Autor: admin 3 septiembre 2009

Vicente Duque

A la memoria de Hans Mayer y Jean Améry

Cuando el viajero arriba a Breendonk, tras atravesar el plat pays bajo las brumas de un verano bochornoso y húmedo, apenas advierte que ha llegado a su destino. La fortaleza es una extraña excrecencia, un hongo de hormigón que ni siquiera destaca a la vista en el relieve de la llanura. Se diría el derrelicto de un antiguo naufragio abandonado en la landa, erosionado en los periodos de mayor inclemencia por el viento del norte, un sedimento de otra era varado en un campo domesticado y apacible que ha sido labrado por generaciones de hombres industriosos. Extendido, casi semihundido en la planicie, Breendonk es la carcasa de un monstruoso crustáceo de brazos amputados que el mar abandonó tras su incompleto repliegue de las tierras en edades pretéritas; en la larga playa que quedó tras la conmoción geológica y el retiro de las aguas, y que ahora es una dilatada extensión primero colonizada, y después roturada y cultivada, el inofensivo fósil gris de un animal otrora terrible y pavoroso. Solo el foso, parcialmente inundado, guarda, como un oscuro espejo de fondo de arena que refleja la imagen invertida de los cielos, el recuerdo de un piélago que todavía bulle con inquietud en la costa a escasa distancia y que parece infiltrarse en la tierra arcillosa en forma de numerosos veneros, como si reclamara insidiosamente su herencia.

Autor: admin 3 noviembre 2008

Vicente Duque

¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!

(Así habló Zaratustra, «De la Redención»)

… apariencia y fuego fatuo y danza de fantasmas

(La gaya ciencia, aforismo 54)

Maestro de la sospecha

«Maestro de la sospecha» llamó Michel Foucault a Nietzsche. El epíteto hace referencia a esa dimensión del pensamiento nietzscheano que durante mucho tiempo ha permanecido eclipsada por las grandes cuestiones del superhombre o el eterno retorno, cuestiones impregnadas por toda una literatura crítica posterior —sobre todo cuanto atañe al ideal del superhombre— de ciertos atavismos románticos, deudores de una concepción todavía metafísica de una historia poco o nada coherente con la concepción que se hacía el propio Nietzsche de esa misma historia, y de la cultura de la selección que la construye, como valor. El filósofo sería el creador de valores, y entre ellos se incluye a la misma construcción conceptual llamada «razón», en realidad un largo proceso degenerativo en el que se han ido afirmando los ideales nihilistas, los que niegan todo cuanto es fiel al «espíritu de la tierra». El consenso de los sabios, de todos aquellos que desde Sócrates se empeñaron en implantar de manera permanente «contra los apetitos oscuros» una luz diurna —se afirma en Crepúsculo de los ídolos— es una expresión de decadencia. El impulso ascendente de la razón no es sino la fórmula invertida de una enfermedad, un método de sanación que agrava lo que pretende corregir. De la sospecha, que aquí es sospecha de las construcciones de la razón, se deriva, casi instintivamente, el gesto del hermeneuta, del «perforador», del «horadador», del «socavador» de los bajos fondos que hurga «hacia abajo, hacia el fondo, hacia adentro, / hacia cada vez más profundas profundidades».

Autor: admin 2 marzo 2007

Vicente Duque

La lectura de La caída de Constantinopla, de Sir Steven Runciman, suscita la misma impresión de la que hablaba Italo Calvino a propósito de la lectura de la Anábasis de Jenofonte: la de estar viendo, antes que leyendo, un viejo documental de guerra.1 Los cuatro últimos capítulos, el clímax del asedio y la toma de la Nueva Roma, están narrados sobre una película levemente desvaída. Como en grises y sucesivos fotogramas contemplamos el fantástico viaje terrestre de la flota del Sultán tirada por innumerables yuntas de bueyes hasta el Cuerno de Oro, los embates de las multitudes de bachi-bazuks contra el Mesoteiquion, el desesperado combate naval en un Mármara encendido por los destellos del fuego griego, los bárbaros empalamientos de prisioneros ante la mirada impotente de los ciudadanos hele­nos, italianos y catalanes, congregados bajo un común destino que parece difuminar rostros y afanes particulares. El hechizo anacrónico del blanco y negro, de los contrastes de las sombras aceleradas y los pálidos fogonazos, acompañado por el estruendo salvaje de los disparos del monstruoso cañón de bronce fundido para el sultán, de la balumba sonora de pífanos y tambores y tañidos alarmados de las campanas tocadas a rebato durante el asalto de la madrugada del 29 de mayo, sobrecoge aún hoy al lector, como debió sobrecoger a los escasos y silenciosos defensores de las murallas o a las mujeres, niños y ancianos que en Santa Sofía, bajo los dorados mosaicos refulgentes a la luz de mil lámparas y cirios, cantaban el kirie eleison y fiaban su salvación a la sola ayuda del Ángel del Señor, de flamígera espada. Sobre la encendida cúpula que había rivalizado con el templo de Salomón, la cíclica y eterna cúpula de la última noche, surcada por las parábolas de los proyectiles y sus colas rutilantes: la imagen entrecortada y cinética de la desventura.

Autor: admin 15 noviembre 2006

Vicente Duque

Sherezade, Ulises, las Sirenas

Probablemente sea la muerte la experiencia fundamental de la literatura, el más esencial de los accidentes del lenguaje. No debería comprenderse esta afirmación en un sentido ingenuo: no se escribe contra la propia finitud, con la pretensión de que la palabra sobreviva a nuestro acabamiento, sino buscando la desaparición en un fraccionamiento literario de las evidencias lingüísticas, en una entrega total a una palabra que no nos dice, sino que se deja decir para anularnos en el espacio mismo de su enunciación. La eficacia propia de esta enunciación literaria moderna es inversa a la eficacia de la narración legendaria de Sherezade o de cualquiera de aquellas narraciones orientales en las que un acusado trataba de aplazar una sentencia de muerte y de alejar la cita fatal que cerraría definitivamente su boca relatando historias hasta el alba. Ciertamente, el gesto de la narradora de Las mil y una noches trascendía el puro divertimento porque representaba en todo su patetismo el casi ilimitado esfuerzo para mantener a la muerte fuera del círculo de la existencia. Sin embargo, ese mismo gesto de salvación y trascendencia aparece metamorfoseado en la literatura moderna, dado que esta está ligada al sacrificio y a la desaparición a manos de las palabras que revelan su ser, que con el brillo de su aparición eclipsan a quien las dice. La obra, que tenía el deber de brindar la inmortalidad a su autor, recibe el derecho de matarlo.