia en Oviedo —la misteriosa María Jove— y se relacionó en la capital asturiana (1908-09) con un grupo de bohemios y jóvenes intelectuales, compañeros de aula en la mayor parte de los casos: Juan Uría Riu, futuro historiador de renombre; Eduardo Martínez Torner, folclorista y musicólogo; el escultor Víctor Hevia; el poeta Fernando Señas Encina; el periodista José Antonio Cepeda y Álvarez, el propio Guillermo Castañón y otros que formarían la tertulia La Claraboya en el céntrico Café Español de Vetusta; Ramón Pérez de Ayala, por cierto, no se encontraba ya en Oviedo sino en Londres, huido de la conservadora Vetusta desde 1907 a raíz del escándalo provinciano que había provocado la publicación de su novela Tinieblas en las cumbres.

Autor: admin 17 enero 2006

Marco Antonio Iglesias

La extraña figura del marqués de Valero de Urría fascinó en su día a quienes tuvieron el placer de conocerle y sigue fascinando hoy a quienes, degustadores de exquisitas rarezas literarias, nos hemos aventurado a bucear en las páginas más olvidadas del Parnaso. Conste que al decir “Parnaso” no me refiero aquí al habitado por las nueve musas quevedescas, ni al que cantara Cervantes en su célebre Viaje cuando “llegó al Parnaso, y fue del rubio Apolo / agasajado con serena frente”. No. Este es el Parnasse francés del siglo xix, o refinada escuela poética —helenismo, culto a la Belleza, desdeñosa impasibilidad y verso aristocratizante— que bebió en Baudelaire y tuvo en Leconte de Lisle, en Léon Dierx y en José María de Heredia a sus vates más eximios. Lo que es aquí, apenas estuvo representada por un par de diplomáticos (Juan Valera, Antonio de Zayas) y nuestro excéntrico marqués: renombrado bohemio en el Oviedo “regentado” por Clarín y quizás el parnasiano español más consciente de serlo.