Autor: admin 29 septiembre 2009

Pablo Anadón

I. Extraño destino el del traductor de poesía. En su tarea se conjuga, de manera admirable y penosa, mucho de cuanto tiene de «esplendor y miseria» —utilizo la expresiva fórmula de Ortega y Gasset— la creación literaria. Digo el traductor de poesía, en particular, porque en su oficio, si es que puede hablarse de un oficio en su caso, se encuentran centuplicados los problemas que plantea toda traducción literaria.

Comencemos por las penas y miserias de la traducción. Ya el título mismo de estas páginas nos llama a la realidad: para cualquier lector puede ser apasionante asomarse al diario de un escritor, asistir a los secretos vínculos o rupturas entre la vida diaria de un autor y sus obras; ahora bien, ¿a quién puede interesarle espiar en el diario de un traductor? Vería allí a un hombre que por la mañana elige un adjetivo y por la tarde lo tacha; que ensaya hacia la noche una traslación en verso libre y por la madrugada descubre que el poema funciona mucho mejor en heptasílabos y endecasílabos… Vale decir: un traductor casi no posee vida, sino por interpósita persona; su función no es transfigurar su existencia y su experiencia del mundo en palabras, o, para decirlo borgeanamente, «convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor, un símbolo». Su cometido es mucho más modesto: consiste en tomar esa música, ese rumor, ese símbolo, que han sido plasmados por otro con tan milagrosa perfección en el idioma original, e intentar que su versión en la propia lengua no sea un ultraje al poema admirado. En este sentido, el diario de un traductor me hace pensar en las anotaciones que podría haber llevado uno de aquellos monjes medievales que pacientemente copiaban en un pergamino las obras que, sin su servicial intervención, se habrían perdido para siempre en el tiempo.

Autor: admin 29 noviembre 2006

El ala y la cigarra. Fragmentos de la poesía arcaica griega no épica
Traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal
Hiperión, Madrid, 2005

Seguramente, el lugar más común al que se suele acudir cuando se reflexiona sobre la traducción es el célebre adagio que hay que enunciar en ese dialecto del latín conocido hoy como “italiano” para no despojarlo de su indudable gracia: me refiero a aquello de traduttore, traditore, o sea, “el que traduce, traiciona”. Con él se ha pretendido siempre reflejar la resignada insatisfacción que necesariamente invade a quien intenta trasladar un texto elaborado en un determinado código lingüístico y literario a otro diferente: de una lengua a otra, vaya.